24

Berlín es una ciudad sombría de piedra gris, una austera ciudad protestante; los llamativos excesos del barroco alemán meridional no llegaron nunca hasta la capital de Prusia. Las calles son tan anchas como altos los edificios, de modo que el paisaje urbano empequeñece a los transeúntes que se apresuran por las calles barridas por el viento, abrumando a la figura humana como no hacen nunca los rascacielos de Manhattan. Incluso los edificios modernos de Berlín parecen tallados en piedra, monolíticos y amenazadores, con el reflejo del cielo gris en sus fachadas de vidrio.

El mobiliario del hotel de Lisl Hennig tenía las mismas proporciones macizas que caracterizaban a la ciudad. Sólidos, suntuosos e inexorables, los pesados armarios de caoba, las mesas de roble y los elegantes aparadores Biedermeier y las vitrinas de madera de melocotonero y peral para guardar la porcelana dominaban la casa. Incluso en mi pequeña habitación de la buhardilla, la rinconera y la cómoda, el sillón tallado y la cama elevada por varios colchones dejaban poco espacio para moverse entre la ventana y la puerta.

Siempre dormía en esta habitación. Era la misma que tenía de niño, cuando el ejército británico de ocupación asignó a mi familia los pisos superiores. Desde esta ventana había lanzado al aire mis aviones de papel, soplado burbujas de jabón y dejado caer al patio bombas de agua. En la actualidad nadie quería usar este estrecho y oscuro dormitorio situado tan lejos del cuarto de baño, por lo que aún duraba el papel floreado en tono marrón oscuro de la pared y aún podía verse sobre la minúscula chimenea el grabado enmarcado del Dresden medieval que Lisl Hennig colgara allí para ocultar las marcas hechas por la escopeta de aire comprimido de Werner, que disparó a un dibujo de Herr Storch, el grueso profesor de matemáticas. Storch había sido un fervoroso nazi, pero de algún modo había conseguido eludir los procesos desnazificadores y recuperado su empleo después de la guerra.

Moví el cuadro para enseñar a Werner que las marcas seguían allí.

—¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! —gritó Werner, disparando con una pistola imaginaria contra el lugar que en otro tiempo ocupara el dibujo de Storch.

—Tienes que reconocer que permaneció fiel a sus ideas —dije, sin mencionar el nombre del profesor.

—Era un bastardo nazi —replicó Werner sin rencor.

—Y no se esforzaba en disimularlo —dije.

Nubes negras de tormenta cubrían el cielo y de pronto empezó a llover, enormes gotas de agua que golpearon el cristal con estrépito y trazaron dibujos en el sucio alféizar.

—Storch era astuto —dijo Werner—. Transformó todas sus consignas nazis en arengas antibritánicas y antiamericanas. Podrían haberle encerrado por difundir ideas nazis, pero los británicos y americanos no dejaban de proclamar por doquier que creían en la libertad de expresión, así que no podían hacer nada contra Storch.

Werner estaba junto a la chimenea, jugueteando con una figura de porcelana de Guillermo Tell que había sido relegada a esta habitación después de que una camarera la dejase caer en el fregadero mientras la limpiaba. Habían pegado los trozos con una goma que se desparramó, formando abultadas líneas marrones en torno a brazos y piernas.

Yo había intentado encontrar una ocasión apropiada para hablar a Werner del encuentro de Tessa con mi mujer y la petición de ésta de tener a los niños en las vacaciones, pero el momento no se presentaba.

—¿Le ves alguna vez? ¿A Herr Storch, quiero decir?

—Contrajo segundas nupcias —respondió Werner—. Se casó con una viuda que tenía una relojería en Múnich.

