18

Aproximadamente una hora más tarde salieron del bosque a la llanura central de Ophar.

El bosque raleaba casi imperceptiblemente al acercarse a los prados. A medida que se aproximaban, los claros se hacían cada vez más frecuentes, con manchones de curiosos árboles de hojas azul y plata. Luego las arboledas se interrumpían para dejar lugar a extensiones de musgosos prados. Por último, sólo quedaban grupos aislados de seis o siete árboles que rompían el suave paisaje de la llanura.

M’Cord calculó que debían de haber recorrido unos nueve kilómetros hasta llegar al centro de Ophar, No tenía la menor idea de dónde podía estar el resto del grupo.

Frente a ellos, a la distancia, hacia el centro del Valle, se levantaba un círculo de árboles. A falta de otra meta, se dirigieron hacia ellos.

M’Cord aún sentía la pierna como muerta, pero ya no le dolía. En verdad, sentía una frescura y vigor que hacía mucho tiempo no experimentaba. El aire del Valle era más rico en oxígeno y más húmedo que en las demás partes del planeta; ése, por sí sólo, podía ser el motivo de que se sintiera tan bien.

Era imposible adivinar la profundidad del Valle: quizá trescientos, seiscientos u ochocientos metros bajo el borde del cráter, quizás más. No había manera de saberlo, pero habían descendido por una ladera muy suave durante un largo tiempo. Era obvio que el aire más denso, más rico a esa profundidad, era la causa de la vegetación. En Marte, al parecer, al igual que en la Tierra, la vegetación exhala oxígeno puro: el efecto era como encontrarse en un bosque de pinos donde el aire parece más diáfano y fresco que en ninguna otra parte. Lo parece porque es así. Y si la barrera de ilusión era algo natural, causada por un fenómeno de inversión, sin duda retenía la humedad, más pesada que el aire, en las profundidades del Valle.

Levantó la vista hacia el extraño "cielo" que no era otra cosa que la barrera de ilusión vista desde abajo. Ese cielo era una piscina de pálida luminosidad verde, surcada por vibrantes ondas.

Se aproximaron al anillo de árboles. Eran seis o siete y se encontraban distribuidos con extraña simetría, regularmente espaciados, casi como si hubiesen sido plantados deliberadamente de esa forma. Eran distintos a los que habían visto en el bosque. Una de las diferencias era que los elementos que se entremezclaban para formar su tronco eran de un rojo satinado, en vez de negro. La otra diferencia era que… se movían.

Las ramas, como las de los sauces, se agitaban continuamente con la elegancia de los reptiles. Esto llamó la atención de M’Cord desde el principio, hasta que hubo cojeado lo suficientemente cerca para verlas bien a través de la tenue bruma del atardecer. Pero lo que lo heló de espanto fue que, aunque las flexibles ramas ondulaban lenta y regularmente… ¡no había viento allí que las moviese!

Y tan pronto como entraron al círculo de árboles M’Cord tuvo conciencia de que ojos invisibles estaban posados sobre ellos. Sus compañeros también sintieron la presencia de observadores ocultos; Thaklar gruñó y se estremeció, el pelaje de su cabeza se erizó como cerdas y sus ojos amarillos escrutaron rápidamente un lado y otro. La muchacha, Inga, tembló, y se acercó más a los dos hombres, con los ojos desorbitados en medio de la palidez de su rostro, ensombrecidos por un vago terror indescriptible.

No era que los invisibles fuesen amenazadores. Tenían la impresión de que no eran malignos, pero sí astutos. Los que los observaban lo hacían muy atentamente, sin saber si ellos eran amigos o enemigos. ¿Eran los árboles acaso?

Si era así M’Cord se sintió mejor una vez que hubieron traspuesto el círculo para entrar en el recinto que enmarcaban.

Y aquí se encontraba… ¡un jardín!

No cabía otra palabra para describirlo. Crecían grandes flores delicadas y en cuidados macizos; arroyuelos, evidentemente artificiales, serpenteaban entre los arbustos y caían cantando en cascadas en miniatura. M’Cord observó que no había flores marchitas, ni tallos muertos o pétalos caídos que rompieran la suavidad del musgo zafiro que allí crecía. Era como si las manos de invisibles jardineros arrancaran cualquier imperfección o signo de vejez.

—Los Jardines de los Ushongti —murmuró Thaklar, casi para sí mismo, pensativo—. Pero… ¿dónde están los Guardianes?

Ushongti.

M’Cord sabía de qué se trataba: eran los genios guardianes de los antiguos mitos. Había visto muchas veces su apariencia mítica tallada en puertas de mármol y en monolitos de piedra de las ciudades muertas. Recordaba sus facciones. Eran gigantes con feroces colmillos curvados sobre bocas que parecían incisiones desprovistas de labios, y de inmensos ojos penetrantes; le vinieron a la memoria las frentes con tres cuernos, que siempre le recordaban el tridente de Neptuno, y sus alargados lóbulos. En verdad, ¿esperaría Thaklar encontrarse con sombríos gigantes salidos de cuentos de hadas?

Pero ¿por qué no? Después de todo, el jardín mismo en que se encontraban era algo que pertenecía a los mitos ancestrales. Y si éste existía, ¿por qué no, también, las sobrenaturales criaturas?

Llegaron a un plácido lago, lleno de agua fresca, la fuente que alimentaba los arroyos.

