19

No sé si Bret Rensselaer recibió órdenes oficiales de no acercarse a Erich Stinnes o bien se le aconsejó que no lo hiciera, pero era evidente que alguien del Departamento tenía que mantenerse en contacto con él. Si le dejábamos abandonado en Berwick House, siempre cabía la posibilidad de que el Centro de Interrogatorios de Londres alentara al Home Office a hacerse cargo de él.

Cuando Stinnes dejó súbitamente de hablar al interrogador, la cuestión se volvió urgente. Fui enviado a hablar con Stinnes. Encontré una nota con las iniciales de Bret esperándome sobre mi mesa. Ignoro quién me eligió para el trabajo, pero supongo que no había muchos nombres en la breve lista de visitantes apropiados.

Llovía a cántaros cuando llegué a Berwick House. Las formalidades que habían saludado al Bentley de Bret Rensselaer en mi visita anterior fueron suprimidas para mi Rover de segunda mano. Nada de hacerme desviar al lado después de cruzar la verja exterior; sólo una rápida ojeada a mi tarjeta y un saludo superficial.

Nadie salió a vigilar mi aparcamiento en el patio, en el espacio señalado para los visitantes, ni vi el menor rastro del director o de su adjunto. En lugar de la puerta principal, entré por la trasera. El funcionario de guardia me conocía de vista y me acercó el libro para que firmara, ofreciéndome su pluma Parker. A juzgar por los espacios vacíos del libro, no había gran afluencia de visitantes en Berwick House estos días.

Erich Stinnes no estaba encerrado con llave. A unas horas determinadas se le permitía hacer ejercicio en el recinto. Cuando llovía, podía bajar al gran salón y mirar los rosales desnudos por las ventanas emplomadas. Disfrutaba de libertad en el primer piso, pero tuve que notificar al conserje que subía a visitarle. El conserje dejó de comer su bocadillo de queso el tiempo suficiente para rellenar la ficha que me permitiría volver a salir. Cuando me la dio, estaba manchada de sus grasientas huellas. Me alegró de que no le ocurriera lo mismo a Bret.

—No es como Notting Hill Gate, ¿verdad, Erich? —pregunté.

—Me basta —respondió.

Le habían mudado al número 4, una habitación espaciosa y cómoda que daba a la fachada. Era una sala de estar con un sofá y dos sillones, un grabado en color de la batalla de Waterloo y una chimenea medieval con fuego eléctrico. También tenía una minúscula «cocina», aunque en realidad no era más que una alcoba equipada con fregadero, fogón, varias sartenes, platos y una tetera eléctrica.

—¿Va a hacerme una taza de té? Se está muy caliente aquí. ¿Quiere que abra la ventana?

—Traerán el té a las cuatro —contestó—. A estas alturas ya debe usted saberlo. No, no abra la ventana. Creo que estoy resfriado.

—¿Aviso al médico para que le examine?

—Nada de médicos. Me horrorizan.

Su voz era inexpresiva y fría como sus ojos. El ambiente había sufrido un cambio desde nuestra última entrevista. Sospechaba de mí y no se molestaba en ocultarlo.

—¿Aún dibuja paisajes? —pregunté, quitándome la gabardina y colgándola detrás de la puerta.

—No hay mucho más que hacer —contestó.

Había buena calefacción en todo el edificio y en la habitación hacía calor porque además estaba encendido el hogar eléctrico, pero Stinnes llevaba un traje de franela gris y un suéter grueso encima de la camisa verde oscuro. Se hallaba sentado en un gran sofá tapizado de cretona y tenía a su lado varios periódicos londinenses, doblados por muchos sitios, como si los hubiera leído de cabo a rabo.

Sabía mantenerse muy quieto, pero no era una quietud relajada ni la quietud tensa que produce la concentración, sino otra cosa, algo indefinible que le permitía ser siempre el espectador, por muy involucrado que pudiera sentirse. Siempre era el sol; todo lo demás se movía menos él.

Me despojé de la chaqueta y me senté enfrente del sofá.

—El interrogador se fue pronto a casa ayer —dije— y también anteayer.

—Algunas especies de pájaro saben cantar, pero otras han de aprenderlo de sus padres.

