EL SENDERO A OPHAR
8
—Mi prisionero; él tiene medicamentos. Phuun, llévalos allí y enciérralos junto a los odiados. Mi cabeza está confundida con tus palabras. Conversaremos durante la comida, principillo. ¡Ven, mujer! ¡Quisiera ver ese preciado mapa tuyo por fin, para comprobar cuánto de lo que has dicho es mentira!
Chastar y la bailarina abandonaron la plaza, y Phuun, con el cañón de su arma les señaló el edificio. Quejándose por el dolor de sus músculos, Thaklar se agachó y cargó a su hermano una vez más.
Respecto de M’Cord, aquel último y extraño ensueño se desvaneció en cuanto la pequeña chispa de lucidez se apagó y se entregó nuevamente al cálido abrazo de la fiebre.
Y cuando despertó, fue para encontrarse con el rostro de un ángel.
Al menos parecíale un ángel a un hombre que por muchos años no había visto otras mujeres que no fuesen las rameras de las cantinas o las viejas busconas de los callejones. Su cabello era dorado como las mieses maduras y lo llevaba recogido con una cinta, derramándose desde su nuca en descuidados rizos resplandecientes. El traje térmico que llevaba estaba estropeado, manchado, y le quedaba suelto por todos lados, pero a pesar de ello no lograba ocultar la turgencia de su cuerpo ni la redondez de sus pechos maduros.
Sus ojos eran azules. Estaban ensombrecidos por ojeras de agotamiento y arrugas que denotaban una gran tensión. Y había dolor en ellos, un viejo dolor culpable. Lo desconcertaron esos ojos. Los ojos de los ángeles son puros, cándidos y libres de sentimientos de culpa.
Le estaba enjugando las sienes con un paño húmedo cuando abrió los ojos y se encontró con su rostro. Por un momento ella no notó que había despertado, ni él comprendió que ella era real. Estaba tendido, dichosamente relajado, en extremo débil pero sin dolor. Incluso la fiebre lo había abandonado, estaba lúcido pero vacío. Y el dolor de su pierna, que lo había acompañado ya tanto tiempo que parecía ser parte de él, también se había ido.
Deseaba poder ver su boca. La imaginaba suave, de labios sensuales, tiernos y vulnerables. Tenía que ser así. Pero usaba un respirador. Y los ángeles no usan respiradores, ni siquiera aquí en Marte.
—¿Perdí… la pierna? —susurró.
Ella se sobresaltó, luego lo observó un momento y llamó a alguien a quien no podía ver. Se llamaba Karl.
Un hombre joven, alto, con un manchado traje térmico, se acercó a M’Cord por sobre el hombro de la muchacha. Tenía el cabello suave, sedoso y de un rubio muy claro, y una piel blanca, casi transparente como la de algunos escandinavos; más precisamente, la de los suecos. Su rostro reflejaba cansancio, lo mismo que sus ojos azules, y al igual que los de la muchacha, los de él denotaban temor. Se aclaró la garganta:
—¿Cómo se siente, Coronel M’Cord? —preguntó con voz aguda.
—Vacío… —respondió M’Cord—. ¿Es usted médico? —El rubio negó con la cabeza.
—Arqueólogo. Pero Inga estudió medicina.
—¿Inga? ¿Es su esposa?
Por algún extraño motivo el hombre rubio se sonrojó vivamente.
—Mi hermana. Discúlpeme, ciudadano. Me llamo Nordgren, Dr. Karl Nordgren. Anteriormente estuve en el Instituto de Investigaciones Históricas Extraterrestres de Estocolmo. Ahora soy miembro del Departamento de Asuntos Culturales de la Administración Colonial de Syrtis.
M’Cord asimiló lentamente esto.
—Ya conoce mi nombre. Cómo…
Nordgren carraspeó nuevamente. Era un hábito en él.
—Llegamos aquí hace dos semanas. Vinimos desde Syrtis a través de los arenales de Acria integrando una caravana motorizada que se dirigía a Sigeus Port y que estaba organizada por la Administración como parte de un plan de prospección del Sinus. Como usted probablemente sabe, algunos estudios previos hacen suponer que la Meseta Sabaeus sea posiblemente la superficie más antigua de Marte. Estaba fuera del agua ya en la época de los océanos, hace millones de años. Lo más probable es que jamás haya estado sumergida desde que se formó el planeta. Bien, para no aburrirlo: nos separamos de los otros geólogos en Sigeus, y llegamos acá a lomo de trifo acompañados por cargadores nativos. Yo… nosotros… queríamos verificar personalmente los rumores que situaban a la legendaria Ygnarh, la "primera ciudad", en esta región. —Sus labios se contrajeron en una mueca irónica, y los humedeció con la punta de su lengua.
—¿Y qué sucedió?
Nordgren se encogió de hombros.
—En cuanto los cargadores sospecharon lo que buscábamos, desertaron en masa. Tuvimos suerte de llegar aquí siquiera; nos dejaron al menos dos trifos y algunas provisiones. Encontramos Ygnarh, es cierto; o una ciudad muy antigua al menos. Una que no estaba registrada. Pero entonces llegaron los… forajidos. Y desde entonces estamos prisioneros, como usted y su amigo.
—¿Entonces no fue un sueño? ¿Chastar, la muchacha y el otro hombre…?
—¿El fraile renegado? No; me temo que son muy reales.
La muchacha, que había estado arrodillada junto a su catre todo ese rato, en silencio mientras hablaba su hermano, lo interrumpió intranquila.
—Debe descansar, Karl. —Nordgren pestañeó.
—Oh, por supuesto, qué estúpido soy. Tendremos suficiente tiempo para conversar después, me imagino.
Se desvaneció sin que M’Cord lo viera marcharse. Estaba comenzando a ver borroso. Sintió que se sumergía en el sueño, como en cálidas y suaves aguas.
—¿Perdí… la pierna? —alcanzó a preguntar torpemente. Ella sacudió la cabeza.
—Lo salvamos. Una de las cosas que dejaron los cargadores cuando nos abandonaron fue una Atwood M-400 nueva. Tenía una provisión de baterías en mi equipo, que no tocaron… Probablemente por temor a nuestra "magia"…
—¿Atwood? —murmuró medio dormido.
—Una de esas nuevas "maravillas de la medicina electrónica" —asintió—. Acelera la soldadura y el fortalecimiento de los huesos y la piel por medio de estimulación eléctrica de la…
Pero su voz se desvaneció a medida que la oscuridad se apoderaba de él. Y durmió. Pero esta vez fue un sueño profundo, reparador, sin la pesadilla del dolor. Y cuando despertó se sintió mejor.