22
Celebrábamos el aniversario de boda de Werner y Zena. No era la fecha exacta, pero Gloria se había ofrecido a guisar una cena para los Volkmann, que se encontraban en Londres para declarar ante el comité.
Gloria no era una gran cocinera. Preparó chuletas de ternera seguidas por una ensalada mixta y compró un pastel con la inscripción Felicidades Zena y Werner en chocolate.
No sin cierto recelo, permití a los niños que permanecieran levantados y cenaran con nosotros. Habría preferido que cenaran con Nanny en el piso de arriba, pero era la noche libre de ésta y ya se había comprometido con unos amigos, así que los niños se sentaron a la mesa con nosotros y vieron a Gloria actuar de anfitriona, tal como habían visto hacer a su madre poco tiempo atrás. Billy parecía bastante relajado —aunque sólo probó el pastel de chocolate, algo insólito en él—, pero Sally estuvo pensativa y silenciosa durante todo el ágape. Vigiló cada movimiento de Gloria y expresó su tácita desaprobación mostrándose reacia a ayudar a pasar los platos. Gloria debió notarlo, pero no lo dejó traslucir. Era muy lista con los niños: alegre, considerada, persuasiva y solícita, pero nunca lo bastante maternal para provocar resentimiento. Se guiaba por Nanny, a quien consultaba y cedía la iniciativa de un modo que colocaba a Nanny en el papel de Fiona, mientras Gloria se convertía en una especie de supernanny o hermana mayor.
Sin embargo, el sutil instinto de Gloria para tratar con los niños le falló cuando ocupó el sillón tapizado que Fiona usaba siempre en la mesa y se sentó en la cabecera para tener al alcance el calientaplatos y el vino. Por primera vez, los niños vieron reemplazada a Fiona y quizá por primera vez se enfrentaron con la idea de haber perdido definitivamente a su madre.
Después de que los niños probaran el pastel y brindaran por Zena y Werner con zumo de manzana, Gloria se los llevó arriba para que se pusieran el pijama y se acostaran. Estuve tentado de ir con ellos, pero Zena contaba una larga historia sobre sus acaudalados parientes de México y dejé subir a los niños. Gloria tardó mucho en volver. Billy llevaba su pijama nuevo y una grúa de juguete que quería enseñar a Werner.
—¿Dónde está Sally? —pregunté cuando di un beso de buenas noches a Billy.
—Está un poco llorosa —respondió Gloria—. Debe ser la excitación. Se encontrará bien mañana, después de dormir toda la noche.
—Sally dice que mamaíta no volverá nunca —dijo Billy.
—Nunca es mucho tiempo —contesté y le besé de nuevo—. Subiré a dar un beso a Sally.
—Ya duerme —dijo Gloria—. Está muy bien, Bernie.
No obstante, seguí preocupado por los niños incluso después de que Billy se acostara y Zena hubiera terminado su larga historia. Supongo que Sally sentía que no tenía a nadie en quien confiar de verdad. Pobre niña.
—¿Cómo has recordado la fecha de nuestra boda? —me preguntó Zena Volkmann.
—Siempre la recuerdo —dije.
—Es un embustero —terció Gloria—. Me hizo telefonear a la secretaria de Werner para preguntárselo.
—No debes revelar todos los secretos de Bernie —le dijo Werner.
—Ha sido una sorpresa maravillosa —observó Zena.
Las dos mujeres estaban sentadas de lado en el sofá. Ambas eran muy jóvenes, pero totalmente distintas. Gloria era rubia, alta, de tez clara y huesos grandes, y asumía la actitud lenta y tolerante que suele ser el signo del intelectual. Zena Volkmann era baja y morena y tenía la energía elástica y el temperamento vivo del oportunista que se ha hecho a sí mismo. Vestía ropa cara, adornada con joyas, mientras Gloria llevaba una falda de tweed y un suéter de cuello alto con sólo un pequeño broche de plata.
Werner estaba en vena nostálgica aquella noche y había contado anécdota tras anécdota de los tiempos que pasamos juntos en Berlín.
