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M’Cord estaba en pie buscando agua antes del amanecer. El Oxus era una de las treinta y cuatro mil fajas de vegetación rudimentaria que se entrecruzan en la superficie de Marte y que sus astrónomos terrestres confundieron con canales hace varios siglos.
Marte se había estado secando por espacio de setenta y tres millones de años. Cuando un planeta se seca su corteza se grieta y si tiene una corteza como la de Marte —una combinación de silicio y sales de magnesio—, esta materia cristalina se resquebraja simétricamente. La poca agua que quedaba de los océanos primitivos se había escurrido entre estas grietas, y la escasa vegetación marciana echaba raíces allí formando un manto musgoso de varios centímetros de alto de hojitas gomosas cuyas raíces se extendían por más de un kilómetro bajo la superficie.
Las hojas eran más firmes que el cuero pero se les podía extraer su humedad usando un alambique a presión; así era cómo los cateadores del desierto como M’Cord podían sobrevivir por meses sin tener que buscar un oasis cada cierto tiempo.
Mientras su cosecha mañanera de hojas gordas y jugosas se filtraba en el alambique, M’Cord se dedicó a andar de un lado a otro por las proximidades con un detector manual.
Su huésped se desperezó en el saco, observándolo confundido. Al fin su curiosidad pudo más que su carácter taciturno.
—¿Qué es lo que haces ’Gort? —preguntó.
—Busco el metal de la energía, Thaklar —respondió M’Cord, refriéndose al uranio. El guerrero asintió pensativamente: él sabía que los f’yagha sentían una extraña codicia por ese granuloso metal gris sin valor. Era sólo uno más de los misterios de los extranjeros que lo confundían.
—¿Y si encuentras metal, 'Gort?
—Si encuentro mucho metal seré rico, Thaklar —respondió M’Cord enfáticamente.
El marciano rio —una risa peculiar, casi un gruñido de desprecio sin alegría.
—¡Entonces volverás a tu mundo en una máquina voladora!
—¡Gort! —dijo—. Espero que encuentres mucho metal. Quisiera que todos los f’yagha del mundo encontraran mucho metal; entonces volverían a su mundo en sus máquinas voladoras y nos dejarían en paz.
—Eso no sucedería, Thaklar —replicó M’Cord sonriendo—. Si se encontrase mucho metal, mucha más de mi gente vendría acá, porque todo hombre desea ser rico.
—¡Ah! ¡Entonces agradezco a Los Eternos que mi mundo tenga poco de ese metal, y quisiera que tuviese aun menos! —se lamentó Thaklar. Era lo más parecido a una broma que había hecho hasta ahora y M’Cord le correspondió con una amplia sonrisa.
El guerrero, sin embargo, no le devolvió la sonrisa. M’Cord le había salvado la vida, lo sabía. Pero seguía siendo un f’yagh, un odiado. Muy profundamente, en alguna parte de su ser, Thaklar pudo haber sentido gratitud hacia el terráqueo, aunque no necesariamente. Los marcianos se encontraban en un estado de barbarie después de perder el alto grado de civilización alcanzado en el Cretaceus Superior. Como todos los bárbaros, eran salvajes, crueles y muy de temer.
Por lo menos, así lo creía M’Cord. Y aún volvía la espalda a Thaklar con cierto temor.
El guerrero era perfectamente capaz de dispararle por detrás, sólo para tomar su cabalgadura y sus aperos. No eran amigos aún, pero no eran exactamente enemigos tampoco. Se había establecido una paz armada entre ambos y probablemente sólo sería temporaria.
—Si estás lo suficientemente fuerte para hacer bromas, también lo estás para hacer el desayuno —le dijo M’Cord, señalando las alforjas. Thaklar lo miró fijamente pero no sonrió. Luego se levantó cojeando y comenzó a escarbar en ellas.
Comieron huevos revueltos con trozos de tocino en envases autotérmicos y tomaron café negro que tenía un dejo metálico proveniente del agua procesada de las hojas del musgo. El café fresco era un lujo en Marte, pero M’Cord no podía pasarse sin él.
Siguieron su camino, con M’Cord a pie, guiando al trifo.
—¿Dónde vas a buscar metal, 'Gort? —preguntó Thaklar una hora más tarde.
—Hacia Eos y a lo largo del Erythraeum —le dijo, usando los términos nativos en vez de los nombres geográficos terrestres.
