5
Prosiguieron al amanecer, rumbo al Norte, hacia la meseta. Hablaron poco, ya que la fiebre y el dolor se fueron apoderando de M’Cord. En cuanto a Thaklar, se había apoderado de él un humor negro y depresivo y caminaba cansadamente con la cabeza gacha, ensimismado en sus pensamientos.
M’Cord lo compadecía, en medio de su propio padecimiento. Porque entendía la inmensidad del pecado de Thaklar.
Ophar, o "La Sagrada", como se le decía, era el Paraíso en la religión de los nativos de Marte. Lo llamaban el Valle Donde Nació la Vida. Fue allí, en ese misterioso y sacrosanto Valle, donde según los mitos más antiguos que las montañas, los Eternos crearon la vida. Fue en ese lugar secreto donde el Adán marciano fue plasmado con la carne de las bestias, tomó forma humana y recibió ese chispazo de inmortalidad que distingue al hombre de la bestia.
Pero era más que la cuna de la raza; porque La Sagrada guarda en sus entrañas el más precioso de los regalos que los Eternos donaron a sus hijos adoptivos. Era la mismísima Jhayyam-i-Jaah, la Laguna de la Eternidad que guarda el Agua de la Vida, la antigua versión marciana de la Fuente de la Juventud, esa que el entrecano y candoroso soldado aventurero Ponce de León buscó antaño en los pantanos de la Florida.
Todo eso era leyenda y mito, por supuesto, y M’Cord lo sabía. Material de cuentos de hadas. M’Cord había visto demasiado en su vida como para creer en los dioses de los hombres, y mucho menos iba a creer en los dioses extraños de un planeta ajeno. Pero esas creencias son expresión del temor reverente que ciertos símbolos o historias suscitan en los hombres y no tienen nada que ver con hechos o verdades del mundo real. Los hombres necesitan sus mitos así como necesitan a sus héroes; es necesario creer en algo superior para evitar sucumbir al asco y desprecio de todo, incluso de uno mismo.
Para algunos, lo santo, la cosa sagrada, es el hogar o la bandera o el país. Para otros hombres es una manera de vivir, un credo o un sistema político o un código ético. Pero para muchos hombres es la colección de los viejos cuentos de unas Escrituras, olvidados por el tiempo. M’Cord no tenía fe en las Escrituras, ya fuesen de sus propios antecesores cristianos o de la religión marciana. Pero sabía lo mucho que significaban para ellos los vestigios agonizantes de un pueblo que moría. Y comprendió, al fin, el verdadero significado de lo que había hecho Thaklar.
El resto de la historia fluyó de los herméticos labios de Thaklar en trozos y fragmentos durante los dos días siguientes: le había revelado el secreto a la bailarina para probarle que su amor por ella era aun más fuerte que sus votos hereditarios, más fuerte que su honor. Y antes de estrecharla en sus brazos siquiera una vez, ella escapó amparada en la oscuridad de la noche en un trifo robado, y se esfumó en los páramos. Sólo había jugado con él, como un gato con un pequeño ratón, cruelmente, con las agudas garras escondidas tras suave terciopelo.
M’Cord no creía que Thaklar aún juzgara ciertos los antiguos ritos. Pero eso no importaba. Era suficiente saber que había manchado el honor de su Casa por culpa de una ramera caprichosa. Había escupido sobre la tumba de sus antepasados. Había vendido el preciado tesoro de sus padres por la carne de una mujer, pecado infinitamente más despreciable que venderlo por oro. Se había presentado de inmediato ante el Anciano Príncipe de su nación a confesar su pecado, que estaba más allá de la redención, ya que sobrepasaba todo castigo. Se le despojó de su nombre de clan, y el emblema del principado de su Casa fue arrojado al polvo. Sin honor, sin tribu, había sido expulsado de los dominios de su pueblo condenado a vagar por el mundo en amarga soledad hasta que le sobreviniera la muerte.
Ya no le quedaba nada por qué vivir. Pero había algo, un secreto que alimentaba en su corazón, más profundo y violento que el deseo que había sentido por la mujer.
Y ese deseo se llamaba Venganza.
M’Cord era más fuerte que lo que él mismo creía. Había pensado que la fiebre aparecería en pocas horas, pero su organismo se defendió y mantuvo a la enfermedad a raya durante dos días. Sin embargo, finalmente su fortaleza cedió y se hundió en el loe; delirio. Thaklar lo atendió, lo alimentó, le dio de beber y lo ató a la montura para que no se cayera. Y en los alimentos y la bebida mezcló los medicamentos que M’Cord le había indicado en sus horas de lucidez. Siguió sus instrucciones aunque no creía en el poder de las medicinas de los terráqueos.
Por la noche, con los huesos cansados, se acurrucaba junto a M’Cord y le hablaba suave y pausadamente. El terráqueo ahora estaba delgado y alicaído, con los ojos brillantes de fiebre: deliraba y se retorcía entre sus ataduras.
Thaklar le hablaba porque no tenía con quién hacerlo. Era sólo el desierto, el silencio, la noche y las estrellas. Pensó que el sonido de una voz humana podría aliviar y calmar a M’Cord en su delirio. Tal vez era así en parte. Pero lo más probable era que le hablara, simplemente, para descargar su alma y mantenerse cuerdo.
Le contó que había recorrido el mundo buscando a la bailarina Zerild. La había buscado con avidez en los campamentos del Pueblo, en las caravanas de los gordos mercaderes y aun entre los viles f’yagha en los cuarteles de las colonias terrestres.
Preguntó ansiosamente por ella en todas partes; pero no supieron decirle nada y no la había encontrado.