No habló en tono jocoso; más bien lo recitó como si fuese una frase preparada para mí.

—¿Se trata de un hecho ornitológico o es que intenta decirme algo, Erich?

En realidad, sabía que era cierto; Stinnes ya me lo había dicho antes. Le gustaba alardear de sus conocimientos.

—Era inevitable que encontrase usted el modo de darme la culpa —observó.

—¿Y qué clase de pájaro es usted, Erich? ¿Y cómo hemos de hacerlo para enseñarle a cantar?

—Acepté su ofrecimiento de buena fe. No prometí dirigir su departamento de operaciones secretas y conseguir que funcionase bien.

—¿Qué considera usted su parte del trato? —inquirí.

—Doy al interrogador respuestas completas y veraces a todo lo que me pregunta, pero no puedo decirle cosas que ignoro. Desearía que le explicara esto.

—Han muerto cuatro hombres —repliqué—. Usted conocía a uno de ellos: Ted Riley; estuvo con usted en Londres. Era un amigo personal mío. Hay gente encolerizada.

—Lo siento —dijo Stinnes.

No parecía sentirlo mucho, pero es que nunca parecía sentir nada muy a fondo.

—Fuimos traicionados, Erich. Las dos veces.

—Desconozco todos los detalles —observó.

Era una respuesta muy rusa; conocía todos los detalles.

—Las dos veces caímos en una trampa explosiva —dije.

—Entonces las dos veces se dejaron coger.

—No se haga el sabihondo, maldita sea —estallé, lamentando en seguida haberme enfadado.

—¿Es un profesional o ha estado demasiado tiempo detrás de una mesa? —Hizo una pausa y, como no contesté, continuó—: No juegue conmigo, señor Samson. Usted sabe que Rensselaer es un aficionado. Sabe que se negó a permitir que su personal de Operaciones planeara estas reuniones. Sabe que lo hizo de ese modo porque quería demostrar a todo el mundo que es un agente maravilloso.

No era la reacción que yo había esperado. Stinnes no expresaba ira por las acciones de Bret Rensselaer, aunque habían estado a punto de causar su muerte. De hecho, su interpretación del fracaso colocaba a Bret en la posición del héroe; un héroe aficionado y torpe, pero héroe al fin.

—¿Criticó usted estas ideas «de aficionado»? —pregunté.

—Claro que sí. ¿Usted no?

Aquí me cogió desprevenido.

—Sí —admití—, las critiqué.

—Y lo mismo habría hecho cualquiera con media hora de experiencia en el servicio activo. Rensselaer es un burócrata. ¿Por qué no le ordenaron usar a sus planificadores de Operaciones? Yo le insté a hacerlo una y otra vez.

—Había problemas —dije.

—Puedo adivinar cuáles eran —replicó Stinnes—. Su jefe, Rensselaer, está decidido a alcanzar la fama antes de que la gente del MI5 se haga cargo de mi interrogatorio, ¿no es cierto?

—Algo parecido —contesté.

—Tiene una edad peligrosa —añadió Stinnes con estudiado desdén—. Es la edad en que los burócratas ansían de repente aprovechar la última posibilidad de gloria.

Llamaron a la puerta con los nudillos y una mujer de mediana edad que llevaba un delantal verde entró con la bandeja del té, tostadas con mantequilla y un plato de pastel en porciones.

—Le tratan muy bien aquí, Erich. ¿Le obsequian cada día con este espléndido té o sólo cuando vienen visitas?

La mujer sonrió pero no dijo nada. Eran todas personas investigadas a fondo, naturalmente; algunos miembros del personal doméstico eran funcionarios retirados de la Central de Londres. Puso sobre la mesa las tazas y la tetera y salió en silencio; sabía que incluso una palabra puede alterar el ambiente de un interrogatorio.

—Todos los días —contestó Erich.

Sobre la bandeja había un paquete de cinco cigarros pequeños. Supongo que era su ración diaria, aunque parecía haber dejado de fumar, pues tenía un montón de paquetes sin abrir en la repisa de la chimenea.

—Sin embargo, no le gusta estar aquí, ¿verdad?

