20

—Los hombres solteros son los mejores amigos, los mejores amos y los mejores sirvientes —declaró Tessa Kosinski, mi cuñada, mientras aflojaba el alambre de una botella de champán con mucho cuidado para no estropearse las largas uñas pintadas y luego maldijo en voz baja al despegar de sus dedos un trozo de aluminio dorado.

—No agites la botella o se derramará por doquier —advertí. Ella sonrió y me alargó la botella sin una palabra—. ¿Quién dijo esto? ¿George?

—No, Francis Bacon, tonto. ¿Por qué piensas siempre que soy totalmente ignorante? Puede que no haya hecho la brillante carrera de Fi en Oxford, pero no soy analfabeta.

Sus cabellos rubios estaban peinados a la perfección, como si acabara de llegar de la peluquería, el vestido rosa dejaba al descubierto sus hombros y lucía un collar de oro y un reloj cuajado de diamantes. Esperaba a que George llegara a casa para ir con él al teatro y a una fiesta en casa de un armador griego. Tal era la clase de vida que llevaban.

—Ya sé que no lo eres, Tessa. Es que me ha parecido una frase típica de George.

Era inteligente cuando quería serlo. Sabía que yo intentaba guiar la conversación hacia el tema de sus amigos masculinos y lo esquivaba con habilidad. El champán no era fácil de abrir; retorcí el corcho y, a pesar de mi reciente advertencia, agité un poco la botella. El tapón salió con un fuerte estallido.

—George se ha vuelto un fanático religioso desde que nos mudamos aquí —dijo Tessa. Me miró servir el champán y no abrió la boca cuando derramé un poco sobre la mesa pulida.

—¿Tanto le ha afectado trasladarse aquí? —pregunté, metiendo de nuevo la botella en el cubo de plata.

—Ahora estamos muy cerca de la iglesia. Va a misa todas las mañanas sin faltar ni una; ¿no lo encuentras un poco exagerado, querido?

—He aprendido a no hacer comentarios sobre la religión de los demás —respondí con cautela.

—Y ha trabado una gran amistad con un obispo. Ya sabes lo esnob que llega a ser George y lo fácil que es halagar su vanidad.

—¿Cómo lo sabes tú?

—Vamos, vamos. —Sonrió con ironía—. Le adulo de vez en cuando. Creo que es muy listo para los negocios y siempre se lo repito.

—¿Qué hay de malo en ser amigo de un obispo? —pregunté.

—Nada en absoluto; es un viejo pícaro muy divertido. Se queda hasta tarde bebiendo el mejor coñac de George mientras habla de los matices de la teología.

—Esto no es ser un fanático —observé.

—Incluso el obispo dice que George es fervoroso y que a lo mejor intenta compensar las vidas de sus dos tíos.

—Creía que sus dos tíos habían sido sacerdotes.

—El obispo lo sabe y por eso hace esta broma, querido. A veces tu lentitud mental se parece a la del pobre George.

—Bueno, pienso que George es un buen marido —dije, preparando el terreno para el tema de las infidelidades de Tessa.

—Yo también lo pienso. Es maravilloso. —Se levantó y miró la habitación donde nos encontrábamos—. Y fíjate lo que ha hecho con este piso. Era un desastre cuando vinimos a verlo. George escogió la mayor parte de los muebles; le encanta ir a las subastas a la caza de gangas. Lo único que he hecho yo ha sido comprar las tapicerías y las alfombras.

—El resultado es soberbio, Tessa.

Los sofás de color crema y la alfombra pálida contrastaban con la jungla de plantas tropicales que llenaba el rincón de la ventana del fondo. Las luces estaban empotradas en el techo para alumbrar la sala con una iluminación rosada y sin sombras. El resultado era untuoso y a la vez austero y no daba la impresión de ser exactamente del gusto de George, el millonario de acento cockney y atuendos chillones. Todo el piso era perfecto y elegante, como una página doble del House & Garden, pero le faltaba vida. Yo vivía en habitaciones que tenían las huellas de dos niños: juguetes de plástico en el cuarto de baño, zapatos desparejados en el recibidor, manchas en la alfombra y rasguños en la pintura. Era realmente trágico que George y Tessa no hubieran tenido niños; George ansiaba ser padre y Tessa adoraba a mis dos hijos. En su lugar tenían este piso demasiado tranquilo en aquella parte triste y exclusiva de Londres: Mayfair. No estoy seguro de que fuese el ambiente adecuado para ellos.

