3
De hecho, Dicky, después de rechazar la idea de que me mantenían apartado de Stinnes, me había ordenado prácticamente que no me acercase a él. Pues, muy bien. Por primera vez en meses pude atender a casi todos los asuntos pendientes. Trabajé de nueve a cinco e incluso me sobró tiempo para participar en alguna de esas serias conversaciones sobre los programas televisivos de la noche anterior.
Y por fin pude pasar más tiempo con mis hijos. Durante los seis últimos meses me había convertido casi en un extraño para ellos. Nunca preguntaban por Fiona, pero ahora, cuando terminamos de colgar los últimos adornos navideños, los hice sentar y les conté que su madre estaba sana y salva, pero que había tenido que irse a trabajar al extranjero.
—Ya lo sé —dijo Billy—. Está en Alemania con los rusos.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunté.
Yo no había sido, no se lo había dicho a nadie. Justo después de la deserción de Fiona, el DG había reunido a todo el personal en el comedor de la planta baja (el DG era un militar que admiraba sin disimulo las técnicas del mariscal Montgomery con los soldados) para decirnos que no se incluiría ninguna mención de la deserción de Fiona en los informes escritos y que el asunto no debía discutirse jamás fuera del edificio. El primer ministro había sido informado y los miembros del Foreign Office que debían saberlo se habían enterado por el informe diario. Hecha esta salvedad, la cuestión debía quedar «entre nosotros».
—Nos lo dijo el abuelo —contestó Billy.
Vaya, éste era alguien con quien el DG no había contado; mi indomable suegro, David Kimber-Hutchinson, un hombre que se había hecho a sí mismo, según propia admisión.
—¿Qué más os dijo? —pregunté.
—No me acuerdo —respondió Billy.
Era un chico inteligente, académico, calculador y, por supuesto, inquisitivo. Tenía una memoria formidable. Me pregunté si éste sería su modo de decir que no le apetecía mucho hablar de ello.
—Dijo que mamá no volverá durante algún tiempo —contestó Sally.
Era más joven que Billy, generosa pero introvertida de aquella forma misteriosa en que suelen serlo los hermanos menores, y más apegada a su madre. Sally no estaba nunca taciturna como podía estarlo Billy, pero era más sensible. Había reaccionado mucho mejor de lo que yo esperaba a la ausencia de su madre, pero aún seguía preocupándome.
—Esto es lo que iba a deciros —respondí.
Me aliviaba que los niños tomaran con tanta calma esta conversación sobre la desaparición de su madre. Fiona siempre había organizado sus excursiones y preparado con gran esmero hasta el último detalle de sus fiestas. Mis esfuerzos eran un pobre sustituto y todos lo sabíamos.
—Mamá está realmente allí para espiar para nosotros, ¿verdad, papá? —inquirió Billy.
—Hummm —farfullé. Era difícil contestar a esto. Yo temía que Fiona o sus colegas del KGB se apoderaran de los niños y se los llevaran a Berlín Este o a Moscú u otro lugar, como había intentado hacer. Si volvía a intentarlo, yo no quería ponérselo más fácil, y sin embargo, tampoco me sentía capaz de alertarlos contra su propia madre—. Nadie lo sabe —dije con vaguedad.
—Claro, es un secreto —observó Billy, encogiéndose de hombros como hacía Dicky Cruyer para subrayar lo evidente—. No te preocupes, no hablaré.
—Es mejor decir solamente que se ha marchado —expliqué.
—El abuelo nos aconsejó que dijéramos que mamá está hospitalizada en Suiza.
Era típico de David inventar esta historia absurda e implicar en ella a mis hijos.
—El caso es que mamá y yo nos hemos separado —expliqué con rapidez— y he pedido a una señorita de la oficina que venga a vernos esta tarde.
Hubo un largo silencio. Billy miró a Sally y ésta se miró los zapatos nuevos.
—¿No vais a preguntar su nombre? —inquirí, desesperado.
Sally me miró con sus grandes ojos azules.
—¿Se quedará aquí? —preguntó.
