28
Fue un largo ascenso hasta la cima del cráter, pero lo hicieron sin tropiezos. Algo en el aire del Valle les había llenado de energía. Todos se sentían años más jóvenes, más vitales y vigorosos. Su resistencia y capacidad de asimilar la fatiga les parecía extraordinaria.
Tal vez se debía a la Fuente de la Eternidad. Quizás algunas de sus energías vitales enriquecían el aire del Valle, cargando a todos los que respiraban de él con renovado vigor y energía.
El shock al emerger del calor y humedad de la atmósfera de Ophar, rica en oxígeno, al frío y seco aire de Marte, los golpeó a todos, sin embargo. Inga y Zerild tuvieron que descansar, jadeantes y temblorosas, mientras sus organismos se adaptaban al abrupto camino. Incluso Thaklar tuvo dificultades, y se echaron allí, tratando de absorber más aire, con el pulso golpeando en sus sienes, mirando hacia el fondo del cráter. Desde esa altura la ilusión era perfecta y la falsedad del espejismo era absolutamente indetectable. Podrían haber jurado que el fondo del cráter era sólo una desierta llanura sembrada de rocas.
El Valle, al parecer, guardaría su secreto muchos siglos más…
Al pie de la pared del cráter encontraron huellas de los trifos. Tras una hora de búsqueda encontraron a dos de las bestias. Las otras las habían perdido para siempre.
Al igual que el camello terrestre, el trifo marciano puede aguantar un largo tiempo sin agua. Pero a diferencia del camello, el trifo puede también pasarse sin alimento y sin perder sus energías.
Con las dos mujeres en la montura y los hombres guiando las bestias, comenzaron el largo camino de vuelta a Ygnarh. Las provisiones de alimentos habían disminuido considerablemente pero el alambique de presión podría mantener sus reservas de agua intactas durante un largo período siempre y cuando encontrasen vegetación. Tuvieron que desviarse largos trechos para encontrar lugares en las profundas quebradas donde el musgo de las gomosas hojas creciera en cantidades suficientes para satisfacer sus requerimientos de agua.
Demoraron tres días con sus noches en recorrer el Sendero de retorno. Hicieron el viaje en etapas cortas, cuidando de no agotar a las bestias. Pero los trifos eran más resistentes de lo que esperaban y se encontraban aún en excelentes condiciones cuando las ruinas de Ygnarh estuvieron a la vista.
Durante casi una semana descansaron en Ygnarh, cazando para recuperar las reservas de alimento y almacenando agua en sus recipientes. La razón principal de aquel largo período de descanso era la necesidad de que los trifos recuperasen sus energías después de la agotadora prueba.
Thaklar y M’Cord decidieron que lo más sabio era destruir las notas y archivos que había preparado Nordgren. Optaron por dejar que Ygnarh continuase siendo una leyenda por otro millón de años, que el Valle viviese como un mito por siempre.
No consultaron a Inga para esto. Ella parecía haberse olvidado por completo de su hermano, y lo mejor era dejar tranquilos los pocos recuerdos que conservaba.
Y así, los amantes descansaron y proyectaron la larga jornada que aún les esperaba.
La semana pareció pasar demasiado rápido. Pronto sería tiempo de partir. Viajaron un trecho juntos pero luego llegó el momento de la despedida final.
—¿Dónde irán tú y tu mujer, Thaklar?
El príncipe sonrió.
—Volveremos a las tierras de mi gente —dijo—. Hacia el Sur, a través del Regio y siguiendo las orlillas del fondo del mar muerto del Noachis, vía el Aurum Iani Fretum; en esta temporada mi nación acampa en Argyre, lejos hacia el Sur. Seguiremos uno de los canales, seguramente el Argyroporos, mientras podamos. He dado los nombres vernáculos, no los inventados por los astrónomos terrestres. —Pero M’Cord entendía perfectamente bien lo que decía.
—Nunca supe que alguna de las Nueve Naciones acampase tan cerca del polo sur —dijo—. De todos modos, ¿te aceptará tu gente nuevamente en su seno? —Thaklar se encogió de hombros.
—Sólo los dioses saben la respuesta a esa pregunta, hermano mío. Pero si no lo hacen Zerild y yo viviremos en algún otro lugar. Quizás en los cuarteles nativos de alguna de tus colonias f’yagha; quizás en Yeolarn mismo, en la vieja Ciudad. Al menos habré hecho lo posible; les podré contar a los príncipes de mi clan que aquellos que robaron el secreto están muertos. Y quizá me restituyan mis derechos.
Tocó la alforja donde llevaba el antiguo disco de plata.
—No me importa mayormente ahora si mi exilio termina o no —dijo sonriendo a los ojos de Zerild, que cabalgaba junto a él—. Porque ya no estoy solo.
—Y no lo estarás jamás, mi señor —susurró ella. M’Cord sonrió.
Thaklar preguntó a su vez.
—¿Y tú, Gort? ¿Dónde irán tú y tu mujer? ¿De vuelta a la colonia f’yagha en Lacus Solis?
—Sí. Es la más cercana. Por el mismo camino que vine, creo; hacia el Norte, a través del Aram y luego de nuevo al Sur, manteniéndonos lo más cerca posible de los canales.
—¿Y cuando estés allí nuevamente… qué?
Se encogió de hombros y sonrió un poquito avergonzado.
—¡Entonces buscaremos a un vendedioses y nos casaremos! —Thaklar rio afectuosamente.
—¡Éste es, entonces, nuestro último encuentro! ¡Adiós a ti y a tu mujer, hermano mío, mi amigo! Hemos recorrido un largo camino juntos, tú y yo; y puede ser que no termine aquí, porque ¿quién sabe? Algún día nos encontraremos nuevamente, si es ése el deseo de los Eternos…
M’Cord asintió sin palabras y le extendió la mano. La costumbre f’yagha no le era desconocida a Thaklar; aunque no era la Ley, tomó la mano de M’Cord y la retuvo en la suya por un momento mientras se miraban profundamente a los ojos, sin hablar. Algo que hombres de su tipo raramente hacen en tales ocasiones.
Luego se separaron. Volvieron grupas en sus trifos, intercambiaron el último saludo y marcharon en direcciones opuestas.
Pero sólo por un momento, Thaklar gritó tras él y M’Cord se volvió, tirando de la cabeza del trifo y deteniéndolo.
El príncipe Halcón llegó trotando y esperó a cinco metros de M’Cord. Sonreía maliciosamente.
—¡Has olvidado algo, hermano mío! —gritó.
—¿Qué?
Thaklar estiró hacia atrás su brazo y lanzó algo.
—¡Esto!
Un pequeño objeto brilló y resplandeció en el aire.
M’Cord lo atrapó y bajó la vista al abrir sus dedos. Un reflejo púrpura titilaba en la palma de su mano. Inspiró profundamente. Era cierto: ¡se había olvidado!
El rubí púrpura brillaba y parpadeaba a la luz del sol. Era del tamaño de la yema de su pulgar, y del agua más pura. Y el zyriol marciano era la más rara y preciada de las piedras.
Sostenía en su mano una resplandeciente fortuna.
—¡Adiós una vez más, hermano mío! —gritó Thaklar—. ¡Hasta que nos volvamos a encontrar!
Luego se separaron, iniciando el largo camino de regreso.
FIN