1
—Anímate, Werner. Pronto será Navidad —dije.
Agité la botella y repartí las últimas gotas de whisky entre las dos tazas de plástico blanco que estaban en equilibrio sobre la radio del coche. Escondí la botella vacía bajo el asiento. El olor a whisky era fuerte; debía haber derramado un poco sobre el calefactor o sobre el cálido cuero que enmarcaba la radio. Pensé que Werner lo rechazaría; no era un bebedor y ya había bebido demasiado, pero las noches de invierno son frías en Berlín y Werner tomó el whisky de un solo trago y tosió. Luego estrujó la taza entre las grandes y musculosas manos y dobló los trozos arrugados y rotos de modo que cupieran en el cenicero. A la esposa de Werner, Zena, la obsesionaba la limpieza y el coche era suyo.
—Todavía llega gente —observó Werner al ver frenar una limusina Mercedes negra, cuyos faros delanteros proyectaron deslumbrantes reflejos sobre el cristal y la carrocería de los vehículos aparcados y centelleos sobre la escarcha de la carretera.
El chófer se apresuró a abrir la puerta y se apearon ocho o nueve personas. Los hombres llevaban abrigos oscuros de cachemir encima del traje de etiqueta, y las mujeres un variado surtido de pieles. Aquí, en el Wannsee berlinés, se llaman la Haufevolee y son muy abundantes.
—¿A qué esperamos? Irrumpamos ahora mismo y arrestémosle.
Las palabras de Werner sonaban sólo un poco pastosas; sonrió, como reconociendo su estado. Aunque le conocía desde que íbamos al colegio, casi nunca le había visto borracho, ni siquiera achispado como ahora. Mañana tendría resaca, mañana me culparía a mí y lo mismo haría su mujer, Zena. Por esta y por otras razones, mañana temprano sería un buen momento para abandonar Berlín.
La casa del Wannsee era grande; una masa antiestética de ampliaciones y extensiones, balcones, terraza y buhardilla casi ocultaba el edificio original. Estaba construida sobre una loma que dotaba a la terraza posterior de una vista del bosque y de las negras aguas del lago. Ahora no había nadie en la terraza, los muebles de jardín estaban amontonados y los toldos bien enrollados, pero la casa resplandecía de luces y los árboles desnudos que crecían ante la fachada habían sido adornados con guirnaldas de diminutas bombillas blancas, centenares de ellas, como una floración electrónica.
—El hombre conoce su oficio —observé—. Cuando se establezca el contacto vendrá a decírnoslo.
—El contacto no vendrá aquí. ¿Crees que Moscú ignora que un delator nos está vomitando hasta las tripas en Londres? A estas alturas ya habrán advertido de ello a su red.
—No necesariamente —contesté, rebatiendo su punto de vista por centésima vez y seguro de que repetiríamos las mismas frases. Werner tenía cuarenta años, sólo unas semanas más que yo, pero se preocupaba como una vieja, lo cual me ponía nervioso también a mí—. Incluso su no comparecencia nos daría una oportunidad de identificarle —añadí—. Tenemos a dos policías de paisano vigilando a todas las personas que vengan esta noche y la oficina dispone de una copia de la lista de invitados.
—En caso de que el contacto sea un invitado —apuntó Werner.
—También vigilan al personal de servicio.
—El contacto será un desconocido —dijo Werner—. No cometerá la tontería de llevar su identidad en una placa.
—Ya lo sé.
—¿Volvemos a entrar en la casa? —sugirió Werner—. Últimamente me dan calambres cuando estoy sentado en coches pequeños.
Abrí la puerta y me apeé. Werner cerró su puerta con suavidad; una costumbre que se adquiere a fuerza de años dedicados al trabajo de vigilancia. Este suburbio elegante se componía casi en su totalidad de casas rodeadas de árboles y agua y reinaba el silencio suficiente para dejarme oír el ruido de los pesados camiones que llegaban al puesto fronterizo de Drewitz para enfilar la larga autopista que cruzaba la República Democrática Alemana en dirección a la Alemania Occidental.
—Esta noche nevará —pronostiqué.
Werner no dio muestras de haberme oído.
—Contempla toda esta riqueza —dijo, levantando un brazo y casi perdiendo el equilibrio sobre el hielo formado en el arroyo.
Hasta donde alcanzaba la vista, la calle era como una zona de aparcamiento o, mejor dicho, como una tienda de coches, porque todos eran, casi sin excepción, brillantes, nuevos y caros: Mercedes V8 de cinco litros con antenas de teléfono, Porsches turbo, grandes Ferraris y tres o cuatro Rolls-Royce. Las matrículas revelaban lo lejos que la gente está dispuesta a viajar para una fiesta tan distinguida. Hombres de negocios de Hamburgo, banqueros de Frankfurt, cineastas de Múnich y bien remunerados funcionarios de Bonn. Algunos coches habían aparcado sobre la acera a fin de dejar el sitio suficiente para que los otros pudieran colocarse junto a ellos en doble fila. Pasamos por delante de una pareja de policías que observaban las matrículas mientras admiraban las carrocerías. En la avenida —pateando para vencer el frío— había dos Parkwachter que aparcarían los coches de los invitados que tuvieran la desgracia de no venir con chófer. Werner subía por la helada pendiente de la avenida con los brazos extendidos para no perder el equilibrio, bamboleándose como un pingüino sobrealimentado.
Pese a las ventanas dobles, bien cerradas contra el frío de la noche berlinesa, de la casa salía el confuso murmullo de la música de Johann Strauss tocada por una orquesta de veinte miembros. Era como ahogarse en un espeso batido de fresa.
