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Hasta ese punto del viaje, el camino se había presentado uniforme y sin grandes subidas. Debido a ese sentido racial innato de la dirección y de la posición, Chastar los había guiado con absoluta seguridad a través de la suave meseta de roca. La gastada lámina de plata que indicaba el camino como un mapa era consultada solamente cuando tenían que bordear un cráter o cuando, una que otra vez, se encontraban con alguna profunda quebrada.

Pero al amanecer del tercer día entraron en terreno irregular. El avance se hizo penoso, dificultoso y bastante complicado, tornándose cada vez peor. Es que aquí, en un período desconocido del remoto pasado, habían llovido meteoritos sobre el Sinus con una fuerza inusitada y en cantidades sin precedentes. El camino que seguían estaba sembrado de cráteres, grandes y pequeños, y el suelo cubierto por una traicionera capa de roca pulverizada.

Para complicar aun más la situación, habían llegado al punto del camino que se encontraba en blanco en el mapa de plata de Zerild. De aquí en adelante, durante el resto del viaje, sólo Thaklar podía guiarlos. Y ninguno de ellos dejaba de preguntarse, en lo más profundo de su corazón, si se podía confiar en el príncipe para que los condujera sin tropiezos a su meta y los ayudase a sortear los lugares peligrosos que pudieran encontrar o las trampas escondidas que pudiesen haber colocado los antiguos marcianos.

M’Cord marchaba al frente de la expedición, seguido de cerca por Inga. Ahora el camino serpenteaba a través de un estrecho paso entre las paredes de dos grandes cráteres. Así es que se aventuró solo.

M’Cord traspiraba dentro de su traje térmico y era muy consciente del peso de las miradas en su espalda. Los otros aguardaron esperando que el suelo cediese bajo las patas del trifo llevándolo a una muerte segura al fondo de un abrupto y oculto precipicio, o que cayera víctima de un encantamiento o hechizo lanzado siglos atrás sobre aquel paso.

Él mismo estaba pensando en ello.

¿Hasta dónde se podía confiar en Thaklar respecto a sus vidas?… ¿Y respecto a la suya? ¿Cuál sería el grado de fanatismo del príncipe, y hasta qué extremo llegaría para proteger el secreto hereditario de su Casa y para salvar a La Sagrada de ser profanada por renegados y extranjeros?

Chastar había sido extremadamente astuto al enviarlo adelante, pensó sombríamente M’Cord. Las vidas de los dos escandinavos no tenían valor especial para Thaklar… Ni le gustaban, ni los odiaba, y permanecía inmutable frente a su destino. Pero la vida de su hermano ya era otro asunto…

¿O acaso se equivocaba?

M’Cord maldijo mientras traspiraba y urgió al indeciso trifo. Ahora, las paredes de roca casi se juntaban y el paso era tan angosto que sólo quedaban unos pocos centímetros libres a cada lado. Si alguna vez existió un buen lugar para una emboscada o una trampa era éste, pensó M’Cord.

Una vez fuera de la garganta del paso el Camino se ensanchaba un poco; M’Cord se relajó y respiró nuevamente. Pensó cuál sería la escala de valores de Thaklar. Si apreciaría más su vida o el secreto del Valle de Ophar.

El ritual de compartir el agua, en verdad demasiado simple como para denominarlo ritual, se había llevado a cabo entre un hombre inconsciente que moría de fiebre, y otro que sentía la suficiente compasión como para quedarse sin hacer nada y dejarlo morir sin esforzarse por ayudado. ¿Era, entonces, un verdadero rito de hermandad el que existía entre él y el príncipe?, se preguntaba M’Cord. No estaba seguro. Sabía que la gente del Pueblo era experta en derecho canónico. Sólo por placer discutían las cosas más sutiles y los asuntos más complicados de leyes y rituales: para ellos era un juego intelectual, un ejercicio mental, como para los terrestres el ajedrez, las matemáticas o las fugas de Bach.

Y no le cabía la menor duda de que Thaklar podía citar muchos precedentes para invalidar el rito entre ambos.

Pero entonces, ¿cuál era la verdadera importancia que le daba Thaklar al secreto del Valle de los Eternos? Seguramente conservaría el secreto a costa de su propia vida.

¿Pero haría lo mismo a costa de la vida de M’Cord, a pesar de considerar al terráqueo como su hermano?

M’Cord se encogió de hombros, apartó de sí todos esos interrogantes y optó por no pensar en ello.

El terreno ascendía ahora serpenteando por una huella que no estaba señalada en ninguna parte pero que conducía a la cima de una colina. Este abrupto ascenso parecía ser un anillo formado alrededor del impacto de un gigantesco meteoro caído siglos atrás. Lanzado desde las profundidades del espacio hacía un billón de años o más, el meteoro se había hundido justo en el centro exacto del Sinus. La atmósfera, en aquel entonces, era mucho más rica en oxígeno, y el calor del meteoro, lanzado a una velocidad de 57.000 kilómetros por hora, había inflamado el aire. La superficie de la península se había cubierto de escoria derretida; el cráter podía tener muchos kilómetros de diámetro. M’Cord sabía suficiente física elemental como para recordar que un meteorito de sólo tres metros de diámetro podía golpear la superficie del planeta con la misma fuerza de las endemoniadas bombas que pulverizaron a Nagasaki e Hiroshima, mucho antes que naciera su abuelo. El meteoro que había hecho el cráter de Ophar podía no haber sido más grande que eso.

Habían atravesado el Sabaeus Sinus a lo largo y ahora habían llegado exactamente al centro del Meridiano, una gran prominencia al final de la península. Se encontraban sólo a unos pocos grados al sur del ecuador marciano y exactamente sobre el meridiano principal.