Werner llevaba una chaqueta de estambre gris oscuro y los pantalones de pana que los alemanes llaman Manchesterhosen. La camisa era de color verde y la corbata de poliéster verde con caballitos rojos. Había colgado detrás de la puerta una vieja y arrugada gabardina gris. Yo sabía que tenía una cita aquella tarde con unos empleados de banca del bloque oriental, pero aunque no me lo hubiera dicho, habría adivinado que iba al sector soviético porque siempre se vestía de proletario cuando se dirigía allí. Su largo abrigo negro con cuello de astracán y la clase de trajes hechos a medida que le gustaban, para no hablar de su gusto en materia de zapatos, habrían llamado demasiado la atención en las calles de Berlín Este.

—No lo dudes; Storch siempre cae de pie.

—Convirtió tu vida en un infierno —dijo Werner.

—No, yo no diría tanto.

—Todos aquellos deberes para casa y su manía de hacerte subir a la pizarra para explicar la geometría.

—Era bueno para mí; fui el primero en matemáticas durante dos años seguidos. Papá estaba asombrado.

Se oyó el estruendo de un trueno, seguido del destello azul de un relámpago.

—Incluso entonces el viejo Storch se ensañaba contigo.

—Odiaba a los ingleses. Su hijo cayó luchando en el desierto libio. Dijo a los chicos del último curso que los ingleses habían fusilado a todos los prisioneros.

—Esto era sólo propaganda —observó Werner.

—No tienes que desagraviarme —dije—. Hay bastardos por todas partes, Werner. Ambos lo sabemos.

—Storch no debía hacértelo pagar a ti.

—Yo era el único Englander que tenía a su alcance.

—Nunca te he oído criticar al viejo Storch.

—Era un bastardo con muy mala idea —contesté—. Debía saber que una palabra a mi padre sobre su antigua condición de miliciano nazi habría bastado para despedirle a puntapiés de su empleo, pero no parecía importarle.

—Yo le habría denunciado —dijo Werner.

—Le detestabas más que yo.

—¿Recuerdas toda aquella venenosa palabrería sobre los acaparadores judíos y cómo me miraba fijamente todo el rato?

—Y tú le dijiste un día: «No me mire a mí, señor, mi padre cavaba tumbas.»

—Eso fue cuando el viejo Herr Grossmann estaba enfermo y Storch se encargaba de las lecciones de historia. —Sonó un trueno prolongado mientras la tormenta avanzaba sobre la ciudad, moviéndose en dirección a Polonia, que estaba muy cerca por carretera. Werner frunció el ceño—. Lo único que sabía Storch sobre historia era lo que había leído en su propaganda nazi, según la cual los acaparadores judíos habían hecho perder la guerra a Alemania y dado al traste con la economía. No debieron permitir nunca que semejante fanático diera clases de historia.

—Creo que sé lo que vas a decir, Werner.

Werner se sentó en el desvencijado sillón, me sonrió y, aunque yo ya sabía lo que iba a decir, lo dijo de todos modos:

—Nos contó que había habido un rufián más sinvergüenza que ninguno. Ya era rico, pero amasó una segunda fortuna en pocos meses. Solicitó créditos al banco central para comprar minas de carbón, bancos privados, fábricas de papel y periódicos y los pagó con dinero tan devaluado por la inflación que todos estos negocios le costaron una miseria.

—Parece que lo hayas buscado en la enciclopedia, Werner. Hugo Stinnes. Sí, el otro día recordé esa larga y apasionada conferencia del viejo Storch.

—¿Por qué un bastardo ruso con una misión del KGB ha elegido un nombre como Stinnes para sus operaciones?

—Ojalá lo supiera —dije.

—Hugo Stinnes fue un capitalista alemán, un enemigo del pueblo, obsesionado por la amenaza del bolchevismo mundial. ¿Qué especie de broma es ésta? ¿Por qué un miembro ruso del KGB ha de elegir este nombre?

—¿Qué clase de hombre lo elegiría? —pregunté.

—Un comunista muy seguro de sí mismo —respondió Werner—. Un hombre que poseyera hasta tal punto la confianza de sus amos del KGB que pudiera elegir un nombre semejante sin miedo a contaminarse.