Un sirviente nos abrió la puerta y otro nos cogió los abrigos. Uno de los nuestros se encontraba junto a la puerta, al lado del mayordomo, y no dio muestras de conocernos cuando entramos en el vestíbulo rebosante de flores. Werner se estiró la chaqueta de seda con un ademán cohibido y arregló las puntas de la corbata de lazo frente al espejo enmarcado en oro que cubría la pared. Su traje estaba hecho a medida por uno de los sastres más exclusivos de Berlín, pero sobre la figura maciza de Werner, todos los trajes parecían alquilados.
Al pie de la ornamentada escalinata, dos hombres maduros que llevaban cuello duro y trajes de etiqueta bien cortados pero sin concesiones a la última moda, fumaban grandes cigarros y hablaban con las cabezas juntas a causa de la estridencia de la orquesta que tocaba en el contiguo salón de baile. Uno de ellos nos miró con fijeza pero continuó hablando como si fuéramos invisibles para él. No teníamos el aspecto apropiado para semejante reunión, pero desvió la vista, pensando seguramente que éramos dos guardaespaldas contratados para vigilar la plata.
Hasta 1945 la casa —o villa, como son conocidas estas mansiones locales— perteneció a un hombre que había iniciado su carrera como funcionario menor en la organización de agricultores nazis y por casualidad confiaron a su departamento la tarea de decidir qué agricultores y trabajadores agrícolas eran tan indispensables para la economía como para quedar exentos del servicio en las fuerzas militares. Desde entonces —como otros burócratas antes y después— fue colmado de regalos y oportunidades y vivió rodeado de lujo, como atestiguaba su casa.
Después de la guerra, la casa fue utilizada durante algunos años como alojamiento temporal de camioneros del ejército americano y hacía poco tiempo que había vuelto a convertirse en un hogar familiar. El revestimiento de las paredes, que pertenecía claramente al edificio original del siglo XIX, había sido reparado y colocado de nuevo con esmero, pero ahora el roble estaba pintado de gris claro. El enorme cuadro de un militar a caballo dominaba la pared de enfrente de la escalinata y por doquier se veían hermosos ramos de flores frescas. Sin embargo, pese a la cuidadosa restauración, lo que más llamaba la atención era el suelo del vestíbulo, que formaba un complejo dibujo de mármol negro, blanco y rojo, interrumpido en el centro por un disco blanco de mármol nuevo que reemplazaba a una gran esvástica de oro.
Werner abrió una puerta disimulada en un panel de madera y yo le seguí por un sombrío pasillo diseñado para el discreto movimiento de los criados. Al final había una despensa, con paños de hilo en un estante, una docena de botellas de champán vacías puestas del revés en el fregadero y un cubo de basura lleno de restos de bocadillos, perejil mustio y trozos de cristal roto. Entró un camarero con chaqueta blanca, cargado con una pesada bandeja de plata llena de copas sucias. Las vació, las colocó en el montacargas del servicio, junto con las botellas vacías, secó la bandeja con un paño que había debajo del fregadero y salió sin dirigirnos una sola mirada.
—Está allí, cerca del bar —explicó Werner, manteniendo la puerta entornada para poder mirar hacia la atestada pista de baile.
Mucha gente se apiñaba en torno a las mesas ante las cuales dos hombres vestidos de blanco servían una docena de diferentes clases de salchichas y espumosas jarras de cerveza fuerte. Provisto de comida y bebida, salía de entre las cerradas filas de invitados el hombre que iba a ser detenido.
—Diablos, espero que no haya ningún error —musité. El hombre no era un burócrata cualquiera, sino el secretario particular de un veterano miembro del Parlamento de Bonn—. Si se obstina en negarlo todo, no estoy seguro de poder mantener la acusación. —Miré con atención al sospechoso, intentando adivinar cómo reaccionaría.
Era un hombre bajo, de pelo muy corto y una atildada barba estilo Vandyke. Había algo inequívocamente alemán en esta combinación. Su aspecto era llamativo incluso entre los miembros vestidos de gala de la sociedad berlinesa. La chaqueta tenía anchas solapas de seda y ribetes de seda en los bordes, los puños y las costuras de los pantalones. Llevaba las puntas del corbatín metidas bajo el cuello y un pañuelo de seda negra en el bolsillo superior de la chaqueta.
—Parece mucho más joven de treinta y dos años, ¿no crees? —observó Werner.
—No se puede uno fiar de esas impresiones de computadora, especialmente cuando se trata de funcionarios civiles o incluso miembros del Bundestag. Unas mecanógrafas que trabajaban muchas horas extras para ganar más dinero los metieron a todos en la computadora cuando la instalaron.
—¿Qué te parece? —preguntó Werner.
—No me gusta su aspecto —respondí.
—Es culpable —dijo Werner. No tenía más información que yo, pero quería tranquilizarme.
—Sin embargo, la palabra sin pruebas de un desertor como Stinnes no pesará mucho en un juicio público, suponiendo que Londres permita a Stinnes presentarse ante un tribunal. Si el jefe de este individuo le defiende y ambos arman un buen jaleo, es posible que salga absuelto.
—¿Cuándo lo arrestamos, Bernie?
—Quizá su contacto venga aquí —dije. Era una excusa para ganar tiempo.
—Tendría que ser un auténtico principiante, Bernie. Echa una mirada a tu alrededor... iluminado como un árbol de Navidad, con policías fuera y sin espacio para moverse... nadie con alguna experiencia se arriesgaría a entrar en un lugar así.
—Quizá no esperan ningún problema —sugerí con optimismo.
—Moscú sabe que Stinnes ha desaparecido y han tenido mucho tiempo para alertar a sus redes. Y cualquier persona con experiencia olerá esta encerrona en cuanto aparque fuera.
