21

El flamante comité que se hizo cargo del interrogatorio de Stinnes no tardó en proclamar su importancia y demostrar sus energías. Para algunos de los recién llegados, el comité era un ejemplo del nuevo espíritu de cooperación interdepartamental de Whitehall, pero los que teníamos más memoria lo consideramos un campo de batalla más en el que el Home Office y el Foreign Office unirían sus fuerzas e intentarían ajustar cuentas pasadas.

La buena noticia era que tanto Bret Rensselaer como Morgan pasaban la mayor parte del día en Northumberland Avenue, donde estaba el local del comité. Tenían mucho que hacer. Como todas las empresas burocráticas bien organizadas, se constituyó sin reparar en gastos. Le fue asignado un personal de seis personas —a las que se proveyó de oficinas con calefacción y moqueta— y todos los accesorios administrativos: mesas, máquinas de escribir, archivadores y una mujer que venía temprano a limpiar y quitar el polvo, otra que venía a hacer el té y un hombre que barría el suelo y cerraba con llave por la noche.

—Bret se forjará allí un bonito y pequeño imperio —comentó Dicky—. Ha estado buscando algo en que ocuparse desde que se disolvió su Comité de Inteligencia Económica.

Esto fue una expresión de las esperanzas de Dicky más que una profecía meditada cuidadosamente. A Dicky le tenía sin cuidado que Bret se convirtiera en monarca de su entorno mientras no se introdujera a fuerza de codazos en su pequeño reino. Le miré antes de contestar. Aún no había habido ninguna mención oficial de que la lealtad de Bret estuviera en entredicho, así que yo me atenía a las opiniones de Dicky, aunque ya empezaba a preguntarme si se me excluía deliberadamente de las sospechas del Departamento.

—El interrogatorio de Stinnes no puede durar para siempre —dije.

—Bret lo procurará —respondió Dicky.

Llevaba un chaleco de dril de algodón. Tenía los brazos cruzados y escondía las manos como si no quisiera enseñar nada de carne. Era un hábito neurótico; Dicky se había vuelto muy neurótico desde la noche en que había cenado con Tessa, la cena durante la cual ella tenía que comunicarle que habían terminado. Me preguntaba qué habría ocurrido exactamente.

—No me gusta —dije.

—Tú no estás allí —contestó Dicky—. Agradece a tu buena estrella no tener que servir de recadero para Morgan, Bret y los demás. Te salvé de ello, ¿recuerdas?

Estaba en mi pequeña y deprimente oficina, mirándome mientras yo intentaba despachar todas las bandejas que él había descuidado durante las dos últimas semanas. Se sentó sobre mi mesa y empezó a jugar con la lata de sujetapapeles y la jarra llena de lápices y plumas.

—Y estoy agradecido —dije—. Quiero decir que no me gusta lo que sucede allí.

—¿Qué sucede?

—Están tomando declaración a todo el mundo. Se dice incluso que el comité irá a Berlín a hablar con las personas que no pueden traer aquí.

—¿Qué hay de malo en esto?

—Se supone que dirigen el interrogatorio de Stinnes. No es de su incumbencia meter la nariz en todo lo sucedido cuando le enrolamos.

—¿Por principio? —inquirió Dicky.

Era rápido en captar matices cuando se trataba de la política de la oficina.

—Sí, por principio. No nos interesa que personal del Home Office interrogue y valore nuestras operaciones en el extranjero. Es nuestra reserva... hemos insistido en ello durante todos estos años, ¿recuerdas?

—Una riña entre departamentos... ¿es así como lo ves? —preguntó Dicky.

Enderezó un sujetapapeles hasta que pareció un trozo de alambre y luego echó un vistazo a la pequeña y atestada oficina que yo compartía algunas horas con mi secretaria, como si viera los barrios bajos por primera vez.

—Querrán interrogarme, quizá también quieran interrogarte a ti. Werner Volkmann vendrá para prestar declaración, así como su esposa. ¿Cuándo acabará todo esto? Nos encontraremos a esa gente hasta en la sopa antes de que el comité termine su trabajo.

