19
M’Cord no supo cuánto había dormido… Tal vez diez horas o más. Pero cuando al fin despertó, vio que durante la "noche" habían llegado Chastar y Phuun, "convocados", como decía el Anciano en su extraña fraseología casi proverbial.
El jefe de los forajidos estaba sobrio y purificado, y Phuun mismo parecía curiosamente distinto, más voluble y menos encerrado en sí mismo. M’Cord ya había descubierto (sin comprender cómo ni por qué) que había algo en la atmósfera del Valle que cambiaba a las personas de modo muy especial. Ni siquiera trató de descifrar si eso se debía al aire húmedo, más cálido y rico en oxígeno, o a alguna influencia telepática transmitida por el Ushongti… o a ambas cosas a la vez.
Pero mucho más sorprendente que todo esto era el cambio sufrido en su pierna. Durante la noche había… ¡sanado! Completamente. La insensibilidad y el palpitante dolor habían desaparecido. Ya no tenía que cojear, arrastrándola tras sí como un peso muerto. Los músculos desgarrados eran ahora flexibles y dóciles; la pierna, milagrosamente, había vuelto a ser normal.
Aun la cicatriz se había borrado. El largo surco que había quedado donde las venenosas zarpas del gran gato del desierto desgarraron su carne desde la cadera al tobillo había desaparecido como si nunca hubiese existido; la carne estaba firme y la piel no presentaba ni siquiera un leve rasguño.
El Anciano había prometido "curarla" mientras M’Cord dormía; y ¡era obvio que había cumplido su promesa!
Con su pierna en perfectas condiciones, M’Cord se sentía eufórico, rejuvenecido. Siempre había tratado a su cuerpo duramente, usándolo, exigiéndole mucho. Lo había obligado a llegar a ser la poderosa y ágil herramienta que su vida errante requería que fuese. Cuando el gran gato del desierto lo había dejado lisiado, sintió, oscuramente, como si se hubiese traicionado a sí mismo de algún modo. Lo había amargado y envejecido; lo había hecho sentirse viejo e inútil. Ahora todo eso había cambiado; el Valle había obrado su primer milagro.
Pero probablemente no el último, pensó.
Varias cosas habían sucedido durante la noche, mientras dormía… aunque "noche" era un nombre inadecuado en este lugar sin tiempo donde ellos se habían aventurado, en este dominio donde no existían las familiares gradaciones de luz y oscuridad entre las que habían transcurrido sus vidas. Aquí no había amaneceres, mediodías ni atardeceres, sólo una perpetua e invariable bruma como de sueños. Un crepúsculo jade-topacio que no se oscurecía jamás; un jardín eterno. Otra novedad era la carpa.
Nordgren conservaba gran parte del convencionalismo puritano de sus burgueses antepasados suecos. Le parecía que echarse a dormir sobre el musgo era como ponerse a comer lotos, le chocaba como algo inadmisible; la gente civilizada dormía en camas, o por lo menos en bolsas de dormir, pero sobre todo, ocultas en la intimidad de las carpas. Así, despabilándose del sopor de Ophar, insistió en desempacar una carpa. La levantó con la ayuda de Inga, mientras los Ushongti sentados sobre sus ancas como canguros, con las garras escarlatas entrelazadas sobre sus vientres, observaban con ojos asombrados el incomprensible comportamiento de aquellos extranjeros.
La carpa habría parecido fuera de lugar aun en las desiertas planicies o en las rocosas gargantas del Sinus. Aquí parecía como la tosca inscripción de un sepulcro subterráneo garrapateada sobre el frente del Partenón.
Se trataba de un carísimo equipo terrestre fabricado por Abercrombie-Fitch Bonwits, de nueve capas de nioflex al vacío, con cierres de presión y provisto de elementos termoeléctricos cosidos entre los revestimientos interiores. Se veía tan fea como una casa rodante en medio de los Campos Elíseos, y tan inútil como un conducto de desagüe en el Valle de la Muerte. Pero los cánones de la civilización regían para el aséptico puritanismo de Nordgren… ¡aun en el Paraíso! De modo que allí pasaron la noche, él y su hermana, mientras los demás dormían sobre el césped azul dondequiera que los sorprendiese el sueño.
M’Cord se encogió de hombros. Poco le importaba. Comenzó a quitarse las ropas. La laguna era de agua de verdad, fresca y pura, el lujo más exquisito que se podía concebir en este mundo desierto: y hacía ya más de un año que no disfrutaba de algo ni remotamente parecido a un verdadero baño.
Para evitar ofender la sensibilidad del científico sueco, o la de su hermana, M’Cord se bañó tan pronto como se levantó. Nadie aún se movía, salvo unos pocos Ushongti que se tambaleaban entre las flores ocupados en pequeñas tareas hortícolas. Bajo su estropeado y manchado traje térmico M’Cord llevaba una blusa de tela plástica de mangas largas y cuello alto, del tipo que se limpian solas repeliendo la suciedad y la humedad electrostáticamente al enchufarlas a una batería durante la noche. La camisa, alguna ropa interior del mismo material y medias gruesas, era todo lo que usaba un trabajador en Marte bajo sus trajes térmicos.
Una vez que se hubo relajado y refrescado salió goteando de su largo baño en la laguna. Mientras esperaba que su cuerpo se secara con la brisa sintió un peculiar rechazo a vestirse nuevamente. En ese lugar de clima veraniego, donde los mosquitos eran desconocidos y donde ni las rosas tenían espinas, no había necesidad alguna de usar ropa, excepto por pudor. Tendido sobre el musgo miró la arrugada vestimenta que había dejado amontonada. Los niños del bosque habían solucionado correctamente el problema, pensó, y parecían tan inocentes sexualmente como un recién nacido a pesar de su aparente adolescencia.