—Él no la ha olido —objeté, indicando con un movimiento de cabeza al hombre del pelo corto, que tras beber un sorbo de cerveza entablaba conversación con otro invitado.
—Moscú no puede enviar a una fuente como él a su escuela de entrenamiento —replicó Werner—, pero por eso mismo puedes estar bien seguro de que su contacto sí que ha sido entrenado en Moscú, lo cual significa que recelará. Sería mejor arrestarlo ahora mismo.
—No diremos nada ni arrestaremos a nadie —repetí—. El asunto corre a cargo de la seguridad alemana; se le detiene simplemente para un interrogatorio. Nosotros esperaremos a ver qué pasa.
—Déjamelo hacer a mí, Bernie. —Werner Volkmann era berlinés de nacimiento. Yo había estudiado aquí desde pequeño y mi alemán era tan auténtico como el suyo pero, debido a mi nacionalidad inglesa, Werner insistía en presumir de que su alemán era, de algún modo mágico, más auténtico que el mío. Supongo que yo sentiría lo mismo acerca de un alemán que hablase inglés con un perfecto acento londinense, así que no le discutía este extremo.
—No quiero que conozca la implicación de cualquier servicio no alemán. Si adivina quiénes somos, sabrá que Stinnes se encuentra en Londres.
—Ya lo saben, Bernie. A estas alturas ya deben saber dónde está.
—Stinnes ya tiene bastantes problemas para que ahora le busque un grupo de asesinos del KGB.
Werner miraba las parejas de bailarines con una sonrisa, divertido al parecer por una broma secreta, como suelen hacer las personas que han bebido demasiado. Aún tenía la cara bronceada de su estancia en México y sus dientes eran blancos y perfectos. Parecía casi guapo, pese a lo mal que le sentaba el traje.
—Parece una película de Hollywood —dijo.
—Sí —asentí—. El presupuesto es demasiado grande para la televisión.
El salón de baile estaba lleno de parejas elegantes, todas vestidas con la clase de ropa que habría sido adecuada para un baile de principios de siglo. Y los invitados no eran los vejestorios disecados que había esperado ver en esta fiesta del quincuagésimo cumpleaños de un fabricante de lavaplatos. Muchos jóvenes bien vestidos giraban al son de la música de otro tiempo en otra ciudad. Kaiserstadt...[1], ¿no era así como llamaban a Viena cuando sólo quedaba un emperador en Europa y una sola capital para él?
Eran el maquillaje y los peinados lo que daba la nota discordante de modernismo, eso y la pistola cuyo bulto se podía ver bajo la bonita chaqueta de seda de Werner. Supongo que por eso le tiraba tanto sobre el pecho.
El camarero vestido de blanco volvió con otra bandeja de copas. Algunas no estaban vacías. Se olió de repente a alcohol cuando echó guindas, aceitunas y restos de bebidas en el agua caliente del fregadero antes de poner las copas en el estante del montacargas. Entonces se volvió hacia Werner y dijo con acento respetuoso:
—Han arrestado al contacto, señor; se ha dirigido al coche tal como usted dijo. —Secó la bandeja vacía con un paño.
—¿Qué significa todo esto, Werner? —pregunté.
El camarero me miró a mí y luego a Werner y, cuando éste asintió con la cabeza, continuó:
—El contacto se ha acercado al coche del sospechoso... una mujer de por lo menos cuarenta años, quizá más. Tenía una llave con la que ha abierto la puerta del coche. Después ha abierto la guantera y sacado un sobre. La hemos detenido, pero el sobre aún no ha sido abierto. El capitán quiere saber si debe llevarse a la mujer a la oficina o retenerla aquí en la camioneta de reparto para que usted hable con ella.
La música paró y los bailarines aplaudieron. En el extremo opuesto del salón de baile, un hombre entonó una vieja canción country, se interrumpió, avergonzado, y se oyeron risas.
—¿Ha dado la mujer una dirección de Berlín?
—Kreuzberg. Una casa de apartamentos cerca del canal Landwehr.
—Diga a su capitán que lleve a la mujer al apartamento. Regístrenlo y reténganla allí. Telefoneen aquí para confirmar que ha dado las señas correctas y nosotros iremos más tarde para hablar con ella —ordené—. No le permitan hacer ninguna llamada telefónica y asegúrense de que nadie abra el sobre; conocemos su contenido y lo necesitaremos como prueba, así que no deje que nadie se vaya de la lengua a este respecto.
—Sí, señor —dijo el camarero y se fue, sorteando a las parejas de bailarines que abandonaban la pista de baile.
—¿Por qué no me has dicho que era uno de los nuestros? —pregunté a Werner.
Werner esbozó una risita.
—Tendrías que haberte visto la cara.
—Estás borracho, Werner —dije.
—Ni siquiera has reconocido a un policía de paisano. ¿Qué te ocurre, Bernie?
—Debí adivinarlo. Siempre se ocupan de la vajilla sucia; un poli no sabe lo bastante sobre comida y bebida para servirlas.
—No has considerado necesario vigilar su coche, ¿verdad?
Empezaba a irritarme. Le dije:
—Si yo tuviera tu dinero, no andaría de un lado a otro con un montón de policías y detectives.
—¿Qué harías?
—¿Con dinero? Si no fuera por los niños, buscaría una pequeña pensión en Toscana, no muy lejos de la orilla del mar.
—Admítelo: no has considerado que valiese la pena vigilar su coche, ¿verdad?
—Eres un genio.
—No hay necesidad de ser sarcástico —observó Werner—. Ya lo tienes. Sin mí, habrías acabado haciendo el ridículo. —Eructó con suavidad detrás de la mano.
—Sí, Werner.