—Sírveme más champán —dijo Tessa.

Tenía la absurda idea de que el champán era la única bebida alcohólica que no la engordaba. En algunos aspectos era como una niña pequeña y George, aunque gruñía acerca de su conducta, le fomentaba tan ridículas ideas. Tenía la culpa de las cosas que le molestaban en ella, porque hasta cierto punto él había creado a esta exasperante criatura.

—No pensaba quedarme.

—George vendrá de un momento a otro. Ha telefoneado desde el taller para decir que ya salía hacia aquí. —Saqué la botella de Bollinger del cubo de plata maciza y llené nuestras copas—. ¿Te va bien el coche?

—Sí, gracias.

—George no olvidará preguntarme si te gusta el coche. Se ha encariñado contigo. Debe haber adivinado que me regañas porque no cuido de él como debiera. —En el lenguaje de Tessa, esto significaba ser infiel. Su vocabulario era brutalmente franco sobre cualquier cosa excepto su infidelidad.

—Entonces hay algo de lo que deberíamos hablar antes de que llegue —dije.

—Tu amiga estaba deslumbrante la otra noche —observó Tessa, levantándose y yendo hacia la ventana para mirar la calle—. Si George llega pronto, encontrará un espacio para aparcar —dijo. Volvió adonde yo estaba, se quedó detrás de mí y me despeinó—. Me alegro mucho de que la trajeras. ¿Dónde está esta noche?

—En la clase nocturna —contesté. Sabía que provocaría una carcajada y acerté.

—¿Clase nocturna, querido? ¿Qué edad tiene? Da la impresión de que la raptaste a la salida del quinto grado.

—Estudia economía —expliqué—. Quiere ir a Cambridge.

—Qué golpe sería para un patán inculto como tú, querido. Una esposa educada en Oxford y una amante en Cambridge.

Continuaba detrás de mí, pero cuando intenté agarrarla por la muñeca, me esquivó.

—Se trata de ti y de Dicky —dije, decidido a abordar el tema.

—Sabía que dirías esto. Lo leía en tu cara.

—Has hecho lo imposible por evitarlo —repliqué—, pero hay algo que deberías saber.

—No me digas que Dicky Cruyer está casado u otra cosa igualmente horrible —dijo.

Se sentó en la butaca, se quitó a puntapiés los zapatos dorados y puso los pies sobre la mesa del café de modo que pudiera tocar el cubo de hielo con los dedos.

—Daphne está furiosa —empecé.

—Ya le dije que nos descubriría —respondió con calma Tessa—. Es tan descuidado... Casi parece que desee proclamarlo a todo el mundo.

—Una amiga de Daphne os vio en un hotel cercano a Deal.

—Lo sabía —dijo, y se echó a reír—. Dicky hizo las dos maletas y olvidó que siempre dejo el camisón bajo la almohada... por si hay un incendio o algo así. Deshice la maleta al llegar a casa y al principio no noté la falta del camisón. Luego sentí verdadero pánico. —Bebió champán. La divertía la historia; más que a mí—. Ya te imaginarás qué pensé. Dicky había escrito su dirección real en el registro del hotel (es tonto perdido) y yo tuve pesadillas, temiendo que el hotel enviase mí maldito camisón a Daphne con una nota explicando que se lo había dejado o algo parecido.

Me miró, esperando que le preguntara qué había hecho entonces.

—¿Qué hiciste entonces? —pregunté.

—No podía telefonear a Dicky; se pone furioso si le llamo a la oficina. Y tampoco sabía cómo plantearlo a la gente del hotel. Quiero decir: ¿cómo explicas que no quieres que te devuelvan tu camisón? ¿Les dices que lo regalen a una institución benéfica o que acabamos de mudarnos de casa? Es imposible, así que salté al coche y fui otra vez a Deal.

—¿Te lo devolvieron?