—No necesitamos que nadie viva aquí. Ya tenéis a Nanny para que cuide de vosotros —dije, soslayando la pregunta.
—¿Usará nuestro cuarto de baño? —inquirió Sally.
—No, no lo creo —dije—. ¿Por qué?
—Nanny detesta que las visitas usen nuestro cuarto de baño.
Éste era un aspecto inédito de Nanny, una chica tranquila y rechoncha de un pueblo de Devon que hablaba en un murmullo, miraba hipnotizada todos los programas de TV, comía bombones a toneladas y nunca expresaba ninguna queja.
—Bueno, me aseguraré de que use el mío —prometí.
—¿Ha de venir hoy? —preguntó Billy.
—La he invitado a tomar el té para poder estar todos juntos —dije—. Luego, cuando os hayáis acostado, la llevaré a cenar a un restaurante.
—Me gustaría que pudiéramos ir todos a cenar a un restaurante —dijo Billy, que había adquirido hacía poco un blazer azul y pantalones largos y deseaba estrenarlos.
—¿A qué restaurante? —preguntó Sally.
—Al restaurante griego donde Billy celebró su cumpleaños.
—Los camareros le cantaron Cumpleaños feliz.
—Me lo dijeron.
—Tú estabas de viaje.
—Sí, en Berlín.
—¿Por qué no les dices que es el cumpleaños de tu novia? —preguntó Sally—. Serían muy amables con ella y no sabrían que es mentira.
—No se trata de mi novia —corregí—. Es sólo una amiga.
—Es su novio —dijo Billy, y Sally rió.
—Es sólo una amiga —repetí con calma.
—Todas mis amantes y yo somos sólo buenos amigos —dijo Sally, con su «voz de Hollywood».
—Lo oyó en una película —explicó Billy.
—Se llama Gloria —dije.
—No tenemos nada para el té —observó Sally—, ni siquiera galletas.
—Nanny hará tostadas —sugirió Billy para tranquilizarme—. Siempre hace tostadas cuando no hay nada para el té. Tostadas con mantequilla y mermelada. Son muy buenas.
—Creo que traerá un pastel.
—Tía Tessa trae los mejores pasteles —dijo Sally—. Los compra en una tienda cerca de Harrods.
—Esto es porque tía Tessa es muy rica —apuntó Billy—. Tiene un Rolls-Royce.
—Aquí viene en un Volkswagen —replicó Sally.
—Porque no quiere ser ostentosa —dijo Billy—. Se lo oí decir una vez por teléfono.
—Pues yo creo que es muy ostentosa —declaró Sally en un tono lleno de admiración—. ¿No podría ser tía Tessa tu novia, papá?
—Tía Tessa está casada con tío George —dije antes de que las cosas se complicaran aún más.
—Pero tía Tessa no le es fiel —comunicó Sally a Billy y, sin darme tiempo a contradecir este hecho incontestable, añadió echándome una ojeada—: Un día oí que papá se lo decía a mamá cuando creían que yo no escuchaba.
—¿Qué clase de pastel traerá? —preguntó Billy.
—¿Estará relleno de chocolate? —inquirió a su vez Sally.
—Los que más me gustan son las charlotas de ron —dijo Billy—, en especial si tienen mucho ron.
Aún hablaban de sus pasteles favoritos —una discusión que puede prolongarse mucho rato— cuando sonó el timbre de la puerta.
Gloria Zsuzsa Kent era una rubia alta y muy bella cuyo vigésimo cumpleaños estaba muy próximo. Era lo que el servicio llamaba un «oficial ejecutivo», lo cual significaba en teoría que podía ser ascendida a director general. Armada con buenas notas escolares y un fluido húngaro aprendido de sus padres, ingresó en el Departamento atraída por la vaga promesa de que tendría vacaciones pagadas para ir a la universidad. Es probable que entonces pareciese una buena idea. Dicky Cruyer había hecho el servicio militar —y Bret estudiado en Oxford— con un crédito y una promesa de ascenso. Ahora, recortes financieros hacían sospechar que la chica no pasaría de ser una oficinista de segunda clase.
