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La marcha se hacía cada vez más difícil, pero no perdían la calma y se detenían frecuentemente a descansar. Como M’Cord tenía que avanzar a pie, estas paradas eran indispensables. Era hombre alto y fuerte, y de los más recios, pero abrirse paso por la arena polvorienta en la cual se enterraba hasta los tobillos era casi tan difícil como caminar por un pantano, y uno se cansa fácilmente en Marte. Esto es a causa del aire, tan enrarecido, frío y seco, que en comparación, un día de invierno en la Cordillera de los Andes parecería tan húmedo y cálido como las profundidades del Mato Grosso.

La gravedad no era un problema. Con menos peso que en la Tierra, M’Cord se sentía tan ágil y activo como un niño. No, era el aire. Lo suficientemente frío para quemar la garganta y tan seco como para quemar los pulmones, y además, pobre en oxígeno. Hace mucho tiempo se creía universalmente que el hombre no podía vivir sin ayuda artificial en la superficie del viejo y polvoriento planeta. Pero cuando llegaron las primeras expediciones, descubrieron que el aire era considerablemente más rico en oxígeno de lo que había mostrado el análisis espectroscópico. Por supuesto, resultaba aún demasiado enrarecido para respirarlo durante mucho tiempo seguido. Un hombre sin un respirador y un traje térmico moriría en pocas horas, y no en forma placentera exactamente. Los primeros colonos habían vivido en apretadas ciudades, apiñados bajo domos plásticos desarmables, usando respiradores en las pocas ocasiones en que se aventuraban a salir de sus crisálidas. Con el tiempo, los científicos encontraron una solución al problema, pero no fue hasta que perfeccionaron los tratamientos Mishubiti Yakamoto que los terráqueos pudieron moverse libremente en Marte sin molestos tanques o escafandras.

Los tratamientos eran largos y dolorosos, y por sobre todo caros; pero un cateador solitario como M’Cord no hubiera podido sobrevivir en Marte sin ellos. Le había tomado largos años pagar las cuentas médicas, pero había valido la pena.

Los tratamientos alteraban en forma hábil y sutil la estructura química del cuerpo humano de manera que la necesidad de oxígeno disminuía considerablemente y la posibilidad de utilización de cada una de sus moléculas aumentaba. En tratamientos posteriores se endurecían los tejidos de la garganta y la organización celular de los pulmones de tal forma que no resultaran dañados por la sequedad ni el frío. Pero los terráqueos se cansaban más fácilmente en Marte aun pesando un poco menos y a su vez se tornaban más vulnerables a las enfermedades pulmonares. Aun en esto, la naturaleza encontró la forma de compensar una pérdida con una ganancia: los pulmones podían sufrir en Marte, pero el corazón se volvía fuerte como el acero.

En ese momento M’Cord hubiese cambiado de buena gana su corazón por un par de piernas de acero. Había encontrado a Thaklar en el ecuador marciano, en el extremo septentrional del desierto de Aram. Al seguir en la nueva dirección habían acordado dirigirse al Este, aproximadamente a dos grados de longitud de la cima de un largo y angosto promontorio llamado (nunca supo por qué) Margantifer Sinus. Entonces volvieron hacia el Sudoeste, cruzaron la extensión central del Aram, con la interminable pared de roca del Sinus siempre a la derecha, y más allá, al Sudeste, hacia el Regio. Penetraron cada vez más en el Regio, hasta que por el Norte, las paredes de Sabaeus Plateau bloquearon el horizonte. M’Cord comenzó a pensar que nunca llegaría a destino. Por millonésima vez maldijo su imprevisión por no llevar consigo un trifo de carga así como otro de recambio. Todas las noches, masajeándose las piernas doloridas, descubría la existencia de músculos que nunca imaginó tener.