Su actitud negativa con el interrogador era lo que me había traído a Berwick House. No cabía duda de que algo le disgustaba.

—Confían en mí lo suficiente para actuar de acuerdo con mi información y arriesgar la vida de sus agentes y en cambio me retienen aquí encerrado para que no me escape. —Bebió un poco de té—. ¿Adónde creen que huiré? ¿A Moscú para enfrentarme con un tribunal?

Sentí la tentación de decirle que me había opuesto furiosamente a su traslado a Berwick House, pero éste no era el modo de hacerlo y, en cualquier caso, no quería que supiera el escaso efecto que producían mis opiniones en las decisiones de la última planta de la Central londinense.

—Dígame, ¿qué especie de pájaro es usted, Erich? Todavía no ha contestado a esta pregunta.

—Sáqueme de aquí y se lo demostraré —dijo—. Déjeme hacer lo que Rensselaer no ha sabido llevar a feliz término.

—¿Penetrar en la red de Cambridge?

—Ellos confiarán en mí.

—Es arriesgado, Erich.

—La red de Cambridge es lo mejor que les he traído. Es lo que me demoró en Ciudad de México y lo que me obligó a volver a Berlín antes de desertar. ¿Tiene idea de los peligros que corrí a fin de conseguir la información suficiente para poder penetrar en esa red?

—Dígamelos.

Era una reacción sarcástica a su petición y él lo sabía, así que dijo:

—Y ahora quieren echarlo todo a perder. Bueno, peor para ustedes.

—Entonces, ¿por qué se preocupa?

—Sólo porque se empeñan en darme la culpa de los desastres causados por ustedes mismos. ¿Por qué he de cargar yo con la culpa? ¿Por qué he de ser castigado? No quiero pasar meses y meses encerrado en este lugar.

—Tenía entendido que le gustaba —repliqué.

—Es cómodo, pero aquí soy un prisionero. Quiero vivir como un ser humano. Quiero gastar algo de ese dinero. Quiero... quiero muchas cosas.

—¿Quiere ver a Zena Volkmann? ¿Es eso lo que iba a decir?

—¿La ha visto?

—Sí —contesté.

—¿Le preguntó por mí?

—Piensa que ella hizo todo el trabajo, yo me llevé todos los laureles y usted consiguió el dinero.

—¿Es esto lo que dijo?

—Más o menos.

—Supongo que es cierto. —Se quitó las gafas y las limpió con esmero.

—No creo que ella hiciera todo el trabajo y desde luego yo no me llevé todos los laureles. En cuanto a lo demás, supongo que es cierto.

Me miró, pero no sonrió al oír mi respuesta.

—No se preocupe. Cuando esté libre, no correré a su encuentro.

—¿El amor se ha enfriado?

—Siento afecto por ella, pero es la esposa de otro hombre. Ya no poseo el ardor para esa clase de relación amorosa.

—¿Y en cambio posee el ardor para intentar la penetración en la red de Cambridge?

—Porque es el único medio que tendré jamás de librarme de ustedes.

—¿Dándonos una prueba positiva de su lealtad hacia nosotros?

—Como ya le he dicho, esa red es el mejor premio que puedo ofrecerles y seguramente ni siquiera ustedes, los ingleses, me retendrán aquí encerrado cuando la ponga en sus manos. —Se trataba de sus propios agentes y, no obstante, lo dijo sin ninguna clase de emoción. Era un animal de sangre fría.

—Existe el problema de su protección, Erich. Usted es una inversión importante y la semana pasada colocaron una bomba bajo su coche.

—No iba destinada a mí. Fue un accidente. ¿Acaso piensa que me identificaron?

Se recostó en el respaldo, cruzó las manos e hizo crujir los nudillos; era un gesto de viejo que no encajaba en la idea que tenía de él. ¿Le estaría envejeciendo este cautiverio prolongado? Era un hombre «de la calle», toda su carrera se había basado en el trato con la gente. Si le permitían desarticular la red de Cambridge, por lo menos trabajaría en su especialidad. Quizá todas las traiciones —conyugales, profesionales y políticas— son motivadas por el impulso de dedicarse a lo que uno sabe hacer mejor, sin importar para quién se hace.

—Parece estar muy seguro —dije.

