23

Gloria expresaba su amor por mí con tan desesperada intensidad que casi me asustaba. ¿Era la pasión única que ella quería? ¿Era nuestra única posibilidad de encontrar la felicidad eterna? ¿O se debían simplemente estas ideas a su impetuosa juventud? Podía ser muchas personas diferentes: compañera divertida, colega inteligente, niña caprichosa, amante ardiente y madre solícita de mis dos hijos. A veces la veía como el compendio de todos mis sueños y esperanzas; otras sólo como a una adolescente a punto de convertirse en mujer y a mí como un ridículo libertino de mediana edad.

Es liberador estar enamorado y Gloria exhibía toda la exaltación que presta el amor sin reservas. Pero ser amado es algo muy diferente. Ser amado es sufrir cierta tiranía. Para algunos, el sacrificio es fácil, pero Gloria era posesiva con la fuerza absorbente que sólo los muy jóvenes o los muy viejos descargan sobre los seres queridos. No podía comprender por qué no la había invitado a vivir conmigo de modo permanente en mi casa de Duke Street. Se ofendía todas las veces que no pasaba la velada con ella. Cuando estaba conmigo le dolían las horas que yo pasaba leyendo porque sentía que era un placer que no podíamos compartir. Y, sobre todo, la molestaban los viajes al extranjero que debía realizar, de modo que a menudo no la informaba de ellos hasta el último momento.

—Otra vez a Berlín —observó de mal humor cuando se lo comuniqué.

Fue en la cocina, después de que Zena y Werner regresaran a su hotel.

—No ha sido idea mía —me disculpé—, pero Berlín es mi oficina. Nadie más puede ir en mi lugar. Si no voy esta semana, tendré que ir la próxima.

—¿Qué hay tan urgente en Berlín?

—Nada es urgente allí, todo rutina, pero algunos informes no pueden transmitirse adecuadamente por escrito.

—¿Por qué no?

Había algo en su voz, una ansiedad que no reconocí. Debió ponerme sobre aviso, pero continué explicando:

—Es mejor escuchar un párrafo largo ante una jarra de cerveza. A veces los apartes son más valiosos que el informe en sí. Y tengo que ver a Frank Harrington.

—Una larga borrachera, ¿verdad?

—Sabes que no quisiera ir —contesté.

—No lo sé en absoluto. Te oigo hablar de Berlín con tanto cariño y ternura que me pongo celosa. Una mujer no puede competir con una ciudad, querido.

Esbozó una sonrisa fría y poco convincente. No sabía ocultar sus emociones; era una de las cosas que encontraba atractivas en ella.

—Es donde crecí, cariño. Cuando Werner y yo nos reunimos, hablamos de nuestra infancia. ¿Acaso no evocamos todos viejos recuerdos cuando vemos de nuevo a antiguos condiscípulos? Fue mi hogar.

—Claro que sí, querido. No tienes que ponerte tan a la defensiva por una ramera tan vieja y sucia. ¿Cómo puedo estar celosa de un feo montón de ladrillos?

—Volveré en cuanto pueda —dije.

Antes de apagar las luces del recibidor y la cocina, encendí las del final de las escaleras.

Estaba oscuro y el resplandor luminoso formaba una aureola en torno a sus cabellos rubios. Cuando me volví para decirle algo, ella me echó los brazos al cuello y me besó con furia. Nunca me cansaba de abrazar a esta joven mujer que era casi tan alta como yo y que ponía en sus abrazos una fuerza interior que yo encontraba excitante. Murmuró:

—Me amas, ¿verdad? —La apreté contra mí.

—Sí —contesté. Ya había dejado de negarlo. La verdad era que no sabía si la amaba o no; sólo sabía que la echaba muchísimo de menos cuando no estaba con ella. Si esto no era amor, me contentaba con ello hasta que llegase el auténtico—. Sí, te amo.