Las dos mujeres habían soportado con entereza los recuerdos de nuestras escapadas juveniles, pero de pronto se cansaron. Gloria se levantó.
—Encárgate del coñac, Bernie. Yo haré más café y recogeré las cosas.
—Déjame ayudarte —dijo Zena Volkmann.
Gloria no quería, pero Zena insistió en ayudarla a quitar la mesa y cargar el lavaplatos. Las dos mujeres parecían avenirse; las oí reír en la cocina. Cuando Zena volvió para recoger los últimos platos de la mesa, llevaba puesto un delantal.
—¿Cómo ha ido, Werner? —pregunté en cuanto tuve ocasión de hablar con él. Serví mi precioso coñac de buena cosecha, le pasé el café y le ofrecí la jarrita, pero Werner rechazó la crema de leche para el café. Vertí el resto en mi taza—. ¿Un cigarro?
—No, gracias. Si tú puedes dejar de fumar, yo también —dijo, sorbiendo el café—. Ha ido tal como dijiste. —Había declarado ante el comité.
Se recostó en el sillón. Pese a esta postura, se le veía esbelto —la rigurosa dieta de Zena empezaba a surtir efecto—, pero parecía cansado. Supongo que cualquiera parecería cansado si estuviera casado con Zena y acabara de declarar ante un comité. Werner se comprimió la nariz con el pulgar y el índice, como hacía siempre que se concentraba, pero esta vez tenía los ojos cerrados y tuve la impresión de que le habría gustado dormirse en el acto.
—¿Ninguna sorpresa? —pregunté.
—Ninguna sorpresa mala, pero no esperaba ver a ese maldito Henry Tiptree en el comité. Es el que te causó tantas molestias. Creía que estaba empleado en Seguridad Interior.
—Estos empleos del Foreign Office flotan de departamento a departamento. Todo el mundo intenta deshacerse de ellos. El comité es probablemente un buen trabajo para él; le mantiene en el sitio donde estorba menos.
—Bret Rensselaer es el presidente.
—Es su última oportunidad de ser el muchacho dorado —bromeé.
—Oí decir que hacía cola para Berlín cuando Frank se retire.
—Yo he oído lo mismo, pero podría nombrarte a varias personas que harían cualquier cosa para evitar que lo obtenga.
—¿Te refieres a Dicky?
—Creo que sí —dije.
—¿Por qué? Dicky se convertiría en jefe de Bret. ¿No es lo que siempre ha querido?
Ni siquiera Werner comprendía del todo los matices de la estructura de mando de la Central londinense. Supongo que era exclusivamente británica.
—La Oficina alemana está por encima del Residente de Berlín en ciertos aspectos, pero depende de él en otros. No hay reglas fijas. Todo depende de la veteranía de la persona que ostenta el cargo. Cuando mi padre era Residente de Berlín, tenía que obedecer. En cambio, cuando llegó Frank Harrington desde un cargo superior en la Central de Londres, no aceptó órdenes de Dicky, que había pasado gran parte de su carrera en el Departamento destinado al ejército.
—Nunca debieron utilizar el servicio en el ejército de Dicky como un escalafón más de su veteranía —declaró Werner.
—No empieces otra vez con esto —le atajé.
—No fue justo. No fue justo para ti, ni para el Departamento ni para nadie de los que trabajan en la Oficina alemana.
—Creía que apoyabas a Dicky —observé.
—Sólo cuando intentas decirme que es un perfecto bufón. Tú le subestimas, Bernie, y en esto cometes un grave error.
—De todos modos, Dicky se opondrá a la idea de que Bret herede Berlín. Morgan (el factótum del DG) odia a Bret y quiere que Dicky se oponga y Dicky hará lo que quiera Morgan.
—Entonces te lo darán a ti —concluyó Werner con auténtica alegría.
—No, no tengo la menor posibilidad.
—¿Por qué? ¿Quién más hay?
—Muchos persiguen este cargo. Sé que Frank no deja de decir que es la Siberia del servicio y el lugar donde se entierran las carreras y es posible que sea verdad, pero todos lo quieren, Werner, porque es el único cargo que es necesario haber desempeñado.