—¿No se te había ocurrido pensar en esto hasta ahora? —inquirí.

—Ya la primera vez que oí el nombre me pareció una curiosa elección para un agente comunista. Pero ahora —ahora que tantas cosas dependen de su lealtad— he vuelto a pensarlo. Y me preocupa.

—Sí, a mí me pasa lo mismo, Werner.

Werner hizo una pausa y se rascó las tupidas cejas con el dedo meñique.

—Cuando el partido nazi envió al doctor Goebbels a inaugurar su primera oficina en Berlín, usaron aquel pequeño sótano de la Potsdamer Platz que pertenecía al tío de Storch. Era un agujero inmundo; los nazis lo llamaban «el fumador de opio». Dicen que el tío de Storch se lo cedió sin pedirles alquiler y a cambio él obtuvo un bonito empleo en el partido.

Contemplé cómo la lluvia pulía los tejados de los edificios del otro lado del patio. Los tejados eran inclinados, quebrados y jorobados como una ilustración de Hansel y Gretel. Ni yo ni Werner pensábamos ya en el viejo Herr Storch. Pregunté:

—¿Por qué no usar su verdadero nombre, Sadoff? ¿Por qué elegir un nombre alemán? Y entre todos los nombres alemanes, ¿por qué el de Stinnes?

—Sugiere un montón de preguntas —dijo Werner, siguiendo el hilo de sus pensamientos—. Si Stinnes ha sido enviado sólo como un medio de darnos información falsa, entonces la Miller fue utilizada únicamente para apoyar esta suposición.

—Esto no es difícil de creer, Werner —contesté—. Ahora que sabemos que no se ahogó en el Havel, ahora que sabemos que está sana y salva y trabajando para el gobierno de Alemania Oriental, he cambiado de opinión sobre todo este asunto.

—¿Todo este asunto? ¿Desde que recogió ese material de un coche durante la gran fiesta en el Wannsee? ¿Quería ser arrestada aquella noche cuando le tendimos una cuidadosa trampa y estábamos tan satisfechos de nosotros mismos? ¿Fue la larga confesión que te hizo una declaración convenida de antemano?

—¿Para implicar a Bret? Sí, la Miller me tomó el pelo, Werner. Creí todo lo que me dijo sobre las dos palabras cifradas. Regresé a Londres convencido de que había otro agente en la Central. Desobedecí órdenes. Fui a hablar con Brahms Cuatro. Estaba convencido de que alguien de la Central —probablemente Bret— era un importante agente del KGB.

—Todo parecía indicarlo —asintió Werner.

Lo dijo por bondad, como siempre, porque veía que yo estaba trastornado.

—A mi modo de ver, sí. Pero nadie más se dejó engañar. Tú me lo dijiste una y otra vez. Dicky arrugó la nariz al oírlo y Silas Gaunt se enfadó cuando lo sugerí. Incluso empecé a preguntarme si no estarían todos de acuerdo en ocultarlo. Lo cierto, no obstante, es que ni la Miller ni su historia los engañó y en cambio a mí sí.

—No te hagas reproches, Bernard. Ellos no la vieron. Yo sé que era muy convincente.

—Me tomó el pelo. ¡Tenía manchas de nicotina en los dedos y ningún cigarrillo! ¡Tenía manchas de tinta en los dedos y ninguna pluma! Se ahoga y no encontramos el cadáver. ¿Cómo pude ser tan estúpido? Una funcionaría de Berlín Este; muy natural. Todo el mundo tenía razón en la Central de Londres y yo estaba equivocado. Me fastidia mucho, Werner. Tengo más experiencia práctica que cualquiera de ellos. Debí ver que era un truco y en cambio me dediqué a hacer exactamente lo que ellos querían.