—Oh, Bernard, cariño... —su exclamación de alegría fue casi un grito.

—Despertarás a los niños —dije.

—Siempre tienes miedo de despertar a los niños. No los despertaremos y, si se despiertan, volverán a dormirse. Ven a la cama, Bernard. Te quiero tanto...

Subimos las escaleras y pasamos de puntillas por delante de los dormitorios de los niños y Nanny. Supongo que al llegar a nuestra habitación debí encender la luz del techo, pero no lo hice y me dirigí a la mesilla para encender la lámpara. Por eso tropecé con una maleta grande y pesada que estaba a los pies de la cama. Perdí el equilibrio y me caí al suelo con el suficiente ruido para despertar a toda la calle.

—¿Qué maldito bulto es éste? —grité, sentado sobre la alfombra y frotándome la cabeza donde se había golpeado contra los pies de la cama.

—Lo siento, cariño —dijo Gloria, encendiendo la luz del cuarto de baño para ver mejor y ayudar a levantarme.

—¿Qué es? ¿Lo has dejado tú aquí?

No quería que me ayudara a levantarme; sólo quería que no convirtiera la habitación en una pista de obstáculos.

—Es mía —dijo en un susurro.

Por un momento se quedó mirándome y luego fue al cuarto de baño a ponerse crema en la cara para quitarse el maquillaje.

—¡Por el amor de Dios, mujer! ¿De dónde ha salido?

Tardó mucho en contestar; al final abrió más la puerta y explicó:

—Contiene algunas cosas mías.

Se había quitado el suéter y el sujetador. Se lavó la cara y empezó a cepillarse los dientes, mirándose fijamente al espejo de encima del lavabo como si yo no estuviera.

—¿Qué cosas?

—Ropa y libros. No me mudo aquí, Bernard, ya sé que no quieres que lo haga. La maleta estará aquí sólo hasta mañana; entonces me la llevaré.

Se había sacado el cepillo de la boca para poder hablar y seguía mirándose al espejo como si hablara con su propia imagen y se hiciera la promesa a sí misma.

—¿Por qué has tenido que dejarla en medio de la habitación? ¿Por qué has tenido que subirla? ¿No podías dejarla en el hueco de la escalera?

Empecé a desnudarme, tirando las prendas sobre la silla. Un zapato chocó contra la pared con más fuerza de la que había querido darle.

Ella terminó de asearse en el cuarto de baño y reapareció luciendo un vaporoso camisón nuevo que yo aún no había visto.

—El cuarto de baño está libre —anunció, añadiendo en seguida—: La señora Dias, tu mujer de la limpieza, ha de abrir el armario del hueco de la escalera para sacar el aspirador.

—¿Y qué?

—Me preguntaría qué es, ¿no? O te lo preguntaría a ti y tú le darías demasiada importancia, así que pensé que estaba mejor aquí. La puse debajo de la cama, pero luego tuve que sacar algunas cosas y olvidé esconderla de nuevo. Lo siento, cariño, pero eres un hombre difícil.

—No importa —dije, pero estaba molesto y no podía disimularlo.

Este estúpido accidente con la maleta nos puso a ambos de mal humor. Cuando salí del cuarto de baño, ella estaba acurrucada en la cama, con la almohada encima de la cabeza y de cara a la pared.

Me acosté a su lado, la rodeé con un brazo y dije:

—Lo siento. He debido mirar por dónde iba.

No se volvió hacia mí ni sacó la cabeza de debajo de la almohada.

—Has cambiado últimamente, Bernard. Estás muy distante. ¿Se debe a que he hecho algo mal?

—No has hecho nada mal.

—¿Es Dicky, entonces? Estos últimos días parece un oso con dolor de cabeza. Dicen que ha dejado a su amiga.

—¿Sabes que se veía con Tessa Kosinski?

—Tú me lo dijiste —contestó Gloria.

Aún hablaba bajo la almohada.

—¿Ah, sí?

