11
M’Cord sanó. Podía caminar alrededor de la plaza bastante bien, arrastrando la pierna enferma tras él. Incluso podía trepar medianamente. Y con Chastar observándole, con un rifle listo en sus manos, en caso de que el f’yagh tratase de escapar, descubrió que podía montar nuevamente sin ningún inconveniente.
—Entonces, ¿por qué demorarnos más tiempo, aquí en la ciudad de los fantasmas? —siseó el fraile con ese modo reptiláceo que le ponía los pelos de punta a M’Cord—. El tesoro de todo el mundo espera allí al final del Sendero. Si los odiados deben venir con nosotros a La Sagrada, que así sea, pero salgamos ya.
Chastar gruñó y escupió.
—¡Partiremos cuando yo lo diga, serpiente…, ni un segundo antes! —Luego, volviendo sus ardientes ojos sobre Inga, el forajido le preguntó—: ¿Está entonces realmente bien como para cabalgar, rubia?
Inga respondió con su habitual calma que sí lo estaba. Los ojos de Chastar la recorrieron, lenta y prolongadamente, deteniéndose sobre sus pechos llenos. Ella soportó el manoseo de su mirada en silencio, aunque M’Cord, observando desde el rincón, apretó los puños y contuvo la respiración. El forajido no había tocado jamás a Inga, que él supiera, por su preocupación por la muchacha-bruja, Zerild. Pero siempre hay una primera vez para todo.
Pero entonces Zerild dijo algo cáustico y divertido, la tensión se rompió de pronto y Chastar rio groseramente. M’Cord aflojó poco a poco sus puños y dejó pasar lo sucedido sin hacer comentarios.
Inga parecía indiferente, como si no hubiese notado nada. Y, tal vez, después de todo, no hubiese sentido la presión de esos ojos hambrientos tocando y saboreando su cuerpo. Ella seguía siendo un enigma para M’Cord. Podría verse hermosa, pensaba; su cuerpo era hermoso y deseable bajo los pliegues del amplio traje térmico. Pero no hacía nada para atraer la mirada de los hombres.
No era una cuestión de cosméticos o de peinados, por supuesto, porque éstos no se encontraban más allá del puñado de colonias terrestres. Zerild misma no se preocupaba de pintarse los labios o los ojos, y se ataba el cabello descuidadamente con una tira de género escarlata. Lo que pasaba era que la muchacha mantenía un aire apacible que no era excitante. En escasas oportunidades miraba a los ojos a M’Cord, o a los de cualquier otra persona, en forma franca y abierta; su cabeza parecía estar siempre doblegada, como cargada por un peso invisible de culpa, pecado o preocupación.
Nunca reía, cantaba o se mostraba feliz. Parecía trabajar continuamente. Cuando no estaba limpiando, cocinando o atendiendo a M’Cord, copiaba las notas de su hermano u ordenaba su archivo de fotografías o las muestras de los sepulcros; siempre buscaba en qué ocuparse.
Decidió que lo que lo irritaba no era tanto su manera sumisa de someterse ante cualquier orden o presión sin quejarse sino la tensión y el cansancio que percibía en ella y que la hacía parecer más una india descuidada que la mujer joven que era. Quizá nunca sería verdaderamente hermosa, aun bajo óptimas condiciones. La visión angelical que había imaginado ver inclinada sobre él la primera vez que despertó del embotamiento de su dolor ya hacía tiempo que la había desechado como una ilusión de intensa belleza y juventud. Tal vez si sonriera un poquito, y dejase que brillaran sus ojos, podría ser atractiva. Pero no lo hacía.
Finalmente, Chastar se decidió. Al matón jactancioso parecía serle difícil controlar su temperamento y sus nervios para llegar a tomar una decisión. Pero repentinamente una tarde estableció que ya todo estaba listo y que era tiempo de partir. Al día siguiente ensillarían y abandonarían la ciudad muerta en busca del Valle de los Eternos.