Se quitó el caro abrigo de ante forrado de piel y los niños lanzaron gritos de alegría al descubrir que traía la charlota de ron y el pastel relleno de chocolate que ellos preferían.
—Sabes leer el pensamiento —le dije, besándola. Bajo la mirada de los niños, me aseguré de que sólo fuera el beso que uno recibe junto con la Legión de Honor.
Ella sonrió cuando los niños la besaron, agradecidos, antes de irse a poner la mesa para el té.
—Adoro a tus hijos, Bernard.
—Has elegido sus pasteles favoritos —dije.
—Tengo dos hermanas menores. Sé cómo son los niños.
Se sentó cerca del fuego y se calentó las manos. Ya caía la tarde y la habitación estaba oscura. Sólo había un ribete luminoso en torno a sus cabellos color de paja y el resplandor rojo del fuego en sus manos y cara.
Nanny entró e intercambió amables y ruidosos saludos con Gloria. Habían hablado por teléfono varias veces y la similitud de sus edades hacía que tuvieran lo suficiente en común para disipar mis temores acerca de la reacción de Nanny a la noticia de que yo tenía una «novia».
Nanny me dijo:
—Los niños quieren tostar el pan aquí, pero puedo hacerlo yo con la tostadora.
—Sentémonos todos junto al fuego y tomemos el té aquí —propuse.
Nanny me miró sin decir nada.
—¿Qué ocurre, Nanny?
—Sería mejor que lo tomásemos en la cocina. Los niños dejarán las alfombras perdidas de migas y pastel y la señora Dias no viene a limpiar hasta el martes.
—Se preocupa demasiado, Nanny —dije.
—Yo lo limpiaré, Doris —tranquilizó Gloria a Nanny.
¡Doris! ¡Vaya, esas dos se entendían demasiado bien!
—Otra cosa, señor Samson —vaciló Nanny—. Los niños están invitados a pasar la velada en casa de un condiscípulo de Billy. La familia Dubois. Viven cerca de Swiss Cottage. Prometí telefonear antes de las cinco.
—De acuerdo, me parece bien, si los niños quieren ir. ¿Los acompañará usted?
—Sí, me gustaría. Proyectarán Cantando bajo la lluvia en vídeo y después servirán sopa y bocadillos. Habrá otros niños. Volveremos bastante tarde, pero los niños no han de madrugar mañana.
—Está bien. Conduzca con prudencia, Nanny. La ciudad está llena de conductores borrachos las noches de los sábados.
Oí gritos de júbilo desde la cocina cuando Nanny fue a anunciar mi decisión. Y el té fue una delicia. Los niños recitaron Si[5] COMPB para Gloria y Billy ejecutó tres nuevos trucos mágicos que había ensayado para el concierto navideño de la escuela.
—Si no recuerdo mal —dije—, prometí llevarte a cenar al restaurante griego, tomar unas copas en Les Ambassadeurs y acompañarte a casa de tus padres.
—Esto es mejor —observó ella. Estábamos en la cama. No contesté—. Es mejor, ¿verdad? —inquirió ansiosamente.
La besé.
—Es una locura y tú lo sabes.
—Nanny y los niños tardarán horas en llegar.
—Me refiero a ti y a mí. ¿Cuándo te darás cuenta de que tengo veinte años más que tú?
—Te amo y tú me amas.
—Yo no te he dicho que te ame —repliqué.
Hizo un mohín. La molestaba que no quisiera decir que la amaba, pero yo no cedía; era tan joven, que yo tenía la impresión de aprovecharme de ella. Era absurdo, pero negarme a decir que la amaba me permitía conservar un poco de respeto hacia mí mismo.
—No importa —dijo. Tapó nuestras cabezas con la sábana, formando una tienda—. Sé que me amas, pero no quieres admitirlo.
—¿Sospechan tus padres que tenemos relaciones amorosas?
—¿Aún te da miedo que mi padre venga a pedirte explicaciones?