—Una amiga de Daphne los vio en un hotel. Tú me lo contaste. Sé que te preocupaba.

—Era una locura.

—¿Por qué? —preguntó ella, volviéndose hacia mí.

Conocía la respuesta, pero quería hablar.

—Tessa es hermana de una agente de espionaje que ahora trabaja para el KGB. Estaría bien que Dicky tuviera con ella un contacto social normal. Estaría bien que la viera en el curso de su trabajo. Pero la traición y la infidelidad tienen demasiadas cosas en común. Dicky veía a Tessa en secreto y esto pone muy nerviosos a los de Seguridad Interior.

—¿Es por eso que la ha dejado?

—¿Quién te ha dicho que la ha dejado él?

—A veces creo que ni siquiera confías en mí, Bernard.

—¿Quién te ha dicho que la ha dejado él?

Un gran suspiro.

—Está bien, le ha dejado ella.

—¿Por qué pensabas que había sido idea de Dicky?

—Tropezar con maletas te vuelve paranoico, ¿lo sabías, querido?

—Sí, pero contesta a mi pregunta.

Gloria me acarició la cara y me pasó un dedo por los labios.

—Acabas de decirme que a Dicky no le convenía en absoluto esta relación y, como es natural, he deducido que había sido él quien le había puesto fin.

—¿Es el único motivo?

—Es un hombre y los hombres son egoístas. Puestos a elegir entre su empleo y una mujer, se deshacen de la mujer. Todo el mundo sabe cómo son los hombres.

Era, por supuesto, una referencia a sus temores acerca de mí.

—Tessa ha roto con él, pero a Dicky le gusta contarlo a su manera: Dicky, un hombre de carácter, sabe lo que es mejor para ambos y Tessa, con el corazón destrozado, está intentando rehacer su vida.

—Conque es así, ¿verdad? —dijo Gloria—. La peor especie de cerdo chovinista. ¿Le ama realmente Tessa?

—Yo diría que no. Me parece que no sabe si le ama o no; supongo que la divierte; es todo lo que ella pide. Tessa se acostaría casi con cualquiera que le resultase divertido. A veces pienso que es incapaz de amar a nadie.

—Es muy feo que digas eso, cariño. Tessa te adora y me has dicho mil veces que no sabrías cómo arreglártelas sin su ayuda.

—Es cierto, pero hablábamos de amor.

—Supongo que tienes razón. El amor es diferente.

—Dicky y Tessa no se aman —expliqué—. Si se amaran de verdad, nada podría separarlos.

—¿Se perseguirían, como yo a ti? —Me abrazó.

—Sí, algo parecido.

—¿Cómo pudo abandonarte tu mujer? Debe estar loca. Yo te adoro.

—Tessa vio a Fiona —dije de repente. No pensaba decírselo, pero estaba involucrada; era mejor que conociera los hechos. Siempre llegaba un punto en que el trabajo y la vida personal de uno se cruzaban. Uno de los peores inconvenientes de mi trabajo era tener que decir mentiras y medias verdades a propósito de todo. Supongo que estas cosas son más fáciles para los mujeriegos.

—¿Tu esposa vino aquí?

—Se vieron en Holanda, en casa de su tía.

—¿Qué quería tu mujer?

—Era el cumpleaños de la tía. Las dos hermanas la visitan todos los años para celebrarlo.

—No fue sólo por eso, Bernard; quería algo.

—¿Cómo lo sabes?

—Conozco a tu mujer, Bernard. Pienso siempre en ella. No iría a Holanda a visitar a su tía y ver a su hermana sin una buena razón. Debía querer algo. No algo relacionado con el Departamento; eso lo habría resuelto por otros medios; algo de ti.

—Quiere a los niños —dije.

—No debes permitir que se vayan —aconsejó Gloria.

—Dijo que sólo para las vacaciones y que después los devolverá.