—No fue así, Bernie, y tú lo sabes. Silas Gaunt, Dicky y todos los demás no discutieron contigo ni te dieron ninguna explicación. No querían creer tu teoría porque creerla habría sido demasiado incómodo.

—Entonces Posh Harry me dio unos documentos que apoyaban la idea de que había un topo en la Central de Londres.

—¿No pensarás que Posh Harry fue un cómplice?

—No, no lo pienso. Posh Harry fue un mensajero cuidadosamente seleccionado. Le utilizaron como nosotros le hemos utilizado tan a menudo. Es probable que esto fuera idea de Fiona.

—Entonces han montado un escenario endiabladamente complicado —dijo Werner, frotándose la cara—. ¿Estás seguro de que ahora das en el clavo? ¿Les saldría a cuenta tomarse tantas molestias? Cuando sacaste a Stinnes de Ciudad de México, estuvieron a punto de matarte. Mataron de un tiro a un hombre de la embajada que pertenecía al KGB.

—Aquel disparo fue un accidente, Werner. Pavel Moskvin fue el que me causó tantos problemas en Berlín Este. Si Stinnes es una trampa, Moskvin es el hombre que está detrás de ella. No puedo probarlo, claro, pero Moskvin es la clase de astuto miembro del partido a quien Moscú encarga la vigilancia y dirección de todos sus departamentos importantes.

—¿Crees que Moskvin le infiltró sin ningún contacto ni oficial encargado del caso ni un triste buzón? ¿Crees que Stinnes está solo?

—Los rusos los llaman solitarios; agentes cuyas verdaderas lealtades sólo son conocidas por una o dos personas en la cumbre de la estructura de mando. El único comprobante de su misión es un contrato firmado que se guarda en una caja fuerte en Moscú. A veces, cuando mueren, despreciados y abandonados, ni sus parientes más próximos (esposa, marido, hijos) se enteran de la verdadera historia.

—Pero Stinnes dejó a su esposa. Incluso se peleó con ella.

—Sí —dije—, y esto me convenció de que deseaba realmente pasarse a nosotros. Sin embargo, la pelea era auténtica, pero su historia, falsa. Supongo que debimos prever esta posibilidad.

—¿Así que ahora piensas que Stinnes es un solitario? —preguntó Werner.

—Para ellos el solitario no es tan poco corriente, Werner. El comunismo siempre ha ensalzado el secreto; es el método comunista; subversión, claves secretas, alias, tintas invisibles, ningún agente tiene permiso para entrar en contacto con más de dos agentes, células para asegurarse de que un secreto descubierto no conduzca al descubrimiento de otro. Todas estas cosas no son exclusivamente rusas ni peculiares del KGB; esta clase de secretos son inherentes a cualquier comunista. Forman parte del atractivo que el comunismo mundial ejerce sobre el insociable amargado. Si no me equivoco, Moskvin es la única otra persona que conoce toda la historia. Probablemente no dijeron la verdad al grupo de asalto que atacó la lavandería. El KGB debió considerar que otra persona enterada de la verdadera historia incrementaría el riesgo de que nosotros descubriéramos que Stinnes es una trampa.

—¿Un hombre que se ha sacrificado? ¿Es Stinnes esta clase de hombre? —inquirió Werner—. Yo le habría descrito como un oportunista astuto y ambicioso. Diría que Stinnes es la clase de hombre que envía a otros al sacrificio mientras él se queda atrás y obtiene los ascensos.

Werner acababa de mencionar lo que yo encontraba más difícil de reconciliar con los hechos. Desde que Stinnes había empezado a hablar sobre pasarse a Occidente, me había costado creer en su sinceridad. Los Stinnes del KGB no venían a Occidente, no como desertores ni agentes ni sobre todo como solitarios que pasarían el resto de sus vidas sin recompensa, sin simpatías y sin interés por su trabajo, interpretando un papel en el que no creían. Como había dicho Werner, Stinnes era de los que enviaban a otros a esta clase de destino.