—¿Zena? ¿Has autorizado el viaje a Londres de Zena Volkmann?

Pasó una uña por el borde de un montón de papeles, produciendo un ruido.

—Se pagará con los fondos del comité —dije—; es lo primero que acordaron: de dónde saldría el dinero.

—Los empleados del Departamento llamados a declarar ante el comité no tendrán que contestar ninguna pregunta que no consideren relevante.

—¿Quién lo ha dicho?

—Es el reglamento —contestó Dicky.

Quiso tirar el sujetapapeles a la papelera, pero no acertó.

—En el caso de otros departamentos, sí, pero este comité está presidido por un miembro de nuestro propio personal superior. ¿Cuántos testigos le dirán que se vaya al infierno?

—Es evidente que el DG no pasa por un buen momento —dijo Dicky—. En otros tiempos no habría hecho una cosa así. Se habría obstinado y aferrado a Stinnes con la esperanza de obtener algo bueno.

—Yo doy la culpa a Bret —insinué, tanteando el terreno.

—¿Por qué?

—Ha dado poderes demasiado amplios a este maldito comité.

—¿Y por qué lo ha hecho? —preguntó Dicky.

—No lo sé. —Aún no había sugerido nadie que Bret fuera sospechoso.

—¿Para adquirir más importancia personal? —insistió Dicky.

—Tal vez.

—El comité está contra él, Bernard. Si Bret intenta desmandarse, votarán contra él. Ya sabes con quién se enfrenta; no tiene amigos en torno a esa mesa.

—¿Ni siquiera Morgan? —inquirí.

Formulé la pregunta en broma, pero Dicky la contestó en serio.

—Morgan odia a Bret. Tarde o temprano habrá una verdadera confrontación entre ellos. Ha sido una locura ponerlos juntos en ese comité.

—Especialmente con un público que presencie la lucha —dije.

—Exacto. —Me miró y se mordió la uña. Intenté seguir trabajando, pero Dicky no se movió y de repente dijo—: Todo ha terminado. —Levanté la vista—. Entre tu cuñada y yo. Finito!

¿Qué podía decir yo: «Lo siento»? ¿Le habría confiado Tessa que yo lo sabía o simplemente lo adivinaba? Le miré para ver si estaba serio o sonreía; me interesaba reaccionar como él quería que reaccionase. Pero Dicky no me miraba a mí, sino al vacío, pensando tal vez en su último tête-à-tête con Tessa.

—Tenía que terminar —continuó—. Ella estaba disgustada, claro, pero yo lo había decidido. Hacía infeliz a Daphne. Las mujeres son muy egoístas, ¿sabes?

—Sí, ya lo sé.

—Tessa está encaprichada por mí desde hace años —dijo Dicky—. Estoy seguro de que lo has notado.

—A veces se me ha ocurrido pensarlo —admití.

—Yo la amaba —dijo Dicky. Era algo que estaba resuelto a confesar para desahogarse y yo era su único interlocutor válido. Me apoyé en el respaldo y le dejé continuar. No necesitó que le animara—. Una sola vez en la vida, quizá, te encuentras en una trampa de la que no hay escapatoria. Sabes que haces mal, que harás daño a algunas personas, que no habrá final feliz. Pero no te puedes escapar.

—¿Es esto lo que ocurrió entre Tessa y tú? —pregunté.

—Durante un mes no pude sacármela de la cabeza. Acaparaba todos mis pensamientos. No podía trabajar.

—¿Cuándo fue eso? —El hecho de que Dicky no trabajara no era suficiente como referencia de la fecha.

—Hace mucho tiempo —contestó. Aún tenía los brazos cruzados y ahora se abrazó—. ¿Te lo dijo Daphne?

Cuidado. Una luz roja indicadora de peligro se encendió en mi cerebro.

—¿Daphne? ¿Tu Daphne? —Él asintió—. ¿Decirme qué?

—Lo de Tessa, claro.

—Son amigas —observé.

