27
Lisl se había sentado donde pudiera ver las flores. Era un enorme surtido de diferentes capullos —yo no conocía los nombres de todos— colocados en una cesta adornada con una cinta de color. Era evidente que procedían de una florista muy cara. Se las había traído Werner. Ahora los pétalos ya empezaban a desprenderse. Werner no hacía demostraciones de cariño, pero siempre regalaba flores a Lisl. A veces, según su estado de ánimo, pasaba horas eligiéndolas. Ni siquiera su amada Zena recibía un trato tan esmerado en materia de flores. Lisl las adoraba, en especial si provenían de Werner.
A veces, cuando sonreía, podía ver en Lisl Hennig la bella mujer que era cuando vine a Berlín por primera vez. Yo era un niño pequeño y ella debía tener ya casi cincuenta años, pero su belleza conquistaba a cualquier hombre.
Ahora, en la vejez, los modales dominantes que en un tiempo fueran parte de su fatal atractivo eran la petulancia de una anciana irritable. Sin embargo, yo la recordaba como la diosa que había sido y lo mismo podía decirse de Lothar Koch, el pequeño y encogido burócrata retirado que jugaba regularmente a bridge con ella.
Nos hallábamos en el «estudio» de Lisl, la pequeña habitación convertida en un museo de su vida. Cada estante, cada vitrina estaba atestado de recuerdos: figuras de porcelana, cajitas de rapé y una gran abundancia de ceniceros. La radio tocaba música de Tchaikovski de alguna emisora remota que se extinguía a intervalos. Sólo éramos tres jugadores de bridge. Según Lisl, así era más divertido hacer la declaración y decidir qué mano sería el muerto. No obstante, a Lisl le gustaba estar acompañada y si sólo éramos tres era porque, a pesar de todas sus zalamerías, le había fallado el cuarto.
Nuestras fichas formaban grandes montones; a Lisl le gustaba jugar por dinero, aunque las apuestas fueran pequeñas. De jovencita, la habían enviado a una escuela privada de Dresden —el lugar preferido por las familias acaudaladas para la educación de sus hijas mayores— y la encantaba adoptar los modales de aquel colegio y de aquella época. Ahora, sin embargo, se conformaba con ser la anciana berlinesa que era en realidad y no había nada más berlinés que jugar a cartas por dinero.
—Es un gran negocio hoy en día —dijo Herr Koch—. Esos alemanes orientales han ganado casi tres billones de marcos en rescates desde 1963.
—El as de picas —declaró Lisl, mirando fijamente sus cartas—. ¿Tres billones?
—Paso —dijo Koch—. Sí, tres billones de marcos alemanes.
—El as de corazones —anuncié.
—No puedes hacer eso —protestó Lisl.
—Lo siento —dije—, paso.
¿Por qué habían empezado de repente a hablar de prisioneros políticos retenidos en la República Democrática? No podían saber lo de Werner. Al final Lisl echó el dos de picas.
—Alrededor de mil cuatrocientas personas son rescatadas anualmente por el gobierno de Bonn. Nunca se trata de criminales, sino en su mayoría de personas que han solicitado permisos de salida y luego se les ha oído formular quejas porque no los obtienen.
—Deben estar locos para solicitar un permiso de salida —dijo Lisl.
—Están desesperados —corrigió Koch— y las personas desesperadas se aferran a cualquier posibilidad, por pequeña que sea.
Lisl puso una reina de corazones sobre el rey de Herr Koch. A partir de ahora, si no me equivocaba, sacaría corazones uno detrás de otro. Sabía que no tenía el as, porque estaba en mi poder. Yo pasé. La baza fue para Koch. Quizá no cambiarían a Werner por Stinnes. Quizá tendríamos que pagar para recuperarle. ¿Le venderían o preferirían un gran juicio de exhibición, con un gran alarde de publicidad? Tal vez yo lo había llevado mal y hubiera sido preferible dejar pensar al KGB que Stinnes nos había engañado completamente; de este modo no se habrían atrevido a estropearlo haciendo publicidad de Werner. ¿Podían someter a juicio a Werner sin revelar el papel de la Miller en la inculpación de Bret?
