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Había previsto un sinfín de posibilidades en torno a mi encuentro con Fiona, pero su exigencia de que matara a Pavel Moskvin, un miembro de su personal superior, me cogió desprevenido. Y sin embargo, no cabía la menor duda de que hablaba en serio. Tal como Bret y Frank habían convenido unos minutos antes de la reunión, mi amistad con Werner era enormemente importante para mí. Si matando a un rufián como Pavel Moskvin podía rescatar a Werner de una perspectiva de veinte años en un gulag, no vacilaría en hacerlo. Y Fiona lo sabía.

No obstante, había muchas preguntas sin respuesta. Encontraba difícil aceptar sin más la explicación de Fiona. ¿Me pedía realmente que matara a Moskvin sólo para poder cumplir su parte del acuerdo? Parecía mucho más probable que Moskvin fuera un obstáculo para sus ambiciones. Así y todo, era difícil creer que Fiona se decidiera a ir tan lejos. Prefería pensar que su deseo de asesinarle partía de la cumbre del KGB, del Centro de Moscú, probablemente.

Aun así, ¿por qué no le juzgaban, sentenciaban y ejecutaban por lo que pudiera haber hecho? La respuesta obvia a esta pregunta era blat, la palabra rusa que tanto podía significar influencia como corrupción y poder extraoficial. ¿Sería Moskvin amigo o pariente de alguien con quien incluso el KGB prefería no enfrentarse? ¿Sería su muerte en el Oeste —donde podía atribuirse a los imperialistas— un plan astuto para que Moscú no tuviera que ensuciarse las manos? Muy probable.

Werner Volkmann estaba todavía en el lado malo del Puesto de Control Charlie; nuestro hombre podía verle con claridad desde su puesto de observación en la Kochstrasse. Según decía por el radioteléfono, Werner llevaba su gabardina gris y paseaba arriba y abajo de la calzada, acompañado por un guardia vestido de paisano.

Tal como habíamos acordado con Fiona, yo iba en el último de los tres Volvos del KGB cuando se pusieron en marcha delante del Steigenberger, donde había muchos policías, algunos de paisano, pero no tantos para que el grupo del KGB atrajera más atención que la marcha del hotel de una celebridad menor. Delante de los tres Volvos negros iba una camioneta Volkswagen blanca, un coche policial sin distintivos y un policía en moto. Seguía a la comitiva otra camioneta Volkswagen blanca que contenía a Frank Harrington, Bret Rensselaer y tres miembros de la Unidad de Campo de Berlín. Era nuestro vehículo de comunicaciones, provisto de dos antenas y una varilla de FM en el techo.

El convoy de coches se mezcló con el tráfico y pasó por delante de la famosa aguja negra y rota de la Memorial Church, incongruente en medio de las tiendas chillonas, cafés al aire libre y lujosos restaurantes de la Kurfürstendamm. No había luces de destello ni sirenas policiales para despejarnos el camino. Los coches y las dos camionetas de escolta se introdujeron en los carriles atestados de vehículos, deteniéndose ante las señales de tráfico.

Volví la cabeza para ver la camioneta blanca que nos seguía. Frank iba en el asiento delantero, junto al conductor. No pude ver a Bret. Los coches seguían al policía motorizado, manteniendo cierta distancia entre ellos para no dar la impresión de que íbamos todos juntos. Así llamábamos menos la atención.

En la Tauentzienstrasse el tráfico disminuyó, pero nos detuvieron los semáforos rojos ante los grandes almacenes KaDeWe. Pasaron al verde y volvimos a ponernos en marcha. Entonces alguien saltó a la calzada y lanzó contra el vehículo donde yo viajaba una bolsa de plástico llena de pintura blanca. Nunca supe si esto formaba parte del plan de Fiona o era la acción de algún manifestante que había visto los Volvos —con sus matrículas de la RDA— aparcados frente al hotel Steigenberger. Tampoco descubrí nunca si Pavel Moskvin había sido advertido del peligro y de posibles atentados contra su vida, pero cuando la bolsa de pintura blanca chocó contra nuestro coche y salpicó el parabrisas, el conductor pisó el freno. Entonces, sin avisar, Pavel Moskvin abrió la puerta y saltó a la calle. Yo me deslicé por el asiento y salté tras él en medio del tráfico. Un Mercedes negro tocó el claxon y casi me atropello; un motorista esquivó a Moskvin y estuvo a punto de chocar conmigo.

