2
Aquella tarde a las ocho, en Londres, entregué por fin el informe a mi inmediato superior, Dicky Cruyer, Controlador de las Estaciones alemanas. Adjunté una traducción completa, ya que sabía que Dicky no era exactamente bilingüe.
—Felicidades —dijo—. Un hurra por el camarada Stinnes, ¿eh? —Agitó las delgadas páginas de mi informe, tan precipitadamente escrito, como si pudiera caer algo oculto entre ellas.
Ya había oído la cinta y mi versión oral del viaje a Berlín, así que no era probable que leyera con detenimiento el informe, en especial si ello significaba perderse la cena.
—Nadie de Bonn nos lo agradecerá —le advertí.
—Tienen todas las pruebas que necesitan —replicó Dicky con un bufido.
—He hablado por teléfono con Berlín hace una hora —dije—. Está tocando todas las teclas posibles.
—¿Qué dice su jefe?
—Se encuentra en Egipto, pasando sus vacaciones navideñas. Nadie ha podido dar con él.
—Qué hombre tan sensato —dijo Dicky con una admiración a la vez sincera y manifiesta—. ¿Había sido informado del inminente arresto de su secretario?
—Por nosotros, no, pero esto es un procedimiento normal del BfV.
—¿Has llamado a Bonn esta tarde? ¿Qué posibilidades hay de que haga una declaración, a juicio del BfV?
—Será mejor que no nos metamos en esto, Dicky.
Me miró un rato mientras lo pensaba y al final, diciendo que yo tenía razón, abordó otro aspecto del mismo problema.
—¿Has visto a Stinnes desde que lo entregaste al Centro de Interrogatorios de Londres?
—Tengo entendido que la política actual es mantenerme alejado de él.
—Vamos —dijo Dicky, sonriendo para seguirme la corriente en mi estado paranoico—. No querrás decir que aún eres sospechoso, ¿verdad? —Se puso en pie detrás de la mesa de palisandro que usaba en lugar de mesa escritorio y me acercó una silla plegable de plástico.
—Mi mujer desertó. —Tomé asiento.
La mano de Dicky apartó las sillas de los visitantes con el pretexto de hacer más sitio. Su verdadero motivo era encontrar una excusa para usar la sala de conferencias más abajo del pasillo. A Dicky le gustaba usar la sala de conferencias; le hacía sentir importante y además significaba que su nombre se exhibía en pequeñas letras de plástico en el tablón de anuncios que había frente a los ascensores de la última planta.
Sus sillas plegables eran los asientos más incómodos del edificio, pero esto no preocupaba a Dicky, ya que él jamás las hacía servir. En cualquier caso, yo no quería sentarme a charlar con él. Aún quedaba trabajo que hacer antes de que pudiera irme a casa.
—Todo esto es historia pasada —dijo Dicky, pasándose la mano delgada y huesuda por el cabello ondulado para poder echar una mirada furtiva a su gran reloj de pulsera negro, de los que siguen funcionando a grandes profundidades submarinas.
Siempre había sospechado que Dicky estaría más cómodo con el pelo corto y cepillado y vestido con trajes oscuros, camisas blancas y las viejas corbatas estudiantiles que eran de rigor entre el personal de más edad. Sin embargo, él persistía en ser el único de nosotros que llevaba gastados pantalones de algodón, botas de vaquero, pañuelos de cuello multicolores y chaquetas de cuero negro porque pensaba que todo ello ayudaría a identificarle como un niño prodigio. Pero tal vez me equivocaba; tal vez Dicky habría sido más feliz conservando aquel atuendo informal y siendo «creativo» en una agencia publicitaria.
Se subió y bajó varias veces la cremallera de la chaqueta y dijo:
—Eres el héroe local. Eres el que nos trajo a Stinnes en un momento en que todos aquí decían que no podía hacerse.
—¿Decían esto? Ojalá lo hubiera sabido. Tenía entendido que muchos decían que estaba haciendo todo lo posible para no traerle porque temía ser mencionado en su interrogatorio.