—Me refiero a si te mencionó que yo tenía una aventura.

—¿Con Tessa?

—Con Tessa, claro. —Supongo que yo exageraba mi inocencia. Él empezaba a irritarse y esto tampoco me interesaba.

—Daphne nunca me hablaría de estas cosas, Dicky.

—Pensaba que tal vez se habría desahogado contigo. Dio la lata a varios amigos nuestros. Dijo que pediría el divorcio.

—Celebro que todo terminase bien —dije.

—Sin embargo, aún sigue malhumorada. Lo lógico sería que estuviera loca de contenta, ¿no? He hecho desgraciada a Tessa, terriblemente desgraciada... para no hablar de mi propio sacrificio. Finito. —Movió la mano como si cortase algo—. He renunciado a la mujer a quien amo de verdad. Parece que Daphne tendría que ser feliz, pues no... ¿Sabes qué me dijo anoche? Que era un egoísta. —Emitió una risita forzada—. Egoísta. Ésta sí que es buena.

—El divorcio habría sido algo terrible —observé.

—Es lo que yo le dije. Piensa en los niños. Si nos separamos, ellos sufrirán más que nosotros. ¿Así que nunca supiste que tenía una aventura con tu cuñada?

—Lo llevaste muy en secreto, Dicky.

Le satisfizo oír esto.

—Ha habido muchas mujeres en mi vida, Bernard.

—¿De veras?

—No soy de los hombres que alardean de sus conquistas (tú lo sabes, Bernard), pero una mujer sola jamás podría ser suficiente para mí. Tengo una libido muy desarrollada. No debí casarme; lo comprendí hace mucho tiempo. Recuerdo que mi viejo tutor solía decir que lo malo del matrimonio es que todas las mujeres tienen corazón de madre, mientras que el hombre es soltero en su corazón. —Rió entre dientes.

—Tengo que ver a Werner Volkmann a las cinco —le recordé.

Dicky miró el reloj.

—¿Ya es esta hora? Qué de prisa pasa el tiempo. Cada día igual.

—¿Quieres que le dé instrucciones antes de que vea al comité Stinnes?

—El comité Rensselaer, querrás decir. Bret insiste en que lo llamemos comité de Rensselaer a fin de que permanezca bajo su control.

—Comoquiera que se llame, ¿quieres que dé instrucciones a Werner Wolkmann sobre lo que debe decirles?

—¿Hay algo que no queremos que les diga?

—Bueno, debemos advertirle que no puede revelar procedimientos operativos, códigos, pisos francos...

—¡Vaya por Dios! —exclamó Dicky—. Es evidente que no puede revelar secretos del Departamento.

—Él no lo sabe, a menos que alguien se lo advierta.

—¿Quieres decir que deberíamos poner sobre aviso a todos los miembros de nuestro personal que sean llamados a declarar?

—O esto o hablar con Bret para que se asegure de que todas las personas llamadas a declarar sepan que deben seguir ciertas normas.

—¿Decir esto a Bret?

—Una cosa u otra, Dicky.

Dicky bajó de la mesa y empezó a andar arriba y abajo con las manos en los bolsillos de los vaqueros y los hombros encogidos.

—Hay algo que debes saber —dijo.

—¿Qué?

—Remontémonos a una noche justo después de que volvieras de Berlín con aquella transcripción... la mujer alemana que desapareció en el Havel la Navidad pasada. ¿Lo recuerdas?

—¿Acaso podría olvidarlo?

—Te excitaste mucho sobre las claves radiadas que utilizaba. ¿Me equivoco?

—¿Te importaría repetírmelo?

—¿Las claves?

—Lo que me dijiste aquella noche.

—Dije que aquella mujer recibía material y lo seleccionaba para su transmisión. Dije que se trataba de un material que preferían no hacer pasar por la embajada.

—Dijiste que era bueno y que probablemente se trataba de material enviado por Fiona.

—Fue sólo una conjetura. —Me pregunté qué intentaba sonsacarme Dicky.