—Has acertado. Me da miedo.
—Soy una mujer adulta —dijo ella.
Cuanto más intentaba explicarle mis sentimientos, más se divertía. Reía y se acurrucaba en la cama, apretándose contra mí.
—Sólo tienes diez años más que la pequeña Sally.
Se cansó del juego de la tienda y apartó la sábana.
—Tu hija tiene ocho años. Aparte de la inexactitud matemática de tu declaración, tendrás que acostumbrarte a la idea de que cuando tu bonita hija tenga diez años más, también será una mujer adulta. En realidad, mucho antes que eso. Eres un viejo anticuado, Bernard.
—Dicky me dice que estoy gordo y fofo y ahora tú que soy un viejo anticuado. Es suficiente para hundir los ánimos de cualquiera.
—No los tuyos, querido.
—Acércate —dije. La abracé con fuerza y la besé.
La verdad era que me estaba enamorando de ella. Pensaba demasiado en ella; pronto, todos los de la oficina adivinarían lo que había entre nosotros. Y aún peor, empezaba a asustarme la perspectiva de que esta imposible relación tocara a su fin. Y esto, supongo, es amor.
—He estado trabajando en los archivos de Dicky toda la semana.
—Lo sé y estoy celoso.
—Dicky es un idiota —declaró ella, sin causa aparente—. Solía considerarle inteligente, pero en realidad es tonto.
Parecía divertida y desdeñosa, pero no me pasó por alto el elemento de afecto en su voz. Por lo visto Dicky despertaba el instinto maternal en todas las mujeres, incluso en la suya propia.
—¿Y me lo dices a mí? Yo trabajo para él.
—¿Has pensado alguna vez en abandonar el Departamento, Bernard?
—Muchísimas. Pero ¿qué haría?
—Podrías hacer casi cualquier cosa —dijo con la apasionada intensidad y la fe sincera que caracteriza a los muy jóvenes.
—Tengo cuarenta años —observé—. Las compañías no quieren «jóvenes» prometedores de cuarenta años. No encajan en el esquema de pensiones y son demasiado viejos para ser niños prodigios.
—Yo lo abandonaré pronto —dijo ella—. Esos bastardos nunca me darán vacaciones pagadas para ir a Cambridge y si no voy el año próximo, no estoy segura de cuándo obtendré otra plaza.
—¿Te han dicho que no te concederán vacaciones pagadas?
—Me preguntaron si me servían las no pagadas. Morgan, para ser más concreta, ese pequeño cerdito galés que hace todo el trabajo sucio para la oficina del DG.
—¿Qué contestaste?
—Le dije que se fuera al diablo.
—¿Con estas mismas palabras?
—No sirve de nada andarse con rodeos.
—De nada en absoluto, cariño.
—No puedo soportar a Morgan —dijo—. Y tampoco es amigo tuyo.
—¿Por qué lo dices?
—Le oí hablar con Bret Rensselaer la semana pasada. Hablaban de ti. Morgan dijo que sentía lástima por ti porque no había un verdadero futuro para ti en el Departamento ahora que tu mujer se ha pasado a los rusos.
—¿Qué contestó Bret?
—Siempre es justo, muy desapasionado, muy honorable y sincero; Bret Rensselaer, el guapo americano. Dijo que la sección alemana se desintegraría sin ti. Morgan replicó que la sección alemana no es la única sección del Departamento, y Bret dijo: «No, sólo la más importante.»
—¿Cómo tomó eso Morgan?
—Dijo que cuando el interrogatorio de Stinnes haya terminado, Bret quizá cambie de opinión.
—Dios mío —exclamé—. ¿De qué diablos habla ese bastardo?
—No te alteres, Bernie. Morgan se limita a echar su veneno. Ya sabes cómo es.
—Frank Harrington dijo que Morgan es el Martin Bormann de Londres South West Uno —dije, riendo.
—Explícame el chiste.