—Vamos a arrestar a ese bastardo... Tenía una corazonada a propósito de ese coche... Ha cerrado las puertas mirando a su alrededor como si alguien pudiera esperarle por allí cerca. —Werner siempre había tenido una faceta didáctica; debería haber sido maestro de escuela, como quería su madre.
—Eres un idiota borracho, Werner.
—¿Voy a arrestarle?
—Ve y respira encima de él —dije.
Werner sonrió. Había demostrado que podía ser un brillante agente en activo. Werner era muy, muy feliz.
Se resistió, claro. Quería a su abogado y quería hablar con su jefe y con un amigo del gobierno. Su tipo me era bien conocido; nos trataba como si fuésemos nosotros los que habíamos sido sorprendidos robando secretos para los rusos. Aún protestaba cuando se lo llevó el equipo de arrestos. No estaban impresionados; ya lo habían presenciado muchas veces. Eran hombres de experiencia, procedentes de la «oficina política» del BfV de Bonn.
Le llevaron a la oficina del BfV en Spandau, pero yo pensé que aquella noche sólo obtendrían indignación de él. Al día siguiente quizá se le habría pasado un poco y se pondría lo bastante nervioso para decir algo que mereciese la pena oír antes de que llegara el momento de tener que acusarle o ponerle en libertad. Por suerte, era una decisión que no me incumbía. Decidí ir mientras tanto a ver si podía sonsacar a la mujer.
Werner conducía. No habló mucho durante el viaje de vuelta a Kreuzberg. Yo miraba por la ventanilla. Berlín es una especie de libro de historia de la violencia del siglo XX y cada esquina me traía recuerdos de algo que había oído, visto o leído. Tomamos la carretera que bordea el canal Landwehr y culebrea a través del centro de la ciudad. El agua oleosa contiene muchos secretos oscuros. En el año 1919, cuando los espartaquistas intentaron apoderarse de la ciudad por medio de un levantamiento armado, dos oficiales de la Guardia Montada sacaron a la torturada Rosa Luxemburg —una dirigente comunista— de su cuartel general en el hotel Edén, contiguo al Zoo, la mataron de un tiro y la echaron al canal. Los oficiales declararon que se la habían llevado unos insurgentes coléricos, pero meses después su hinchado cadáver salió a flote y se encalló en una esclusa. Ahora, en Berlín Este dan su nombre a las calles.
Sin embargo, no todos los fantasmas se ahogan en este canal. En febrero de 1920 un sargento de policía sacó de él a una mujer joven bajo el puente Bendler. Transportada al hospital Elisabeth de la Lützovstrasse, fue identificada más tarde como la gran duquesa Anastasia, hija menor del difunto zar de todas las Rusias y única superviviente de la matanza.
—Es aquí —dijo Werner, acercándose al bordillo—. Menos mal que hay un policía en la puerta; de lo contrario, sólo encontraríamos el chasis al salir.
Las señas que había dado el contacto correspondían a una casa destartalada del siglo XIX en un barrio casi totalmente ocupado por inmigrantes turcos. La entrada de piedra gris, antaño imponente, aún conservaba las marcas producidas por la metralla durante la guerra y estaba desfigurada por inscripciones de brillante colorido. En el oscuro zaguán se olía a comida muy condimentada, suciedad y desinfectante.
Estas casas viejas no tienen apartamentos numerados, pero encontramos a los hombres del BfV en el piso más alto. Había dos candados en la puerta, aunque no parecía que en el interior hubiese nada que proteger. Dos hombres aún registraban el pasillo cuando llegamos, golpeando las paredes, levantando listones del suelo y agujereando el yeso de las paredes con aquella especie de placer inescrutable que experimentan los hombres autorizados a destruir por el propio gobierno.
Era un lugar típico de los refugios nocturnos que el KGB ofrecía a sus incondicionales. Últimos pisos, fríos, angostos y baratos. Quizá elegían tan míseras viviendas para recordar a todos los implicados la triste situación de los pobres en la economía capitalista. O quizá en estos distritos se hacían menos preguntas sobre las idas y venidas de la gente a cualquier hora del día o de la noche.
Ni televisor ni radio, una pequeña mesa de superficie plastificada y sobre ella unas rebanadas de pan negro, un hornillo eléctrico, un cazo abollado, leche enlatada, café en polvo y varios terrones de azúcar envueltos en papel del hotel Hilton. Además, tres manoseados libros de bolsillo alemanes, Dickens y Schiller, y una colección de crucigramas, en su mayoría rellenos. Sobre una de las dos camas individuales, un maletín abierto y el contenido diseminado: un vestido negro barato, ropa interior de nailon negro, zapatos de tacón bajo, una manzana, una naranja y un periódico inglés: The Socialist Worker.
Allí me esperaba un joven oficial del BfV. Nos saludamos y me comunicó que la mujer sólo había sido sometida a un breve interrogatorio preliminar. Al principio se había ofrecido a hacer una declaración, pero después se negó, explicó el oficial, añadiendo que había mandado a buscar una máquina de escribir por si la mujer volvía a cambiar de opinión. Me entregó algunos marcos occidentales, un permiso de conducir y un pasaporte; el contenido del bolso. Los documentos eran británicos.
—Tengo una grabadora de bolsillo —le dije sin bajar la voz—. Decidiremos lo que vale la pena poner por escrito y se lo daremos a firmar después de que yo hable con ella. Le necesitaré a usted como testigo de la firma.
La mujer estaba sentada en la diminuta cocina. Sobre la mesa había tazas sucias y algunas horquillas que supuse procedían del bolso que ahora ella tenía sobre la falda.
—El capitán me ha dicho que desea hacer una declaración —la interpelé en inglés.
—¿Es usted inglés? —preguntó ella. Me miró y después miró a Werner. No pareció extrañarse mucho de que ambos fuéramos vestidos de smoking, con gemelos de bisutería y zapatos de charol. Debió comprender que estábamos de servicio dentro de la casa.
