24

M’Cord volvió al campamento presa de un torpe aturdimiento, tambaleándose tras los talones de Thaklar.

El nacarado crepúsculo se había oscurecido hasta transformarse en una tiniebla aterciopelada. Sobre ellos, la cara inferior de la barrera de la ilusión, el "cielo" del Valle encantado, era ahora un lomo del más profundo color jade.

A pesar de ello las ondas de luz dorada persistían. El cielo era como un plácido lago invertido que aparecía por encima de ellos como por encantamiento de algún brujo, con sus aguas trémulas surcadas por la luz de estrellas invisibles.

Habían llegado allí violando el Edén para despojarlo de sus tesoros. Pero aquellos tesoros eran la placidez, la paz, la inocencia la juventud eterna.

Éste era un Edén sin Serpiente. Cada uno de ellos había introducido en el Edén su propia Serpiente, enroscada en sus pechos, alimentándola de sus propios corazones.

A Inga el Valle la había despojado de la vergüenza y de la culpa; había escapado de sus recuerdos intolerables y recuperado la libertad.

A Karl el Valle le había significado la locura, o por lo menos esto es lo que parecía, pues había desaparecido chillando en medio de la noche como un demente.

A Phuun el Valle le había otorgado el perdón de sus pecados, volviéndole a la inocencia de la infancia. Con el tiempo crecería hasta ser un joven nuevamente, pero sería una persona absolutamente distinta. Phuun, o ese cúmulo de experiencias y recuerdos que ostentaba ese nombre, no existiría más.

Para él el Valle había sido generoso. Le había dado aquello que raramente se le otorga a un mortal, ¡una segunda oportunidad!

¿Y los demás? ¿Qué había sido de ellos bajo el paño mortuorio de oscuridad que había ensombrecido el Valle tan misteriosamente?

Encontraron a Zerild cerca del campamento. La joven bailarina tenía los ojos desorbitados y demenciales. Se apresuró a enconarse con ellos, ansiosa de asegurarse de su normalidad.

—¿Se ha vuelto loco el mundo? —preguntó abruptamente. Su rostro estaba enrojecido, su sedoso cabello en desorden y el temor se reflejaba en sus inmensos ojos—. Chastar se emborrachó con, el vino dorado y trató de forzarme —les contestó entrecortadamente.

»Me defendí y escapé hacia el bosque. Allí vi a la muchacha f’yagha desnuda, riendo entre los niños y recogiendo flores. ¡Pareció no conocerme o no comprender mis palabras!

Thaklar asintió sombríamente.

—La muchacha fue tocada por una de las esferas brillantes y han desaparecido todos los recuerdos de su mente. La buscaremos ahora.

—¡Hay más aún! —jadeó Zerild—. ¡Su hermano! Me encontré con él errando y golpeándose contra los arbustos, rugiendo como un trifo enloquecido. Chorreaba sangre de su rostro y sus ropas estaban desgarradas. Tampoco él pareció reconocerme, ¡gateaba sobre sus pies y manos, como un animal! ¿Soy yo o todo el mundo el que se ha vuelto loco?

Thaklar refunfuñó. Su rostro se mostraba irritado, pero, sin embargo, había una especie de satisfacción en sus ojos.

—El Valle se defiende a sí mismo a través de una extraña magia —dijo—. Aquellos que están libres de corrupción, que han sido forzados en contra de su voluntad a entrar aquí, podrán escapar del encantamiento. Todos los demás fueron o serán cambiados. Pero ¿qué hay del lobo? ¿No lo viste después de escapar de él? ¿No te siguió al interior del bosque?

La asustada muchacha sacudió la cabeza con los ojos muy abiertos y abrió la boca para hablar. Pero en aquel momento se oyó un agudo grito, la voz de una niña atemorizada y dolorida.

—¡Chastar! —maldijo el príncipe Halcón.

—Parece haber sido una de las niñas —dijo M’Cord. Thaklar le aferró el brazo con dedos de acero. De pronto había temor en sus ojos también.

—Si se ha atrevido a posar sus manos con lujuria en una de ellas… —murmuró. No alcanzó a terminar la observación. Dejó las palabras colgando en el aire.

—¿Qué pasará, entonces? —preguntó el terráqueo. Thaklar sacudió su cabeza sentenciosamente.

—¡Entonces todos debemos temer por nuestras vidas, hermano mío! Porque si Los Durmientes despiertan…

—¿Quieres decir los dioses?