Koch abrió con un as de tréboles. Yo sabía que Lisl lo mataría y así lo hizo, con un tres. En las cartas era como en la vida; las más bajas podían ganar a un as si se elegía el momento apropiado.
Lisl recogió la baza y abrió con un cuatro de picas. Debía tener un puñado de triunfos.
—Deberías haber declarado un gran slam —observó con sarcasmo Herr Koch, resentido porque le habían matado el as.
—A las personas se les pone el precio que corresponde a su valor —dijo Lisl, continuando la conversación para aplacar a Koch.
—Un decano de universidad puede costamos hasta doscientos mil marcos —estimó Koch— y un obrero cualificado unos treinta mil.
—¿Cómo sabe todo esto? —le pregunté.
—Estaba en la Hamburger Abendblatt —explicó Lisl— que yo le presté.
—El gobierno de la República Democrática tiene una cuenta bancaria en Frankfurt —dijo Koch, sin confirmar el préstamo del periódico hamburgués de Lisl—. Los prisioneros son entregados a las dos semanas de recibir el pago. Es un tráfico de esclavos.
Entonces Lisl abrió con un corazón de la mano muerta para poderlo matar con un triunfo. Mis corazones eran inútiles ahora que a Lisl no le quedaba ninguno. Sólo se puede luchar con la misma moneda que el adversario. Eché mi valet de corazones.
—Echa tu as, Bernard —me instó Lisl.
Sabía que mi as tampoco servía de nada. Se echó a reír. Le encantaba ganar a las cartas.
Abrió con un triunfo bajo y Herr Koch se llevó la baza.
—Has perdido —dije, incapaz de resistir la tentación.
—No le importa —observó Herr Koch—. El muerto no tiene triunfos.
—Nunca lograrás enseñarle a jugar a bridge —dijo Lisl—. Yo lo he intentado desde que tenía diez años.
Sin embargo, Koch persistió:
—Me ha sacado un triunfo a mí y otro a ti.
—Pero ha perdido la baza —repliqué— y en cambio usted la ha ganado con su valet.
—Ha eliminado los peligros potenciales. —Koch destapó las cartas de la baza y me enseñó el diez y el valet que habíamos echado—. Ahora sabe que no tienes triunfo y sacrificará todas tus cartas.
—Déjale jugar a su manera —dijo Lisl, despiadada—. No es lo bastante sutil para el bridge.
—No te dejes engañar por él —la previno Herr Koch, hablando como si yo no estuviera presente—. Todos los ingleses son sutiles y la sutilidad de éste es la más peligrosa.
—¿Y cuál es? —inquirió Lisl.
Podría haberse limitado a poner todos sus triunfos sobre la mesa y nosotros le habríamos concedido todas las bazas restantes, pero no quería privarse del placer de ganar el juego baza por baza.
—No le importa que le creamos tonto. Ésta es la mayor fuerza de Bernard; siempre lo ha sido.
—Jamás entenderé a los ingleses —manifestó Lisl. Echó un triunfo, recogió la baza, sonrió y abrió de nuevo el juego. Tras decir que no entendía a los ingleses, procedió a explicarnos su carácter. Esto también era muy berlinés; la gente de Berlín es reacia a admitir cualquier clase de ignorancia—. Cuando un inglés dice que no hay prisa, significa que algo debe hacerse inmediatamente. Cuando dice que no le importa, significa que le importa mucho. Cuando deja la decisión a otro, diciendo: «Si quieres» o «Cuando quieras», hay que ponerse en guardia... porque significa que ha expuesto claramente sus exigencias y espera que se cumplan al pie de la letra.
—¿Vas a permitir que estas calumnias queden impunes, Bernard? —preguntó Koch, a quien gustaba un poco de controversia, siempre que él pudiera ser el árbitro.