Y allí, junto al borde, se encontraron con una estatua tallada en resplandeciente piedra escarlata que representaba a un enorme saurio de abultado vientre, dormitando al sol.

Luego, éste volvió la cabeza y los miró.

Más tarde —horas, tal vez, aunque era difícil establecerlo con exactitud en ese valle de un eterno crepúsculo, donde no había amaneceres ni atardeceres, mediodías ni ocasos— llegó Nordgren. Estaba encendido y afiebrado; venía tan distraído que apenas notó que su hermana se encontraba con Thaklar y M’Cord.

Se hundió, temblando de excitación o de cansancio, en la alfombra de musgo azul junto a ellos y recibió, con manos ausentes, las frutas maduras que le ofreció Inga en la fuente de la cual habían estado comiendo perezosamente. Hablaba consigo mismo en un lenguaje que M’Cord no conocía… quizás su idioma nativo, el sueco. Estaba tan distraído que apenas se sobresaltó cuando llegó el Anciano, tambaleándose, para volver a ofrecerles un vino suave y dulzón.

Los enormes ojos púrpura le observaron serenamente, y luego se volvieron a M’Cord.

… Los otros llegarán pronto: tres de ellos, dos machos y una hembra… los estamos llamando, como lo hicimos con este del pelo…

—Lo sé; gracias —respondió M’Cord asintiendo.

La voz fina y fría que había susurrado estas palabras en su mente sin necesidad del lenguaje oral, calló. Los sabios ojos púrpura, en los que jugueteaba un dejo de regocijo, observaron a Nordgren minuciosamente.

… Parece estar trastornado, tal vez su mente ha sufrido un daño, ¿o sufre de alguna enfermedad?…

Inga le respondió en tono amable que su hermano actuaba a menudo así. El Anciano se encogió de hombros filosóficamente —un gesto demasiado humano, pensó M’Cord— y comenzó a escanciar el vino en cuclillas, como un extraño ídolo de piedra roja, como la estatua que parecía a primera vista.

Era extraño, pensó M’Cord al observar afectuosamente al solemne saurio, el gran parecido que habían logrado los marcianos al representar a los Ushongti en sus tallas. Los grandes ojos, sagaces aunque jocosos, aparecían convertidos en penetrantes miradas amenazadoras y se había exagerado la cresta trilobulada, transformándola en cuernos. Pero los brazos, con sus curiosas zarpas de cuatro dedos, estaban reproducidos fielmente, al igual que la abultada barriga que daba a los saurios escarlatas un aspecto tan cómico que hacía imposible temerles. Una vez que se fijaron los convencionalismos referentes a los cánones del arte, imaginó M’Cord, los saurios fueron reproducidos sin alteraciones por los siglos de los siglos. Y había pasado un billón de años desde la primera vez que un marciano había visto a un Ushongti, según les informó el Anciano.

Nordgren bebió con aire ausente el vino que Inga le sirvió en un vaso de piedra; gradualmente se fue aclarando su mirada enloquecida y desorbitada y comenzó a salir de su estupor. Pestañeó, mirándoles sorprendido.

—¿Tú aquí… Inga? Me preguntaba qué habría sucedido con todos ustedes… Es extraño que todos hayamos comenzado a vagar desde el momento en que llegamos al verdadero Valle bajo la ilusión… como si estuviésemos todos borrachos, o drogados, o algo…

—Sí. Yo también lo advertí —dijo M’Cord en un bostezo.

—Un trauma… eso es… un shock traumático, producto de la súbita transición a este asombroso lugar; y la extraordinaria cantidad de oxígeno del aire debe de habernos estimulado impetuosamente… confundido…

Se calló para observar admirado al Anciano, que estaba sentado sobre sus ancas, con los brazos cruzados cómodamente sobre el abultado vientre y su corta y tiesa cola estirada tras él de modo que parecía un canguro. Tras un rato, Nordgren se acordó de cerrar la boca. No se sobresaltó ni sintió miedo por la apariencia del enorme saurio provisto de inteligencia. Telepáticos por naturaleza, los saurios escarlatas irradian parte de su propia placidez y serenidad, y de su apacible sosiego, a todas las mentes receptivas. Luego del momento inicial de temor y asombro, se les acepta como lo que son, los eternos Guardianes de Ophar, de edad indefinible, destacados allí por los dioses para cuidar el jardín y para vigilar todo lo que habita en los ámbitos del Valle.

Inga dormía recostada sobre el musgo salpicado de flores, su rostro extrañamente relajado y tranquilo como el de la muchacha-niña que habían encontrado vagando desnuda por los bosques. Con el sueño, los duros surcos producidos por el cansancio y la preocupación se habían borrado.

M’Cord bostezó, sintiendo sueño también. Se había bajado el cierre del traje a medias, ya que el ambiente era cálido y agradable. No había necesidad de desempacar el saco térmico; era mejor echarse donde el sueño lo sorprendía y dormir allí.

Nada podía hacerles daño en ese lugar idílico, les había dicho el Anciano. Al menos mientras no rompieran la paz.

… Tu pierna ha sido dañada cruelmente y ha sanado mal, dijo el susurro del Anciano muy dentro de su mente; yo la cuidaré mientras duermes…

—Sí, hazlo. Ahora dormiré… —musitó el terrestre. Luego se echó y durmió; y en sueños hubo niños levemente bronceados que vagaban desnudos y libres de vergüenza por un jardín donde no existía el tiempo, donde el dolor, la muerte y el terror nunca llegarían.