—Pues quienquiera que propagase esta clase de historia ha quedado ahora como un maldito estúpido.
—Aún no estoy completamente limpio, Dicky. Tú lo sabes y yo lo sé, de modo que dejémonos de tonterías.
Levantó la mano como para parar un golpe.
—Aún no estás limpio sobre el papel —dijo—. Sobre el papel... y ¿sabes por qué?
—No, no sé por qué. Dímelo.
Dicky suspiró.
—Por la sencilla y obvia razón de que este departamento necesita una excusa para retener a Stinnes en el Centro de Interrogatorios de Londres y seguir sonsacándole. Sin una investigación en curso por parte de nuestro propio personal, tendríamos que entregar a Stinnes al MI5... Por eso el departamento aún no te ha exonerado: es una necesidad interior, Bernard, no hay nada siniestro en ello.
—¿Quién se encarga del interrogatorio de Stinnes? —pregunté.
—No me mires a mí, amiguito. Stinnes es explosivo; no quiero tener parte alguna en esto. Y tampoco Bret... nadie de la última planta quiere tener nada que ver con esto.
—Las cosas podrían cambiar —dije—. Si Stinnes nos regala otros dos buenos soplos como éste, algunos empezarán a pensar que encargarse del interrogatorio de Stinnes podría ser el camino a la fama y la fortuna.
—No lo creo —respondió Dicky—. El soplo que has verificado en Berlín era sólo para romper el hielo... un aperitivo antes de que Moscú vea lo que está ocurriendo con sus redes. En cuanto la polvareda se haya posado, los interrogadores revisarán los archivos con Stinnes... ¿no te parece?
—¿Los archivos? ¿Quieres decir que husmearán en todas nuestras operaciones anteriores?
—No en todas. No creo que se remonten al día en que Christopher Marlowe descubrió que la Armada española había zarpado. —Dicky se permitió celebrar su chiste con una sonrisa—. Es evidente que el departamento querrá descubrir hasta qué punto acertábamos con nuestras suposiciones. Volverán a reconstruir todos los juegos, pero esta vez sabrán cuáles tienen un final feliz.
—¿Y tú se lo permitirás?
—No me consultarán, amiguito. Sólo soy el Controlador de las Estaciones alemanas, no el DG. Ni siquiera formo parte del Comité Político.
—Dar acceso a Stinnes a los archivos del Departamento supondría fiarse mucho de él.
—Ya sabes cómo es el viejo. El DG adjunto realizó ayer una de sus raras visitas al edificio. Está entusiasmado con el progreso del interrogatorio de Stinnes.
—Si Stinnes es una trampa...
—Ah, si Stinnes es una trampa... —Dicky se hundió en su silla Charles Eames y colocó los pies sobre el taburete que hacía juego. Fuera, la noche era oscura y los cristales de las ventanas daban en reflejos de ébano una imagen perfecta de la habitación. Sólo estaba encendida la lámpara del antiguo escritorio, que proyectaba un charco de luz sobre la mesa donde descansaban de lado el informe y la transcripción. Dicky casi desaparecía en la penumbra, excepto cuando la luz se reflejaba en la hebilla de su cinturón o brillaba en el medallón de oro que llevaba colgado dentro de la camisa abierta—. Pero la idea de que Stinnes sea una trampa es difícil de sostener cuando acaba de entregarnos en bloque a tres agentes bien colocados del KGB.
Consultó su reloj antes de gritar «¡Café!» con voz lo bastante alta para que su secretaria lo oyera en la habitación contigua. Cuando Dicky trabajaba hasta tarde, hacía seguir el mismo horario a su secretaria. No confiaba la preparación de su café al personal de guardia.
—¿Hablará este sujeto que arrestaste en Berlín? Veo en su ficha que estuvo un año en el Ministerio de Defensa de Bonn.