—Cuando Moscú quiera que vuelva, encontrará el modo de hacerle regresar —contesté.

—Aceptaré tu teoría —dijo Werner a regañadientes—, pero no convencerás a muchos más. Les gusta tal como van las cosas. Me has dicho que la Central de Londres ha tachado prácticamente a Bret. El comité Stinnes empieza a estar de acuerdo. Si lo que tú dices de Stinnes es correcto, todos acabarían perdiendo prestigio, mucho prestigio. Necesitarás pruebas muy sólidas para ir allí a intentar convencerlos de que Stinnes es un ardid. Se trata de un comité mixto cuyos miembros se están diciendo mutuamente que Stinnes es la mayor ganga que han encontrado durante años. Te costará mucho convencerlos de que han caído en una trampa del KGB para facilitarles información falsa.

—Es algo más que un ardid, Werner —respondí—. Si Stinnes hace un gran agujero en la Central de Londres, obligará al Departamento a pactar un compromiso con el Cinco, me salpicará a mí con un poco de sangre y someterá a Bret a una investigación del Departamento. Yo lo llamaría un triunfo de primer orden para el KGB.

—He estado ante ese comité —dijo Werner—. Creerán lo que quieran creer. Haz naufragar ese bote y serás tú quien caiga al agua y se ahogue. Te aconsejo que no airees tus teorías. Mantente al margen del asunto, Bernie.

Se oyeron más truenos, debilitados ahora que la tormenta se alejaba, y unos rayos de sol se filtraron a través de las nubes.

—Ya me mantengo al margen —contesté—; dije a Dicky que no me presentaría ante el comité sin instrucciones detalladas por escrito.

Werner me miró, pensando que se trataba de una broma. Cuando vio que no lo era, dijo:

—Fue una tontería, Bernie. Debiste hacer lo mismo que yo. Debiste seguir la comedia: sonreír ante sus saludos, reírte de sus pequeños chistes, aceptar uno de sus cigarrillos y escuchar sus comentarios idiotas con expresión extasiada. Te negaste y ahora te considerarán hostil. ¿Qué pensarán si vas a verlos para decir que Stinnes es un farsante?

—¿Qué pensarán? —pregunté.

—Resucitarán sus peores sospechas de ti —respondió Werner—. No dudes de que algún miembro de ese comité dirá que podrías ser un agente del KGB que intenta salvar a Bret y desbaratar los magníficos resultados conseguidos por el interrogatorio de Stinnes.

—Yo traje a Stinnes hasta aquí.

—Porque no tenías otra alternativa. ¿Has olvidado a ciertas personas que dijeron que arrastrabas los pies? —Miró su reloj de acero inoxidable, no el de oro que llevaba siempre—. Tengo que irme ahora mismo.

Le sobraba tiempo, pero estaba nervioso. Werner ganaba mucho dinero con sus negocios bancarios completamente legales, pero siempre se ponía nervioso cuando viajaba al Este. A veces yo me preguntaba si merecía la pena.

—¿Dónde has dejado el coche?

—Será muy rápido. Sólo unas firmas que acrediten la llegada de las mercancías. Cuanto antes me dan los recibos, antes me pagan y del modo que suben los intereses bancarios... Iré en metro. Una vez llegado a la Friedrichstrasse, sólo son cinco minutos.

—Te acompañaré hasta la estación del Zoo y esperaremos juntos el tren —dije.

Aún no le había hablado de Fiona y de los niños.

—Quédate aquí, Bernie. Te mojarás.