—Querido, fue divertidísimo. Una bonita empleada de recepción me dijo que había trabajado en los grandes hoteles de toda Europa y que ningún hotel devuelve jamás camisones o prendas interiores femeninas a las señas del libro de registro. Esperan a que se las pidan. Entonces, querido, me enseñó un armario inmenso lleno de prendas vaporosas olvidadas tras fines de semana de pasión ilícita. Tendrías que haberlo visto, Bernard. Algunas de las cosas que vi en aquel armario me hicieron sonrojar.

—¿De modo que todo fue bien? —Quería hablar de su aventura con Dicky, pero me daba cuenta de que ella intentaba distraerme hasta que George volviera y así escurrir el bulto.

—Dije a esta divertida dama que deberíamos montar un negocio, comprando a los hoteles estas cosas maravillosas para venderlas después. Incluso lo mencioné a los miembros de este comité al que pertenezco (para beneficencia infantil), pero tendrías que haber visto sus caras. Son todas vejestorias con el pelo teñido y abrigos de piel. Cualquiera habría dicho que les proponía abrir un burdel.

—No les explicaste con detalle cómo habías obtenido esta información, ¿verdad?

—Les dije que le había sucedido a una amiga mía.

—Un subterfugio poco convincente.

—Bueno, y qué, no estoy en ese mundo, ¿verdad? —replicó. La observación iba contra mí.

—No es el camisón. Te vio una amiga de Daphne.

—Y mi cabeza da vueltas desde que me lo has dicho. No recuerdo haber visto ninguna cara conocida aquel fin de semana.

—Daphne habla de divorcio.

—Siempre dice lo mismo —contestó Tessa a la defensiva, sacudiendo la cabellera hacia atrás y sonriendo.

—¿Siempre? ¿Qué significa esto de siempre?

—Sabes muy bien que tuve una pequeña aventura con Dandy Dicky el año pasado, ¿o fue hace dos años? Hablamos de ello una noche y recuerdo que tú estuviste muy tieso..

—Si Daphne consulta a un abogado, el asunto podría ponerse feo, Tess.

—Todo irá bien —contestó ella—. Sé que obras de buena fe, querido Bernard, pero todo irá bien.

—Si creyera esto, no estaría aquí hablando del tema. Conozco a Daphne lo bastante bien para pensar que lo dice en serio.

—¿El divorcio? ¿Y los niños? ¿Dónde viviría ella?

—Olvida los problemas de Daphne. Si arma un escándalo, quien los tendrás serás tú. Quiere que la presente a George.

—Esto es ridículo —dijo Tessa.

—Dicky sería el verdadero perdedor —observé—. Una mala publicidad como esta demanda de divorcio echaría a perder su carrera.

—No me digas que le despedirían; sé que no es verdad.

—Es probable que no le pusieran en la calle, pero le destinarían a un lugar sórdido del fin del mundo donde dejarían que se pudriera. Al Departamento no le gusta la publicidad, Tessa. No tengo que dibujarte un diagrama, ¿verdad?

Su actitud despreocupada había cambiado. Bajó los pies de la mesa y bebió unos sorbos de champán, frunciendo el ceño mientras consideraba su posición.

—George se pondría furioso —dijo, como si hubiera de enfurecerle más la publicidad que la infidelidad de su mujer.

—Pensaba que queríais salvar vuestro matrimonio —dije—. Recuerdo que me dijiste que George era el marido más maravilloso del mundo y que tu único deseo era hacerle feliz.

—Y es cierto, querido, es cierto. Y no le hará feliz verse descrito como el marido engañado y contemplar su foto en todos esos asquerosos periódicos. Tendré que hablar con Daphne para que lo enfoque con sensatez. Sería una locura por su parte dejar a Dicky por una bobada como ésta.

—Para ella no es una «bobada» —dije—, y si empiezas a hablarle en este tono, no harás más que empeorar las cosas.

—¿Qué quieres que le diga?

—No hables como si lo hicieras por mí —protesté—; yo no puedo dictarte lo que debes decir, pero lo único que Daphne quiere escuchar de ti es que no volverás a ver a Dicky.

—Entonces le diré esto, no temas.

—Pero tienes que estar convencida, Tessa. No sirve de nada poner un parche... No estarás enamorada de él, ¿verdad?