—Tienes la veteranía suficiente y eres el único que posee la experiencia requerida. No pueden pasarte de largo una vez más, Bernie. Sería absurdo.
—Por lo que he oído, ni siquiera figuraré en la última lista.
—Acude al DG —sugirió Werner—. Consigue su apoyo.
—Ni siquiera recuerda mi nombre, Werner.
—¿Qué hay de Frank Harrington? Puedes contar con él, ¿no?
—No escucharán lo que diga Frank sobre su sucesor. Querrán a alguien nuevo. Una decidida recomendación de Frank sería contraproducente.
Sonreí: «contraproducente» era una de las palabras de Dicky, la clase de jerga que yo solía despreciar. Me estaba ablandando detrás de aquella mesa.
Werner preguntó:
—¿Se opuso Frank Harrington a la idea de que miembros de la MI5 se sentaran en el comité Stinnes?
—Yo estaba presente, Werner. Frank se limitó a decir: «Sí, señor», sin protesta ni discusión. Dijo que era una «solución admirable». Es íntimo del DG, quien debió comunicarle sus intenciones y obtener su apoyo por adelantado.
—¿A Frank Harrington le pareció bien? ¿Por qué? Todo esto es un misterio para mí —declaró Werner, dejando de oprimirse la nariz y mirándome para que se lo resolviera.
—El DG quiere sacar a Bret del Departamento. Se especula mucho en torno a Bret estos días. Especulaciones histéricas.
Werner me miró durante largo rato. Llevaba puesta su inescrutable máscara de plástico e intentaba no parecer satisfecho de sí mismo.
—Esto es nuevo —dijo, incapaz de eliminar de su voz una nota de triunfo—. Creo recordar una fiesta navideña a la que asististe después de visitar a Lange... y tenías la cabeza llena de suspicacias respecto a Bret Rensselaer.
Sonreía entre dientes. Había necesitado un esfuerzo para no levantar la voz y no dar la impresión de burlarse de mí, sino de mencionar la anécdota.
—Yo sólo dije que debían investigarse todas las pistas.
Werner asintió. Sabía que yo me retiraba de mi antigua posición de fiscal y ello le divertía.
—¿Y ahora piensas de otro modo?
—Claro que no, pero detesto presenciar cómo lo hacen. Bret es víctima de una acusación secreta; no me gusta el aislamiento a que le someten. Sé lo que es eso, Werner. No hace mucho tiempo que mis amigos cruzaban la calle para evitarme.
—¿Has progresado algo? ¿Informado de tus sospechas?
—Pasé un fin de semana con tío Silas... ya hace bastantes días... antes de Navidad. También estaba Brahms Cuatro. Le pregunté sobre la recepción de la inteligencia en el otro lado.
—Ya me contaste todo esto, pero ¿qué sabe él de la cuestión? —inquirió Werner en tono desdeñoso.
—No mucho pero, como también te dije, lo bastante para convencerme de que la Miller tenía contacto con dos agentes.
—¿De la Central de Londres? Decídete, Bernie. ¿Aún tratas de probar si Bret es o no es miembro del KGB?
—Lo ignoro. Sólo hago que describir un círculo vicioso. Sin embargo, había dos agentes: Fiona con el nombre cifrado de Pig Iron y otro con el de Jake. Brahms Cuatro lo confirmó, Werner.
—No, no, no. Es inimaginable que Bret proporcionara material a Moscú. Significaría que conocían todo el material de Brahms Cuatro en cuanto nosotros lo recibíamos...
—Y por eso tenemos que averiguar si Moscú espiaba el material de Brahms Cuatro desde que empezamos a recibirlo.
—¿Cómo podrías descubrir esto?
—No sé si podríamos. Sería un trabajo infernal rebuscar en los archivos y no estoy seguro de cómo reaccionaría el DG a la sugerencia de realizarlo.
—Daría una impresión lamentable que te prohibieran acercarte a los archivos, ¿verdad?
—No tendrían que decir que no se fiaban de mí —expliqué—. Se limitarían a señalar lo difícil que sería averiguar esto repasando el material archivado y señalarían también que si el KGB tenía una buena fuente, no la comprometerían actuando de acuerdo con todo lo que recibieran. Y tendrían razón, Werner.