Yo sonreí. Ya había oído antes todo aquello.
—¿Y nosotros, los alemanes? —persistió Koch—. ¿Somos fáciles de tratar?
—Los alemanes no tienen términos medios —contesté, arrepintiéndome inmediatamente de embarcarme en semejante discusión.
—¿No tienen términos medios? ¿Qué significa esto? —inquirió Koch.
—En Alemania chocan dos vehículos; uno de los conductores es culpable y, por lo tanto, el otro es inocente. Todo es blanco o negro para un alemán. El tiempo es bueno o malo, un hombre está enfermo o sano, un restaurante es bueno o terrible. En un concierto se lanzan vítores o se abuchea.
—¿Y Werner? —preguntó Koch—. ¿Tampoco tiene término medio?
La pregunta iba dirigida a mí, pero Lisl tuvo que contestar.
—Werner es inglés —dijo.
No era cierto, naturalmente, sólo un ejemplo de la impetuosa afición de Lisl a escandalizar y apabullar. Werner era tan poco inglés como puede serlo un alemán y nadie sabía esto mejor que Lisl.
—Tú le educaste —observé—. ¿Cómo podría ser inglés?
—En espíritu —replicó Lisl.
—Adoraba a tu padre —dijo Herr Koch, más para reconciliar las diferencias de opinión que porque fuera cierto.
—Le admiraba —rectifiqué—, lo cual no es exactamente lo mismo.
—Fue tu madre la que primero se encariñó con Werner —explicó Lisl—. Recuerdo que tu padre se quejaba de que Werner estaba siempre arriba jugando contigo y haciendo ruido. En cambio, tu madre le animaba a hacerlo.
—Sabía que tú regentabas el hotel y ya tenías demasiado trabajo para cuidar además de Werner.
—Un día iré a verla a Inglaterra. Siempre me manda una tarjeta por Navidad. Quizá vaya el año próximo.
—Tiene una habitación libre —dije, aunque sabía que ni Lisl ni mi madre soportarían los rigores de un viaje por avión; sólo las personas muy sanas podían con las líneas aéreas. Lisl aún no había olvidado su incómodo viaje a Múnich cinco años atrás.
—Tu padre era demasiado formal con el pequeño Werner; siempre le hablaba como a un hombre hecho y derecho.
—Mi padre hablaba así a todo el mundo —repliqué—. Era una de las cosas que más me gustaban de él.
—Werner no se acostumbró nunca. «¡El Herr Oberst me ha estrechado la mano, Tante Lisl!» Era increíble que un coronel de la Wehrmacht estrechara la mano y hablara con tanta solemnidad a un niño pequeño. Pero tú no me escuchas, Bernard.
No, ya no la escuchaba. Había esperado que los dos dijeran que yo era alemán, pero esta idea no les pasó siquiera por la cabeza. Semejante rechazo me había anonadado. Había crecido aquí. Si no era alemán en espíritu, ¿qué era entonces? ¿Por qué no reconocían ambos la verdad? Berlín era mi ciudad. Londres era un lugar donde vivían mis amigos ingleses y donde habían nacido mis hijos, pero yo pertenecía a Berlín. Me sentía feliz estando aquí, en la anticuada habitación trasera de Lisl, con el anciano Herr Koch. Éste era el único sitio que podía llamar realmente mi hogar.
Sonó el teléfono. Estaba seguro de que era Posh Harry. Lisl barajaba las cartas y Herr Koch calculaba los puntos por centésima vez. El teléfono llamó varias veces sin que nadie lo cogiera y de pronto enmudeció.
—¿Esperas una llamada, Bernard? —interrogó Lisl, mirándome con atención.
—Es posible —respondí.
—Klara contesta cuando yo no lo descuelgo. Es probable que se hayan equivocado. Últimamente se equivocan muy a menudo.