Mientras más descendían hacia el Regio, más intrigado estaba acerca de las razones de Thaklar para internarse en ese desolado e inhóspito arenal. ¿Qué motivo lógico podía tener un hombre presumiblemente cuerdo para aventurarse en ese infierno polvoriento donde seguramente ni los grandes gatos del desierto encontraban con qué vivir? El nativo se mantuvo hermético; se guardaba sus secretos, y, a pesar de la camaradería que crecía gradualmente entre ambos, no se confiaba a M’Cord.

Esta nueva camaradería se materializó en forma lenta y gradual. No era amistad; no era siquiera la cuota de penalidades compartida entre dos iguales. Y tampoco se expresaba jamás, ya que escasamente intercambiaban una que otra palabra, y cuando lo hacían era sólo por exigencias de las mínimas necesidades de la supervivencia.

M’Cord era, por naturaleza, un hombre hosco y taciturno, un hombre de pocas palabras. Se encerraba en sí mismo, tenía pocos amigos y nunca hablaba del pasado. En cuanto al marciano, su odio por los malditos colonos de la Tierra que habían saqueado la mitad de su mundo en las últimas cinco décadas era tan profundo y doloroso que se había tornado casi instintivo. Probablemente, a esa altura confiaba en M’Cord tanto como jamás le sería posible hacerlo con un miembro de la odiada raza invasora; a su modo, torvo y sombrío, quizás hasta apreciaba al hombre. Si esto que había nacido entre ellos era demasiado tenue para llamarlo amistad, al menos podía llamarse respeto mutuo. Era lo que un hombre fuerte siente por otro de igual reciedumbre, a pesar de las diferencias de raza, religión o nación. Era, probablemente, lo que pensó Kipling cuando escribió aquellas viejas líneas hace alrededor de dos siglos:

¡Oh el Este es el Este, y el Oeste, Oeste, y nunca los dos se juntarán, hasta que la Tierra y el Cielo se presenten ante Dios en el Final!

Pero no hay ni Este ni Oeste, Frontera, Raza, ni Linaje. Cuando dos hombres fuertes se encuentran frente a frente.

¡Aunque provengan de los confines del mundo!

En parte, lo que crecía entre ambos era eso: un hombre que lucha, se esfuerza y sufre sin quejarse puede reconocer cualidades semejantes en otro hombre, y sabe lo rara que es esa cualidad y la valoriza. Y había algo más que los unía, aunque ninguno de los dos lo supiera aún; y era que, bajo la piel, bajo las diferencias raciales y planetarias, eran casi idénticos.

Ambos habían amado intensamente, habían confiado ciegamente, y fueron traicionados por aquella a quien amaban. Ambos habían sido heridos por una mujer. Sus corazones tenían la cicatriz de una herida muy parecida. Ninguno lo sabía, ni siquiera lo sospechaba en el otro, pero algo en ellos los hacía intuir la semejanza entre los dos. Y la extraña especie de relación que los unía, existía sin palabras, sonrisas o confidencias, existía en hosco silencio, en la muda camaradería que la incubaba.

Con el tiempo, los huesos soldaron, y soldaron bien. Thaklar podía usar la pierna pero renqueaba, y a menudo ésta cedía bajo su peso. Cuando sucedía —y sucedía a menudo, ya que se forzaba mucho a sí mismo— se quedaba echado, maldiciendo en su extraño lenguaje a la pierna humillante, mientras M’Cord esperaba, sonriente, que se recuperara. Thaklar nunca supo que M’Cord había deslizado medicamentos en sus raciones desde el principio, medicamentos que atacaban la infección, la fiebre, y estimulantes glandulares especialmente fabricados para acelerar la soldadura de los huesos.