—No soy paranoico, si se refiere a eso.

Callé unos momentos y bebí unos sorbos de té.

—Noto que no ha fumado estos días.

Cogí de la bandeja el paquete de cigarros cortos y los olí. Hacía siglos que no fumaba. Dejé los cigarros sobre la mesa, pero no fue fácil.

—No me apetece fumar —respondió—. Es una buena ocasión para dejarlo del todo.

Me serví más té y lo bebí sin leche ni azúcar, como hacía él; estaba malísimo.

—¿Cómo empezaría?

No tuve que explicar de qué hablaba. La idea de Stinnes intentando desarticular una red soviética con sus propios métodos predominaba en la mente de ambos.

—Primero, tengo que ser libre. No puedo trabajar si ponen a alguien a vigilarme día y noche. Tengo que poder acercarme a ellos libre de todo vínculo con ustedes. ¿Lo comprende?

—Ahora están alarmados —dije—. Deben haberse puesto en contacto con Moscú y Moscú puede haberles hablado de usted.

—Tiene demasiada fe en Moscú, igual que nosotros hemos tenido siempre demasiada fe en la eficiencia de la Central de Londres.

—Tendría muy pocas posibilidades de convencer a mis jefes de que usted pueda desarticular esa red sin ayuda. No quieren creerlo; lo considerarían una especie de atentado contra su competencia. Temerían otro desastre en el que, además, le perderían a usted. Moscú le busca, Erich; no puede ignorarlo.

—Moscú no da la alerta por sus desertores hasta que ha habido mucha publicidad sobre ellos. La política es quitar importancia a estas cosas para que otros ciudadanos soviéticos no tengan la misma idea.

—Usted no es un desertor vulgar. Su marcha significó un gran golpe para ellos.

—Un motivo más para que guarden silencio. ¿Tienen ya algún informe de sus analistas?

—Intentaré averiguarlo —prometí.

Erich sabía que mi respuesta era evasiva y, sin embargo, no había modo de evitar que adivinara la verdadera contestación a su pregunta. Los analistas habían escuchado la radio y la televisión del bloque oriental y vigilado la prensa por si aparecía algo relacionado con Erich Stinnes y también sometido a un escrutinio especial a las publicaciones limitadas y sobre todo al tráfico diplomático radiado del KGB por medio del cual Moscú controlaba a sus embajadas y agentes de todo el mundo. Hasta ahora no habían recogido nada que pudiera hacer referencia a Erich Stinnes o a su actual pertenencia a nuestro Departamento. Era como si hubiera desaparecido en el espacio exterior. Stinnes sonrió; sabía que no había nada.

—Sólo necesitaría diez días, dos semanas a lo sumo. Conozco esta red y la abordaría de otra forma. Si ustedes estuvieran dispuestos a encarcelarlos sin pruebas, yo podría entregárselos en menos de una semana.

—No. Aquí, en esta parte del mundo, tenemos la incómoda necesidad de aportar a los tribunales pruebas concluyentes e incluso así, los jurados ponen en libertad a la mitad de las personas encausadas.

—Acúsenlos de algo. Yo declararé en el juicio.

—Aún no hemos adoptado una decisión clara sobre si podemos usarle ante un tribunal —dije.

—Si yo accedo...

—No es tan fácil; existen dificultades legales. Mi Departamento no está autorizado para encargarse de esta clase de procesamiento. Si le sometieran a interrogatorio en un juicio público, podría resultar comprometido.

—¿Y su Home Office no los ayuda? ¿Por qué no cambian este sistema tan anticuado? El KGB está controlado centralmente para que trabaje contra los enemigos del interior y del exterior. Las agencias separadas (una para localizar a agentes extranjeros dentro de Gran Bretaña y otra para infiltrarse en países extranjeros) son incómodas e ineficaces.

—A nosotros nos gusta que sean un poco incómodas e ineficaces —repliqué—. Una agencia como el KGB puede reemplazar al gobierno cuando se le antoje.

—Aún no ha sucedido nunca —respondió Stinnes, muy tieso— y nunca sucederá. El partido ostenta el poder supremo y nadie se lo discute.