—Dios mío, no. ¿Quién podría estar enamorada de él? Pensaba que le hacía un favor a Daphne, te lo aseguro. No comprendo cómo alguien es capaz de aguantar a Dicky todo el tiempo. Es un latoso.

Escuché sus protestas con sana suspicacia. No sabía mucho de mujeres, pero sí que un mentís tan enérgico podía ser el signo de una profunda pasión.

—Dile que lo sientes. Ya es hora de que no hagas más tonterías, Tessa. Ya no eres una niña.

—Tampoco soy vieja y fea —respondió.

—No, no lo eres, pero quizá convendría que lo fueras. George seguiría fiel a tu lado, por muy vieja y fea que te volvieses, y tú te darías cuenta de que tienes un buen marido.

—Vosotros los hombres siempre os ayudáis mutuamente —murmuró con mal talante.

—Haces desgraciadas a muchas personas, Tessa. Sé que tú no lo ves así, pero siempre causas problemas. Has tenido un padre rico que te ha dado todos los caprichos y ahora crees que puedes conseguir todo lo que se te antoja, sin mirar a quién pertenece ni cuáles pueden ser las consecuencias.

—Tienes una terrible tendencia a adoptar el papel de psicólogo aficionado, Bernard. ¿Te lo he dicho alguna vez?

—Detesto a los psicólogos aficionados —dije.

Siempre sabía cómo provocarme. Apuré mi copa y me levanté.

—No pongas esta cara de ofendido, cariño. Sé que tratas de ayudarme.

—Si quieres que hable con Daphne, lo haré, pero no hasta que me prometas sinceramente que la aventura ha terminado.

Ella también se puso en pie. Se acercó y me acarició la solapa de la chaqueta. Su voz era un ronroneo.

—Eres dominante, Bernard, una cualidad muy atractiva en un hombre. Siempre lo he dicho.

—Basta de halagos, Tessa. A veces creo que todos esos amoríos tuyos son un montaje para sentirte más segura.

—Fi siempre decía esto. Nuestro padre jamás nos alabó por nada. A Fi no le importaba, pero a mí me hacía falta un elogio de vez en cuando.

Algo en su voz me obligó a mirarla con más atención.

—¿Has sabido algo de Fiona? —Era un disparo a ciegas—. ¿Una carta?

—Iba a decírtelo, Bernard. De verdad que sí. Estaba decidida a decírtelo antes de que te fueras esta noche.

—¿Decirme qué?

—He visto a Fi.

—Has visto a Fiona. ¿Cuándo?

—Hace pocos días.

—¿Dónde?

—Tenemos una vieja y querida tía que vive en Holanda. Solíamos pasar las vacaciones con ella. Siempre voy a verla por su cumpleaños. Ella también venía a vernos, pero ahora está demasiado enferma para viajar. —Parloteaba con nerviosismo.

—¿En Holanda?

—Cerca de Eindhoven. Vive en un bloque de minúsculos apartamentos construidos especialmente para ancianos. Hay un médico permanente y se sirven comidas a quienes las piden. Los holandeses hacen muy bien estas cosas; es una vergüenza para nosotros.

—¿Y Fiona?

—Vino a la comida de cumpleaños. Casi me desmayé de la sorpresa. Estaba sentada allí como si fuera la cosa más natural del mundo.

—¿Qué le dijiste?

—¿Qué podía decirle, querido? Mi tía no sabe nada de que se ha pasado a los condenados rusos. No quise estropearle el cumpleaños y me porté como en todas las ocasiones anteriores.

—¿Fue George contigo?

—A George no le gustan las reuniones familiares. Es decir, no le gustan las reuniones de mi familia. Cuando se trata de la suya, la cosa cambia, y tiene millares de parientes.

—Comprendo. —Si era el padre de Tessa quien no gustaba a George, yo compartía plenamente este sentimiento—. ¿Sólo tú, Fiona y vuestra tía, entonces?

—Reclama a los niños, Bernard.

—¿Fiona? ¿A mis hijos? ¿Billy y Sally?

—También son sus hijos —contestó Tessa.

—¿Te gustaría que se los llevara?

—No seas así, querido Bernard. Sabes que no me gustaría, pero sólo quiere pasar unas semanas con ellos.