Cuando bajamos al vestíbulo, Lisl Hennig estaba en el comedor, una habitación grande y bien ventilada que daba al sombrío patio. El revestimiento de madera había sido pintado de color crema, así como algunos muebles. Una antigua alfombra oriental cubría el linóleo desgastado de la entrada y de las paredes colgaban grabados enmarcados —escenas de la vida rural alemana—, entre los cuales destacaba un cuadro muy pequeño diferente del resto. Era un dibujo de George Grosz que representaba a un soldado deforme, un veterano de guerra grotesco por sus heridas. El cuadro estaba lleno de rabia, despecho y desesperación y las líneas del pintor parecían atacar la tela. Lisl se hallaba sentada cerca del dibujo, ante una mesa colocada frente a la ventana. Sobre la mesa había el habitual montón de periódicos. No podía vivir sin periódicos, estaba obsesionada por ellos y ¡ay! de aquel que interrumpiera su lectura. Pasaba siempre la mañana leyéndolos, columna tras columna: noticias, anuncios, chismes, críticas de teatro y conciertos, cotizaciones de Bolsa e incluso resultados deportivos. Ahora ya había terminado de leerlos y podía ser sociable.

—Werner, querido, gracias por las preciosas flores, Liebchen. Ven a dar un beso a tu Lisl. —El obedeció y ella le miró de arriba abajo—. Hace un frío espantoso fuera; esta gabardina no será suficiente, querido. Hace un tiempo muy malo. —¿Sabía que Werner llevaba siempre esta ropa cuando visitaba el Este?—. Deberías ponerte el abrigo grueso.

Era una mujer corpulenta y el anticuado vestido de seda negra con pechera de encaje no contribuía a disimular su volumen. Llevaba laca en los cabellos, mucha pintura en el rostro bello en otro tiempo y demasiado rímel en las pestañas. En los bastidores de un teatro, su aspecto habría pasado inadvertido, pero a la luz dura y fría de la mañana producía un efecto bastante grotesco.

—Sentaos y tomad café —ordenó con un regio movimiento de la mano.

Werner volvió a consultar su reloj, pero se sentó, obediente. Lisl Hennig había protegido a sus padres judíos y cuando él quedó huérfano le educó como si fuera su único hijo. Aunque ninguno de los dos hacía alarde de un cariño profundo, existía entre ambos un vínculo indestructible. Lisl ordenaba y Werner obedecía.

—¡Café, Klara! —gritó—. ¡Dos cafés!

Se oyó una voz desde la distante cocina cuando su «muchacha» Klara —sólo un poco más joven que Lisl— contestó a la imperiosa orden. Lisl estaba ante su almuerzo habitual: un pequeño trozo de queso, dos galletas integrales, una manzana y un vaso de leche. Aparte de ella, el comedor se hallaba vacío. Había una docena de mesas, cada una con cubiertos, copas de vino y una rosa de plástico, pero sólo una tenía servilletas de hilo y probablemente sería la única ocupada para el almuerzo. Pocos huéspedes de Lisl almorzaban; algunos eran semipermanentes que pasaban todo el día en sus puestos de trabajo y los restantes eran la clase de vendedores que no podían permitirse el lujo de almorzar en el hotel de Lisl ni en ninguna otra parte.

—¿Me has traído lo que te pedí? —preguntó Lisl a Werner.

—Me he olvidado, Lisl. Lo lamento mucho. —Werner estaba abochornado.

—Tienes cosas más importantes que hacer —dijo Lisl con la sonrisa de mártir calculada para hurgar en la herida del pobre Werner.

—Iré a buscarlo ahora mismo —murmuró Werner, levantándose.

—¿De qué se trata? —pregunté—. Yo te lo traeré, Lisl. Werner tiene una cita importante y yo voy a la estación del Zoo. ¿Qué debo traerte?

De hecho, adivinaba lo que era: un lápiz para las cejas. Por muy necesarios que Lisl considerase otros elementos de su maquillaje, ninguno podía compararse con el lápiz para las cejas. Desde que la artritis la impedía ir de compras, Werner era el encargado de comprarle el maquillaje en los almacenes KaDeWe. Pero se trataba de un secreto, un secreto que ni siquiera a mí se me había confiado oficialmente; lo conocía sólo porque Werner me lo había dicho.