—Dos claves, dijiste, y que dos claves eran algo insólito.

—Insólito para un solo agente, sí.

—Ya empiezas a ser reticente conmigo, Bernard. Lo haces de vez en cuando y me amargas la vida.

—Lo siento; si me dijeras adónde quieres ir a parar, quizá podría ser más explícito.

—Muy bien... dame la culpa a mí. Es tu especialidad.

—Había dos claves. ¿Qué más quieres saber?

—Ironfoot y Jake. Dijiste que Fiona era Ironfoot y añadiste: «¿Quién diablos es Jake?» ¿Correcto?

—Después descubrí que Ironfoot era una transcripción errónea de Pig Iron.

Dicky frunció el ceño.

—¿Seguiste investigando a pesar de mi advertencia de que lo dejaras?

—Me hallaba en casa de Silas Gaunt. Brahms Cuatro también estaba allí. Mencioné casualmente la distribución de material y le pregunté acerca de ella.

—Eres un maldito insubordinado, Bernard. Te dije que olvidaras el tema. —Esperó contestación, pero yo callé y esto le obligó a añadir—: Está bien, está bien. ¿Qué averiguaste por él?

—Nada que no supiera ya, pero él me lo confirmó.

—¿Que si había dos claves, había dos agentes?

—Normalmente, sí.

—Pues tenías razón, Bernard. Ahora quizá veamos el asesinato de la Miller bajo una nueva luz. El KGB la hizo matar para que no cantara. Por desgracia para esos bastardos del otro lado de la valla, ella ya había cantado... delante de ti.

—Comprendo —dije.

Adiviné lo que seguiría, pero a Dicky le gustaba sacar de todo el efecto máximo.

—Y me preguntaste: «¿Quién diablos es Jake?» Pues bien, ahora quizá pueda responderte a esta pregunta. ¡Jake es Bret Rensselaer! Bret es un doble y probablemente lo ha sido durante años. Tenemos informes de la época que pasó en Berlín. Nada concluyente, nada que aporte pruebas sólidas, pero ahora las piezas empiezan a encajar.

—Es un verdadero golpe —dije.

—Ni que lo digas, maldita sea. Pero no me pareces demasiado sorprendido, Bernard. ¿Sospechabas de Bret?

—No, yo no...

—No es justo hacerte esta pregunta; parezco Joe McCarthy. El hecho es que el DG se ocupa del problema. Ahora quizá comprendas por qué Bret está en Northumberland Avenue codeándose con los matones del MI5.

—¿Le ha puesto el viejo en manos del MI5 sin decírselo?

—Sir Henry no haría una cosa así, y menos con uno de nuestros hombres. No, el MI5 no sabe nada de esto, pero el viejo quería a Bret fuera de este edificio, trabajando lejos de nuestros documentos sensibles mientras Seguridad Interior investiga acerca de él... Ahora bien, que todo esto quede entre nosotros dos, Bernard. No quiero que salga de esta habitación una sola palabra. No se lo digas a Gloria ni a nadie.

—No —dije, pensando en la ironía de la situación, ya que Daphne me había dado la noticia en su esencia y era una esposa sin motivos para simpatizar con él, mientras Gloria Kent era una empleada que había superado la investigación de Seguridad y manejaba los documentos sensibles a los que Bret no tenía acceso.

—Bret no se da cuenta de que sospechamos de él y es esencial que no se entere. Si él también abandonara el país, el asunto se pondría muy feo.

—¿Le someterán a expediente? —pregunté.

—El viejo está vacilando.

—Diablos, Dicky, alguien tendría que hablar con el DG. La situación no puede seguir así. Ignoro qué pruebas hay contra Bret, pero debemos darle la oportunidad de responder de sus actos. No podemos discutir sobre su suerte mientras el pobre desgraciado espera en una vía muerta sin saber qué sucede.

—No es exactamente esto —dijo Dicky.

—¿Qué es, pues? —inquirí—. ¿Te gustaría si fuera yo quien dijera a Bret que tú eras Jake?