Yo seguía tratando de convencerme a mí mismo de que era así de sencillo y esperaba que Gloria me animase a creerlo, pero no lo hizo.

—¿Qué madre podría devolver a sus hijos sin saber cuándo los verá otra vez, suponiendo que vuelva a verlos? Si se toma tantas molestias para organizar una reunión, nunca renunciará de nuevo a ellos.

La opinión de Gloria me inquietó. Sentí deseos de levantarme a beber otro trago, pero deseché la idea; ya había bebido bastante.

—Yo pienso lo mismo —dije—, pero si recurre a los tribunales para obtener la custodia, es posible que se la den. Voy a consultarlo con un abogado.

—¿Lo dirás a tu suegro?

—No estoy decidido. Ella lo pide con cortesía y sólo pide que pasen las vacaciones a su lado. Si no accedo a su petición, el tribunal podría considerar que le niego un acceso razonable y esto me perjudicaría si ella pide legalmente la custodia.

—Pobrecito mío, vaya preocupación. ¿Tessa te lo dijo la semana pasada, cuando fuiste a su casa a tomar unas copas?

—Sí —contesté.

—Has estado de pésimo humor desde entonces. Ojalá lo hubiera sabido. Estaba preocupada... Llegué a pensar que tal vez...

—¿Qué?

—Tú y Tessa —dijo Gloria.

—¿Yo y Tessa?

—Sabes cuánto desearía ella llevarte a la cama.

—Pero yo no quiero acostarme con ella —repliqué.

—¿Quién grita ahora lo suficiente para despertar a los niños?

—Me gusta Tessa, pero no de este modo. Y en cualquier caso, está casada con George. Y yo te tengo a ti.

—Esto es lo que te hace tan interesante a sus ojos. Eres un desafío.

—Bobadas.

—¿Has contado a Werner que Tessa ha visto a Fiona? ¿Le has dicho que reclama a los niños?

—No.

—Pero Werner es tu mejor amigo.

—No podría ayudar y enfermaría de inquietud. No encuentro justo cargarle con esta preocupación.

—Has debido decírselo. Se enfadará porque no se lo has confiado. Cualquiera puede ver que es una persona muy sensible.

—Es mejor así —respondí, sin estar realmente seguro.

—¿Cuándo declararás ante el comité?

—Lo ignoro.

—Corre el rumor de que te has negado a ir.

—Oh, sí.

—¿Es cierto?

—No, no es cierto. Dicky me dijo que el comité había fijado una fecha para oír mi declaración, pero le contesté que necesitaba órdenes escritas.

—¿Para presentarte ante el comité?

—Quiero órdenes escritas que especifiquen lo que puedo decirles.

—¿Y Dicky no quiere dártelas?

—Ni siquiera fue bueno para dar a Werner una idea de lo que podía revelar.

—¿Se negó?

—Titubeó y cambió de tema. Ya sabes cómo es Dicky. Si se lo hubiera pedido otra vez, se habría inventado un resfriado grave y marchado a su casa en camilla.

—Todos los demás prestan declaración. ¿No vas un poco demasiado lejos, cariño?

—El comité no está formado por nuestros hombres.

—Son del MI5.

—No estoy autorizado a revelar al MI5 todo sobre nuestras operaciones.

—Te portas como un testarudo —dijo, riendo, como satisfecha de que diera quebraderos de cabeza a alguien que no fuera ella.

—No es sólo la cuestión de un comité mixto: ya hemos tenido muchos. Es que da la impresión de que Bret ha sido arrinconado en el comité mientras deciden si deben abrirle un expediente y si Bret es sospechoso... si resultara que es agente del KGB, ¿por qué tengo que ir allí para rellenarle los espacios en blanco?

—Si Bret es realmente sospechoso, los miembros de ese comité deben saberlo —dijo Gloria— y en este caso se asegurarán de que no declares nada que pudiera perjudicaros si llegase a oídos de los rusos.