—No; aquellos que fueron dejados aquí por los dioses para proteger la santidad del Valle. Los lagartos no hacen más que mantener los jardines y la Fuente; pero hay otros… —Zerild se aferró de su hombro indicando con un gesto de la cabeza los árboles que circundaban el jardín.

—El grito parece haber venido desde allí —dijo.

Con una concisa orden a M’Cord, Thaklar comenzó a correr en la dirección indicada. Le había pedido a M’Cord que se quedase, pero el terrestre no le hizo caso. Si existía algún peligro, se negaba a la idea de quedarse y dejar a Thaklar enfrentarlo solo.

Aquel peculiar círculo de árboles le había llamado la atención cuando llegaron por primera vez a ese lugar encantado. La regularidad con que estaban espaciados sugería que habían sido plantados bajo la dirección de un ser inteligente. Circundaban completamente el jardín como un muro de protección. Al principio M’Cord se había sorprendido pero luego había descubierto tantas maravillas y cosas extrañas desde entonces que había olvidado completamente ese detalle. Sin embargo aún recordaba que eran muy distintos de los otros árboles que crecían en el bosque.

Encontraron a Chastar cerca de los árboles.

Se había apoderado de una de las niñas. A veces se aventuraban en los jardines sin motivo alguno. M’Cord las había visto bailando sobre el pasto o bañándose en el lago. Prestaban poca atención a los seis extranjeros, no contestaban a sus preguntas, y luego desaparecían nuevamente hacia los apartados rincones brumosos.

Pero esta joven erraba sola y tuvo la mala suerte de encontrarse con el forajido, enardecido y delirante por el vino que elaboraban los lagartos.

La había apresado arrastrándola por el suelo y se encontraba luchando con ella sobre el pasto cuando Thaklar irrumpió en la escena con M’Cord que le pisaba los talones.

La muchacha era adolescente; quizá no entendía lo que Chastar intentaba hacer pero su violencia y voracidad la asustaron, y gritó. Ahora se encontraba tratando de dominarla mientras sus manos recorrían su cuerpo joven y su boca buscaba la de ella ferozmente. Luchaba como una joven tigra, pero era sólo una niña y Chastar era un hombre maduro y muy fuerte.

Thaklar no llevaba armas, por supuesto; tampoco M’Cord. El forajido llevaba sus pistolas de energía sujetas a las caderas. Pero no hubo necesidad de que ellos intentaran someterlo a mano limpia.

Porque uno de los guardianes estaba ¡despierto!

La muchacha se debatió entre los brazos de Chastar y gritó nuevamente, un grito agudo de una sola nota.

Tras ellos, uno de los árboles se agitó.

Sus raíces se levantaron de la tierra con un sonido succionante. Sus ramas inclinadas como las de los sauces se estremecían con un viento que ninguno de ellos percibía, se enroscaban y temblaban ante la tensión, como vibra el cuerpo de una cobra antes de golpear.

M’Cord no necesitó del brazo de Thaklar para contenerse. Se quedó como clavado en el lugar en que se hallaba. Sintió como si corriese hielo por sus venas al observar lo increíble.

El árbol se había desprendido de la tierra y se arrastraba deslizándose sobre sus negras y peludas raíces que ondulaban con movimiento de serpiente. Su lánguido follaje se inclinó hacia adelante extendiéndose hacia el forajido que nada parecía ver, excepto el cuerpo adolescente que yacía jadeante en su abrazo.

En ese momento, el árbol estuvo sobre él. Las ramas se proyectaron como escurridizos tentáculos alrededor de su garganta. Sus ojos se redondearon en una expresión de perplejidad que en otra ocasión hubiese parecido cómica. Su boca se abrió para gritar… para maldecir… pero no emitió sonido alguno.

Las ramas se enroscaron como los anillos de una anaconda. Lo arrancaron de la niña y lo suspendieron en el aire algunos centímetros del suelo mientras Chastar pateaba y luchaba.

La niña se puso de pie de un salto y escapó echando tan sólo una asustada mirada hacia atrás.

—Debemos ayudarle —gruñó M’Cord entre dientes. Thaklar negó con la cabeza.

—No podemos hacer nada para ayudarle ahora, y si tratásemos de hacerlo, los otros Durmientes se despertarían para arreglárselas con nosotros de la misma forma. Duermen, pero levemente, ¿entiendes…?

Se volvió: Zerild estaba allí observando, mordiéndose los nudillos para no gritar. La abrazó por los hombros y la volvió para que no viera el final.

—Ven —le dijo, y volvieron al jardín mientras el árbol daba cuenta de la vida de Chastar, el lobo rojo.