Había una malicia misteriosa en sus ojos al dar la orden. Y una mirada se cruzó entre él y el fraile flaco y giboso, que M’Cord no entendió y le gustó aun menos.
Los Nordgren los acompañarían después de todo. La decisión la tomó Chastar por sí solo, y fue una verdadera sorpresa. M’Cord concluyó que el sagaz forajido debía haber pensado que mientras más rehenes pudiese llevar consigo, mejor. Chastar aún sospechaba que Thaklar podía conducirlos hacia algún tipo de trampa. Y aunque sabía que este reo no tenía razón alguna para proteger la vida de los dos terráqueos, al menos éstos podían ser obligados a cabalgar delante, de manera que si hubiese cualquier trampa para sorprenderlos, serían Karl e Inga Nordgren las víctimas, y no él, Phuun o Zerild.
Tras ellos cabalgaría M’Cord. Salvaba a M’Cord porque sabía muy bien que Thaklar apreciaba la vida del odiado, al que llamaba su hermano. Thaklar haría cualquier cosa para evitar que M’Cord sufriese daño alguno, eso lo sabía el forajido. M’Cord era el mejor rehén de todos.
Así, empacaron sus utensilios y enseres. Los Nordgren embalaron sus pertenencias bajo la mirada pétrea y suspicaz del propio Chastar, que temía la magia f’yagha, y colocaron sobre las bestias de carga los alimentos, mantas y botas de agua. Los Nordgren tenían su propio alambique de presión y los forajidos otro; pero el que había utilizado M’Cord en su viaje de prospección se había roto en el Regio. No obstante, habría suficiente como para que todos comiesen y bebiesen, incluso las bestias.
—¡Es criminal que me obliguen a dejar tiradas todas mis notas y archivos! —le comentó Nordgren a M’Cord, airadamente, mientras montaban los trifos—. ¿Por qué no nos dejan tranquilos aquí como nos encontraron? ¡No tengo ningún interés en ese tesoro que buscan, ese Valle sagrado que, de todas maneras, no es más que un mito! Tengo un trabajo que hacer; ¡y lo que encontramos aquí es de una inmensa importancia para la ciencia! La ciudad más antigua de Marte… quizá, la primera de todas, si es que las leyendas son verdaderas… oh, ¿por qué no pueden dejarnos en paz aquí a Inga y a mí para hacer nuestro trabajo?:
—Dese por satisfecho con salvar el pellejo —gruñó M’Cord entre dientes—. Si Chastar no nos necesitase para abrir el camino por la posibilidad de que haya trampas de cualquier tipo, de buena gana nos habría degollado a todos. Piense en su hermana, hombre, y olvídese de sus notas.
—Pero todo mi trabajo… —protestó débilmente Nordgren. Luego advirtió el brillo de la mirada de M’Cord y enmudeció—. Inga, por supuesto… Sí, está Inga. Pero las notas y las fotografías…
M’Cord no dijo nada más, pero sus labios se apretaron. Al igual que la mayoría de los hombres formados bajo la dura ley de sobrevivir o morir, tenía poco lugar para los sentimientos de ternura. Pero poseía una ruda caballerosidad propia, y le enfurecía escuchar los insulsos comentarios de ese hombre acerca de sus preciosos trozos de papel, que parecían importarle más que su propia hermana. Inga se encontraba a su lado, ensillando silenciosamente su bestia sin pedir ayuda ni quejarse.
Sabía que ella los había escuchado ya que su cara se mostraba demasiado inexpresiva, y sus ojos, cuando logró echarles una ojeada, estaban apagados y ausentes.
Por un momento se preguntó por qué una mujer joven y hermosa se había puesto al servicio de la carrera de su hermano, en vez de seguir la suya propia o de tener un marido y familia.
Luego se encogió de hombros y montó su cabalgadura. No era asunto suyo, después de todo.