—Sabes que esto es ridículo —protestó Dicky.

—No sé nada de nada —dije. La cara de Dicky cambió—. No, no, no... No quiero decir que tú pudieras ser agente del KGB, sino que no es ridículo suponer que pudieras ser sospechoso.

—Espero que no armes un escándalo a propósito de esto —dijo Dicky—. No sabía si decírtelo. Quizá ha sido un error de apreciación.

—Dicky, es sólo una cuestión de justicia para con el Departamento y para todos cuantos trabajan aquí que cualquier incertidumbre acerca de Bret se resuelva lo más rápidamente posible.

—Quizá Seguridad Interior necesita tiempo para reunir más pruebas.

—Seguridad Interior siempre necesita tiempo para reunir más pruebas; es algo inherente a su trabajo. Pero si tal es el problema, habría que conceder un permiso temporal a Bret.

—Supongamos que es culpable: huiría.

—Supongamos que no lo es: hay que darle ocasión de preparar alguna clase de defensa.

Ahora Dicky pensó que yo me ponía muy difícil. Movió los labios como hacía siempre que estaba agitado.

—No te excites, Bernard. Pensaba que te alegrarías.

—¿Alegrarme de saber que Bret es un topo del KGB?

—No, de eso no, claro. Pero creía que te alegraría saber que por fin se ha descubierto al verdadero culpable.

—¿Al verdadero culpable?

—Tú has sido sospechoso. Debes haber comprendido que no eras libre de toda sospecha desde que Fiona desertó.

—Me dijiste que todo esto era historia pasada —repliqué.

Me ponía difícil; sabía que sólo me lo había dicho para animarme.

—¿No ves que si Bret es el que buscaban, tú quedas exonerado de todo?

—Hablas con enigmas, Dicky. ¿Qué quiere decir «el que buscaban»? No sabía que buscaran a nadie.

—Un cómplice.

—Aún no lo entiendo.

—Entonces es que te haces el obtuso. Si Fiona tenía un cómplice en el Departamento, Bret sería la persona más natural para este papel. ¿Me equivoco?

—¿Por qué no sería yo la más natural?

Dicky se dio una palmada en el muslo para indicar su cólera frustrada.

—Dios mío, Bernard, cada vez que alguien sugiere esto, muerdes como una fiera.

—Pues si no yo, ¿por qué Bret?

Dicky hizo una mueca y meneó la cabeza.

—Bret y tu mujer eran muy amigos, Bernard... muy amigos. No es necesario que te lo diga.

—¿Quieres explicarlo mejor?

—No te piques, no he sugerido que sus relaciones fueran indecorosas, sólo que eran muy amigos. Sé que esto suena cómico en el contexto del Departamento, a juzgar por el modo de hablar de algunos acerca de los demás, pero es cierto. Tenían mucho en común; su educación podía compararse. Recuerdo una cena en tu casa con Bret. Fiona hablaba de su infancia... compartían recuerdos de lugares y personas.

—Bret tiene los años suficientes para ser el padre de Fiona.

—No lo niego.

—¿Cómo podían compartir recuerdos?

—De lugares, Bernard. Lugares, cosas y hechos que sólo la gente como ellos conoce. Cacerías, monterías, pesca... ya sabes. El padre de Bret amaba los caballos, igual que tu suegro. Fiona y Bret aprendieron a montar y esquiar antes que a andar. Ambos distinguen instintivamente a un caballo bueno de uno malo, la nieve buena de la mala, el foie-gras fresco del enlatado, un buen sirviente de uno no tan bueno... los ricos son diferentes, Bernard.

No contesté. No había nada que decir. Dicky estaba en lo cierto; tenían mucho en común. Siempre había temido perderla por culpa de Bret. Mis temores nunca se centraban en hombres más jóvenes y atractivos; siempre veía a Bret como mi rival. Desde el día en que la conocí —o por lo menos desde el día en que fui a ver a Bret para sugerirle que le diésemos un empleo— había temido la atracción que podía ejercer sobre ella. ¿Habría provocado esto en cierto modo el resultado que más me asustaba? ¿Fue mi actitud hacia Bret y Fiona lo que les había proporcionado ese algo indefinible que tenían en común? ¿Fue algún factor de que yo carecía el que reconocieron el uno en el otro y compartieron con tanto deleite?