—Sí —contesté, indicando a Werner con una seña que abandonara la habitación.
—¿Es usted el responsable? —inquirió. Tenía el exagerado acento de la clase superior que usan las vendedoras de las tiendas de Knightsbridge—. Quiero saber de qué se me acusa. Le advierto que conozco mis derechos. ¿Estoy arrestada?
Cogí el cuchillo del pan que había sobre la mesa y lo agité delante de ella.
—Bajo la ley 43 de la legislación del Gobierno Militar Aliado, todavía vigente en esta ciudad, la posesión de este cuchillo de pan es un delito que se puede castigar con la pena de muerte.
—Debe estar loco —dijo ella—. La guerra terminó hace casi cuarenta años.
Guardé el cuchillo en un cajón y lo cerré con un golpe. El ruido la sobresaltó. Cogí una silla de cocina y me senté a una distancia de un metro, más o menos.
—No está en Alemania —empecé—; esto es Berlín. Y el Decreto 511, ratificado en 1951, incluye una cláusula que castiga el delito de recoger información con diez años de cárcel. No espiar ni trabajar para el servicio de inteligencia, sino sólo recoger información. —Puse su pasaporte sobre la mesa y volví las páginas como si leyera su nombre y ocupación por primera vez—. Así que no me diga que conoce sus derechos; no tiene ningún derecho. —Leí en el pasaporte—: Carol Elvira Miller, nacida en Londres en 1930, ocupación: maestra de escuela. —Entonces la miré y ella me correspondió con la mirada tranquila e inexpresiva que la cámara había recogido para su pasaporte. Tenía el cabello lacio y lo llevaba corto, con las puntas hacia dentro. Sus ojos eran de un azul claro, la nariz puntiaguda y la expresión vivaz. Debía haber sido bonita, pero ahora estaba delgada y ojerosa y, con su ropa oscura y clásica y la cara sin rastros de maquillaje, casi parecía una frágil anciana—. Elvira es un nombre alemán, ¿verdad?
No demostró miedo. Se animó como suelen hacer las mujeres en una charla personal.
—Es español. Mozart lo usó en Don Juan.
Asentí.
—¿Y Miller?
Sonrió, nerviosa. No estaba asustada, pero era la sonrisa de alguien que quiere dar la impresión de estar dispuesta a cooperar. Mi pequeño discurso amenazador había surtido efecto.
—Mi padre es alemán... era alemán. De Leipzig. Emigró a Inglaterra mucho antes de la época de Hitler. Mi madre es inglesa... de Newcastle —añadió tras una larga pausa.
—¿Casada?
—Mi marido murió hace casi diez años. Se llamaba Johnson, pero yo volví a usar mi apellido de soltera.
—¿Hijos?
—Una hija casada.
—¿Dónde enseña?
—Era maestra suplente en Londres, pero el trabajo empezó a escasear. Los últimos meses he estado prácticamente sin empleo.
—¿Conoce el contenido del sobre que ha cogido del coche hace un rato?
—No quiero hacerle perder el tiempo con excusas. Sé que contiene cierta clase de secretos. —Tenía la voz clara y los modales pedantes de todas las maestras en general.
—¿Y sabe adónde iba dirigido?
—Quiero hacer una declaración, ya se lo he dicho al otro oficial. Quiero que me lleven a Inglaterra y me dejen hablar con un miembro de la Inteligencia inglesa. Entonces haré una declaración completa.
—¿Por qué? —inquirí—. ¿Por qué está tan impaciente por volver a Inglaterra? Es una agente soviética; ambos lo sabemos. ¿Qué importa el lugar donde esté cuando la acusen de ello?
—He sido una estúpida —dijo—. Ahora me doy cuenta.
—¿Se ha dado cuenta antes o después de ser arrestada?
Frunció los labios, como para reprimir una sonrisa.
—Ha sido horrible. —Puso las manos sobre la mesa; eran blancas y arrugadas y tenían las manchas marrones que aparecen en la edad mediana. También había manchas de nicotina y de tinta en el pulgar y el índice—. No puedo dejar de temblar. Mientras veía a los hombres de Seguridad registrarme el equipaje, he tenido el tiempo suficiente para reflexionar sobre mi estupidez. Amo a Inglaterra. Mi padre me enseñó a amar todo lo inglés. —Pese a esta afirmación, volvió en seguida a hablar alemán. No era alemana, no era británica. Comprendí su falta de raíces y me reconocí un poco a mí mismo.
—Fue un hombre, ¿verdad? —pregunté. Ella me miró con el ceño fruncido. Había esperado consuelo, una sonrisa a cambio de las suyas y la promesa de que no le sucedería nada malo—. ¿Fue un hombre quien... la metió en esta estupidez?
Debió detectar una nota de desprecio en mi voz.
—No —dijo—, fue todo idea mía. Me afilié al partido hace quince años. Quería mantenerme ocupada después de la muerte de mi marido, de modo que me convertí en una activista del sindicato de maestros. Y un día pensé, bueno, ¿por qué no emplearme a fondo?
—¿Qué significaba emplearse a fondo, señora Miller?
—El nombre de mi padre era Müller; más vale decírselo, porque pronto lo averiguarán. Hugo Müller. Lo cambió por Miller cuando se nacionalizó. Quería que todos fuéramos ingleses. —De nuevo puso las manos planas sobre la mesa y las miró mientras hablaba. Era como si culpara a sus manos de hacer cosas que ella nunca había aprobado—. Me pidieron que recogiera paquetes, vigilara cosas, etcétera. Más tarde empecé a alojar a personas en mi piso de Londres. Me las traían en plena noche (rusos, checos, gente así); en general, no hablaban inglés, ni tampoco alemán. A veces eran marineros, a juzgar por su ropa. Siempre parecían tener un hambre devoradora. Una vez vino un hombre vestido de sacerdote. Hablaba polaco, pero logré hacerme entender. Por la mañana venía alguien a recogerlos. —Suspiró y me miró para ver cómo tomaba su confesión—. Tengo una habitación libre —añadió, como si el decoro de sus relaciones con los visitantes nocturnos fuese más importante que sus servicios al KGB.