—Yo no le arresté; lo dejamos para los alemanes. Sí, hablará si le insisten lo suficiente. Disponen de las pruebas y (gracias a Volkmann) retienen a la mujer que fue a recogerlas al coche.
—Y estoy seguro de que has incluido todo esto en tu informe. ¿Eres ahora el secretario oficial del club de fans de Werner Volkmann o es algo que haces por todos tus antiguos condiscípulos?
—Es muy hábil en su trabajo.
—Y todos lo reconocemos, pero no me digas que no hubieras cogido a la mujer sin ayuda de Volkmann. Vigilar el coche es un procedimiento rutinario. Dios mío, Bernard, cualquier policía en período de prueba tomaría esta medida elemental.
—Una recomendación sería un gran incentivo para él.
—Pues no va a conseguir ninguna maldita recomendación de mí. Sólo porque es un amigo íntimo, pretendes que le obsequie con toda clase de alabanzas y privilegios.
—No te costaría nada, Dicky —insistí con suavidad.
—No, no me costaría nada —replicó Dicky en tono sarcástico—. Hasta que cometiera el siguiente error garrafal y en seguida alguien me preguntaría por qué le había recomendado y entonces sí que me costaría algo. Me costaría una severa reprimenda y quizá una promoción.
—Sí, Dicky —contesté.
¿Promoción? Dicky tenía dos años menos que yo y ya había sido ascendido varias veces más allá de su competencia. ¿Qué clase de promoción ambicionaba ahora? Acababa de frustrar el intento de Bret Rensselaer de tomar la dirección de la oficina alemana. Yo creía que ahora se conformaría con consolidar su buena suerte.
—¿Y qué opinas de esta inglesa? —Dio unos golpecitos a la chapucera transcripción de su declaración—. Al parecer, la hiciste hablar.
—No podía detenerla —dije.
—Conque fue así, ¿eh? No quiero volver a discutirlo todo esta noche. ¿Algo importante?
—Algunas inconsistencias que deberían ser analizadas.
—¿Por ejemplo?
—Trabajaba en Londres, encargada de transmitir inmediatamente a Moscú por onda corta noticias seleccionadas.
—Debían ser muy urgentes —observó Dicky. De modo que ya se había fijado en ello. ¿Habría esperado a que yo lo mencionara?—. Y por lo tanto, muy interesantes. ¿Me equivoco? Quiero decir que ni siquiera las confiaban a la radio de la embajada, de lo cual se deduce que provenían de una fuente que querían mantener muy en secreto.
—Material de Fiona, seguramente —apunté.
—Me preguntaba si lo entenderías —dijo Dicky—. Es evidente que se trataba del material que tu mujer sacaba a diario de los registros operacionales.
Le gustaba hurgar con el cuchillo en la herida. Me consideraba personalmente responsable de lo que Fiona había hecho; en realidad, lo había insinuado en más de una ocasión.
—Pero el material continuó llegando.
Dicky frunció el ceño.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Continuó llegando. Un material de primera clase, incluso después de la huida de Fiona.
—Lo que transmitía esta mujer no era todo de la misma fuente —dijo Dicky—. Recuerdo sus palabras de cuando me pusiste la cinta.
Cogió la transcripción e intentó encontrar lo que buscaba entre la confusión de humms y ahhs y signos de «pasajes poco claros» que siempre forman parte de la transcripción de semejantes grabaciones. Entonces volvió a dejar las páginas.
—Bueno, la cuestión es que recuerdo la existencia de dos nombres en clave: Jake e Ironfoot. ¿Es esto lo que te preocupa?
—¡Deberíamos investigarlo! —exclamé—. No me gustan los cabos sueltos. Las fechas sugieren que Fiona era Ironfoot. ¿Quién diablos era Jake?
—Nuestra preocupación es el material de Fiona. Las restantes noticias que recibiera Moscú (y que sigue recibiendo) son competencia de Cinco. Tú lo sabes, Bernard. Nuestra misión no es remover cielo y tierra en busca de espías soviéticos.
—Sigo pensando que deberíamos confrontar la declaración de esta mujer con lo que sabe Stinnes.