—No puedo creer que Moscú supiera todos estos años que Brahms Cuatro nos revelaba secretos y le dejara salirse con la suya. Ni siquiera aunque Bret revisara para ellos el material que recibíamos.
—Al final dejaron escapar a Brahms Cuatro —observé.
—No exactamente —replicó Werner—. Tú le rescataste.
—Nosotros le rescatamos, Werner, tú y yo juntos.
—Si Bret hubiera estado informando a Moscú, Brahms Cuatro aún se encontraría en Berlín Este.
—No recibieron ningún aviso, Werner. Me aseguré de que Bret no supiera mis intenciones, y hasta el último momento, cuando viniste a Londres y lo contaste a Dicky, nadie de la Central londinense sabía que yo pretendía rescatar a Brahms Cuatro.
—Tu mujer lo sabía y huyó. Podía haberlo dicho a Bret.
—No hubo tiempo —respondí—. He pensado en ello, pero no hubo tiempo suficiente para que Bret lo averiguara y enviase un mensaje a Moscú.
—De modo que Bret es sospechoso y el DG lo ha congelado mientras decide un plan de acción.
—Eso parece —dije.
—Supongo que sólo la Miller conoce la verdad —observó.
Werner con una expresión insólita en el rostro que me obligó a mirarle con más atención.
—Y está en el Havel —apunté.
—¿Y si te dijera que he visto a la tal Miller?
—¿En el depósito de cadáveres? ¿Apareció en las esclusas de Spandau?
—No ha muerto —reveló Werner, complacido—. La he visto sana y salva, trabajando como empleada en el Rote Rathaus.
El Ayuntamiento Rojo era el centro municipal de Berlín Este, un macizo edificio de ladrillos rojos situado cerca de la Alexanderplatz que, a diferencia de todo cuanto lo rodeaba, había sobrevivido durante más de un siglo.
—¿Sana y salva? ¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro.
—¿Qué diablos sucede, entonces? ¿Quién es ella? ¿Ha sido todo un montaje?
—He averiguado algo acerca de ella... tengo un amigo que trabaja allí. Todo cuanto dijo sobre que su padre vivía en Inglaterra y está casado parece ser cierto. No pude hacer comprobaciones, claro, pero la historia que te contó es cierta en todo lo que concierne a su identidad.
—Sólo olvidó mencionar que residía en la República Democrática y trabajaba para el gobierno.
—Exacto —asintió Werner.
—¡Vaya suerte localizarla! Supongo que pensaron que estaba bien oculta a nuestros ojos en ese lugar. No era muy probable que alguien que la hubiera visto en este lado entrase en una oficina del ayuntamiento de Berlín Este.
—Había una posibilidad entre un millón de que yo tuviera que volver allí. La recordé porque en una ocasión me ayudó a resolver un problema complicado. El camión de Alemania Oriental que yo usaba tuvo una avería en el Oeste, durante un viaje de reparto. Me volví loco buscando a alguien provisto de los permisos necesarios para remolcarlo del Oeste al Este. Esto sucedió hace un año o más. Y la semana pasada volví allí para recoger mis tarjetas de racionamiento.
—¿Y ella no te reconoció? Debió verte aquella noche que fue arrestada y yo conseguí tomarle declaración.
—Tú hiciste el interrogatorio; yo esperé fuera. Sólo pude echarle una ojeada. Sabía que la había visto en alguna parte, pero no recordaba dónde. No tiene la clase de cara que uno no puede olvidar. Entonces, después de renunciar a recordarlo y dejar de pensar en ella, entro en el ayuntamiento y la veo sentada ante una mesa. Y esta vez la miro con atención.
—No era una aficionada, Werner. Su tentativa de suicidio fue lo bastante convincente para que la ingresaran a toda prisa en la clínica Steglitz.
—Los suicidios en las celdas de la comisaría... Los polis se ponen muy nerviosos con estas cosas, Bernie. He indagado un poco. Se trata de un policía joven que estaba de guardia aquella noche. Quiso asegurarse y mandó llamar a una ambulancia.