—Me alegro de que pienses así, pero son más tortuosos de lo que crees. Sospecho que el comité Stinnes pretende utilizarme como un instrumento romo para golpear en la cabeza a Bret y ésta es la verdadera razón de que no quiera presentarme.

—¿Qué quieres decir?

—Ese comité no se llama «comité Stinnes», sino «comité Rensselaer». ¿Se trata de un desliz freudiano? Sea como fuere, es un buen nombre, porque el comité no está realmente interesado en Stinnes excepto como una fuente de información sobre Bret. Y si al final consiguen que me presente, no querrán saber cómo enrolamos a Stinnes sino que me harán preguntas que podrían inculpar a Bret.

—Si es culpable, ¿qué hay de malo en ello?

—Que sean ellos quienes aporten sus propias pruebas. Creen que les seguiré la corriente en todo cuanto quieran y que cooperaré para demostrar que soy más inocente que un cordero. Dicky vino a decirme más o menos esto. Dijo que debería estar contento de que las sospechas recaigan sobre Bret porque así no serán tan propensos a creer que yo ayudaba a Fiona.

—Estoy segura de que no hablaba en serio.

—Habló muy en serio.

—Te empeñas en creer que el Departamento no confía en ti y, sin embargo, no hay restricciones en lo que a ti respecta, ninguna en absoluto. Todos los días subo las hojas de Registro. Si hubiera alguna restricción sobre lo que puedes ver, yo lo sabría.

—Quizá tengas razón —dije—, pero aún subsisten suspicacias ocultas. Quizá es un modo de mantenerme bajo presión, pero no me gusta. Y no me gusta que Dicky me diga que la culpabilidad de Bret me dejará respirar más tranquilo.

—¿Crees que el comité fue constituido por el DG como un medio de investigar a Bret Rensselaer?

—El comité ha sido idea de alguien todavía más alto en el escalafón. El viejo no encargaría al MI5 que lavara nuestros trapos sucios a menos que hubiera recibido órdenes en este sentido.

—¿Más alto en el escalafón?

—Veo en esto la mano del Despacho del Gabinete. El coordinador de Inteligencia y Seguridad es el único hombre con potestad para darnos órdenes, a nosotros y al Cinco. El DG hizo que sonara como su propia idea para que el Departamento no se sintiera humillado.

—¿Humillado porque el MI5 investiga a uno de los nuestros?

—Eso creo.

—Si Bret es culpable, ¿importa el modo de desenmascararle?

—Si es culpable, no, pero las pruebas son insuficientes. O bien Bret es un superagente que nunca comete un error grave o han hecho de él una víctima.

—¿Quién?

—Tú no has visto de cerca la clase de pánico que se desencadena cuando se rumorea que hay un agente infiltrado en el Departamento. Reina el histerismo. El otro día Dicky recordaba toda una serie de asombrosas ramificaciones de un viaje a Kiel que realizó con Bret. Convirtió la reacción de Bret ante un miembro del KGB en una prueba concluyente contra él. Así es como se propaga el histerismo.

—Dicen que Bret se traicionó en la lavandería —apuntó Gloria.

—Al principio yo también lo pensé, pero ahora me inclino a verlo como una prueba a su favor. El chico que entró por la puerta nos gritó: «¡Vamos!» ¿Por qué lo hizo, a menos que pensara que Bret era Stinnes? Esperaba que alguien huyera con ellos. Todo el mundo intenta creer que fue algo planeado por Bret para eliminar a Stinnes, pero esto carece de sentido. Fue ideado como una fuga; ahora lo comprendo. Y no olvides que Bret pudo recoger aquella escopeta y matarme.

—¿Y la bomba debajo del coche?

—La pusieron porque creían que Bret iba en ese coche.

—¿Y dices que esto exonera a Bret?

—Ya te lo dije, esos matones intentaban liquidar a Stinnes.