—Stinnes no es cosa mía, Bernard. Acabo de decírtelo.
—Pues creo que debería serlo. Es una locura que no tengamos acceso a él sin la autorización del Centro de Interrogatorios.
—Déjame decirte algo, Bernard —empezó Dicky, apoyándose en el respaldo de suave cuero y adoptando la actitud de un preceptor de Oxford que explicara la ley de la gravedad a un repartidor—. Cuando el Centro de Interrogatorios de Londres acabe con Stinnes, aquí en la última planta rodarán cabezas. Conoces los monumentales errores que han entorpecido el trabajo de este Departamento durante los últimos años. Ahora analizarán minuciosamente todas las decisiones tomadas aquí mientras Stinnes dirigía el cotarro en Berlín. Cada decisión tomada por el personal superior será examinada de manera exhaustiva. Podría ser un asunto feo; las personas que tengan decisiones erróneas en su historial van a ser pasadas por un tamiz muy fino.
Dicky sonrió porque podía permitirse este lujo. Dicky no había adoptado una sola decisión en toda su vida. Siempre que iba a ocurrir algo decisivo, se marchaba a su casa con dolor de cabeza.
—¿Y crees que quien se encargue del interrogatorio de Stinnes será impopular?
—Dirigir una caza de brujas no es precisamente una ventaja social —contestó Dicky.
Pensé que «caza de brujas» era una descripción muy inexacta de la purga de incompetentes, pero habrían muchos que abogarían por la terminología de Dicky.
—Y no sólo lo creo yo —añadió—. Nadie desea acercarse a Stinnes. Y no quiero que me digas que debería ser nuestra responsabilidad.
La secretaria de Dicky trajo el café.
—Ahora venía, señor Cruyer —dijo en tono de excusa. Era una viuda insignificante cuyas páginas mecanografiadas estaban salpicadas de manchas blancas de la tinta correctora. Con anterioridad, Dicky tenía como secretaria a una divorciada escultural de veinticinco años, pero su esposa Daphne le había obligado a despedirla. Entonces Dicky fingió que despedir a la secretaria era idea suya; dijo que no hervía bien el agua para el café—. Ha telefoneado su esposa para saber a qué hora irá usted a cenar.
—¿Y qué le ha contestado? —inquirió Dicky.
La pobre mujer titubeó, temiendo no haber dicho lo correcto.
—Que estaba reunido y que la llamaría más tarde.
—Diga a mi esposa que no me espere a cenar. Tomaré algo en cualquier sitio.
—Si quieres irte, Dicky ...—dije, levantándome.
—Siéntate, Bernard. No podemos despreciar una taza de café decente. Llegaré a buena hora a casa. Daphne sabe cómo es este trabajo; dieciocho horas diarias últimamente. —No era una reflexión suave y melancólica, sino una alta proclamación al mundo, o al menos a mí y su secretaria, que se retiró para dar el mensaje a Daphne.
Asentí, pero no sin preguntarme sí Dicky estaría planeando una visita a otra dama. En los últimos tiempos había advertido un destello en sus ojos, una agilidad en su paso y una disposición muy inusitada a quedarse hasta tarde en la oficina.
Dicky se levantó del sillón y se atareó ante la antigua bandeja que su secretaria había colocado con gran cuidado sobre la mesita auxiliar. Vació las tazas Spode del agua caliente que contenían y las llenó de café negro. Dicky era muy meticuloso con el café. Dos veces por semana enviaba a uno de los conductores a recoger un paquete de granos recién tostados a Mister Higgins de South Molton Street —chagga, nada de mezclas— que debían ser molidos justo antes de preparar la infusión.
—Es bueno —dijo, sorbiéndolo con toda la estudiada atención del conocedor que pretendía ser. Después de aprobar el café, me sirvió un poco a mí.
—¿No sería mejor mantenernos alejados de Stinnes, Bernard? Ya no nos pertenece a nosotros, ¿verdad? —Sonrió. Era una orden directa; conocía el estilo de Dicky.