—Y entonces borraron la pista sacándola de la clínica Steglitz y precipitando la ambulancia en el canal.
—Debió ser una maniobra de distracción mientras otro vehículo se la llevaba al Este.
—Y lo consiguieron —dije—. Cuando recuerdo que pasé la Nochebuena en aquel muelle gélido, esperando que izaran la maldita ambulancia...
—Espero que no sugieras que volvamos a intentar su captura. No podríamos secuestrarla allí en el Mitte, Bernie; nos atraparían antes incluso de que la metiéramos en el coche.
—Sería difícil, ¿verdad?
—No sería difícil —replicó Werner—, sería imposible. No lo pienses siquiera.
—Será mejor que pongas todo esto por escrito, Werner.
—Ya tengo hecho el borrador, pero esperaba llegar a Londres para hablar primero contigo.
—Te lo agradezco, Werner, gracias.
Durante unos minutos bebimos café en silencio. Yo estaba muy ocupado probando todas las posibilidades que ofrecía esta nueva pieza del rompecabezas.
Entonces Werner preguntó:
—¿Cómo afecta esto a Bret?
—No habrás dicho nada al comité sobre que la Miller está viva, ¿verdad?
—Me pediste que no revelara secretos del Departamento y esto me pareció que lo era.
—Tan secreto que sólo lo conocemos tú y yo —dije.
—Exacto —asintió Werner.
—¿Por qué, Werner? ¿Qué diablos significa todo esto? ¿Por qué utilizaron a la Miller para recoger el material?
—Supón que sea cierto lo que te dijo. Supón que era una operadora de radio que recibía el material de Bret Rensselaer y los informes de tu mujer. Supón que Fiona la localiza cuando llega al otro lado y la Miller decide que ya es demasiado vieja para el espionaje y dice a Moscú que quiere abandonar su trabajo, que desea retirarse. Fiona la anima porque la Miller sabe demasiado, así que le buscan un empleo descansado: tramitar licencias en el ayuntamiento. Ocurre continuamente, Bernie. Es probable que reciba una pequeña pensión y una tarjeta para las tiendas Valuta a fin de que pueda comprar artículos occidentales. Todo es bello, todos son felices. Hasta que un día necesitan con urgencia a alguien que vaya al Wannsee a recoger el paquete. Necesitan a alguien que posea los documentos requeridos para ir al sector occidental de la ciudad. Parece un trabajo rutinario, con un riesgo mínimo. Sólo estará un par de horas en Occidente y allí nadie la cacheará cuando entre con el paquete. —Jugó con la cucharilla de café, empujándola hacia delante y hacia atrás—. O tal vez no sea una misión aislada. Quizá realiza pequeños trabajos como éste para aumentar sus ingresos. Encuentro verosímil cualquiera de los dos casos. No hay nada incongruente.
—Tal vez no, pero yo no trataría así a una persona como ella. Imagínate que nosotros hubiéramos tenido una fuente importante en las oficinas del KGB en Moscú. ¿Permitiríamos que un agente de esta categoría volviese al Este sólo por diez minutos y menos aún por un par de horas? Sabes que no.
—El KGB es diferente —contestó Werner, paseando la cucharilla por toda la mesa y rodeando con audacia el frutero a toda velocidad.
—Quizá sí, pero aún no he completado mi suposición. ¿Y si no sólo tuvieran una fuente extraordinaria, sino dos fuentes extraordinarias? Y una de ellas sigue en su puesto, Werner... Una fuente situada dentro de la Central londinense sigue operando. ¿Es el KGB tan diferente que aun así permitiría a la Miller caer en una trampa? ¿Se arriesgaría a que la arrestaran y nos dijera lo bastante para desenmascarar a su otro agente?
—No sirve de nada intentar pensar como ellos. Es lo primero que tuve que aprender cuando empecé a tratar con ellos. No piensan como nosotros. Y tú supones demasiado. No tenían idea de que nos introduciríamos en aquella fiesta del Wannsee. A ellos debió parecerles la misión más rutinaria y segura posible.