—Werner me lo comprará. No es importante —respondió Lisl.

Klara trajo una bandeja con una jarra de café y las mejores tazas con sus correspondientes platillos, los del dibujo de girasoles, y varias Kipfel en una fuente de plata. Klara sabía que las pequeñas galletas en forma de media luna eran las favoritas de Werner.

Un hombre vestido con una elegante chaqueta de cuero marrón y pantalones grises entró en el comedor y depositó sobre una silla la bolsa que llevaba en bandolera. Era la mesa que tenía servilletas de hilo. Sonrió a Lisl y se fue sin decir nada.

—Westies[16] —explicó Lisl, usando la palabra berlinesa que designaba a los turistas de la Alemania Federal—. Almuerzan aquí todos los días.

—La familia que tiene los hijos mayores; los he visto en el vestíbulo —comentó Werner.

Aun sin oír su acento, los berlineses reconocían siempre a estos visitantes y sin embargo era difícil decir en qué se diferenciaban de los habitantes de Berlín. Las caras eran más o menos las mismas, el vestuario también, pero había algo en sus modales que los distinguía de los «isleños», como se autodenominaban los berlineses occidentales.

—Nos odian —dijo Lisl, siempre propensa a exagerar.

—¿Que los Westies nos odian? No seas tonta —replicó Werner, que bebió café y volvió a mirar la hora.

—Nos odian. Nos dan la culpa de todo lo malo que ocurre.

—Os dan la culpa de sus elevados impuestos —tercié—. Muchos alemanes occidentales pagan de mala gana los subsidios necesarios para la solvencia continuada de Berlín. Sin embargo, en todo el mundo hay grandes ciudades mantenidas por el gobierno central.

—No se trata sólo de esto —dijo Lisl—. En la Bundesrepublik, incluso la palabra «Berlín» es poco grata y todos procuran evitarla. Si han de dar un nombre a un jabón, un perfume, una radio o una moto, les ponen «Nueva York», «Río» o «París», pero la palabra «Berlín» es el tabú universal, la palabra que nadie quiere.

—No nos odian —repitió Werner—, pero nos culpan de todo cuanto ocurre en la guerra fría. No importa que Bonn y Moscú adopten las decisiones... la culpa se la lleva Berlín. —Werner era lo bastante diplomático para dar la razón a Lisl.

—Yo no diría tanto —observé—. Bonn recibe más golpes de los merecidos y paga más dinero del que le corresponde.

—¿Ah sí? —dijo Lisl, nada convencida. Detestaba pagar impuestos.

—De modo muy conveniente para la RDA, sólo hay una Alemania cuando alguien quiere dinero alemán. Las indemnizaciones a Israel no salieron de las dos mitades de Alemania... sólo de la mitad occidental. Después de la guerra no se repartieron las deudas contraídas por el Tercer Reich de Hitler... sólo las saldó la mitad occidental. Y ahora, siempre que la RDA se ofrece a poner en libertad a prisioneros políticos a cambio de dinero, es la mitad occidental la que paga los rescates a la mitad oriental. Sin embargo, cuando alguien, en cualquier parte del mundo, desea expresar sus prejuicios contra los alemanes, no dice cuánto detesta a esos alemanes del Este, que ya sufren bastante, sino que todos los sentimientos antialemanes se dirigen contra los Westies, cargados de trabajo y de impuestos, que mantienen a los bien retribuidos e incompetentes burócratas del Mercado Común y financian sus excedentes en constante aumento para que puedan vender más (y a precios de ganga) vino y mantequilla a los rusos.

—Bernard se ha convertido en un Westie —declaró Lisl.

Era una broma, pero no contenía mucho humor. Werner devoró la última Kipfel, se levantó y dijo adiós a Lisl, que no respondió a nuestros argumentos ni a nuestros besos. No le gustaban los Westies, aunque almorzaran todos los días.