Estuvo mucho rato sin hablar, mirándose las manos.
—Eran fugitivos —dije, para animarla a reanudar la confesión.
—No sé quiénes eran. Después solían meter en mi buzón un sobre con unas cuantas libras, pero yo no lo hacía por el dinero.
—¿Por qué lo hacía?
—Era marxista; servía a mi causa.
—¿Y ahora?
—Se han aprovechado de mí —contestó—. Me usaban para los trabajos sucios. ¿Qué les importaba que me cogieran? ¿Qué les importa ahora? ¿Qué suponen que debo hacer?
Parecía más bien la amarga queja de una mujer abandonada por su amante que la de una agente arrestada.
—Suponen que debe gozar siendo una mártir —dije—. Así es como funciona el sistema para ellos.
—Le daré nombres y señas. Le diré todo lo que sé. —Se inclinó hacia delante—. No quiero ir a la cárcel. ¿Tendrá que salir todo en los periódicos?
—¿Importa algo?
—Mi hija casada vive en Canadá. Se casó con un muchacho español al que conoció de vacaciones. Han solicitado la ciudadanía canadiense, pero aún no han recibido sus documentos. Sería terrible que esta situación mía trastornara sus vidas; son tan felices juntos.
—¿Y cuándo paró este alojamiento nocturno que facilitaba a sus amigos rusos?
Ella me miró con brusquedad, como sorprendida de que yo hubiese adivinado que había tenido un fin.
—Los dos trabajos son incompatibles —aclaré—. El alojamiento era un servicio extra para ver hasta dónde podían fiarse de usted.
Ella asintió.
—Hace dos años —dijo en voz baja—, o tal vez dos y medio.
—¿Y entonces?
—Vine a Berlín por una semana. Me pagaron el viaje. Pasé al Este y asistí una semana a una escuela de entrenamiento. Todos los otros estudiantes eran alemanes pero, como ve, hablo bien el alemán. Mi padre siempre insistió en que no lo olvidara.
—¿Una semana en Potsdam?
—Sí, eso es, en las afueras de Potsdam.
—No omita nada importante, señora Miller —ordené.
—No, no lo haré —prometió, nerviosa—. Pasé diez días allí aprendiendo cosas sobre radios de onda corta, micropuntos, etcétera. Probablemente usted ya sabe qué enseñan.
—Sí, ya lo sé. Es una escuela de entrenamiento para espías.
—Sí —murmuró ella.
—No irá a decirme que volvió de allí sin darse cuenta de que era una espía soviética graduada, ¿verdad, señora Miller?
Levantó la vista y sostuvo mi mirada.
—No, ya se lo he dicho, era una marxista entusiasta. Estaba totalmente dispuesta a espiar para ellos. Pensaba que lo hacía por el bien de todos los pueblos oprimidos y hambrientos del mundo. Supongo que aún soy marxista leninista.
—En este caso, debe ser una romántica incurable —dije.
—Hice mal en obrar así; lo comprendo, naturalmente. Inglaterra se ha portado bien conmigo. Sin embargo, medio mundo se muere de hambre y el marxismo es la única solución.
—No me sermonee, señora Miller —dije—, ya oigo suficientes sermones en mi oficina. —Me levanté para desabrocharme el abrigo y sacar los cigarrillos—. ¿Quiere uno?
No dio muestras de haberme oído.
—Estoy intentando dejarlo —añadí—, pero llevo los cigarrillos encima.
Tampoco ahora contestó. Quizá estaba demasiado preocupada pensando en lo que podía sucederle. Fui a la ventana y miré hacia fuera. La oscuridad sólo permitía ver el falso amanecer de Berlín: el resplandor blanco verdoso que despedía la «franja de la muerte» en el lado este del Muro. Conocía muy bien esta calle; había pasado miles de veces por esta manzana. Desde 1961, cuando se construyó el Muro, seguir la sinuosa ruta del canal Landwehr era el sistema más rápido de rodear el Muro, desde las luces de neón de la Kudamm hasta los focos del Puesto de Control Charlie.
—¿Iré a la cárcel? —preguntó la mujer.
No me volví. Me abroché el abrigo, satisfecho de haber resistido la tentación de fumar. Saqué del bolsillo la minúscula grabadora Pearlcorder. Estaba hecha de un brillante metal plateado. No intenté ocultarla; quería que ella la viera.
—¿Iré a la cárcel? —preguntó de nuevo.
—No lo sé —dije—, pero espero que sí.
Costó menos de cuarenta minutos obtener su confesión. Werner me esperaba en la habitación contigua, que no tenía calefacción. Estaba sentado en una silla de cocina con el cuello de piel del abrigo subido hasta las orejas, de modo que casi tocaba el ala de su sombrero.
—¿Una buena delación? —preguntó.
—Pareces un empresario de pompas fúnebres, Werner —contesté—. Un empresario muy próspero a la espera de un cadáver muy próspero.
—Tengo que dormir —dijo—, no puedo seguir trasnochando de este modo. Si piensas quedarte aquí para escribirlo todo a máquina, yo me voy a casa.
Se resentía de la bebida, claro. En Werner, la exuberancia de la embriaguez no duraba mucho. El alcohol es un depresor y el metabolismo de Werner ya funcionaba demasiado despacio para permitirle conducir.
