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M’Cord pensó que era un sueño; siempre el mismo sueño. Sólo que éste era particularmente distinto…

El polvo, las interminables dunas de polvo ocre, habían desaparecido como por encanto. En lugar del polvo se podía apreciar la roca desnuda, picada y agrietada, desgastada por el tiempo. La roca se elevaba a sus costados en empinados y majestuosos muros que se estrechaban como las fauces de una fiera.

Y cuando soñaba que estas fauces se cerraban sobre él, se abrieron súbitamente, en un amplio espacio al aire libre bañado por los rayos del sol.

Y en ese lugar se erguía una ciudad.

Era muy antigua esa ciudad. Más antigua que la memoria del hombre; más vieja aun que sus sueños.

En realidad, era el esqueleto de una ciudad. Muros agrietados que aún se mantenían en pie a pesar que sus techos abovedados ya se habían derrumbado; pilares inclinados en las formas más extrañas o caídos, hechos pedazos en el polvo.

Por alguna jugada del tiempo o del destino, las puertas y los pilares de las puertas aún se erguían, severos e imponentes, aunque los muros habían caído hacía ya mucho, hundiéndose entre los escombros de los siglos.

El que lo cargaba sobre sus espaldas —un macilento, trastabillante marciano—, atravesó tambaleante las puertas, que se encontraban abiertas.

Se dirigió a lo largo de una avenida adoquinada, flanqueada por casas a ambos lados, o lo que quedaba de ellas. Las casas eran como calaveras blanqueadas por el sol, cáscaras vacías con huecos ventanales semejantes a las cuencas de los ojos y portales que bostezaban con las fauces abiertas.

Todo era polvo y desolación, piedras dispersas y esqueletos de torres caídas. ¡Qué sueño tan extraño! M’Cord trató de reírse de su fantasía pero no pudo porque su lengua estaba hinchada y negruzca.

En la plaza central la construcción aún se mantenía a dos o tres pisos de altura. Estos palacios, templos o lo que hubiesen sido, alguna vez habían sido construidos para durar, y sus sólidos muros de mármol ambarino se habían conservado a pesar de la implacable erosión de un millón de años o más.

El que lo cargaba lo depositó a la sombra de un muro y se arrodilló a su lado para darle de beber. Era preciosa esa agua, más que el oro o más que la sangre, y quedaban pocas gotas. La compartieron Thaklar y el casi cadáver que soñaba que aún estaba vivo.

Entonces descansaron… hasta que llegaron los otros.

Cuando sintió el ruido de pisadas en las piedras, Thaklar se levantó tambaleante con una mano aferrada a la culata de su pistola, pero ya era demasiado tarde. Los cañones de tres pistolas de rayos lo miraban fijamente, como resueltos ojos negros fríos.

Thaklar bajó lentamente la mano y dejó caer su pistola al suelo.

Los otros lo miraron con ojos duros y calculadores alternativamente a él y al cuerpo que yacía despatarrado, sosteniendo la mirada durante un interminable momento de tensión y silencio.

El primero de ellos, que debió haber sido el jefe a juzgar por su actitud, era un hombre delgado con rasgos de lobo. Un guerrero del Clan Bajo, de rostro tosco y enjuto con pequeños y duros ojillos suspicaces. Llevaba dos cananas terciadas sobre un pecho amplio y musculoso; en las caderas, dos pistolas en sendas cartucheras; y un grueso látigo negro con una gastada empuñadura de plata colgaba también enrollado a la altura de la cadera. Sus manos oscuras y diestras sostenían un rifle de rayos de fabricación f’yagha. Lo cargaba con esa soltura que indicaba una larga familiaridad y uso. Thaklar comprendió que lo sabía utilizar y que podría hacerlo en cualquier momento.

El otro hombre era pequeño y atrofiado como un duende, de tórax estrecho y muy viejo. Llevaba la cabeza afeitada y aros de plata en los lóbulos, como un sacerdote. Pero como los demás, usaba una túnica de cuero y los arreos de un guerrero, no la ondulante túnica de un clérigo. Si el rostro del jefe era duro y amenazador como el del lobo, el de este hombre se asemejaba al de un reptil. En verdad, la semejanza era increíble, la misma frente roma y sinusoidal, la misma cara angosta sin mentón y los mismos ojos fríos, sin párpados, carentes de todo, menos de ferocidad.

Siseó algo a su compañero a través de sus labios delgados, y mientras lo hacía, Thaklar imaginó que veía asomarse la punta de una lengua bífida que le humedecía los labios.

El tercero del grupo se mantuvo aparte bajo la sombra de un pilar; sólo se veía el largo cañón apuntándole directamente al corazón.

Thaklar ignoró a los otros y enfrentó los astutos y suspicaces ojos del que se asemejaba a un lobo, y sostuvo su mirada.

Era un momento de indecisión: un momento de incertidumbre y de prueba. También era un buen momento para cualquier tipo de trampas, y Thaklar lo sabía.

Estos hombres eran forajidos. No usaban emblemas de ningún clan y sus vestimentas no estaban orladas con los blasones heráldicos propios de los marcianos. Forajidos o parias, desechados por todas las comunidades.