Werner intentó beber de la taza vacía. Aunque sabía que había apurado el café, echó la cabeza hacia atrás para aprovechar las últimas gotas. No había tocado la copa de coñac.
—Sigo encontrando difícil de creer que corrieran este riesgo.
—¿Qué riesgo? Nuestros agentes lo arriesgan todo cuando cruzan el Muro. Se arriesgan a la minuciosa inspección de documentos, a que los guardias observen todos sus movimientos y escuchen todas sus palabras. Estampan marcas secretas en los pasaportes y pases. Todos los que van al Este son examinados bajo el microscopio, quienesquiera que sean. En cambio, ¿a qué se arriesgan ellos cuando vienen a espiar a Occidente? Nadie de los que cruzan la frontera es inspeccionado a fondo. Ser agente del KGB es uno de los empleos más seguros que existen. Es un paseo, Bernie. La misión de esa mujer era una sinecura; sólo cabía una posibilidad entre un millón de que fuera arrestada.
—Y aun así, pudo escapar.
—Exacto. Sólo tuvo que simular un intento de suicidio para ser llevada a la clínica Steglitz, lista para el rescate. Maldita sea, Bernie, ¿por qué somos tan blandos?
—Si estás en lo cierto, Werner, significa que el KGB ignora lo que nos divulgó sobre las claves radiadas.
Werner puso la taza del revés sobre el platillo, meditó y no contestó nada. Le presioné:
—¿Le habrían dado ese empleo en el ayuntamiento si ella hubiera admitido su confesión durante el arresto?
—Probablemente no.
—No se lo dijo, Werner, apostaría cualquier cosa. Quizá estaban impresionados por la propia eficiencia, quizá estaban tan satisfechos de sí mismos por rescatarla con tanta rapidez y facilidad que no se les ocurrió la posibilidad de haber llegado demasiado tarde.
—Sé lo que estás pensando —dijo Werner.
—¿Qué estoy pensando?
—Que podemos convencerla. Piensas que deberíamos hacerle chantaje, amenazarla con decir al KGB que confesó...
—¿Y convencerla para que trabaje con nosotros? ¿Una mujer cansada como ella? ¿Qué podría contarnos... los últimos sobornos sobre las tarjetas de racionamiento? ¿Todos los chismes del ayuntamiento? No, Werner, no estaba pensando en convencerla.
—¿En qué, entonces?
—No lo sé.
Werner cambió de tema.
—¿Recuerdas aquel lugar horrible bajo los escombros de la Koch Strasse, donde aquel viejo hacía aviones a escala?
—¿El hombre barbudo que construyó un taller con cajas de embalaje rotas?
Yo le recordaba muy bien. Nosotros éramos dos críos; el «viejo» tendría seguramente menos de treinta años, pero en aquel entonces había muchos viejos de treinta años en Berlín. Había sido ingeniero de combate en una división acorazada, un montador cualificado que ganaba algún dinero vendiendo a los conquistadores sus aviones a escala. Incluso de niño me chocó la ironía de verle sentado sobre los escombros del centro de Berlín fabricando con tanto cariño bombarderos B-17 que los aviadores americanos compraban como recuerdos. Era un hombre de aspecto fiero que tenía un brazo inútil. Le llamábamos «Peter el Negro» y cuando íbamos a verle trabajar nos permitía a veces ayudarle a lijar o a hervir la maloliente cola de grasa animal.
—¿Sabías que el sótano donde vivía era parte de los calabozos que había bajo la Prinz-Albrecht Strasse?
Prinz-Albrecht Strasse era el nombre que daban los alemanes adultos de aquella época al cuartel general de la Gestapo.
—Creía que el edificio de la Gestapo estaba en el lado oriental.
—Estuve allí la semana pasada con un amigo, un fotógrafo que hacía un reportaje para una revista y tomaba instantáneas de las inscripciones del Muro. Algunas son muy graciosas.
—Sólo para los de este sector —contesté—. Bebe tu coñac, Werner. Es un regalo navideño de tío Silas.