—¿En Moscú? ¿En Berlín?

—No lo sé. Dijo que para unas vacaciones.

—Y si se van con ella unas semanas, ¿cómo crees que los recuperaremos?

—Ya lo he pensado —dijo Tessa. Bebió un sorbo—. Pero si Fiona promete devolverlos, lo cumplirá. Ocurría lo mismo cuando éramos niñas; nunca faltaba a su palabra en cuestiones personales.

—Si sólo se tratara de Fiona, el asunto podría ser diferente —expliqué—, pero se trata de la burocracia soviética. Ni siquiera me fiaría mucho de la burocracia británica, así que la idea de poner a mis hijos a merced de los burócratas soviéticos no me hace feliz precisamente.

—No te comprendo.

—Esos bastardos quieren a los niños como rehenes.

—¿Para retener a Fiona?

—Ahora es evidente que está en plena euforia. Los rusos le permiten ir a Occidente y saben que regresará. Sin embargo, lo más probable es que este estado de ánimo no dure mucho. La sociedad soviética la desilusionará; descubrirá que no es el paraíso con el que ha soñado todos estos años.

—Está dispuesta a pedir la custodia a los tribunales.

—¿Te dijo esto?

—Varias veces.

—Esto es porque sabe que el Departamento para el que trabajo no tolerará que el asunto llegue a los tribunales y me presionarán para que le ceda la custodia.

—Sería algo repugnante.

—Es lo que harían.

—Los niños también tienen derechos. Estaría mal que un tribunal los entregara a los rusos sin darles otra opción.

—Quizá no debería decir lo que harían antes de que lo hayan hecho, pero yo diría que las perspectivas de Fiona son buenas.

—Bernard, querido, siéntate un momento. Ignoraba que lo tomarías tan mal. ¿Quieres un whisky o algo?

—Gracias, Tess. No, beberé más champán —dije, sentándome mientras ella me llenaba la copa.

—Dijo que no quiere pelearse contigo. Aún siente afecto por ti, Bernard, se le nota.

—No lo creo —respondí, pero, ¿no deseaba en realidad que me contradijera?

Tessa se sentó a mi lado. Percibí el calor de su cuerpo y olí su perfume. Era un perfume intenso y exótico, apropiado, supongo, para la clase de noche que la esperaba.

—No pensaba decírtelo, pero creo que Fi sigue enamorada de ti. Lo negó, pero yo siempre he adivinado sus sentimientos.

—No me estás facilitando las cosas, Tessa.

—Debe echar terriblemente de menos a los niños. ¿No podría ser que sólo desee estar con ellos una breve temporada todos los años?

—Podría ser —dije.

—No pareces muy convencido.

—Fiona es una persona muy tortuosa, Tessa. Sincera cuando le conviene, pero tortuosa. No necesito decírtelo. ¿Has hablado a alguien más de tu encuentro con Fiona?

—Claro que no. Fi me dijo que no lo hiciera.

—¿Ni siquiera a George?

—Ni siquiera a George. Te lo juro —e hizo el gesto infantil de cruzarse la garganta con un dedo para jurar que era verdad.

—¿Y no la acompañaba nadie?

—No, estaba sola. Se quedó a pasar la noche; mi tía tiene una habitación sobrante. Hablamos hasta la madrugada. Fiona había alquilado un coche que la llevó a Shiphol a la mañana siguiente. Volaba no sé adonde... París, creo.

—¿Por qué no se puso en contacto conmigo?

—Dijo que lo preguntarías, pero que era mejor así. Supongo que su gente no sospecharía tanto de una escala en Holanda que de una visita a Londres para verte.

Guardamos silencio unos minutos y entonces Tessa volvió a hablar.

—Dijo que te había visto.

—¿Después de que se fuera?

—En el aeropuerto de Londres. Que habíais sostenido una breve charla.

—Tendré que pedirte que lo olvides, Tessa. Fue hace mucho tiempo.

—¿No lo dijiste a Dicky ni a nadie? Fue una tontería, Bernard. ¿Hablasteis de los niños?

—Sí. No, no lo dije a Dicky ni a nadie.

—Yo tampoco he contado a Dicky que he visto a mi hermana.

