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Zerild lo detuvo. Levantó su rostro hacia él. Estaba húmedo de lágrimas y enloquecido por emociones en conflicto. Y sus ojos se abrían asustados, desmesuradamente, como los de un niño.

—No me dejes. Llévame contigo —jadeó.

—¿Cómo? ¿Por qué tú, que una vez me despreciaste, querrías partir a mi lado ahora? —preguntó pausadamente.

—No puedo pedir tu perdón, príncipe. Y no lo pido. Llévame contigo en los términos que quieras. ¡Como tu mujer! O tu sierva. Incluso como tu esclava. Pero no me dejes sola en este horrible lugar en que los hombres se vuelven criaturas o bestias y son destrozados por árboles que han aprendido a caminar. ¡Cocinaré para ti, cuidaré de tus bestias, remendaré tu ropa! ¡Cualquier cosa! Haré cualquier cosa que me pidas… ¡pero no me dejes sola! ¡Llévame contigo, te lo ruego… sí, yo… aun yo! ¡Zerild… que jamás suplicó antes a un hombre… te suplico a ti, a ti, a quien he hecho tanto mal… y a quien he escarnecido… y despreciado! ¡Mírame, príncipe! Domada y humillada al fin… y no me desprecies, príncipe, como yo una vez lo hice contigo…

Él se inclinó, la tomó por los hombros y la puso de pie.

—Bien —dijo ásperamente—. Bien. quizá te lleve para hacer la comida. ¡Pero no te arrastres a mis pies como un khirth maltratado! Cuando eras orgullosa, libre e indomable, te amaba. No amo el servilismo, pero puedes venir para remendar mi ropa y hacer mis comidas, ¡recuerda! Sólo eso, ¡nada más!

A pesar de la aspereza de sus palabras su voz era tierna y había algo en su rostro que M’Cord nunca había visto antes ni pensado ver.

Ella también lo notó. Y sonrió entre sus lágrimas y la maraña de su cabellera, una sonrisa que no era orgullosa ni burlona sino tímida, extrañamente tímida, como sonríe una joven la primera vez que ve el ardor y el deseo en el rostro de un joven.

Él sonrió también y pareció que algo había quedado decidido entre ellos. M’Cord adivinó que lo que sucedería entre ambos en los días por venir no se reduciría sólo a remendar la ropa y hacer la comida.

Sin darse ni tiempo para cenar hicieron sus bultos y se prepararon para partir. Thaklar les advirtió que no llevaran nada que perteneciese al Valle. No podían siquiera llenar sus vasijas de cuero con el agua de la laguna.

Optaron por abandonar el equipo perteneciente a los otros en el mismo lugar donde se encontraba. Pero Thaklar tomó las armas que Chastar les había arrebatado en Ygnarh así como las del forajido.

Dejaron el resto de la carga: mantas, bolsas de dormir y ropa. No tenía sentido cargarse de cosas que no iban a necesitar y que no podrían llevar con comodidad. Además, dijo Thaklar, el jardín podía limpiarse a sí mismo. Todo aquello que descartasen pronto se convertiría en polvo, dijo. Esa capacidad de destrucción es una de las fuerzas de aquella maquinaria vieja como el mundo. De ese modo el Valle se libraba por sí mismo de todo lo que no le pertenecía.

Y tras sus palabras M’Cord descubrió con un estremecimiento que había una prueba.

La carpa que había levantado Nordgren aún estaba allí, como un manchón en medio del jardín eterno. Pero la carpa no era eterna y ya las fuerzas de la destrucción estaban trabajando sobre ella. El pesado nioflex del que estaba fabricada era firme, hecho para mantener su brillo años y años. Pero ya estaba opaca y agujereada. Una película de moho se había adherido a la fibra sintética y ésta había comenzado a deteriorarse. Los cierres que eran capaces de soportar la fuerza de un huracán, se habían abierto. Las puertas colgaban, balanceándose suavemente con la brisa.

La carpa ya había adquirido la apariencia de algo abandonado, arruinado, que se iba hundiendo en el olvido.