—O secuestrarle —sugirió Gloria.

—No con una moto. El pasajero de atrás tiene que avenirse a hacer el viaje.

—Si Bret es totalmente inocente, quedan muchas más cosas por explicar. ¿Qué hay del memorándum del Gabinete que Bret envió a Moscú?

—Existen pruebas de que la copia de Bret llegó a Moscú, pero en el Departamento sólo había una copia de ese memorándum. ¿Por qué no podría Fiona haber enviado una fotocopia a Moscú? Tenía acceso al documento.

—¿Y usarlo después para inculpar a Bret?

—Sólo estoy diciendo que todas las pruebas contra Bret son circunstanciales. No estamos seguros de que Moscú recibiera el informe que siguió al memorándum. No existe un solo indicio concluyente que inculpe a Bret más allá de cualquier duda.

—Hay algo que no encaja, Bernard. Dices que pusieron la bomba bajo el coche donde se hallaba Stinnes porque pensaban que Bret estaba en él. O bien Moscú se toma enormes molestias para acusar a Bret o ha intentado matarlo. Sin embargo, ambas acciones son incompatibles.

—Ambas beneficiarían a Moscú. Si aquella bomba hubiese matado a Bret, en el Departamento reinaría un pánico todavía mayor. Aun así, tienen a Bret bajo observación y hasta cierto punto controlan a las personas que ve y lo que hace. Todos piensan que si Bret es culpable, caerá en las garras del interrogador, en especial si Stinnes inventa algunas preguntas difíciles para él. Se consuelan con la idea de que Bret cooperará a fondo en la investigación para evitar una condena de muchos años. En cambio, si Bret hubiera muerto, las cosas no se verían tan de color rosa. No habría manera de sacar las castañas del fuego. Tendríamos que desenterrar todo el material que pasó por sus manos, investigar a fondo todos sus contactos y consagrarnos a esa especie tan complicada de mentalidad doble que tuvimos que ejercitar cuando Fiona desertó.

—Si Bret muerto es peor para nosotros que Bret vivo, ¿por qué no lo han vuelto a intentar?

—No tienen equipos de asalto esperando en la embajada, cariño. Estos asesinatos tienen que ser planeados y autorizados. Hay que instruir a los matones y proveerlos de documentación falsa. Todo les salió mal en la lavandería, así que ahora muchos funcionarios del KGB deben desaconsejar otra tentativa. Tardarán algún tiempo.

Lo que no dije fue que Fiona podía ser una de las personas contrarias a otro atentado contra Bret, porque sospechaba que su vida podía depender de la decisión de Fiona.

—¿Crees que Bret sabe que está en peligro?

—Esto es sólo una teoría, Gloria. Tal vez está equivocada y Bret es el topo del KGB, como todos sospechan.

—¿Te obligarán a presentarte ante el comité?

—El DG no querrá volver al Despacho del Gabinete para decir que me hago el difícil, y sin embargo, el Coordinador es el único que puede ordenarme hacerlo. Creo que el DG decidirá que es mejor demorar las cosas y esperar a que el comité resuelva prescindir de mí. En cualquier caso, dispongo de un respiro. Ya sabes cómo es el Departamento; si el comité insiste en que me presente, tendrá que formularlo por escrito y yo también expresaré mis objeciones por escrito. Sea como sea, no ocurrirá nada hasta que regrese de Berlín.

—¿Cuándo te vas? —preguntó Gloria.

—Mañana.

—Oh, Bernard, ¿no podrías retrasarlo una semana? Tengo que hablar contigo de tantas cosas...

—¿Ah sí? —dije, alerta de pronto. Había reconocido algo en su voz, una nota plañidera—. ¿Se refieren quizá a esa maleta?

—No —respondió ella, lo bastante de prisa para indicar que quería decir sí.

—¿Qué contiene?

—Ropa. Ya te lo he dicho.

—¿Más ropa? Esta casa ya está llena de vestidos tuyos.