—Te llevaré —respondí— y haré la transcripción con tu máquina de escribir.
—Muy bien —dijo. Me alojaba en su apartamento de Dahlem. Y ahora, en su melancólico estado de ánimo, ya preveía la reacción de su mujer cuando la despertásemos a esta hora de la madrugada. La máquina de escribir de Werner hacía mucho ruido y él sabía que yo querría dejar el trabajo listo antes de irme a la cama—. ¿Es muy larga? —preguntó.
—Corta y dulce, Werner, pero nos facilita algunos datos que obligarán a la Central de Londres a rascarse la cabeza y meditar.
—¿Cuáles, por ejemplo?
—Léela por la mañana, Werner. Hablaremos de todo durante el desayuno.
Era una espléndida mañana berlinesa. El cielo era azul pese a todas aquellas plantas generadoras de Berlín Este que queman lignito y extienden sobre la ciudad la mayor parte del año una densa y pálida niebla. Hoy los humos del Braunkohle[2] flotaban hacia otra parte y, fuera, los pájaros cantaban para celebrarlo. Dentro, una gran avispa, última superviviente del verano, zumbaba con indignación.
El apartamento de Dahlem de Werner era como un segundo hogar para mí. Lo había conocido cuando era lugar de reunión para un desfile interminable de amigos chiflados. En aquellos días, el mobiliario era viejo y Werner tocaba ritmos de jazz en un piano decorado por quemaduras de cigarrillo; los bellos aeroplanos construidos por Werner pendían del techo porque era el único lugar donde nadie se les sentaba encima.
Ahora todo era diferente. Todas las cosas viejas habían sido eliminadas por Zena, su jovencísima esposa. Ahora el apartamento estaba decorado a su gusto: muebles modernos y caros, una gran planta de caucho y una alfombra que colgaba de la pared y llevaba el nombre del «artista» que la había tejido. Lo único que quedaba de los viejos tiempos era el apelmazado sofá que se transformaba en la apelmazada cama donde yo dormía.
Los tres nos hallábamos en el «cuarto del desayuno», un mostrador al final de la cocina. Era como una barra de bar y Zena desempeñaba el papel de camarera. Desde aquí se veía la ventana y estábamos lo bastante altos para distinguir las copas ribeteadas de sol de los árboles del Grunewald, a una o dos manzanas de distancia. Zena exprimía naranjas en el exprimidor eléctrico y en la cafetera automática goteaba el café, cuyo rico aroma flotaba en la habitación.
Hablábamos del matrimonio. Yo dije:
—La tragedia del matrimonio es que, mientras todas las mujeres se casan pensando que su marido cambiará, todos los hombres se casan creyendo que su esposa nunca cambiará. Y ambos se ven invariablemente defraudados.
—Vaya tontería —dijo Zena, vertiendo el zumo en tres vasos—. Los hombres cambian.
Se inclinó para ver mejor el nivel del zumo y cerciorarse de que todos recibíamos exactamente la misma cantidad. Era una herencia de la familia prusiana de la que estaba tan orgullosa, a pesar de que nunca había visto siquiera la vieja casa solariega. Porque a los prusianos les gusta considerarse no sólo la conciencia del mundo, sino también su juez y su jurado final.
—No le animes, Zena, querida —dijo Werner—. Esta complicada frase estilo Oscar Wilde es sólo un método de Bernard para molestar a las esposas.
Zena no abandonó el tema; le gustaba discutir conmigo.
—Los hombres cambian. Son ellos los que suelen abandonar el hogar y acabar con el matrimonio. Y es porque cambian.
—Buen zumo —dije, bebiendo un sorbo.
—Los hombres salen a trabajar. Quieren ascender en sus empleos y aspiran a la clase social más elevada de sus jefes. Entonces encuentran zafias a sus mujeres y empiezan a buscar una esposa que conozca los modales y el vocabulario de la clase a la que quieren pertenecer.
—Tienes razón —admití—. Yo me refería a que los hombres no cambian del modo que gustaría a sus mujeres.
Ella sonrió. Sabía que me refería al cambio sufrido por el pobre Werner, que de ser un hombre despreocupado y algo bohemio había pasado a ser un marido solícito y obediente. Zena le había hecho dejar de fumar y observar la dieta alimenticia adecuada para perder unos centímetros de cintura. Y era también Zena quien tenía que aprobar todo lo que llevaba, desde el bañador al traje de etiqueta. En este aspecto, Zena me consideraba su adversario. Yo era la mala influencia que podía echar a perder todo su trabajo, algo que estaba decidida a evitar.
Se subió al taburete. Estaba tan bien proporcionada que sólo se advertía lo bajita que era cuando hacía cosas como ésta. Tenía los cabellos largos y oscuros, recogidos esta mañana en una cola de caballo que le llegaba hasta los hombros. Lucía un kimono de algodón rojo con una ancha faja negra en la cintura. Había dormido toda la noche y sus ojos eran brillantes y claros; incluso había encontrado tiempo para ponerse un ligero maquillaje. No lo necesitaba —sólo tenía veintidós años y su belleza era indiscutible—, pero prefería enfrentarse al mundo desde detrás del maquillaje.
El café era muy oscuro y fuerte. Le gustaba así, pero yo lo mezclé con bastante leche. Sonó el zumbido del horno y Zena fue a buscar los panecillos calientes. Los puso en una cestita cubierta por un paño de cuadros rojos antes de ofrecérnoslos. «Brötchen», dijo. Zena había nacido y crecido en Berlín, pero no llamaba Schrippe[3] a los panecillos, como el resto de la población berlinesa. No quería ser identificada con Berlín; prefería mantener abiertas sus opciones.