—¿Puedo ponerme leche o crema en el mío? —pregunté—. Este café tan fuerte que haces no me deja dormir en toda la noche.
Siempre mandaba traer una jarrita de crema y un azucarero con el café, aunque él no usaba ninguno de los dos. Una vez me dijo que en el comedor de su regimiento, la crema estaba siempre sobre la mesa pero no se consideraba de buen gusto usarla. Me pregunté si habría muchos hombres como Dicky en el ejército; era una idea espantosa. Me alargó la crema.
—Estás envejeciendo, Bernard. ¿Has pensado alguna vez en correr? Yo corro cuatro kilómetros todas las mañanas, ya sea invierno, verano o Navidad. Todas las mañanas, sin fallar una.
—¿Te sirve de algo? —pregunté mientras me servía crema de la jarrita de plata con forma de vaca.
—Por Dios, Bernard. Estoy en mejor forma ahora que a los veinticinco años. Te lo juro.
—¿En qué forma estabas a los veinticinco años? —inquirí.
—Muy buena. —Dejó la jarra para poder pasar los dedos por el cinturón de cuero con hebilla de latón que sostenía sus pantalones. Hundió el estómago para exagerar su esbeltez y entonces se golpeó el vientre con la palma de la mano. Incluso sin inspirar, su carencia de grasa era impresionante, en especial teniendo en cuenta los innumerables almuerzos que cargaba a su lista de gastos.
—¿Pero no tan buena como la de ahora? —insistí.
—No estaba gordo y fofo como tú, Bernard, y no jadeaba y resoplaba cada vez que subía un tramo de escaleras.
—Creía que Bret se haría cargo del interrogatorio de Stinnes.
—Interrogatorio —dijo de repente Dicky—. Cuánto odio esta palabra. Uno recibe instrucciones y más instrucciones, pero no existe el modo de desprogramarlas[4].
—Creía que Bret lo haría encantado. Está sin empleo desde que enrolamos a Stinnes.
Dicky emitió la más breve de las risitas y se frotó las manos.
—Sin empleo desde que intentó quitarme el mío y falló. Te referías a esto, ¿verdad?
—¿Te quería quitar el puesto? —pregunté con expresión inocente, aunque Dicky me había enterado paso a paso de la táctica de Bret y de sus propias maniobras defensivas.
—Dios mío, Bernard, ya sabes que sí. Te lo conté todo.
—¿Y qué planes tiene ahora?
—Le gustaría sustituir a Frank como jefe en Berlín.
El puesto de Frank Harrington a la cabeza de la Unidad de Campo de Berlín era una de mis ambiciones, pero significaba una estrecha relación con Dicky, quizá incluso recibir órdenes suyas en algunas ocasiones (aunque tales órdenes estaban siempre disimuladas bajo un cortés y ambiguo lenguaje y firmadas por el controlador adjunto de Europa o por un miembro del Comité Político Central londinense). No era exactamente un papel que pudiera atraer al autocrático Bret Rensselaer.
—¿Berlín? ¿Bret? ¿Le gustaría ese trabajo?
—Corren rumores de que Frank obtendrá el título de sir y se retirará.
—¿De modo que Bret piensa instalarse en Berlín hasta su jubilación y también espera obtener el título de sir a su debido tiempo?
Parecía improbable. La vida social de Bret se centraba en los elegantes miembros del jet set del South West londinense. No podía imaginarle trabajando como un negro en Berlín.
—¿Por qué no? —preguntó Dicky, que parecía ruborizarse cada vez que surgía el tema de títulos nobiliarios.
—¿Por qué no? —repetí—. En primer lugar, porque Bret desconoce la lengua.
—¡Oh, vamos, Bernard! —exclamó Dicky, cuyo dominio del alemán estaba al nivel del de Bret—. Dirigirá el cotarro; nadie le pedirá que se haga pasar por un albañil de Prenzlauer Berg.