M’Cord se alegraba de abandonar ese extraño lugar donde los materiales sintéticos más firmes se transformaban en harapos en una noche. Y se sentía temeroso e impaciente, nervioso ante cada momento de retraso.

La impresión de ser observado por ojos invisibles lo dominó nuevamente. Sentía los ojos sobre su espalda y la sensación era tan pavorosa que le ponía la piel de gallina y hacía que los pelos de la nuca se le erizaran.

Todos lo sintieron. Los ojos de Zerild estaban constantemente sobre Thaklar, como para darse ánimo, como si extrajese fuerza y alivio sólo de su proximidad.

Hubiese sido agradable despedirse del Anciano y de los amistosos y hospitalarios seres de su especie, pero los Ushongti no aparecían por ningún lado. Debían de estar aún ocultos en sus "nidos", que ninguno de ellos conocía. Con un pequeño remordimiento de conciencia M’Cord se percató de que jamás había agradecido a la cómica y benévola criatura el restablecimiento de su pierna. Los acontecimientos se habían precipitado de tal manera, y los descubrimientos y transformaciones habían sido tan asombrosos, que se había olvidado de hacerlo.

Pero quizá no importara. Quizás el sabio y filosófico lagarto pudiese leer el agradecimiento en su corazón con sus extraños dones telepáticos. Así lo esperaba.

Se detuvo un momento para dar una silenciosa despedida al jardín y a aquellos que lo atendían, recordando todo lo que le había sucedido allí.

Luego se volvió, se echó al hombro sus alforjas y marchó tras Thaklar y Zerild en dirección al borde del Valle.

M’Cord había supuesto en su subconsciente que, al llegar al muro de los árboles, podían encontrarse con los guardianes, despiertos y alertas para enfrentarlos.

Pero quizá no importara. Quizás el sabio y filosófico lagarto, sus ramas o tentáculos se mecían con una extraña agitación, pero permanecían firmemente enraizados en la tierra. Los tres atravesaron rápidamente el círculo, conscientes de ser observados por ojos cargados de sospecha y aun hostiles, pero salieron de allí, hacia las llanuras sin ser atacados y sin que les impidieran el paso. La misteriosa oscuridad aún ensombrecía el Valle. No alcanzaban a ver a través de él las lejanas paredes del cráter. Pero Thaklar les condujo al pie de la escalera de piedra con aquella precisión de compás que poseen los marcianos, y nada se interpuso en su camino.

Penetraron en el bosque cautelosamente ya que estaba muy oscuro y no había forma de saber qué podía esconderse entre las tinieblas, esperándoles.

Los niños desnudos habían escapado, al parecer, a los lugares más recónditos del bosque. Al menos no encontraron ni uno solo de los dorados habitantes.

En la semioscuridad sin luna encontraron, sin embargo, a una bestia.

Era una de aquellas criaturas gato de la edad primitiva que M’Cord había visto al entrar al Valle por primera vez. Aquella vez el animal lo había mirado indiferentemente, sin prestar atención a su presencia. Ahora, la criatura que Nordgren calificaba como un fósil viviente del pasado, un antepasado de la raza marciana, una de las bestias de cuya carne los Eternos habían modelado al Primero del Pueblo en los Inicios, se volvió hacia ellos, descubriendo largos colmillos en una sonrisa amenazadora mientras sus ojos verdes-dorados refulgían en las tinieblas.

Sin embargo no hizo ningún movimiento para atacarlos; se agachó al borde del claro, gruñendo amenazadorarnente desde lo profundo de su pecho.

—Es como dije —musitó Thaklar—. El Valle se ha vuelto contra nosotros y nos expulsa de él.

M’Cord asintió. Adán y Eva habían sido expulsados de su propio jardín de igual forma, por un ángel con una espada de fuego. Y los ojos de aquel ángel, no le cabía la menor duda, habían brillado con la misma luz amenazadora de la bestia agazapada, escupiendo y gruñendo, observando su partida. Y así salieron del Edén.