—Sea como fuere, me acerqué al lugar donde solíamos visitar a Peter el Negro. Lo han nivelado y están construyendo. Encontré un gran letrero que había caído boca abajo. Lo levanté y vi que era un aviso (en cuatro lenguas, así que debe ser viejo) en el cual se leía: Está sobre las ruinas de la prisión de la Gestapo, donde murieron muchos patriotas.
—¿Existe todavía el sótano de Peter el Negro?
—No, los bulldozers pasaron por encima, pero en medio de los escombros alguien había colocado un ramillete de flores, Bernie.
—¿Cerca del letrero?
—El letrero estaba boca abajo. Alguien había ido a aquel lugar desolado y depositado en el suelo un caro ramillete de flores. Nadie pisa aquel solar vacío desde hace años. ¿Cuántos berlineses saben que bajo aquel montón de escombros está la antigua prisión de la Gestapo? ¿Puedes imaginarte a alguien llevando flores hasta allí en memoria de un ser querido...? Después de todos estos años. Imagínate a alguien haciendo esto, Bernie. Como un pequeño ritual secreto. Me hizo estremecer.
—Lo comprendo —dije. Estaba un poco cohibido ante la intensidad de los sentimientos de Werner—. Es una ciudad extraña.
—¿No la echas nunca de menos?
—¿A Berlín? Sí, a veces —confesé.
—Es una ciudad sorprendente. He vivido allí toda mi vida y aún descubro cosas que me dejan estupefacto. Ojalá mi padre hubiese vivido más tiempo... No podría residir en otra parte —dijo Werner.
Tanto para él como para mí, Berlín representaba una parte de las vidas de nuestros padres que aún esperábamos descubrir.
—Y tú eres el que habla de retirarse para vivir al sol.
—Porque a Zena le encantaría, Bernie. Siempre está hablando de vivir en un lugar cálido y soleado. Supongo que lo haremos algún día. Si significara la felicidad para Zena, podría soportarlo.
—Hablando de ramilletes, ¿recuerdas aquel día que seguimos a Peter el Negro para saber adónde iba?
—No sé quién estaba más asustado, si él o nosotros —observó Werner.
—Nosotros —contesté—. ¿Recuerdas que se apeaba continuamente de la bicicleta y miraba hacia atrás?
—Me pregunto cuánto pagó por aquel gran ramo de flores.
—El sueldo de una semana, por lo menos. ¿Sabías que era el cementerio judío?
—¿Tú no?
—Entonces no —respondí.
—Todos los judíos lo conocen. —Por un momento yo había olvidado que el padre judío de Werner había sobrevivido al régimen nazi cavando tumbas en un cementerio judío, un trabajo que ningún «ario» tenía permiso para realizar—. La escuela y el asilo de ancianos judíos también estaban allí. Grosse-Hamburger-Strasse era el corazón del antiguo barrio judío de Berlín, que se remonta a muchos siglos.
—Sí, conocía el asilo de ancianos judíos. Era adonde llevaban y retenían a los judíos berlineses, antes de transportarlos al Este.
—Es extraño que eligieran un lugar tan público —dijo Werner—. En otras ciudades congregaban a los judíos en apartaderos del ferrocarril o fábricas abandonadas, pero aquí estaban en el mismo centro de la ciudad, a dos pasos de Unter den Linden. Centenares de personas podían ver desde los bloques de apartamentos y edificios de oficinas vecinos cómo pasaban lista y los cargaban en camiones.
—Recuerdo que encadenó su bicicleta a la verja y tú dijiste que Peter el Negro no podía ser judío porque servía en el ejército.
—Entonces vimos que las tumbas estaban marcadas con cruces —prosiguió Werner—. Debía haber unas doscientas.
—Por su modo de depositar las flores sobre la tumba, adiviné que se trataba de un familiar. Se arrodilló y rezó. Para entonces ya sabía que le observábamos.
—Supe que no era judío cuando se santiguó —dijo Werner—, pero aún no comprendía el significado de todo aquello. ¿Quién podía adivinar que enterraron a todos esos miembros de las SS en el viejo cementerio judío?