—Ahora pensaba en esto, Tessa. ¿Te das cuenta de que este asunto incide en tu relación con Dicky?

—¿Por qué no se lo he dicho?

—No quiero hablar contigo de cómo se gana la vida Dicky, pero no cabe duda de que comprenderás que tener una aventura contigo podría redundar en un grave perjuicio para él.

—¿A causa de Fiona?

—Si alguien quisiera armar jaleo, conectaría a Fiona con Dicky a través de sus relaciones contigo.

—Podrían conectarlos del mismo modo a través del hecho de que trabajas para él.

—Pero yo no veo a Fiona con regularidad.

—Ni yo tampoco.

—Esto sería difícil de probar y tal vez este único encuentro con Fiona sería suficiente para inquietar a los jefes de Dicky.

—Mi hermana se fue a la Unión Soviética. Esto no me convierte en espía ni hace sospechosos a todos mis amigos y conocidos.

—Quizá no debería ser así, pero en realidad lo es. Y en cualquier caso, Dicky no puede equipararse a todos tus otros amigos... al menos en este contexto. Sus contactos han de pasar por un escrutinio muy especial.

—Supongo que tienes razón.

—La tengo.

—¿Qué debo hacer, pues?

—Detestaría verte mezclada en un maldito escándalo de espionaje, Tessa. Sé que eres inocente, pero muchos inocentes se ven implicados en estas cosas.

—¿Quieres que deje de ver a Dicky?

—Debes romper con él de modo tajante e inmediato.

—¿Le escribo una carta?

—Ni hablar —respondí. ¿Por qué sentían siempre las mujeres la necesidad de escribir cartas cuando ponían fin a una aventura amorosa?

—No puedo dejarle de repente. Pasado mañana cenaré con él.

—¿Estás segura de que Dicky ignora que viste a Fiona?

—Yo no se lo dije, desde luego —replicó Tessa con voz estridente, como ofendida por el consejo que le había dado—. No lo he dicho a nadie, a nadie en absoluto, pero si dejo de verle ahora, tal vez adivine que hay algo más.

—Cena con él y dile que todo ha terminado.

—¿No crees que me preguntará por Fiona?

—No, pero si saca el tema, di que no la has visto desde que abandonó Inglaterra para ir a Berlín.

—Ahora estoy preocupada, Bernard.

—Todo irá bien, Tess.

—¿Y si lo saben?

—Niega que la has visto y, en el peor de los casos, podrías decir que me informaste a mí de ello y yo te ordené que no lo dijeras a nadie. Y que seguiste mis instrucciones al pie de la letra.

—¿No te metería esto en un lío?

—Ya lo veríamos, llegado el caso. Pero sólo te ayudaré si decides en serio poner fin a esta estúpida aventura con Dicky.

—Lo he decidido en serio, Bernard. De verdad.

—Hay mucho malestar en el Departamento precisamente ahora. Nadie se salva de ser sospechoso. Es un mal momento para llamar la atención.

—¿Te refieres a Dicky?

—Me refiero a todos en general.

—Supongo que todavía piensan que tuviste algo que ver con la marcha de Fiona.

—Ellos lo niegan, pero yo creo que sí.

—Dijo que te había causado muchos trastornos.

—¿Fiona? —pregunté.

—Dijo que lo lamentaba.

—Fue ella quien huyó.

—Explicó que tenía que hacerlo.

—Los niños no la mencionan nunca y esto a veces me preocupa.

—Son niños muy felices. La nanny es una buena chica. Y tú los rodeas de cariño, Bernard. Es todo lo que necesitan los niños. Es lo que nosotras necesitábamos de papá, pero él prefería darnos dinero. Su tiempo era demasiado precioso.

—Siempre estoy de viaje o trabajando a deshora por algún maldito asunto.

—No me refería a esto, Bernard; no decía que el amor pueda medirse por horas de atención. No se registran las entradas y salidas en el amor. Los niños saben que los quieres y que sólo trabajas para mantenerlos; lo comprenden.

—Así lo espero.

—Pero ¿qué harás con ellos? ¿Permitirás que Fiona se los lleve?

—No lo sé, Tessa —contesté, fiel a la verdad—. Pero tú tienes que dejar de ver a Dicky.