—Ya no tiene que defender la política del partido, Erich. Los dos sabemos que la Unión Soviética se enfrenta a una crisis.

—¿Una crisis? —repitió.

Se inclinó hacia delante, apoyó los codos en las rodillas y juntó las manos con fuerza. Su rostro demacrado estaba muy pálido y sus ojos brillaban.

—Se necesitan con urgencia nuevos incentivos para la economía, que está por los suelos. Lo sabe mejor que yo, Erich.

Sonreí, pero él no correspondió a mi sonrisa. Por lo visto, había tocado un punto neurálgico.

—¿Y quién lucha contra semejantes reformas?

Hundió los hombros todavía más. Me pregunté dónde exactamente se había colocado Stinnes en esta contienda. ¿O quizá seguía negando que existía una contienda?

Bueno, si éste era el único modo de infundirle vida, lo aprovecharía.

—Los moribundos funcionarios del partido, que manejan la economía en sus mismas raíces y le exprimen la crema, no quieren ser sustituidos por directores de fábrica cualificados, técnicos expertos y administradores con estudios, los únicos que podrían crear el sistema de incentivos que con el tiempo produce una economía floreciente.

—El partido...

—... ostenta el poder supremo. Sí, ya lo ha dicho.

—Está cerca de la fuerza laboral —dijo Stinnes, claramente agitado por mis observaciones.

—Está cerca de la fuerza laboral porque ha llegado a un acuerdo tácito con ella. Los trabajadores se mantienen alejados de la política y el partido se asegura de que nadie tenga que trabajar en exceso. Esto funcionaba en tiempos de Lenin, pero no puede prolongarse mucho más. La economía soviética es un desastre.

Stinnes se frotó la mejilla, al parecer alarmado ante la idea.

—Pero si permiten que las fábricas despidan a los perezosos y sólo admitan a los trabajadores entusiastas, volverán a introducir en el sistema toda la codicia, los temores y la pugna del capitalismo competitivo. La revolución no habrá servido de nada; habrán resucitado la guerra de clases.

—Éste es el problema —dije.

—El partido se opondrá con firmeza a esta clase de reforma —observó Stinnes.

—Pero la economía continuará deteriorándose y un día los generales y almirantes soviéticos encontrarán cierta resistencia contra sus gastos exorbitantes en armamento, tanques y barcos. La economía ya no podrá permitirse semejantes lujos.

—Y los militares se aliarán con los reformistas —dijo Stinnes con acento desdeñoso—. ¿Es éste el corolario?

—Sería posible —contesté.

—No mientras usted viva —respondió Stinnes— y aún menos mientras viva yo.

Había permanecido inclinado hacia delante, con los ojos brillantes y activos durante la discusión, pero ahora suspiró y se recostó en el sofá. De improviso, por un breve momento, atisbé a un Stinnes diferente. ¿Se debería al decaimiento causado por un dolor continuo o se arrepentía ya Stinnes de haberme dejado vislumbrar su verdadera identidad?

—¿Por qué le importa, Erich? —pregunté—. Ahora es un capitalista, ¿no?

—Claro que lo soy —contestó, sonriendo.

Pero la sonrisa no era tranquilizadora.

Fui directamente a Londres desde Berwick House para asistir a una conferencia fijada para las cinco y media de aquella tarde. Se trataba de una reunión en la cumbre del Departamento que había empezado hacía casi una hora. Esperé en la antesala y fui llamado justo antes de las seis.

Presidía el director general, vestido con uno de sus trajes más deformados. En torno a la mesa estaban Morgan, Frank Harrington, Dicky y Bret Rensselaer. El director adjunto se encontraba atendiendo un negocio privado en Nassau y el Controlador de Europa se hallaba en una reunión que se celebraba en Madrid. Todos tenían un vaso y sobre la mesa de conferencias había una jarra con cubitos de hielo y el habitual surtido de bebidas en una mesita auxiliar, pero por lo visto todos bebían agua Perrier, salvo Frank Harrington, que sostenía con las dos manos un whisky largo y lo contemplaba como una gitana consultando una bola de cristal. En atención al DG, nadie fumaba y me percaté de que esto causaba cierta tensión en Frank, quien pareció adivinar mis pensamientos, porque sonrió y se humedeció los labios como hacía cuando se disponía a encender su pipa.