—Los cuerpos procedían de la lucha sostenida alrededor de la estación Borse del metro. Las primeras órdenes del Ejército Rojo cuando cesó la lucha fueron de enterrar los cadáveres. Supongo que el viejo cementerio judío de la Grosse-Hamburger-Strasse era el lugar disponible más cercano.
—Los rusos tenían miedo del tifus —explicó Werner.
—Pero si el cementerio era tan antiguo, tenía que estar lleno —sugerí.
—No. En 1943 removieron toda la tierra y destruyeron las tumbas. Berlín fue declarado fudenrein (limpio de judíos) aquel mismo año. El recinto del cementerio permaneció vacío desde entonces hasta el fin de la guerra.
—Pensé que iba a matarte cuando te atrapó.
Se había ocultado tras unas matas y agarró a Werner cuando nos alejábamos.
—Siempre le tuve un poco de miedo; era tan fuerte... ¿Recuerdas cómo curvaba aquellos trozos de metal cuando hacía los soportes para los aviones?
—Éramos unos críos, Werner. Creo que nos gustaba fingir que era peligroso. De hecho, Peter el Negro estaba triste y hambriento, como la mitad de la población.
—Estaba asustado. Me parece que averiguó que tu padre era un oficial inglés.
—¿Opinas que Peter el Negro formaba parte de las SS como su hermano? —pregunté.
—¿Rezan los miembros de las SS? No lo sé. Me limitaba a creer todo lo que nos decía entonces. Aunque, si no luchaba junto a su hermano, ¿cómo sabía dónde estaba enterrado?
—¿Recuerdas la noche que volvimos allí y tú llevaste una linterna para leer su nombre en la piedra?
—No eran verdaderos soldados de primera línea... sino empleados de la Prinz-Albrecht Strasse y cuartel general de la policía, cocineros y afiliados a las juventudes hitlerianas. Qué horrible suerte caer muertos cuando la guerra ya tocaba a su fin.
—Me pregunto quién decidió proveerles a todos con un rótulo que lleva su nombre, graduación y unidad.
—No fue el Ejército Rojo —dijo Werner—, puedes apostar lo que quieras. A veces paso por allí; actualmente es un parque conmemorativo. Hay la tumba de Moses Mendelssohn, marcada por una piedra nueva.
—Supongo que no debimos seguirle. Nunca nos perdonó que descubriéramos su pequeño secreto. Después de aquello ya no fuimos bien acogidos en su sótano.
Oí el chirrido del lavaplatos poniéndose en marcha en la cocina. Era una máquina muy ruidosa y Gloria no la hacía funcionar hasta que había terminado de ordenarlo todo.
—Las damas vienen con más café —advertí.
—Hablaré con ella —dijo Werner, como si hubiera pensado todo el tiempo en la Miller—. Quizá no sirva de nada, pero lo intentaré.
—Sería mejor que te inhibieras, Werner. Es un problema del Departamento; deja que el Departamento lo resuelva. No tiene sentido que te metas en un lío.
—La sonsacaré.
—No, Werner. Y es una orden.
—Lo que tú digas, Bernie.
—Hablo en serio. No te acerques a ella.
Entonces entró Gloria con una jarra de café recién hecho. Preguntó:
—¿De qué habéis hablado vosotros dos?
—De lo de siempre: chicas desnudas —respondí.
Gloria me asestó un puñetazo entre los omóplatos y nos sirvió café a todos.
Zena Volkmann reía; estaba excitada. Dijo en cuanto hubo entrado en la habitación:
—Werner, Gloria me ha enseñado una colcha americana antigua que Bernard le regaló. ¿Podemos comprar una igual, cariño? Es un trabajo de aplicaciones y tiene ciento cincuenta años. Me ha dado las señas de la tienda. Cuestan una verdadera fortuna, pero haría un efecto precioso en nuestra cama. Sería una especie de regalo de aniversario para los dos.
—Claro que sí, querida mía.
—¿No es un marido perfecto? —inquirió Zena, inclinándose para acariciar a Werner y plantarle un beso en la oreja.
—Recuerda lo que te he dicho, Werner. De momento, no hagas nada.
—Lo recuerdo —dijo Werner. —Si no quieres el coñac, me lo beberé yo.