Cuando Nordgren emergió finalmente de la sofocante monstruosidad de nioflex que había escogido para pasar la noche, encontró a M’Cord casi desnudo, solo con su ropa interior, que había transformado en "shorts". Había desechado incluso sus botas. El científico se escandalizó, pero la idea prendió en los demás tan pronto como se levantaron y vieron a M’Cord con su nuevo atavío.
Chastar cortó sus yiog’a de lana y se hizo un corto taparrabos: pero conservó su cinto y cananas y el infaltable látigo que, al parecer, veía como un símbolo de su masculinidad. Zerild se rio ante el recato de M’Cord al quedarse semidesnudo y lentamente se desnudó para la zambullida matinal ignorando a los hombres que la miraban con abierto placer. M’Cord la observó sonriente comenzando a comprender por qué era capaz de estimular a un hombre como Thaklar hasta llevarlo a una pasión ciega. Era delgada y fuerte como un muchacho, de un dorado tostado, la seducción misma, esbelta como una pantera, elástica y hermosa, pensó… y casi tan peligrosa como ésta.
Después de nadar —y se preguntó dónde podría haber aprendido la bailarina marciana un deporte terráqueo en ese mundo desértico— reemplazó su traje de viaje por un corto taparrabos y todas las joyas que poseía. El efecto era de una tentadora desnudez primitiva; M’Cord disfrutaba mirándola y ella parecía gozar con la provocación. Luego de haber gastado algunas bromas obscenas, Chastar se sentó a observarla, con la frente sudorosa y una mirada devoradora en sus ojos entrecerrados. "Habrá problemas con Chastar muy pronto", pensó M’Cord con desaliento.
El desayuno consistió simplemente en unas frutas maduras, un vino liviano y efervescente, y bizcochos de una exquisita pastelería, desconocida para todos, que el amistoso saurio les sirvió en platillos de madera hermosamente tallada y pulida.
Cuidando de mantener sus ojos alejados de Zerild, que yacía con sus largas y flexibles piernas estiradas, moviendo lánguidamente los pequeños dedos de sus pies mientras mordisqueaba una lustrosa fruta, Nordgren inició una disquisición científica acerca de Ophar.
—Es verdaderamente increíble, pero ayer pude reconocer trece especies ya extinguidas, todas florecientes a pesar de haber desaparecido de Marte antes de finales del Pleistoceno —dijo con el brillo de un fervor escolar escondido tras sus gruesos lentes—. Aquellos árboles, por ejemplo; las flores… ¡ni siquiera tenemos fósiles de ellas! Pero lo más asombroso de todo son los Ushongti… Dense cuenta: dos razas inteligentes que viven aquí en un parentesco simbiótico; una claramente humanoide, y la otra una especie hasta ahora desconocida de reptiles de sangre caliente. Nadie imaginó jamás nada parecido. Sabemos que en la ecología de Marte predominaban los reptiles sobre una especie mamífera mucho más escasa que aún sobrevivía; hasta ahora se presume que lo que simplemente sucedió fue que la biosfera marciana comenzó a perder rápidamente sus capacidades vitales, durante el equivalente marciano de nuestra Edad de los Reptiles; esto quiere decir que pocos mamíferos habían siquiera comenzado a evolucionar cuando el planeta comenzó a morir, a secarse sus mares, a marchitarse su vegetación y a perderse su atmósfera en el espacio una vez que el debilitado campo gravitatorio fue incapaz de retenerla. Pero… una raza de reptiles con inteligencia: ¡reptiles telepáticos! Es asombroso.
Siguió parloteando excitado con su habitual tartamudeo, hablando más consigo mismo que con M’Cord, quien le prestaba poca atención, profiriendo sólo algún gruñido por cortesía de vez en cuando. Pero la última parte del discurso llamó la atención de M’Cord.
—Si es como dice, doctor, ¿cómo explica la existencia de los marcianos mismos? A mí me parece que constituyen una raza humana. Descendientes del gato o no, el proceso de su evolución ha sido muy largo.
Nordgren asintió entusiasmado, agitando sus largos y lacios mechones de cabello rubio sobre la frente pálida.
—Sí, ha puesto usted el dedo justo en el punto débil de la ciencia ortodoxa —tartamudeó ansiosamente—. Para evolucionar hasta llegar al actual ser humano se requiere una larga historia de linaje mamífero, o así debería ser, al menos. Pero el origen de los marcianos es un misterio que aún queda por resolver y hay pocas pistas para seguir. Algunas eminencias sugieren una impresionante mutación, un enorme salto de un millón de años de evolución normal entre dos generaciones. Hay algo a favor de esta hipótesis, ya que la enrarecida atmósfera de Marte permite penetrar mayor número de radiaciones que la de la Tierra aumentando enormemente, de este modo, las probabilidades de mutación…
Se interrumpió con la mirada perdida en la distancia del Valle.
—No sería raro —susurró— ¡que la respuesta a esto resultara ser el tesoro o secreto que hemos venido a buscar! Los nativos mismos dicen que sus dioses hicieron a los Primeros de la carne de las bestias, ésa es la traducción literal del jarad-izha. Podemos descartar el asunto acerca de sus dioses sólo como un mito antropomórfico, el mismo y familiar punto de vista homocéntrico acerca del mundo que dio auge a Prometo, Odín, Jehová y otras concepciones simplistas de los primitivos. Pero en algún lugar de este Valle, que parece escapar de las alteraciones del tiempo, podemos encontrar la cuna de la evolución misma, el secreto de la vida.
M’Cord se estremeció repentinamente, sin ninguna razón aparente.
El clima era aquí cálido y estival. ¿Por qué, entonces, sintió el frío hálito de lo Desconocido sobre su desnudez?