—Ah... —dijo el DG, haciendo resbalar su lápiz de la mesa al volverse para verme entrar seguido de Morgan.

—Samson —apuntó este último, entre cuyos deberes estaba el de recordar al DG los nombres del personal, así como recoger las cosas que el DG hacía caer al suelo sin darse cuenta.

—Ah, Samson —saludó el DG—, acaba usted de hablar con nuestro amigo ruso. ¿Por qué no se sirve un trago?

—Sí, señor.

Las luces fluorescentes se reflejaban en la pulida superficie de la mesa. Recordé que Fiona decía que la luz fluorescente daba a la ginebra un sabor «raro». Era sin duda una muestra de su remilgada educación, una explicación de por qué no quería beber en restaurantes baratos, bares chillones u oficinas. Y sin embargo, nunca había podido desechar la idea de que su teoría podía ser cierta, aunque no me dejaba influenciar por ella.

Mientras me servía un gin tonic bien cargado, miré a mi alrededor. Sir Henry Clevemore parecía estar en buena forma hoy. Pese a su cara arrugada y mandíbulas colgantes, los ojos eran claros bajo los pesados párpados y la voz tenía firmeza. Llevaba bien peinados los escasos cabellos y no había trazas del temblor que a veces le hacía tartamudear.

Me pregunté de qué habrían hablado, exactamente. Era improbable que hubiesen formulado preguntas muy directas a Bret en semejante reunión; el DG no habría permitido que Bret fuese interrogado en presencia de Dicky y Morgan. Si conocía bien al anciano, cuando las cosas llegaran al punto de fricción se apartaría, como había hecho otras veces. Pasaría todo el asunto a Seguridad Interior y dejaría que ellos se ensuciaran las manos, porque al viejo le horrorizaba la deslealtad y correría un kilómetro para no percibir siquiera su olor.

Y desde luego Bret no daba muestras de tensión. Sentado junto al DG, era el mismo de siempre, cortés y atildado como un maniquí de escaparate. Dicky llevaba una chaqueta de ante como una concesión al DG, Morgan estaba nervioso y Frank ofrecía un aspecto aburrido. Él podía permitirse el lujo de parecer aburrido; era el único de la habitación a quien probablemente no afectaría el hecho de que abrieran un expediente anaranjado a Bret. En realidad, si ponían a Bret en la parrilla, quizá pedirían a Frank que permaneciera en Berlín. Conociéndole, y conociendo sus estentóreas solicitudes de jubilación, ello significaría la oferta de una pensión mayor y de muchas prebendas adicionales para mantenerle contento.

—¿Ha grabado el interrogatorio? —me preguntó Morgan.

—Sí, pero no ha sido exactamente un interrogatorio —contesté, tirando de una silla y sentándome en el otro extremo de la mesa, enfrente del DG—. Ahora están transcribiendo la grabación.

—¿Por qué no ha sido un interrogatorio? —preguntó Morgan—. Estaba especificado en las instrucciones. —Morgan agitó el bloc y el lápiz.

Llevaba un traje nuevo, gris oscuro, casi negro, muy ajustado, con camisa blanca de cuello duro, que le prestaba el aspecto del reportero joven y ambicioso que había sido en un tiempo no tan lejano.

No le respondí, sino que miré fijamente a los ojos enrojecidos del DG.

—He ido a Berwick House porque el interrogador titular no obtenía ningún resultado. Mi misión era descubrir qué ocurría. No soy interrogador profesional y tengo muy poca experiencia. —Hablé en voz alta, pero aun así el DG se llevó la mano a la oreja.

—¿Qué impresión le ha causado? —inquirió el DG. Los otros se mantenían cortésmente en segundo plano, dándole la preferencia.

—Está enfermo —contesté—. Parece sufrir algún dolor.

—¿Es esto lo más importante que ha descubierto? —preguntó Morgan con bastante sarcasmo.

—Es algo que no puede advertirse escuchando la grabación —dije.

—Pero ¿tiene alguna importancia? —insistió Morgan.

—Podría ser muy importante —repliqué.