¿Qué pasaría si rechazaban la proposición de Posh Harry? Yo me encontraría en una posición muy difícil. Incluso aunque Bret Rensselaer fuera inocente, el resto de mi teoría podía no ser correcta. Cabía dentro de lo posible que Stinnes fuera sincero. Entonces empezó a preocuparme que Stinnes no estuviera informado sobre la estructura completa del complot moscovita para desacreditar a Bret Rensselaer. ¿Y si Stinnes era un kamikaze enviado a hacer volar en fragmentos la Central de Londres pero sin informarle de los detalles de la operación? Stinnes era la clase de hombre que se sacrificaría por algo en lo que creyera firmemente. Pero... ¿en qué creía firmemente? Ésta era la cuestión para la que debía encontrar la respuesta.
¿Y qué haría yo en la posición de Fiona? Poseía todas las cartas; lo único que debía hacer era sacrificar a Stinnes. ¿Creería que yo había descubierto su juego? Sí, probablemente, pero, ¿me creería capaz de convencer a la Central de Londres de la verdad? No, probablemente no. Bret Rensselaer era el elemento que decidiría la dirección en que atacaría Fiona. Ojalá Posh Harry interpretara bien este matiz de la historia. Tal vez Fiona no creería que yo pudiera persuadir a los vacilantes burócratas de que Stinnes les tomaba el pelo, pero Bret y yo juntos... tal vez creyera que los dos juntos podíamos conseguirlo. En opinión de Fiona, Bret y yo juntos podíamos conseguir cualquier cosa. Supongo que la clase de hombre que quería en realidad era una incongruente e imposible combinación de ambos.
—Drinkies? —preguntó Lisl en un inglés imaginario y, sin esperar respuesta, nos sirvió jerez a todos.
A mí no me gustaba el jerez, en especial la variedad oscura y dulzona que Lisl prefería, pero fingía que me gustaba desde hacía tanto tiempo, que no tuve valor para pedir otra cosa.
Eran las nueve y media cuando se produjo la llamada. Yo estaba a ciento cincuenta puntos de Lisl e intentando hacer con dos corazones una baza que no merecía la pena. Lisl contestó al teléfono; debía haber comprendido que yo esperaba mi llamada. Me lo pasó. Era Posh Harry.
—¿Bernard?
Estarían grabando la conversación, pero no servía de nada ocultar mi identidad; ya la conocían.
—¿Sí?
—He hablado.
—¿Y?
—Volverán a llamarme dentro de una hora.
—¿Qué opinas?
—Ella me ha preguntado si Bret estaría en la reunión.
—Podría arreglarse.
—Quizá pongan una condición.
Miré a Lisl y luego a Herr Koch. Ambos contemplaban con gran atención sus cartas con la expresión de quien estudia las cosas para no dar la impresión de que escucha.
—Bret dirige el asunto; procura que quede bien claro —dije.
—Se lo diré. Vendrán equipados, recuérdalo.
Esto significaba armados. No había modo de evitar esto, ya que no teníamos derecho a registrar los vehículos rusos o el personal que cruzaba a Berlín Oeste.
—Está bien —contesté.
—¿Se garantiza a la mujer el paso y el regreso?
Esta pregunta era de Fiona, que temía ser arrestada. Sin embargo, no cabía duda de que ahora ya la habían provisto de todos los documentos acreditativos de que era ciudadana soviética. Coronel del KGB y probablemente hasta miembro del partido. Sería una pesadilla legal arrestarla en Berlín Oeste, donde la URSS seguía siendo una Potencia Protectora con derechos legales comparables a los británicos, franceses y americanos. En el Reino Unido la cosa sería diferente.
—Garantizados para todo el grupo. ¿Lo quieren por escrito?
—No lo quieren para todo el grupo, sólo para la mujer —respondió Posh Harry.
Parecía una contestación extraña, pero no le dediqué una atención especial en aquel momento. Fue después cuando adquirió relevancia.