—No lo está. —Su voz era áspera y denotaba enfado. Y a continuación, más triste—: Sabía que te pondrías desagradable.

—Recuerda lo que convinimos, Gloria. No convertiremos esto en un arreglo permanente.

—Sólo soy tu chica del fin de semana, «¿verdad?».

—Si quieres llamarlo así. Pero no hay otras chicas, si te refieres a eso.

—No te importo nada.

—Claro que sí, pero he de tener espacio para mis trajes. ¿No podrías llevarte algunas cosas a casa de tus padres... y quizá irlas cambiando a medida que las necesites?

—Debí saber que no me amabas.

—Te amo, pero no podemos vivir juntos toda la semana.

—¿Por qué?

—Existen muchas razones... los niños y Nanny y... bueno, lo cierto es que aún no estoy preparado para esta clase de permanente escena doméstica. Necesito espacio para respirar. Ha pasado muy poco tiempo desde que mi mujer se fue.

Las palabras brotaron en torrente, sin que ninguna de ellas diera una verdadera respuesta a Gloria.

—Te asusta la palabra «matrimonio», ¿verdad? Esto es lo que realmente te asusta.

—Ni siquiera estoy divorciado.

—Dices que te preocupa que tu mujer obtenga la custodia de los niños. Si estuviéramos casados, el tribunal vería con más simpatía la idea de concedértela a ti.

—Quizá tengas razón, pero uno no se puede casar antes de divorciarse y el tribunal no miraría con buenos ojos a un bígamo.

—Ni a un padre que vive con su amante. ¿De modo que éste es el motivo?

—Yo no he dicho eso.

—Me tratas como a una niña. Te odio.

—Hablaremos de ello cuando regrese de Berlín. De todos modos, hay otras personas implicadas en semejante decisión. ¿Has considerado lo que te dirían tus padres si vinieras a vivir aquí?

—Te preocupa lo que te dirían a ti, ¿verdad? Eso es, te inquieta lo que pudieran decirte mis padres.

—Sí, me preocupan tus padres.

Empezó a llorar.

—¿Qué sucede, cariño? —pregunté, aunque sabía muy bien qué sucedía—. No tengas siempre tanta prisa en todo. Eres joven.

—He dejado a mis padres.

—¿Qué dices?

—Todas mis cosas están en la maleta... mis libros, cuadros y el resto de mi ropa. Tuve una pelea terrible con mi madre y mi padre se puso de su lado. No tenía más remedio, supongo; comprendo que lo hiciera. En cualquier caso, ya estoy harta de los dos. Hice la maleta y los dejé. No volveré nunca más.

Me sentí mareado.

Ella prosiguió:

—No volveré más a su lado; ya se lo he dicho. Mi madre me insultó. Dijo cosas horribles de mí, Bernard.

Ahora lloraba con más sentimiento, con la cabeza apoyada en mi hombro, de modo que yo podía sentir sus cálidas lágrimas sobre mi piel desnuda.

—Duérmete, cariño. Hablaremos de ello mañana —dije—. El avión no sale hasta la hora del almuerzo.

—No me quedaré aquí. No quieres que me quede, lo has dicho antes.

—Por el momento...

—No me quedaré aquí. Tengo a alguien a quien acudir. No te preocupes, Bernard. Cuando vuelvas de Berlín, me habré llevado todas mis cosas. Por fin te veo como realmente eres.

Estaba fláccida en mis brazos, sollozando todavía con un cansancio desolado y triste, pero noté determinación en su voz. No habría modo de hacerla quedar excepto con una promesa de matrimonio, algo que yo no podía decidirme a pronunciar. Me dio la espalda y se abrazó a sí misma. No quería ser consolada. Permanecí despierto mucho rato, pero ella siguió sollozando quedamente. Yo sabía que no podía hacer nada. No hay tristeza comparable a la aflicción de la juventud.