Thaklar se quedó pensando. Después de un rato M’Cord se atrevió a preguntarle adónde se dirigía él cuando murió su bestia. La pregunta era un poco arriesgada. Iba en contra de la Costumbre indagar los asuntos personales de un recién conocido. No le sorprendió que Thaklar persistiese en su mutismo por otra media hora. Entonces, inesperadamente, el guerrero habló.
—Voy hacia el Sudeste —dijo decididamente.
—Entonces nos dirigimos a lugares opuestos —observó M’Cord. Thaklar no dijo nada.
M’Cord continuó caminando ensimismado. Sus muslos le dolían y las pantorrillas le ardían por la falta de costumbre de caminar enterrándose hasta los tobillos en la arena.
—No hay metal de ése en las tierras altas —dijo Thaklar rompiendo el silencio otra vez.
—Tal vez no, pero ahí es donde voy —masculló M’Cord, demasiado cansado para ser amable.
Hubo otro silencio; esta vez duró cerca de veinte minutos.
—Si fueras al Sudeste, te señalaría dónde encontrar ese metal —dijo Thaklar.
M’Cord se detuvo y se agachó para masajearse los doloridos músculos. Mientras lo hacía pensó en la proposición. Thaklar aún tenía su arma; era perfectamente capaz de desenfundarla, desarmarlo y hacerlo dirigirse al Sudeste a punta de pistola. O de matarlo ahí mismo y continuar solo. Este intento de persuasión que estaba empleando era obviamente una demostración de algo parecido a la amistad.
Sudeste. La meta parecía ser el Deucalionis Regio o la Meseta Sabaeus Sinus. ¿Qué diablos esperaba encontrar Thaklar en esa parte del mundo? La meseta era un yermo de roca estéril surcada por mil cañones y hondonadas; Deucalionis era una curva lengua de arena que se adentraba en las tierras altas entre dos mesetas. Setenta millones de años atrás tal vez hubiese sido una bahía, o el delta de un río en una costa continental. Ahora no era nada: roca muerta, colmada de arena, donde sólo vagaban algunas bestias salvajes.
El problema era que M’Cord no iba allá. Tenía como idea fija los cañones costeros del gran Mare, hacia el Oeste.
¡E iría donde él quería!
En vez de decirlo, trató de ganar tiempo aventurando otra pregunta.
—¿Te diriges hacia algún campamento de tu gente?
Esta vez, por alguna razón especial, la respuesta vino prontamente.
—Mi gente es asunto mío, f’yagh.
—No era mi intención entrometerme. Disculpa.
—Yo… no tengo a nadie. Soy un aoudh —dijo Thaklar pausadamente, usando un término intraducible cuyo significado está probablemente entre "fuera de la ley" y "huérfano", o por lo menos "que no tiene familia".
—Los dioses son padres de todos los hombres —citó M’Cord. Nuevamente un silencio.
—¿Un extranjero que conoce Las Escrituras? ¿Estás seguro, 'Gort, de que no eres un vendedioses?
M’Cord estaba demasiado cansado para sonreír.
—Estoy aquí hace diez años. Aprendí la Lengua. A menudo trabajo y vivo entre tu gente.
Thaklar se endureció.
—¡No entre mi gente!
M’Cord asintió con un gesto de la mano.
—Con los Clanes Bajos, quiero decir.
—¡Soy un guerrero de la Sangre Alta, extranjero!
—Sé que lo eres. ¿Por qué pelearnos? Estoy cansado.
Thaklar lo miró duramente con sus ojos amarillos mientras M’Cord seguía caminando penosamente con paso tambaleante. Cuando habló, lo hizo en un tono más suave.
—Yo viajo cómodamente mientras tú caminas por el polvo como un esclavo. ¿Por qué? —M’Cord tuvo ganas de golpearlo.
—¡Camino porque tengo que hacerlo, maldito seas! Tú vas montado porque tienes una pierna rota.
El orgullo enrojeció la cara de halcón del marciano. Tiró de las riendas con fuerza haciendo detenerse a la bestia bruscamente. Con dificultad pasó una pierna sobre la montura.
—Puedo caminar. Tú cabalgarás.
—¡Vuelve a tu lugar, imbécil! —rugió M’Cord, adelantándose. Repentinamente se encontró frente al cañón de la pistola de rayos. Se detuvo, mirando primero el arma y luego a la cara decidida de Thaklar.