—Como prefieran, Harry.
—Volveré a llamarte —dijo.
—Estaré aquí.
Colgué y reanudé el juego de bridge. Lisl y Herr Koch no hicieron ninguna referencia a la llamada. Existía la suposición tácita de que yo trabajaba para una sociedad farmacéutica internacional.
Jugamos otro rubber de bridge antes de que Posh Harry llamase de nuevo para decirme que todo estaba arreglado para la reunión en el hotel Steigenberger. Ni siquiera al finalizar las negociaciones sabía Posh Harry que tenían retenido a Werner. Era típico del KGB; no se decía a nadie nada que no necesitara saber.
Telefoneé a Frank Harrington y le dije que estaban de acuerdo pero que exigían una especie de garantía escrita de que la mujer podía regresar sin el menor impedimento.
Frank asintió con un gruñido. Conocía las implicaciones, pero no hizo ningún comentario acerca de Fiona ni del interés del Departamento en arrestarla.
—Se han concentrado aquí hasta un nivel de saturación —explicó—. Durante las dos últimas horas no han cesado de cruzar vigilantes del KGB por los dos puntos de control. Yo ya sabía que contestarían en sentido afirmativo.
—¿Del KGB? ¿Vienen a Occidente?
—Sí, han husmeado por aquí desde que viniste. Es probable que vieran llegar a tu amigo.
Se refería a Bret.
—¿Y a su amigo también? —pregunté, aludiendo a Stinnes, que había llegado aquella tarde.
—Espero que no —contestó Frank.
—¿Están ambos bien seguros?
—Muy seguros —me tranquilizó Frank—. No los dejo salir. —Había acomodado a ambos hombres en su mansión del Grunewald, donde había hecho instalar dispositivos de seguridad por valor de medio millón de libras. Incluso el KGB se hubiera visto en dificultades para sacarlos de allí. Después de una pausa, Frank preguntó—: ¿Estás equipado, Bernard?
Tenía una Smith & Wesson guardada en la caja fuerte de Lisl, junto con otros efectos personales.
—Sí —dije—. ¿Por qué?
—Un grupo de asalto del KGB ha cruzado hace treinta minutos. La identificación era correcta. No envían un grupo de asalto a menos que vayan en serio. Me preocupa que tú puedas ser el blanco.
—Gracias, Frank. Tomaré las precauciones habituales.
—Quédate donde estás esta noche. Te enviaré un coche por la mañana. Ten mucho cuidado, Bernard. No me gusta cómo pinta este asunto. ¿Te parece bien a las ocho?
—Las ocho será muy buena hora —contesté—. Buenas noches, Frank. Te veré por la mañana.
Había bajado el volumen de la radio mientras hablaba por teléfono y ahora lo subí. Era una emisora sueca que emitía una sinfonía de Bruckner; los acordes iniciales llenaron la habitación.
—Los empleados en el negocio de las píldoras trabajáis hasta muy tarde —observó Lisl con sarcasmo cuando colgué.
Herr Koch había desempeñado su cargo ministerial durante todo el período nazi gracias a su falta de curiosidad y a no caer en la tentación de hacer observaciones tan impetuosas. Sonrió y dijo:
—Espero que todo esté en orden, Bernard.
—Todo va bien —le respondí.
Se levantó y fue a apagar la radio.
—Gracias, querido —dijo Lisl.
—Bruckner —explicó Herr Koch—. Cuando anunciaron el desastre de Stalingrado, la radio sólo tocó a Beethoven y Bruckner durante tres días enteros.
—Tantos muchachos espléndidos... —murmuró Lisl con tristeza—. Pon un disco, querido. Algo alegre... Adiós, adiós, Mirlo.
Sin embargo, cuando Herr Koch puso el disco, resultó ser uno de sus favoritos: Das war in Schöneberg im Monat Mai...
—Marlene Dietrich —dijo Lisl, apoyándose en el respaldo y cerrando los ojos—. Schott!