Moskvin echó a correr hacia la vieja estación de metro situada en el centro de la Wittenbergplatz. Yo le seguía a bastante distancia. Había policías por doquier. Oí silbatos y observé que otro de los Volvos negros se había detenido al otro lado de la plaza.

Era evidente que Moskvin no conocía bien la ciudad. Se metió en la entrada del metro, esperando encontrar una ruta más segura, pero al darse cuenta de que quedaría atrapado, salió en seguida a toda velocidad y se introdujo nuevamente en medio del tráfico, saltando entre los coches con una agilidad asombrosa. Corrió por la acera con los puños por delante para apartar a los transeúntes de su camino. Era un hombre violento cuya violencia estimulaba su energía y, a pesar de su corpulencia y edad mediana, corría como un atleta. Fue una larga carrera; mis pulmones estaban a punto de reventar y la cabeza me daba vueltas mientras me esforzaba en seguirle.

Se volvió a mirarme y levantó un brazo. Se oyó un silbido y un grito. Una mujer se agachó y cayó al suelo delante de mí. Me desvié y continué corriendo. Moskvin tampoco se detuvo en su carrera hacia la Nollendorfplatz. En la Kleiststrasse las vías del tren emergen de debajo de la calle y ocupan el centro mismo del arroyo. Moskvin trepó por la barandilla, corrió por las vías y saltó al otro lado. Yo le imité. Subido a la barandilla, intenté ver dónde estaba, respirando, agradecido, grandes bocanadas de aire, mientras el corazón me palpitaba por el esfuerzo. ¡Pum! Se oyó otro disparo. Sentí el silbido muy cerca y salté para ocultarme a su vista, preguntándome si estaría corriendo en dirección al Muro. Éste no estaba muy lejos; la vasta arena de focos, alambradas, minas y ametralladoras de la Potsdamerplatz se hallaba a poca distancia. Pero... ¿cómo pensaba cruzar? ¿Existían rutas secretas que el KGB utilizaba y que nosotros desconocíamos? Lo sospechábamos hacía mucho tiempo, pero nunca habíamos encontrado ninguna.

Recuperé el aliento y volví a correr detrás de él. Tenía que dirigirse a la Nollendorfplatz, a menos que tuviera un piso franco en esta calle. Entonces le vi. Y al otro lado de la calle —de dirección única— una de las camionetas VW se abría paso entre los coches que le venían de cara. Ahora llevaba un cono de luz azul en el techo, lanzando destellos. Sirena no, en cambio. Me pregunté si Moskvin podía ver la luz. Frank y su destacamento de la Unidad de Campo intentaban llegar al otro lado de la plaza para interceptarle. Vi al viejo Percy Danvers saltar de la camioneta VW blanca y empezar a correr. Pero Percy era demasiado viejo.

La Nollendorfplatz era una gran intersección de tráfico, una plaza por donde los vehículos circulan a gran velocidad. En el centro se levanta la antigua estructura de hierro de la estación, elevada sobre la calle mediante unos soportes. Las viejas y oxidadas vías salen de debajo de la Kleiststrasse y ascienden hasta ella en suave pendiente.