Este último fármaco había sido desarrollado a partir de un hongo marciano y era imprescindible para terráqueos como M’Cord. Una pierna o brazo quebrado era casi lo peor que podía sucederle, librado a su suerte en los desiertos, lejos de las clínicas de la Administración Colonial. Era casi tan grave como un alambique a presión descompuesto, y M’Cord no se aventuraba jamás en las arenas sin una buena provisión de medicamentos. Sabía, o presentía, que el testarudo guerrero hubiese rechazado de plano la idea de administrarse cualquier medicina impía que viniese de los f’yagha, por lo tanto M’Cord simplemente había mezclado las medicinas con los alimentos desde el principio sin habérselo dicho. El orgulloso nativo no había sospechado nada cuando M’Cord asumió la tarea de preparar las raciones; para Thaklar, hacer la comida era trabajo de mujeres, y se hubiese sentido agraviado de tener que compartir la tarea.

Y así continuaron. El avance era más fácil ahora, al menos para M’Cord. Ya que ahora la pierna de Thaklar había sanado, se turnaron en la montura mientras el otro tomaba su lugar en delantera caminando dificultosamente. No era más fácil para Thaklar de lo que había sido para el terráqueo. A pesar que el guerrero estaba acostumbrado al terreno desde su nacimiento, era igualmente difícil hacerlo a pie. Excepto cuando se encuentra en una meseta de roca, un marciano siempre viaja montado en un trifo.

Pero Thaklar sabía que debía mover esa pierna para recuperarse totalmente. Aún le dolía cuando la apoyaba de lleno, y los músculos se resentían intensamente con el esfuerzo, pero seguía adelante, arrastrándose por la arena, taciturno y sin quejarse, excepto cuando su pierna cedía de pronto y le hacía morder el polvo.

En una oportunidad cayó con un gruñido de dolor y se quedó inmóvil. M’Cord, que iba montado en el trifo, pensó que se había golpeado la cabeza contra una roca. De modo que bajó apresuradamente de la montura y fue a ver qué podía hacer.

No alcanzó a llegar.

Repentinamente, a un costado, la arena saltó despedida con violencia. Un siseo agudo como el de una caldera de vapor copió el aire. Era la hora del atardecer, una brusca transformación de día en noche que se realiza muy velozmente en Marte, donde la atmósfera está demasiado enrarecida para soportar graduaciones de luz como el crepúsculo y el anochecer o las sombras que se oscurecen lentamente. El disco del sol frío y se hundió en el horizonte montañoso y el cielo cambió del violeta al negro más profundo en cuestión de segundos. En el débil resplandor (ya que ninguna de las dos lunas gemelas refleja suficiente luz más que para ser confusa y medianamente visibles en las tinieblas) M’Cord no pudo ver de inmediato la causa de este inexplicable géiser de arena.

Entonces, algo que brincó gruñendo apareció ante su vista, flexible y delgado como una pantera, con una cola de látigo, silbante como la de ésta, pero cubierta de escamas de tintes desvaídos y con el obtuso y esferoidal cráneo de un reptil. Lo reconoció a la primera ojeada. Era un gran gato del desierto, una de las más temidas bestias de presa de las planicies marcianas. El animal hacía su guarida debajo de la arena usando una astucia casi humana para apisonar el polvo de las paredes y cubrir la estrecha entrada con una costra arenosa. Allí, a semejanza de algunas arañas de la Tierra, el gran gato del desierto esperaba a su presa.

Más grande que un oso, más rápido que un leopardo, el gran gato del desierto era la encarnación misma del terror. Atacaba como el rayo y con una ferocidad inigualable.

Y M’Cord había dejado su cinto con el arma cruzado sobre el cabezal de la montura.

Por una milésima de segundo el gran gato del desierto vaciló, sin saber por cuál de las tres presas decidirse. Tenía ante sí al hombre caído, al hombre de pie con las manos vacías y al asustado trifo, que chillaba encabritado, sus ojos girando de terror.

Entonces se abalanzó sobre M’Cord, derribándolo mientras le abría la pierna de arriba abajo de un zarpazo con su garra de ave de presa. Lo lanzó por el aire como un monigote, giró sobre sí mismo removiendo la arena y… ¡embistió nuevamente!