—Martin Bormann era secretario de Hitler, pero gracias a su control de la burocracia de la oficina de Hitler y a su papel decisorio sobre quién debía o no ser recibido en audiencia, se convirtió en el poder oculto detrás del trono. Él lo decidía todo. Los que molestaban a Bormann nunca llegaban a ver a Hitler y su influencia e importancia se debilitaba cada vez más.
—¿Y Morgan controla de este modo al DG?
—El DG no está bien de salud.
—Está loco como una cabra —observó Gloria.
—Tiene días buenos y días malos —contesté. Me daba lástima el DG; había sido eficiente en sus buenos tiempos, duro cuando era necesario, pero siempre de una honestidad a ultranza—. Pero al aceptar el puesto de sicario del DG (un puesto que nadie quería), Morgan se ha convertido en un poder formidable dentro de este edificio. Y lo ha hecho en un tiempo muy corto.
—¿Cuánto hace que está en el Departamento?
—No lo sé con exactitud... dos años, tres como máximo. Y ahora habla de igual a igual con los veteranos como Bret Rensselaer y Frank Harrington.
—Es cierto. Le oí pedir a Bret que se hiciera cargo del interrogatorio de Stinnes y Bret dijo que no tenía tiempo. Morgan dijo que no le robaría mucho tiempo, que sólo era cuestión de llevar las riendas para que el Departamento conociera los incidentes que se produjeran día a día en el Centro de Interrogatorios de Londres. Del modo que se expresaba, cualquiera habría tomado a Morgan por el propio DG.
—¿Y cómo reaccionó a eso Bret?
—Pidió tiempo para pensarlo y decidieron que daría a Morgan una respuesta al cabo de una semana. Entonces Bret preguntó si alguien sabía cuándo se jubilaría Frank Harrington y Morgan dijo que no había nada acordado. Bret repitió: «¿Nada?» con una voz muy irónica y ambos se rieron. No sé por qué.
—El DG tiene un título de sir en la manga y, según los rumores, se lo dará a Frank Harrington cuando se jubile de la oficina de Berlín. Todo el mundo sabe que Bret daría la mano derecha por esa distinción.
—Comprendo. ¿Es así como la gente obtiene los títulos?
—A veces.
—Hubo algo más —dijo Gloria—. No quería decírtelo, pero Morgan observó que el DG había decidido que no perjudicaría al Departamento que tú dejaras de trabajar en Operaciones a partir de final de año.
—¿Hablas en serio? —pregunté, alarmado.
—Bret dijo que Seguridad Interior te había dado un certificado de buena salud, dijo textualmente esto: «Un certificado de buena salud.» Y entonces Morgan contestó que el asunto no tenía nada que ver con Seguridad Interior, que atañía a la reputación del Departamento.
—Esto no suena al DG —dije—; esto suena a Morgan.
—Morgan el ventrílocuo —apostilló Gloria.
Volví a besarla y cambié de tema. Era una cuestión demasiado deprimente para mí.
—Lo siento —dijo ella, reaccionando a mi cambio de humor—. Estaba resuelta a no decírtelo.
La abracé.
—¿Cómo sabías cuáles eran los pasteles favoritos de los niños, so bruja?
—Telefoneé a Doris y se lo pregunté.
—Tú y Nanny os entendéis muy bien —observé con suspicacia.
—¿Por qué no la llamas Doris?
—Siempre la llamo Nanny. Es mejor así cuando se vive en la misma casa.
—Eres un puritano. Te adora, ¿sabes?
—No eludas mi pregunta. ¿Qué estás tramando con Nanny?
—¿Con Nanny? ¿Sobre qué?
—Ya sabes sobre qué.
—No hagas esto. Oh, deja de hacerme cosquillas. Oh, oh, oh. No sé de qué me hablas. Oh, para de una vez.
—¿Te has confabulado con Nanny para que ella y los niños salieran esta noche? ¿Para que pudiéramos ir a la cama?
—Claro que no.
—¿Qué le has dado?
—Basta, por favor. Eres un bruto.
—¿Qué le has dado?
—Una caja de bombones.
—Lo sabía. Eres una intrigante.
—Detesto la comida griega.