—¿Comprendes ahora? —preguntó Dicky después de un largo silencio—. Si había un cómplice, Bret ha de ser el principal sospechoso.

—Un uno por ciento de motivación y un noventa y nueve por ciento de ocasión —dije, sin proponerme decirlo en voz alta.

—¿Cómo? —inquirió Dicky.

—Un uno por ciento de motivación y un noventa y nueve por ciento de ocasión. Según George Kosinski, esto es el crimen.

—Sabía que lo había oído antes —dijo Dicky—. Tessa lo decía, pero hablando del sexo.

—Quizá ambos tienen razón.

Dicky alargó la mano para tocarme el hombro.

—No te tortures a propósito de Fiona. No hubo nada entre ella y Bret.

—No me importa que lo hubiera o no —repliqué.

Nuestra conversación parecía haber terminado y, no obstante, Dicky continuaba sin moverse. Jugó nerviosamente con la máquina de escribir y por fin dijo:

—Un día estuve con Bret en Kiel. ¿Lo conoces?

—He estado allí.

—Es un lugar extraño. Bombardeado hasta los cimientos durante la guerra y reconstruido totalmente cuando terminó. Edificios nuevos que no ganarán premios a la imaginación arquitectónica. Hay una calle principal que discurre a lo largo de la zona portuaria, ¿te acuerdas?

—Sólo vagamente. —Intenté adivinar qué diría, pero no pude.

—En un lado de la calle hay tiendas y oficinas y en el otro lado los grandes transatlánticos. Es irreal como un escenario, especialmente de noche, cuando los barcos están iluminados. Supongo que antes de los bombardeos era todo callejuelas y bares de puerto. Ahora hay cabarets con strip-tease y discotecas, pero en los edificios nuevos... lo cual crea un ambiente tan sexy como la calle mayor de Fulham.

—Buscaban los astilleros.

—¿Quiénes?

—Los bombarderos. Es donde hacen los submarinos. La mitad de la población de Kiel trabaja en los astilleros.

—No sé nada de esto —dijo Dicky—. Lo único que recuerdo es que Bret se citó allí con un contacto. Fuimos al bar alrededor de las once de la noche, pero el local estaba casi vacío. La decoración era lujosa (terciopelo rojo y moqueta en el suelo), pero sólo habían unos cuantos clientes habituales, una hilera de chicas y el barman. Nunca supe si la vida nocturna de Kiel empieza más tarde o no existe en absoluto.

—Es un lugar hermoso en verano.

—Esto es lo que dijo Bret. Conoce Kiel porque allí se celebra una gran regata de yates todos los veranos (la semana de Kiel) y Bret intenta no perdérsela. Me enseñó fotografías del club náutico, con grandes yates de hinchadas velas multicolores. Muchachas en bikini. Kieler Woche... un año quizá participaré con mi yate. Sin embargo, en esta ocasión tuve la mala suerte de ir en pleno invierno y jamás he pasado tanto frío.

Me pregunté adónde quería ir a parar.

—¿Por qué lo hacíais Bret y tú? ¿No tenemos agentes allí? ¿No podía encargarse del asunto la oficina de Hamburgo?

—Había mucho dinero de por medio. Se trataba de un acuerdo oficial: nosotros pagábamos a los rusos y ellos liberaban a un prisionero. Era un asunto político, un encargo del Despacho del Gabinete... muy confidencial. Ya sabes. Iba a llevarse a cabo en Berlín en la forma habitual, pero Bret lo discutió con Frank Harrington y al final se decidió que Bret lo gestionaría personalmente. Yo fui con él para ayudarle.

—¿Esto ocurrió cuando Bret aún dirigía el Comité de Inteligencia Económica?