Caminé con Werner por la Kantstrasse hasta la estación del Zoo. Había dejado de llover, pero los árboles goteaban desconsoladamente y el aire llevaba más lluvia. En la estación reinaba el bullicio habitual, el patio estaba atestado, un grupo de turistas japoneses se fotografiaban unos a otros, una pareja —ambos con abrigos largos hasta los tobillos— compraba postales, un chico y una chica de cabellos teñidos y tiesos, con pantalones de cuero brillante, cantaban con voces desafinadas al son de una guitarra, soldados franceses cargados con todo el equipo subían a un camión, dos muchachas de aspecto ostentosamente artístico vendían cuadros hechos con cuentas, un anciano con un pony recaudaba dinero para la sociedad protectora de animales, un joven barbudo dormía en un umbral, una madre ataviada con prendas muy caras sostenía lejos de sí a un niño pequeño que vomitaba en el arroyo y dos policías jóvenes no se fijaban en nada. Era la característica mezcolanza de la estación del Zoo. Éste era el centro del Viejo Mundo. Aquí estaban los trenes de cercanías de Berlín y también los llegados directamente de París, que seguían viaje a Varsovia y Moscú.

Entré con Werner y compré un billete de andén para poder acompañarle hasta allí. El metro de Berlín es el antiguo ferrocarril elevado y el medio más sencillo para ir desde el centro del Berlín occidental (Zoo) al corazón del Berlín oriental (Friedrichstrasse). Hacía frío allí arriba en el andén; los trenes pasaban con estrépito, trayendo consigo una corriente de aire húmedo y un remolino de papeles. Las estaciones parecen enormes hangares de cristal y, como los propios rieles, están suspendidas sobre el nivel de la calle mediante ornamentados soportes de hierro fundido.

—No te preocupes por el lápiz de cejas de Lisl —dije a Werner—. Se lo compraré en el camino de vuelta.

—¿Sabes qué color quiere?

—Claro que sí. Siempre te olvidas de comprárselo.

—Espero que te equivoques respecto a Stinnes —dijo Werner.

—Olvídate de eso. Cruza al otro lado, hazte firmar los documentos y regresa. Olvídate de mí y del Departamento. Olvídalo todo hasta que vuelvas.

—Quizá me quede a pasar la noche —advirtió Werner—. Tengo que ver a alguien por la mañana y se forman largas colas en el control de pasaportes cuando todo el mundo vuelve de las óperas.

Llegó un tren de Friedrichstrasse, pero Werner lo dejó pasar. Tuve la sensación de que no quería marcharse. Esto era raro en él; podía ponerse nervioso, pero no parecía importarle cruzar al otro sector. A veces me daba la impresión de que le gustaba el cambio que significaba para él. Se alejaba de Zena y vivía una vida de soltero en el cómodo apartamento que se había arreglado encima de un garaje de camiones. Ahora demoraba la partida. Era una ocasión perfecta para contarle que Fiona había ido a Holanda y hablado con Tessa sobre reunirse con los niños. Pero no se lo conté.

—¿Dónde cenarás esta noche? —pregunté para contribuir a la clase de conversación que suele sostenerse en estaciones y aeropuertos.

—Conozco a unas personas en Pankow que me han invitado —respondió Werner.

—¿Las conozco yo?

—No —dijo Werner—, no las conoces.

—¿A qué hora volverás mañana?

—No te preocupes, Bernie. A veces eres peor que Lisl.

Llegó el tren.

—Cuídate —le grité, mientras entraba en el vagón.

—Es todo legal, Bernie.

—Pero quizá ellos no lo saben —advertí.

Werner sonrió con ironía y en seguida las puertas se cerraron y el tren se puso en marcha. Sentí mucho frío en el andén cuando el tren se hubo alejado, pero quizá se debió sólo a mi imaginación.