Un palpable directo de Dicky. Bernard Samson había pasado su juventud simulando ser precisamente uno de aquellos ordinarios ciudadanos de Alemania Oriental cuyo acento era muy vulgar.
—No es cuestión de ofrecer elegantes cenas en aquel caserón del Grunewald —repliqué—. Quien ostente el mando de Berlín tiene que conocer las calles y los pasajes, además de todos los rufianes y buscavidas que vayan a venderle información secreta.
—Esto es lo que tú dices —desdeñó Dicky, sirviéndose más café. Levantó la jarra—. ¿Quieres más? —Cuando negué con la cabeza, continuó—: Y lo dices porque te imaginas haciendo el trabajo de Frank... no lo niegues, sabes que es cierto. Siempre has querido Berlín. Pero los tiempos han cambiado, Bernard. Los días de desorden y violencia terminaron para siempre. Aquello estaba bien en tiempos de tu padre, cuando éramos una potencia de ocupación de facto. Ahora (digan lo que digan los abogados) hemos de tratar a los alemanes de igual a igual. El puesto de Berlín requiere a un taimado como Bret, alguien que sepa hechizar a los nativos y hacer las cosas por medio de una suave persuasión.
—¿Puedo cambiar de opinión respecto al café? —dije. Sospechaba que las opiniones de Dicky eran las que prevalecían entre los mandarines de la última planta. Era imposible que yo figurase en la corta lista de taimados que hacen las cosas por medio de una suave persuasión, lo cual significaba el adiós a la posibilidad de Berlín.
—No te lo tomes así, maldita sea —dijo Dicky mientras vertía el café—. Me temo que sólo queda el poso. No creías en serio que eras un candidato para el puesto de Frank, ¿verdad? —Sonrió ante la idea.
—No hay suficiente dinero en los Fondos Centrales para tentarme a volver a Berlín sobre una base permanente. He pasado allí la mitad de mi vida. Merezco mi puesto en Londres y me propongo conservarlo.
—Londres es el único lugar para vivir —dijo Dicky.
Sin embargo, no había logrado engañarle. Mi indignación fue demasiado fuerte y mi explicación demasiado larga. Un hombre de escuela pública como Dicky habría sabido disimular mejor su amargura. Habría sonreído fríamente y dicho que un puesto en Berlín sería «súper» de un modo que diera la impresión de que no le importaba.
Sólo hacía diez minutos que estaba en mi oficina cuando oí a Dicky caminar por el pasillo. Él y yo debíamos ser los únicos que aún seguíamos trabajando, aparte del personal nocturno, y sus pasos sonaban con una nitidez poco natural, como suelen ser los sonidos por la noche. Y siempre reconocía el ruido de las botas de tacón alto de Dicky.
—¿Sabes qué han hecho esos ineptos? —preguntó, parándose en el umbral con los brazos en jarras y los pies separados, como Wyatt Earp entrando en el saloon de Tombstone. Sabía que llamaría a Berlín en cuanto yo saliera de la oficina; era siempre más fácil interferir en el trabajo ajeno que realizar el propio.
—¿Le han soltado?
—En efecto —dijo. El hecho de que yo lo adivinara le enfureció aún más, como si pensara que yo había tenido parte en ello—. ¿Cómo lo sabías?
—No lo sabía, pero al verte aquí, hecho una furia, no me ha costado adivinarlo.
—Le han soltado hace una hora. Instrucciones directas de Bonn. El gobierno no puede sobrevivir a otro escándalo, según han dicho. ¿Cómo pueden permitir que la política influya en nuestro trabajo?
Tomé nota del agradable cambio de fase: «nuestro trabajo».
—Todo es política —respondí con calma—. El espionaje es sobre todo política. Elimina la política y no necesitarás espionaje ni ninguno de sus accesorios.
—Con lo de accesorios te refieres a nosotros, supongo. Bueno, ya sabía que tendrías a punto una maldita réplica mordaz.