Abandonaron Ygnarh, con los tres terrestres a la cabeza y los forajidos detrás, Thaklar entre ellos. Nordgren continuó lamentándose hasta que M’Cord, que había comenzado a sentir un pequeño dolor en la pierna, le dijo gruñendo:
—¡Por Dios, hombre, deje de quejarse y lamentarse como un niño al que le han quitado sus juguetes! Su material estará seguro…, ¿no lo empacamos con plasticina al vacío para que nada pudiese dañarlo?… ¿Acaso no estará aún aquí cuando volvamos?
—Sí, es cierto, tiene razón. En verdad no debería lamentarme tanto, ¿pero cómo sabemos si volveremos alguna vez, después de todo? —prosiguió quejumbrosamente—. Quiero decir que ni siquiera sabemos adónde vamos, ¿no es así? La literatura local está llena de leyendas de ciudades perdidas y tesoros encontrados, pero casi no hay nada que lo pruebe…
Apuró el paso de su cabalgadura y se les adelantó un poco, aún lamentándose para sí mismo. M’Cord aminoró la marcha para cabalgar junto a Inga, que iba sentada muy tiesa en la montura mirando fijamente hacia adelante, los ojos duros y el rostro inexpresivo bajo el respirador que le cubría nariz y boca.
—Lo… lo siento —dijo ásperamente.
—No lo sientas, M’Cord —le respondió con una voz sin inflexiones—. No me importa; realmente no me importa. El trabajo de Karl siempre está primero… Es realmente muy importante, ¿sabes?
No había más que decir. Pero se quedó pensando adónde irían y preguntándose si llegarían allí.
Por entonces, ya todos habían visto el mapa. Chastar había obligado a Zerild a mostrarlo. Era una vieja y fina lámina de plata muy gastada, surcada de líneas muy tenues. Como Thaklar lo había advertido, una parte de él se encontraba lisa y en blanco. Era el trayecto que se extendía al fin del Sendero, justo antes de entrar al Valle donde esperaban descubrir la Fuente de la Vida. Pero todavía pasarían muchos días antes de llegar a ese punto.
Comparando la vieja lámina de plata con mapas de prospección CA que había visto, M’Cord descubrió que si el Valle realmente existía, lo que probablemente era así, se encontraba en el centro mismo de una región que los terrestres conocían como el Meridiani Sinus, situada exactamente hacia el poniente del Sabaeus. De hecho, su imaginación lo hizo preguntarse si el lugar al que se dirigían no sería un pequeño cráter en el centro del Meridiano que los terrestres denominaban Airy. Si su sospecha era correcta, sería más bien una divertida coincidencia. Porque era ese cráter en particular, uno pequeño y sin importancia, el que los cartógrafos de la Tierra habían escogido para señalar la posición del meridiano principal, el Greenwich Marciano, como lo llamaron.
Sería una extraña coincidencia, sin duda…
Así, cruzaron las puertas de la antigua Ygnarh, en un gélido amanecer. M’Cord, con la mirada fija en Thaklar, esperaba una señal.
Quería estar listo cuando la señal llegase.
Al fin estaban en camino, pensó con gran satisfacción. Cualquier cambio que se manifestara en las tensiones intolerables, cada vez peores por el hecho de haber estado todos enjaulados durante aquel tiempo, sería para mejor.
Hasta allí habían pisado terreno poco conocido, la parte menos explorada del antiguo planeta. Allí, al menos habían estado seguros. Pero ahora se aprestaban a entrar en lo desconocido, con un mapa de un millón de años atrás para guiarles, en busca de un paraíso olvidado de los dioses, vedado al hombre desde los inicios de la vida humana sobre este planeta.
El jefe era un lobo voraz, un loco, un asesino. Y a su lado iba un fraile renegado que no estaba menos loco; y una muchacha-bruja que era capaz de traicionar a un amigo, compañero o amante, por puro gusto y placer.
Y frente a ellos, yacía un misterio que se encontraba oculto desde los inicios del tiempo. Serían los primeros en violar sus secretos.
Sólo deseaba que su presencia no despertase a los dioses, fantasmas o demonios que dormían allí sin ser molestados en los oscuros corredores de eternidades inconmensurables.