Entonces había supuesto, con un escalofrío de terror, que era posible que no le hubiese sonsacado el secreto sólo por satisfacer su vanidad sino con un propósito definido.
El único propósito que podía imaginar eran las viejas razones que llevan a los hombres de todos los mundos a buscar lo Inalcanzable. El motivo que llevó a los conquistadores españoles a explorar las tierras vírgenes de la desconocida América en busca de su propia Fuente de la Juventud. Y todo por el temor a envejecer y morir. Porque estaba dicho en las Escrituras que aquellos que bebiesen de la Laguna se tornarían jóvenes nuevamente, para nunca envejecer ni morir.
Y una mujer como Zerild, que se gana la vida tentando a los hombres con su belleza y luciendo su juventud ante su lujuria, teme, por sobre todo, la llegada de la vejez con sus canas y sus arrugas.
El primer paso del Sendero Milenario era la ciudad de Ygnarh.
Era antigua esta ciudad; más antigua que el Carbonífero. Tan vieja que ni aun las leyendas registraban cuándo se erigieron sus primeros pilares. Había muerto hacía tanto tiempo que ni aun las Epopeyas recordaban los tiempos en que los hombres la habían habitado. "La primera de las ciudades", la llamaban las Escrituras; era como la Tierra de Nod, donde Adán se estableció cuando fue expulsado al este del Paraíso y cuyas puertas fueron cerradas a sus espaldas por un ángel con una espada de fuego.
Si realmente había existido una ciudad llamada Ygnarh, Thaklar pensaba que se encontraría en el Seno de la Meseta Sabaeus. Éste era parte del secreto que su familia había guardado desde tiempos inmemoriales, y la razón por la cual el Sendero Milenario había permanecido oculto era para impedir a los hombres buscar Ophar la Santa donde se encontraba el Agua de la Vida, ya que bañarse en ella era un sacrilegio. Hace ya mucho, los dioses decretaron que no era bueno que el hombre viviera por siempre ni que morara en el Valle Más Allá del Tiempo donde los Eternos habían caminado una vez. Así, estaba prohibido entrar allí, y el camino se guardó en secreto, y la custodia de ese secreto se confió al fundador de la dinastía de Thaklar.
Desde ese día, ningún hombre de la Casa había revelado el secreto a un extraño; sólo cuando el padre de cada generación yacía en su lecho de muerte confiaba el secreto a su hijo mayor. Así había sido por siglos. Y sólo Thaklar había traicionado esa antigua confianza.
Sabía que no lograría jamás el perdón por su pecado. Pero sí podía matar a la mujer que lo había burlado y sellar para siempre sus labios. Esto por lo menos lo satisfaría a él, aliviaría el cargo de conciencia que pesaba como plomo sobre su espíritu. Y ése era el objetivo de su vida. Se dirigía a Ygnarh cuando su bestia se había desplomado sobre él, aplastándolo, allá en el Aram, donde el terráqueo que ahora era su hermano lo había encontrado.
Nunca supo por qué había muerto esa bestia. Así son los trifos: pueden galopar incansables y sin quejarse por cientos de kilómetros. Cuando llegan al límite de sus fuerzas, se mueren de golpe.
La bestia de M’Cord sucumbió al tercer día. Repentinamente emitió un chillido como para helar la sangre y cayó de rodillas, balanceando la cabeza. El temor se apoderó de Thaklar sacándolo de su estupor. Saltó rápidamente con un cuchillo desnudo brillando en sus manos. Cortó apresuradamente las ataduras del inconsciente M’Cord. No bien lo hubo sacado de la montura, la bestia se desplomó de costado sobre el polvo y quedó allí resollando por unos instantes antes de morir.
Thaklar observó fijamente a la bestia muerta, y luego dirigió su vista a la pared montañosa de la meseta que bordeaba el horizonte hacia el Norte. Parecía estar cerca, muy cerca. Pero sabía que no lo estaba, y se sintió descorazonado.
Cargaría las alforjas, porque era necesario. Allí estaba almacenado el alimento y el agua, las frazadas y los medicamentos.
Pero no podía cargar a M’Cord.
Aun flaco, acabado y estremecido por la fiebre, el terráqueo era una carga pesada. Y Thaklar sabía que su pierna quebrada, aunque ahora estaba soldada, no sería capaz de sostener ese peso.
Pero no había nada que hacer más que… intentarlo.
Poco le quedaba de su mancillado honor. A ese poco se aferraba con todas sus fuerzas. Y jamás se diría de Thaklar, de la nación del Dragón Alado, que había abandonado a su suerte a un hermano para morir en el desierto mientras él seguía, solo, para vivir.
Se inclinó sobre la bestia muerta y sacó las monturas con dificultad ya que parte de ellas estaba aplastada por el cadáver.
Luego revisó minuciosamente las escasas provisiones descartando todo lo prescindible para sobrevivir.
Lo que quedó lo amontonó en la bolsa de cuero y se la terció sobre el pecho.
Luego se inclinó, levantó suavemente a M’Cord y lo cargó sobre sus hombros, equilibrando el peso para poder caminar más fácilmente.
—Muy bien, entonces, hermano —murmuró secamente—. De aquí en adelante seré la bestia de carga. Y, vivos o muertos, compartiremos el destino…
Enfiló hacia el Norte con el terráqueo a sus espaldas.
La meseta estaba más cerca ahora. Pensó que podría alcanzarla en el lapso de tres días; en tres días si los viejos relatos decían la verdad, cruzaría las puertas de Ygnarh.
Pero si M’Cord iba a estar vivo para entonces, sólo los Eternos lo sabían.