Vi otra vez a Moskvin. Un coche hizo parpadear sus faros delanteros y otro tocó violentamente el claxon y entonces le vi saltando entre el tráfico hasta el centro de la calle y la entrada de la estación. Aquí había dos estaciones: el metro moderno y el viejo y elevado al que sustituía. ¿Había cambiado de opinión y bajaría al metro para subir a bordo de un tren y dejarnos atrás? Una leve esperanza. Sin embargo, de pronto echó a correr escaleras arriba por los ruidosos peldaños de hierro de la estación elevada. El maldito idiota se proponía subir a un tren allí arriba. O quizá pensaba saltar de él y correr por las vías elevadas para cruzar el Muro como lo hacían los trenes elevados de la estación Lehrter a la Friedrichstrasse.

Ahora pude verle con claridad; estaba en la mitad de la escalera de hierro y no había nadie a su alrededor. Disparé dos veces. Dio un salto, pero mi mano derecha temblaba por el esfuerzo de la persecución y no le acerté. Al otro lado de la calle, Percy Danvers intentaba salirle al encuentro. Bravo por el bueno de Percy. Tenía que descubrir qué clase de pastillas había tomado.

Entonces oí dos disparos más procedentes de la calle y vislumbré la camioneta VW blanca, que se subió a la acera dando tumbos. Sus puertas se abrieron y se apearon unos hombres. Frank Harrington estaba entre ellos, con una pistola en la mano. Y también Bret, vehemente y dispuesto a luchar.

¿Qué hacía Frank con una pistola? Si no sabía distinguir entre el cañón y la culata... ¿Habría temido Frank que la reunión en el Steigenberger terminara con todos nosotros secuestrados por el KGB a punta de pistola? Siempre había sido un poco romántico.

Entré corriendo en la vieja estación elevada. Aquí estaba más oscuro. Llegué al pie de la escalera siguiente y me mantuve pegado a la pared mientras subía al andén. Ahora sonó una descarga de disparos, procedentes del otro lado de la calle. La policía, tal vez, o los ocupantes de la otra camioneta VW, pero no podía verla, como tampoco a ninguno de los tres Volvos negros.

Los pies de Moskvin hacían ruido en los escalones. Sonó un grito cuando apartó a alguien de un codazo. Tropezó y cayó un hombre que llevaba un busto de hierro del Gran Elector; el busto chocó con gran estrépito contra los escalones, rebotó y se rompió. Ahora yo me había acercado bastante a Moskvin. Se detuvo al final de las escaleras porque se había dado cuenta de que la estación elevada no era una estación; hacía mucho tiempo que se usaba como un mercado de antigüedades y baratijas. Este tren de un amarillo brillante no iba nunca de viaje; sus puertas daban acceso a pequeñas tiendas y el andén era una hilera de puestos donde se vendía ropa vieja, juguetes y objetos de valor con algún desperfecto. Los tableros indicadores de destinos decían Berliner Flohmarkt[18].

Se volvió y disparó sin apuntar. Logré ver la consternación pintada en su rostro. Yo también disparé. Ambos éramos empujados por una muchedumbre aterrorizada. Se oyó un golpe fuerte y un estruendo de cristales rotos mientras las balas zumbaban y se perdían en el vacío.

Moskvin seguía esperando que las vías del tren elevado le proporcionarían una posibilidad de fuga. Se abría paso entre la multitud, que ahora gritaba presa del pánico. Cayó una mujer y fue pisoteada. Moskvin se volvió y disparó dos veces a ciegas contra el gentío, a fin de causar la máxima confusión, que impediría su captura. La sangre empezó a correr. Derribaron muebles antiguos, una lámpara de cristal tallado cayó al suelo, se volcó un cofre lleno de monedas antiguas, que se desparramaron por doquier. Un hombre barbudo intentó recuperarlas y también fue pisoteado.

Por entre los trenes del Flohmarkt atisbé el otro andén. Allí estaban Frank y los suyos, que avanzaban mejor por aquel lado porque no se movían en la feroz y terrible algarabía que dejaba Moskvin a su paso.

—¡Quédate ahí, Bernard! —Era la voz de Bret llamándome desde el otro andén—. Nosotros lo atraparemos.