—¡Soy un guerrero Dragón Alado; ningún f’yagh me hace favores! Monta, 'Gort; yo guiaré la bestia.
—No puedes dar ni cinco pasos, y lo sabes. Así es que deja de actuar como una mujer —gruñó M’Cord.
—¿Tú… me dices… mujer? —M’Cord sostuvo su mirada.
—Digo que eres un imbécil. Vuelve a la montura! No te hago ningún favor, Thaklar. Camino porque sé que tú no puedes. ¿No estamos en las arenas? ¿No es acaso la Costumbre acá ayudarse unos a otros?
La pistola no vaciló. M’Cord miró el frío ojo del cañón respirando pesadamente.
—¡Anda, mátame entonces! ¿Es así, acaso, como los guerreros del Clan del Dragón Alado tratan a los hombres que no les han hecho daño? ¡Mátame y llévate toda el agua!
Fue una salida inteligente. Acusar a un hombre de actuar mal para conseguir agua era como sacudir las raíces más profundas de su honor.
El silencio que siguió fue tenso. El sudor peinó el cuerpo de M’Cord bajo su traje térmico. Tenía la garganta seca, pero se mantuvo inmóvil, sin atreverse a tragar para no demostrar temor, con el rostro rígido e impasible.
Algo parecido a la admiración se reflejó por un instante en ojos del otro. Enfundó la pistola y trató de montar nuevamente, pero el dolor de la pierna era demasiado intenso y M’Cord tuvo que ayudarlo. No había más que decir, pero el silencio ahora era agradable, sin tensión.
Una hora después del mediodía descansaron.
M’Cord se dirigía hacia Oxia Palos. Ahí, en la conjunción de cinco canales menores, encontraron una estación aérea. Estaba desierta, por supuesto, con sólo un radiofaro en ella, pero M’Cord sabía que podía transmitir un mensaje a Mareotis, donde el Pueblo mantenía una especie de embajada y donde la Administración Colonial mantenía un puesto de intercambio comercial y una estación de primeros auxilios. Un médico en una pequeña nave podría estar con ellos en dos o tres días a más tardar, con un hndolanthi nativo. Un hndolanthi es una especie de intérprete. Y se lo dijo a Thaklar.
Nuevamente el acostumbrado y hosco silencio entre diálogo y diálogo. M’Cord ya estaba empezando a cansarse.
Entonces Thaklar abrió la casaca de su traje de cuero forrado en piel. Cuando su tórax quedó al descubierto, M’Cord vio el emblema del Dragón Alado tatuado sobre su corazón.
De un bolsillo interior Thaklar sacó un pequeño objeto redondo.
—Si me llevas al Sudeste, hacia Chumndar Draw te daré…, esto. Estiró su mano y la abrió. Sostenía un zyriol del tamaño de la nuez. M’Cord no dijo nada, pero sus ojos se abrieron desmesuradamente.
Un zyriol es un rubí púrpura, de una especie que sólo se encuentra en Marte. Muy apreciadas entre los joyeros terrestres, las gemas son inconcebiblemente escasas. Un rubí de ese tamaño (parecía ser de la más fina agua) valía aproximadamente unos quinientos mil dólares.
En diez años de recorrer las arenas (un poquito de contrabando por aquí, otro poco de pillaje por allá, y muchos vagabundos) M’Cord aún no había ganado ni la décima parte de esa suma.
Se aproximó, la tomó y la examinó detenidamente. Era auténtica. Una mancha de sales de vanadio en el centro de la piedra producía ese púrpura imperial tan escaso.
Con el valor de la gema que sostenía en la palma de su mano podría vivir tranquilo el resto de sus días. Bueno, tal vez sin una villa en la Riviera, un bungalow en la ladera sur del Everest tan de moda actualmente, ni una cabaña en la Reserva de raza de la Antártida, pero podría vivir confortablemente por el resto de su vida con lo que le pagarían por esa gema en Ámsterdam.
Lanzó de vuelta el resplandeciente cristal a Thaklar, quien la tomó diestramente en el aire. Luego sacó su viejo compás. Le dio una mirada al sol y señaló hacia una determinada dirección.
—Chumndar Draw está en esa dirección, creo. Sería hora que partiésemos.