—Nosotros no gobernamos el mundo, Dicky. Podemos observarlo y hacer un informe sobre él, pero lo demás atañe a los políticos.
—Supongo que sí.
Su cólera ya empezaba a extinguirse. Era propenso a estas violentas explosiones, pero no duraban mucho mientras tuviera a alguien a quien gritar.
—¿Ya se ha ido tu secretaria?
Asintió. Aquello lo explicaba todo; en general era su pobre secretaria la que tenía que aguantar sus furias cuando el mundo no funcionaba a su entera satisfacción.
—Y yo también me voy —dijo, mirando el reloj.
—A mí aún me queda mucho, trabajo que hacer —dije. Me levanté de la mesa, guardé los documentos en el archivador de seguridad y cerré la cerradura de combinación. Dicky seguía en el umbral. Le miré con una ceja levantada.
—Y esa condenada Miller —dijo— ha intentado suicidarse.
—¿No la habrán soltado también?
—No, claro que no, pero no le quitaron el somnífero. ¿Te imaginas tanta estupidez? Ella dijo que eran aspirinas y que las necesitaba para los dolores del período. La creyeron y en cuanto la dejaron sola cinco minutos se tragó todo el frasco.
—¿Y?
—Está en la clínica Steglitz. Le han practicado un lavado de estómago y parece que se recuperará. Pero yo te pregunto... ¿cuándo estará en condiciones de ser interrogada de nuevo?
—Yo lo dejaría, Dicky.
Pero permaneció en la puerta, al parecer reacio a irse sin otra palabra de consuelo.
—Y todo ha tenido que ocurrir esta noche —añadió con petulancia—, justo cuando tenía un compromiso para cenar.
Le miré y asentí. De modo que no me había equivocado sobre lo de su cita. Se mordió el labio, contrariado por haber dejado escapar un secreto.
—Como es natural, esto ha de quedar estrictamente entre nosotros.
—Mis labios están sellados —contesté.
Y el Controlador de las Estaciones alemanas se fue a cumplir su compromiso para la cena. Era revelador saber que el hombre situado en primera línea del servicio de inteligencia del mundo occidental ni siquiera podía mantener en secreto sus propias infidelidades.
Cuando Dicky Cruyer se hubo marchado, bajé al departamento de películas y saqué una bobina del estante que esperaba al empleado del archivo. Aún estaba envuelta y conservaba el estampillado de correos. Coloqué la película en posición sobre la mesa de montaje y la sujeté. Entonces apagué las luces y observé la pantalla.
Los títulos estaban en húngaro y también el comentario. Era una película de una conferencia de seguridad que acababa de celebrarse en Budapest. No había nada muy secreto; la película había sido rodada por el Servicio Cinematográfico húngaro para su distribución a las agencias de noticias. Esta copia se usaría con fines de identificación, para disponer de fotografías actuales de sus funcionarios.
El edificio de conferencias era una bella y vieja mansión situada en un parque muy bien cuidado. El equipo de filmación había hecho exactamente lo que se esperaba de ellos: habían filmado la llegada de los grandes coches negros y brillantes y a los civiles y oficiales del ejército subiendo la escalinata de mármol y tomado la inevitable instantánea de los delegados sentados en torno a una enorme mesa, sonriéndose amistosamente.
Dejé funcionar el proyector hasta que la cámara enfocó a los delegados uno tras otro. Llegó a una placa con el nombre de Fiona Samson y allí estaba mi mujer... más hermosa que nunca, perfectamente acicalada y sonriendo al fotógrafo. Detuve la película. El comentario se extinguió con un gruñido y ella se inmovilizó, con la mano abierta de un modo torpe, la cara tensa y la sonrisa falsa. No sé cuánto rato permanecí mirándola, pero de pronto se abrió la puerta del cuarto de montaje y todo se inundó de la brillante luz amarilla procedente del pasillo.
—Lo siento, señor Samson. Creía que todos habían terminado el trabajo.
—No era trabajo —contesté—, sólo algo que estaba recordando.