Nadie podía imaginar lo que encontrarían aquí, ni siquiera predecirlo. Sólo los Eternos, como llamaban los marcianos a sus dioses ancestrales, podían saberlo.

El ascenso por la ladera de la pared externa del cráter se hizo cada vez más difícil a medida que ésta se tornaba más abrupta. Se habían visto obligados a dejar sus bestias de carga abajo, pero subieron con los trifos de montura ya que éstos podían trepar lo mismo que un hombre y tenían la seguridad de una cabra de monte. Y hubiese sido agotador y tal vez imposible tratar de llegar a la cumbre a pie. Especialmente para M’Cord; y no porque Chastar se preocupara por M’Cord, precisamente.

Las bestias de carga habían sido liberadas de su peso y dejadas en libertad. Chastar refunfuñó por tener que hacerlo, pero en verdad no quedaba otra alternativa.

El paso se hizo tremendamente inseguro ya que en los bordes del vasto cono del cráter algunos meteoritos más pequeños habían horadado las paredes dejándolas como un gigantesco colador. Había varias capas de cráteres que se superponían y, bajo el bombardeo cósmico, la roca desnuda había quedado reducida a cascajo que los siglos habían pulverizado aun más. La polvorienta arenisca silícea, mezclada con guijarros, hacía que el terreno fuera muy poco apropiado para el paso de los trifos.

Finalmente, al reparar que por cada metro que avanzaban, retrocedían tres, Chastar dio orden de desmontar y marcharon a pie en fila india, llevando a los trifos de las riendas. Ganaron terreno, trabajosamente, caminando de costado, ya que siendo el pie humano más largo que ancho conseguían mejor apoyo.

Thaklar los guio con una concentración infinita. A menudo los hacía detenerse mientras rebuscaba en su memoria algunos indicios. A pesar del agotamiento y la tensión provocados por supuestos peligros invisibles, M’Cord se distrajo preguntándose cómo podía ser posible que alguna marca en el camino permaneciera indeleble después de millones de años. Pero, evidentemente, era así, ya que aunque Thaklar tenía que detenerse, devanarse los sesos y escudriñar el terreno, los guiaba firmemente a su destino sin equivocarse ni volver sobre sus pasos para recomenzar. O las señales no se habían borrado a causa de la falta de atmósfera en el planeta o quizás los dioses las habían preservado intactas.

La pared del cráter continuaba ascendiendo. Ahora se encontraba muy por encima de la superficie del Sinus y se podía ver a gran distancia a través del límpido aire seco. El cráter debía ser tan alto como el Fujiyama, pensó M’Cord cansadamente, tratando de calcular, al mismo tiempo, su ancho. Se preguntó si no sería aun mayor que el monstruoso cráter ante el cual tanto se habían maravillado los científicos terrestres días antes que Christiansen se posara por primera vez en el planeta… Se refería al supercráter que los antiguos científicos de la NASA llamaron Nix Olímpica.

Descansaron sobre un amplio saliente rocoso y tomaron sus alimentos del mediodía. Estaban doloridos hasta los huesos y les costaba respirar, incluso a Chastar y a Zerild. La atmósfera de Marte es ya lo suficientemente enrarecida en el fondo de los océanos desaparecidos; en las cumbres montañosas, es virtualmente inexistente.

Zerild observaba la gastada placa de plata.

—Ya casi hemos cruzado el lugar marcado en el mapa como la Tierra de los Abismos —observó.

Chastar murmuró con la boca llena de carne de lagarto:

—Y en verdad que los hay. Cincuenta veces pensé que resbalaban mis botas y que caía al fondo. Aquí, cualquiera se mata de un resbalón.

Miró furtivamente a Thaklar, que estaba sentado un poco aparte del resto, masticando su carne mientras observaba la ladera. Los ojos del Halcón estaban muy abiertos y pensativos, pero sus facciones eran inescrutables.

—¡Eh, Halcón! ¡Te juzgué mal… yo, Chastar, lo admito! Pero soñé que nos traicionarías y nos matarías a todos en los Abismos una vez que fueras nuestro único guía. ¿Por qué no lo hiciste, eh? ¡Habla! ¿Quieres compartir con nosotros el tesoro? ¿Es eso? —Thaklar lo miró con una expresión sombría, con ojos distantes y desdeñosos.

—No tenía necesidad de traicionarte —le dijo finalmente—, porque todos ustedes se traicionarán por sí solos al final.

Chastar se quedó perplejo ante esta enigmática profecía y por último decidió que no le gustaba. Lanzando una maldición, se abrochó el cinto de modo de poder jugar con el mango de su látigo de cuero.

—¿Quién traicionará a Chastar? —gritó desafiante—. ¡No será la mujer, porque es mía, o lo será, y ninguna mujer traiciona a Chastar y sigue con vida! En cuanto al viejo, conoce muy bien el nombre de su amo, y conoce el peso de su mano, ¿eh, reptil? —dijo con una desagradable risotada. Le gustaba atormentar al frailecillo renegado, quien le tenía un miedo pánico.

Phuun cerró los ojos y bajó la cabeza obsecuentemente. Chastar rio nuevamente.

—¿Qué quieres decir, entonces, con esas tontas palabras? —preguntó. Thaklar sostuvo su mirada, el rostro impasible, sin denotar ninguna emoción.

—Eso lo dirá el futuro —respondió con calma—. Pero recuerda esto, lobo rojo. Está escrito que, en Ophar la Sagrada, cada uno recibirá lo que merece.

Esas sencillas palabras las dijo con una voz tranquila, sin la menor inflexión. Por eso, más que nada, M’Cord se preguntó, qué le parecían preñadas de una intención de amenaza y de un fatalismo sobrenatural.