—Ocurrió hace mucho tiempo, cuando se llamaba Oficina de Economía Europea y, oficialmente, Bret sólo era controlador adjunto. Pero no hay razón para pensar que este trabajo tenía una relación directa con aquella oficina. Me dieron a entender que Bret lo hacía por orden especial del DG.

—Oficina de Economía Europea. Esto es remontarse bastante atrás en el tiempo.

—Años y años. Mucho antes de que Bret tuviera su bonita oficina e hiciera venir al decorador.

—¿Qué vas a decirme acerca de él? —pregunté.

Tenía la sensación de que Dicky había llegado a un punto y aparte.

—Yo era un perfecto inocente. Esperaba a un diplomático bien vestido, pero el hombre que nos vino al encuentro vestía como un marinero de los transbordadores suecos, aunque advertí que llegaba en un gran Volvo negro con chófer. Quizá acababa de cruzar la frontera; es un paseo relativamente corto. —Dicky se frotó la cara—. Se trataba de un viejo bastardo que hablaba bien el inglés. Intercambiamos muchas frases vacías. Dijo que en el pasado había vivido en Boston.

—¿Me hablas de un funcionario soviético?

—Sí. Se identificó como un coronel del KGB. Sus documentos decían que su nombre era Popov, un nombre tan sonoro que siempre lo he recordado.

—Continúa, Dicky. Te escucho. Popov es un nombre ruso bastante corriente.

—Conocía a Bret.

—¿De dónde?

—Sabe Dios. Pero él le reconoció y le saludó tan tranquilo: «Buenas tardes, señor Rensselaer.»

—Has dicho que el lugar estaba vacío. Podría haber adivinado quiénes erais.

—Había demasiadas personas para que alguien entrara por la puerta y diera por sentado que una de ellas era el señor Rensselaer.

—¿Cómo reaccionó Bret?

—Había mucho ruido. Era uno de esos lugares donde tocan los discos a un volumen que te perfora los tímpanos. Bret no pareció oírle, pero era evidente que el tal Popov le conocía de otros tiempos. Hablaba por los codos, con gran cordialidad. Bret se puso rígido. Su rostro parecía una de aquellas piedras talladas de la isla de Pascua. Supongo que entonces su amigo Popov se dio cuenta de que estaba alarmado y cortó en seco toda la campechanería. A partir de aquel momento no volvió a mencionar el nombre de Bret y todo fue muy formal. Entramos en el aseo y contamos el dinero, volcando en un lavabo los paquetes de billetes y colocándolos después de nuevo en el maletín. Entonces Popov se despidió y se fue. Sin firmas ni recibo, nada. Y sin decir «Buenas noches, señor Rensselaer», sino sólo «Buenas noches, caballeros». Me preocupaba pensar que tal vez no lo habíamos hecho bien, pero soltaron al hombre al día siguiente. ¿Has tenido que hacer alguna vez un trabajo como éste?

—Una o dos veces.

—Dicen que el KGB se queda con el dinero. ¿Es cierto?

—No lo sé, Dicky; nadie lo sabe seguro. Sólo podemos tratar de adivinarlo.

—Dime, ¿por qué conocía a Bret?

—Esto tampoco lo sé —dije—. ¿Crees que le conocía de alguna parte?

—Bret no ha hecho nunca trabajo de campo.

—Quizá había pagado dinero del mismo modo en otra ocasión —sugerí.

—Me aseguró que no, que nunca había hecho nada parecido.

—¿Le preguntaste si conocía al ruso?

—Yo era un muchacho nuevo y Bret pertenecía al personal superior.

—¿Informaste de ello?

—¿De que el hombre del KGB le había llamado «señor Rensselaer»? No, no me pareció importante. ¿Crees que debería decírselo a Seguridad Interior?

—Espera —le aconsejé—. Por el momento Bret ya tiene bastantes preguntas que contestar.

Dicky esbozó una sonrisa, a pesar de que se estaba mordiendo la uña. Parecía preocupado; no por Bret, claro, sino por sí mismo.