Le temían porque él era un factor desconocido: y le temían porque no podían estar seguros de que estaba solo.

Era un momento que podía terminar con la muerte, fácil y velozmente. Y era el momento de no demostrar temor y de jugarse el todo por el todo.

Pero Thaklar estaba asustado. Cualquier hombre hubiese sentido miedo en esas circunstancias, en ese espacio vacío, sin vida; bajo el apagado resplandor del sol, atrapado como una polilla ante la boca de tres armas que le apuntaban.

Pero por las venas de Thaklar corría sangre de antiguos reyes, la orgullosa herencia lo hizo erguirse firmemente. Moriría, si debía morir, pero no demostraría temor ante la muerte. Cruzó los brazos sobre el pecho y desafió al hombre lobo con la mirada. Y cuando habló, sus palabras fueron tranquilas y mesuradas, y su voz no tembló en lo más mínimo.

—No tienes por qué temerme. Mis armas están a mis pies, estoy solo, salvo el hombre que está ahí casi muerto de fiebre. Y soy un paria, como tú.

El hombre con cara de lobo sorbió aire ruidosamente a través de su dentadura. Sus ojos destellaron amenazadores bajo la sombra de su kaffira.

—¿Quién es este que conoce a Chastar, pero sobre el cual los ojos de Chastar nunca antes se han posado? —escupió. Su voz era fiera, y sonaba aguda y tensa de sospecha.

Thaklar se encogió de hombros con indiferencia.

—No te conozco, ni nos hemos encontrado jamás, por lo que sé. ¿Pero quién moraría aquí, en una ciudad en el medio de la nada sino alguien con su cabeza a precio? —El destello de sospecha pareció desvanecerse un poco mientras Thaklar hablaba. Tuvo tanto que ver el tono casual, displicente, en que fueron dichas las palabras, como su significado.

El hombre que se llamaba a sí mismo Chastar dijo con voz áspera:

—Empuja la pistola con tu pie y no hagas ningún movimiento en falso.

Thaklar hizo lentamente lo que se le ordenó. Aún sin quitar los ojos de Thaklar, el forajido dijo al enano de cabeza afeitada al estilo sacerdotal:

—Tú: Recógela.

El sacerdote, sin emitir palabra alguna, se agachó y recogió la pistola de Thaklar. Chastar la recibió, examinándola. No exhibía sello de ningún clan, pues había sido comprada a un contrabandista en las callejuelas de Yeolarn. Mascullando algo, la introdujo en su cinto.

—¿Quién eres, y cómo llegaste aquí? —preguntó agriamente.

—Mi nombre es Thaklar y he venido a pie la mayor parte del camino.

Chastar abrió la boca para rebatirle, pero entonces notó por primera vez el estado de las vestiduras de Thaklar, rasgadas y cubiertas de polvo.

Sus ojos se posaron en el terráqueo semiinconsciente a los pies del marciano.

—¿Y eso que traes contigo? ¿Eres amigo de los malditos extranjeros o te has vendido a ellos?

Thaklar negó bruscamente con la cabeza.

—No siento simpatía por los f’yagha, como raza. Pero el hombre que ves a las puertas de la muerte, aunque es verdad que es un f’yagh, es mi amigo, mi hermano.

El otro lo miró sorprendido. Sospechaba que algo no había sido dicho.

—¿Thaklar…? ¿Es ése tu nombre? —balbuceó—. Pero no me dices de qué nación —agregó.

—No, por la misma razón que no me has nombrado la tuya. Porque no tengo ninguna, soy un aoudh. Un paria como ya te he dicho.

—Miente —dijo una dulce voz desde las sombras.

El sonido de esa voz heló la sangre de Thaklar y se puso intensamente pálido.

El tercero del grupo que había permanecido en las sombras se adelantó. Era una mujer. Una muchacha más bien, a juzgar por sus pequeños y turgentes senos. Sus piernas eran largas y delgadas, su cabello, como seda negra, caía descuidadamente sobre sus torneados hombros y descendía como una catarata resplandeciente. Su rostro era un sueño de belleza y promesas; pómulos altos, ojos rasgados, un pequeño mentón incitante, la boca amplia de labios carnosos y sensuales donde una risa maliciosa jugaba permanentemente. Los inmensos ojos traviesos parecían refulgir bajo las largas pestañas. Era hermosa; muy hermosa. Aun en el aturdimiento de la fiebre, la virilidad de M’Cord respondió a la atracción tentadora de su belleza.

Se acercó, bañada por el sol, lánguidamente, como lo haría un gato. Los ojos de los hombres estaban sobre ella, lo sabía.

Sosteniendo la mirada, se desperezó lascivamente, bostezando, arqueando su flexible cintura. Sus ojos brillaron al observar de reojo a su atento auditorio, y entonces bajó los párpados.

Chastar se quedó mirándola contrariado y perplejo. El pequeño sacerdote la observaba con los ojos entrecerrados por el deseo. Pero Thaklar pareció golpeado por un rayo, su rostro rígido, una máscara de frío bronce.

Sólo sus labios se movieron susurrando un nombre. El sonido se lo tragó el silencio. Sólo M’Cord oyó el nombre.

—Zerild.