—¿Tenemos a mano su historial médico? —preguntó el DG a Morgan.

Después de esperar a que Morgan expresara confusión, Bret contestó:

—Se ha negado reiteradamente a que le visite un médico. No parecía necesario forzarle en este sentido, pero estamos alertas, por si acaso.

El DG asintió. Como muchos miembros del personal superior, sabía asentir sin dar al gesto un significado de conformidad. Era sólo una señal de que había oído.

Alentado por el DG, resumí someramente mi conversación con Stinnes, recalcando su sugerencia de que le permitiéramos desactivar la red de Cambridge.

—Me preocuparía darle carta blanca con la esperanza de que consiga hacerlo él solo —dijo Bret.

—No sacamos nada reteniéndole donde está —observó Morgan, dando golpecitos en el bloc con el lápiz.

A Bret le irritaba que Morgan asistiera a semejantes reuniones en el papel de secretario del DG y luego hablara al personal superior como un igual. También irritaba a otros. Me pregunté si el DG no comprendía este hecho o sencillamente no le concedía importancia. Su habilidad para enfrentar a las personas era legendaria. Así era como se había dirigido siempre el Departamento.

—Me presionan mucho para que lo ceda a la gente del Home Office —reveló el DG, pronunciando las últimas palabras con un estremecimiento casi de repugnancia.

—Espero que no se deje persuadir —dijo Bret con mucha cortesía, aunque su entonación dio a entender que el DG perdería su estima si sucumbía a semejante presión.

Dicky había resistido desde el principio la tentación de involucrarse en el interrogatorio de Stinnes, pero ahora dijo lo que estaba en la mente de todos.

—Tenía entendido que le retendríamos casi un año. Tenía entendido que se trataba de utilizar a Stinnes como un medio de medir nuestros éxitos o fracasos de la pasada década. Pensaba que repasaríamos los archivos con él.

Dicky miró al DG y Frank Harrington miró a Dicky. Frank Harrington no saldría muy airoso de cualquier inspección a fondo de los éxitos y fracasos del Departamento. En la Oficina alemana tenían la máxima de que los éxitos se celebraban en Bonn y recompensaban en Londres, pero que los fracasos se enterraban siempre en Berlín. Berlín era el trabajo que uno tenía que hacer de vez en cuando, pero nadie había hecho carrera allí.

—Éste fue el plan original —dijo Morgan, mirando al DG para ver si necesitaba más ayuda.

—Sí —convino el DG—, éste fue el plan original, pero hemos encontrado impedimentos, más de los que conocéis. —¿Sería esto una referencia a una inminente investigación de Bret? El DG hablaba muy despacio y si uno le respondía inmediatamente, podía encontrarse hablando al mismo tiempo que él, de modo que todos esperamos y, en efecto, volvió a hablar—: Es como una partida de póquer. Tenemos que decidir si continuamos con nuestro bluff, confiamos en este ruso y esperamos a que nos entregue la mercancía que nos situará en una posición favorable para negociar... —Otra larga pausa—, o si debemos renunciar a ello y entregarlo al MI5.

—Es un agente soviético muy experimentado —dijo Frank Harrington— y el KGB es una organización altamente motivada. No alcanzó la posición que ocupaba incumpliendo sus compromisos. Si dice que puede hacerlo, creo que deberíamos tomarle en serio.

—No nos limitemos a considerar su capacidad, Frank —intervine—. No se trata solamente de si puede cumplir o no. Hemos de averiguar si todavía es un agente en activo del KGB.

—Por supuesto —se apresuró a decir Frank—; sólo un idiota confiaría en él a ciegas. Pero, por otra parte, no nos sirve de nada envuelto en papel de seda y guardado en el armario.

—¿Y a largo plazo? —preguntó el DG.

Supongo que él también se daba cuenta de que Frank no podía salir incólume de una revisión sistemática de nuestras actividades y sentía curiosidad por ver su reacción.

—Eso es para los historiadores —respondió Frank—. Lo que me preocupa es la semana pasada, la presente y la próxima. La estrategia es toda suya, director.

El DG sonrió al oír esta sutil respuesta.

—Creo que hay unanimidad —dijo, aunque yo no había visto pruebas de ello—. Tendremos que llegar a una especie de compromiso.