—¿No hay mantequilla? —pregunté, abriendo el panecillo.
—No la usamos —contestó Zena—, es mala para vosotros.
—Da a Bernie un poco de la nueva margarina —dijo Werner.
—Tendrías que perder peso —me dijo Zena—. Yo no comería ni pan, si estuviera en tu lugar.
—Hago muchas otras cosas que tú no harías si estuvieras en mi lugar —repliqué. La avispa se aposentó sobre mi cabello y la ahuyenté de un manotazo.
Zena decidió no insistir sobre esta cuestión. Dobló un periódico e intentó acertar con él a la avispa y luego, sin disimular su mal humor, fue a la nevera y me trajo un tubo de margarina.
—Gracias —dije—. Me voy con el vuelo de la mañana. Desapareceré de tu vista en cuanto me haya afeitado.
—No hay prisa —observó Werner para suavizar las cosas. Él ya se había afeitado, claro; Zena no le dejaba desayunar con la barba de la víspera—. De modo que acabaste de escribirlo todo anoche —añadió—. Debí quedarme para ayudarte.
—No era necesario. Harán la traducción en Londres. Os agradezco a ti y a Zena la cama, el café de anoche y el estupendo desayuno de esta mañana.
Supongo que exageré la nota. Suelo hacerlo cuando estoy nervioso y Zena era una gran experta en ponerme nervioso.
—Estaba muerto de cansancio —dijo Werner.
Zena me miró de reojo, pero habló a Werner.
—Estabas borracho —precisó—. Creía que anoche tenías que trabajar.
—Y trabajamos, querida —respondió Werner.
—No bebió mucho, Zena —intercedí.
—Werner se emborracha sólo con oler el delantal de una camarera de bar —dijo Zena.
Werner abrió la boca para replicar a esta cruel observación, pero entonces se dio cuenta de que sólo podía rebatirla fingiendo haber bebido mucho, así que se contentó con beber unos sorbos de café.
—Ya la había visto antes —dijo.
—¿A la mujer?
—¿Cómo se llama?
—Müller, según ella, pero en un tiempo estuvo casada con un hombre llamado Johnson. ¿Aquí? ¿La has visto aquí? Dijo que vive en Inglaterra.
—Asistió a la escuela de Potsdam —contestó Werner. Sonrió al ver mi sorpresa—. He leído tu informe cuando me he levantado esta mañana. No te importa, ¿verdad?
—Claro que no. Quería que lo leyeras. Podría traer cola.
—¿Tiene esto algo que ver con Erich Stinnes? —preguntó Zena, ahuyentando a la avispa de su cabeza.
—Sí —respondí—. Él facilitó la información.
Zena asintió y se sirvió más café. Era difícil creer que había estado enamorada de Erich Stinnes no hacía mucho tiempo. Era difícil creer que había arriesgado su vida para protegerle y que aún acudía a sesiones de fisioterapia a causa de las lesiones sufridas en su defensa.
Pero Zena era joven; y romántica. Por estas dos razones, sus pasiones podían ser de corta duración. Y por ambas razones era probable que nunca hubiera estado enamorada de él, sino sólo enamorada del amor.
Werner pareció no oír la mención del nombre de Erich Stinnes. Era su modo de ser: honi soit qui mal y pensé.. Mal haya quien mal piense podía muy bien ser el lema de Werner, porque era demasiado generoso y considerado para pensar jamás mal de nadie. E incluso cuando lo peor era evidente, Werner estaba dispuesto a perdonar. La flagrante aventura amorosa de Zena con Frank Harrington —el jefe de nuestra Unidad de Campo de Berlín, el Residente de Berlín— me había sentado peor a mí que a él.
Algunos decían que Werner era un masoquista que encontraba un placer perverso en la idea de que su mujer se hubiera ido a vivir con Frank, pero yo le conocía demasiado bien para dejarme engañar por esta clase de psicología barata. Werner era un sujeto duro que participaba en el juego según sus propias reglas. Quizá algunas de sus reglas eran flexibles, pero que Dios tuviera piedad de cualquiera que cruzase la línea trazada por Werner. Era un hombre del Antiguo Testamento y su cólera y su venganza podían ser terribles. Yo lo sé y Werner sabe que lo sé. Esto es lo que nos une hasta el punto de que nada puede interponerse entre los dos, ni siquiera la intrigante pequeña Zena.
—He visto a la tal Miller en alguna parte —insistió Werner—. Jamás olvido una cara. —Observó a la avispa, que ascendía por la pared, medio dormida. Alargó la mano para coger el periódico de Zena, pero la avispa intuyó el peligro y echó a volar.
Zena seguía pensando en Erich Stinnes.
—Nosotros hacemos todo el trabajo —dijo con amargura— y a Bernard le atribuyen todo el mérito y Erich Stinnes obtiene todo el dinero. —Se refería a cómo habíamos conseguido que Erich Stinnes, un comandante del KGB, trabajase para nosotros, pagándole una gran cantidad de dinero.
Cogió la jarra y derramó unas gotas sobre la placa caliente, produciendo un agudo silbido. Cuando se hubo servido café, puso la caliente jarra sobre los azulejos del mostrador. El cambio de temperatura debió resquebrajarla, porque se oyó un fuerte sonido parecido a un disparo y el café caliente se vertió sobre el mostrador, obligándonos a saltar para no ser escaldados.
Zena agarró unas servilletas de papel y, bien apartada del reguero de café que caía sobre las baldosas del suelo, empezó a secar el mostrador.
—La he dejado con demasiada fuerza —dijo cuando lo hubo limpiado todo.
—Creo que sí, Zena —dije yo.
—Ya estaba resquebrajada —apuntó Werner.
Entonces descargó sobre la avispa el periódico enrollado y la mató.