Tenían tiradores con armas apropiadas. Era más sensato dejarlos avanzar que aproximarme al punto de mira del arma de Moskvin.

Se oyó el ruido de más cristales rotos y entonces vi que Bret intentaba trepar al techo del tren. Desde allí podría ver el final del andén y a Moskvin. Pero éste le vio primero. Disparó y Bret perdió el equilibrio, resbaló, se tambaleó y cayó de rodillas antes de precipitarse al suelo con un agudo grito de dolor.

Caminé hacia delante, ahora con más lentitud. Abajo, en la calle, sonaba un alboroto de sirenas policíacas y gritos confusos. Vi a Moskvin una y otra vez, pero procuraba esconderse detrás de los puestos; no había manera de apuntarle. Se le había caído el sombrero y su pelo cortado al rape parecía un rastrojo. Ahora aparentaba más edad; era un viejo furioso de ojos brillantes por el odio cuando se volvió de improviso y me miró fijamente, desafiándome a salir y enfrentarme a él.

Cuando llegó al final del andén, estaba solo. Los asustados compradores le habían esquivado y huido escaleras abajo para gritar en la calle. Vio las vías que llevaban a la próxima estación elevada. ¿Sabía que también era un mercado? Tal vez ya no le importaba. Cuando se volvió a mirarme, vio a Frank y su grupo que se acercaban por el otro lado. Hubo una serie de disparos, cuyo sonido retumbó como una hilera de tambores en un espacio cerrado.

Moskvin sólo podía ir en una dirección. Saltó a un banco, apartó unos viejos uniformes nazis y cascos militares adornados con águilas y propinó unos puntapiés a las sucias ventanas, usando la inmensa fuerza de quien no tiene nada que perder. El cristal y los marcos de madera se rompieron en fragmentos bajo los puntapiés de sus pesadas botas y él saltó entre la lluvia de vidrios rotos.

Aterrizó en las vías del tren con una fuerza que le dobló las rodillas y extendió un brazo para recobrar el equilibrio. Un instante después se había enderezado y corría en dirección este. El abrigo negro largo hasta los tobillos aleteaba como las alas de un cuervo herido y mantenía la pistola en el aire, orgullosamente, como la antorcha llameante de un corredor olímpico.

—¡No disparéis! —gritó la voz de Frank Harrington—. El maldito idiota no puede escapar.

Se oyeron, sin embargo, dos disparos y el cuervo negro tropezó, pero en su interior había la energía y determinación de una docena de hombres normales. Corrió: uno, dos, tres, cuatro pasos. Sin embargo, cuando cayó de nuevo las alas aletearon por última vez. Se le cayó la pistola de la mano. Tenía el rostro crispado por una mueca de rabia. Se agarró con desesperación a la barandilla, intentando levantarse, pero no pudo y rodó hasta quedar boca arriba, chorreando sangre.

Desde la estación del otro extremo de las vías llegó el sonido de música oriental. Era el Türkischer Basar, que hoy estaba atestado.

Todos permanecieron a cubierto, como mandan las reglas, pero oí gritar a alguien:

—¿Dónde está ese maldito médico? —Era una voz inglesa desde el otro andén—. El señor Rensselaer está malherido.

Entonces sonó la voz de Frank:

—Que todos se queden donde están; ¡todos!

A continuación lo repitió en alemán.

Yo también permanecí a cubierto, como había ordenado Frank. Ahora mandaba él: Berlín era su ciudad. Me encontraba en el umbral de uno de los puestos. Asomé la cabeza a la puerta corrediza y pude ver a Moskvin. No se había movido. Frank Harrington se le acercó, solo; fue la primera persona que llegó hasta él. Le vi inclinarse un momento sobre el cuerpo, tomarle el pulso y cubrirle con un viejo abrigo de piel. Pavel Moskvin estaba muerto, tal como quería Fiona. Ahora todo era silencio, excepto la música turca y los gritos de dolor de Bret.