Pero ese breve instante de vacilación frente a las distintas presas le costó muy caro. Pues justo en el momento en que giraba y se lanzaba sobre el terráqueo derribado, la oscuridad de la noche se iluminó con un rayo enceguecedor. Un chorro de luz azul eléctrico salió del arma de Thaklar para hundirse en el lomo escamoso de la bestia furiosa.

Casi inconsciente por el golpe que lo había derribado, M’Cord estaba aún boca abajo sobre el polvo. El resplandor del poderoso rayo lo encegueció. Intentó mirar a través de las últimas vibraciones amarillentas, para observar más claramente el enorme cuerpo que se debatía, contorsionándose espasmódicamente, levantando el polvo con sus cuartos traseros. Aturdido, aún no podía comprender bien lo que había ocurrido. Thaklar no había perdido el conocimiento con la caída, sino que yacía mordiéndose la rabia que le causaba su pierna, mudo de impotencia. Su experiencia para sobrevivir en el desierto le hacía mantener sus dedos siempre cerca de la culata de su arma, aun mientras dormía.

M’Cord pestañeó enceguecido tratando de recuperar la respiración. El aire frío estaba cargado del acre y metálico sabor del ozono mezclado con otro olor nuevo. Sólo más tarde identificó el agrio, pero no del todo desagradable, aroma de carne asada.

Thaklar renqueó hacía donde yacía el terráqueo y lo examinó silenciosamente.

Ahora había perdido el conocimiento. Ni siquiera se quejó cuando el nativo examinó sus heridas.

Las garras del gran gato del desierto habían rasgado el duro nioflex del traje térmico como si fuese papel. Y habían desgarrado la piel debajo; la pierna del terráqueo estaba cortada desde la cadera hasta el tobillo. La piel había sido abierta como por la mano de un cirujano y el hueso superior de la pierna se veía blanco y descarnado. Thaklar exploró con dedos suaves como los de una mujer. El fémur parecía no estar quebrado; el marciano no distinguió ni una sola fractura.

M’Cord perdía sangre rápidamente, con grandes chorros que iban a hundirse en la arena.

Ante tal herida las toscas artes curativas de Thaklar eran insuficientes. Sus manos temblaban, y con gran precaución se arrodilló junto al cuerpo inerme del terráqueo sin quitar la vista de sus rasgos descompuestos. Su propio rostro estaba sombrío sin expresión. Sus ojos amarillos como los resplandecientes ojos del gran gato del desierto eran indescifrables.

Pero se adivinaban los pensamientos que se agitaban tras ellos:

Me salvó de morir de sed. ¿No lo he salvado ahora de las mandíbulas del gran gato del desierto? ¿No estamos a mano? ¿No se paga un favor con otro?

Escrutó a M’Cord con ojos duros y fríos como los del halcón.

¿Y no es acaso uno de los malditos f’yagha, a pesar de haberme salvado de morir de sed? ¿Acaso esta raza no ha saqueado y despojado al mundo? ¿Qué más puedo hacer por él, yo que no conozco el arte de curar? Que muera, entonces; la rápida misericordiosa muerte. Duerme; la muerte por pérdida de sangre le sobrevendrá durmiendo; no sentirá dolor en su último sueño. ¿Qué puedo hacer, aun cuando lo quisiera?

El guerrero del Dragón Alado cavilaba así en la oscuridad, bajo el soberbio cielo estrellado. Luego se frotó los ojos como si estuviera muy cansado.

No; me dio de beber cuando yacía casi muerto de sed. Éramos desconocidos, y me dio de beber. No nos debíamos nada el uno al otro en aquel entonces. Ahora a pesar de todo hay aún una deuda, porque ya no somos desconocidos.

M’Cord se agitó levemente, apretó los labios resecos cubiertos de polvo y se quejó pidiendo agua. Ni un solo músculo se movió en el duro rostro de Thaklar. Soltó su propio recipiente de la cadera, lo destapó, y acercó el pico a la boca entreabierta de M’Cord.

—Comparte mi agua… hermano —le susurró en voz baja.