—¿Con Stinnes? —preguntó Dicky.

Nunca supe si lo dijo en plan de broma, pero Morgan sonrió como si estuviera enterado de todo, así que tal vez ya había hablado con Dicky.

—Un compromiso con el MI5 —contestó el DG—. Propongo que nombren un par de miembros para un comité, a fin de que podamos controlar conjuntamente el interrogatorio de Stinnes.

—¿Y quién figurará en el comité? —preguntó Bret.

—Tú, desde luego, Bret —contestó el DG— y Morgan para que me represente. ¿Te parece bien, Frank?

—Sin duda, señor. Es una solución admirable —dijo Frank.

—¿Y qué dicen las estaciones alemanas? —inquirió el DG, mirando a Dicky.

—Sí, pero me gustaría que Samson volviera a trabajar para mí la jornada completa. Ha dedicado mucho tiempo al asunto de Stinnes últimamente y alguien tiene que ir a Berlín la semana próxima.

—Claro, Dicky —concedió el DG.

—Nosotros podríamos necesitarle de vez en cuando. Dirigió el reclutamiento de Stinnes. Seguro que el comité querrá verle —dijo Bret.

Supongo que ahora Bret esperaba que Dicky asintiera en seguida, pero éste sabía cómo explotaría Bret un acuerdo tan casual y no contestó nada, Dicky no pensaba soltarme ni un momento. Dirigir él solo su oficina equivalía a recortar su vida social.

El DG miró alrededor de la mesa.

—Me alegra que todos estemos de acuerdo —dijo.

Era evidente que había adoptado esta misma decisión antes de que nos reuniéramos. O Morgan la había adoptado por él.

—¿Permanecerá Stinnes en Berwick House? —preguntó Bret.

—Será mejor que estudiéis los detalles en la primera reunión del comité —respondió el DG—. No quiero que digan que los hemos puesto ante un hecho consumado; sería empezar con mal pie.

—Claro, señor —dijo Bret—. ¿Quién presidirá el comité?

—Insistiré en que lo presidas tú —contestó el DG—, a menos que prefieras no hacerlo. Limitaría tu voto.

—Creo que debo presidirlo yo —dijo Bret, con sus modales más suaves. Tenía los codos sobre la pulida superficie de la mesa y las manos enlazadas de modo que todos pudiéramos ver su sello y el reloj de oro. Hasta ahora todo le era favorable, aunque no le gustaría oír a Stinnes describiéndole como un torpe aficionado cuando enviaran arriba la transcripción—. ¿Cuántos serán ellos?

—Los sondearé —respondió el DG—. El Despacho del Gabinete también querrá intervenir. —Miró a su alrededor hasta que me encontró—. Tienes un aspecto muy serio, jovencito. ¿Algún comentario?

Miré a Dicky. Aunque hubiera dicho a su mujer que Bret era un topo del KGB, Dicky no iba a levantarse para recordarlo a los reunidos. Desvió de mí la mirada y la fijó de repente en el DG.

—No me gusta —dije.

—¿Por qué no? —inquirió Frank, ansioso de atajar cualquier posibilidad de descortesía por mi parte en presencia del viejo.

—Encontrarán algún maldito medio para actuar contra nosotros. —No había necesidad de decir quién. Todos sabían que no me refería a Moscú.

—Ya están bien provistos de cosas para actuar contra nosotros —dijo el DG, riendo entre dientes—. Es hora de llegar a un compromiso. No quiero que nos veamos en conflicto directo con ellos.

—Sigue sin gustarme —insistí.

El DG asintió.

—No gusta a ninguno de nosotros —dijo en tono bajo y amistoso—, pero tenemos muy pocas alternativas. —Meneó la cabeza con tal fuerza, que las mejillas le temblaron—. No gusta a nadie.

Sin embargo, esto no era del todo exacto. Detrás de su vaso levantado de agua Perrier, Morgan disfrutaba de lo lindo. Había pasado de chico de los recados a un cargo ejecutivo sin los veinte años de experiencia requeridos para semejante ascenso. Era sólo una cuestión de tiempo que Morgan acabara dirigiendo todo el Departamento.