17

No quedaba otra cosa por hacer sino seguirlo. Uno a uno desfilaron por la angosta escalera, pasaron junto a Thaklar, que permanecía silencioso y grave, con los ojos más bien tristes, y se sumergieron en el velo de niebla que parecía un espejo. Y uno a uno se desvanecieron.

M’Cord se detuvo junto a Thaklar, quien le sonrió brevemente.

—¡Sí, sigue, hermano! Creo que tú y yo tenemos poco que temer de lo que se esconda debajo. Los poderes que aún cuidan este Valle sabrán que nos forzaron a venir en contra de nuestra voluntad, y que no ambicionamos nada del tesoro que los forajidos esperan encontrar. Tú y yo, hermano mío, podremos vivir… incólumes.

M’Cord quedó confundido por el uso de esa palabra críptica, pero ahora no había tiempo para demorarse en preguntas. Estaba poseído por la misma curiosidad que los envolvía a todos acerca de lo que se encontraba bajo la barrera de ilusión.

Descendió, paso a paso. Cuando tocó el tembloroso espejo brumoso, un peculiar estremecimiento recorrió su cuerpo. Fue como una débil descarga eléctrica adormecedora, un golpe frío y leve. No fue doloroso, pero sí un poco alarmante.

Lo envolvió la niebla, ahogándolo. Por un momento se sintió completamente ciego; pero los suaves escalones aún se encontraban allí, bajo sus pies. Descendió, tanteando el camino paso a paso a través de la oscuridad más absoluta. De la oscuridad nació la luz.

Una luz tenue, suave y con visos dorados, propia de un sueño.

Al cruzar la barrera, apareció ante sus ojos una visión prodigiosa. Fue como un acto de prestidigitación, o como una de aquellas maravillas que sabían hacer los antiguos cineastas. Toda la escena se transformó, instantáneamente, como por arte de magia.

Se encontraba de pie sobre una empinada ladera de roca cubierta de una alfombra de suave musgo azul zafiro cuyas tonalidades se oscurecían hasta alcanzar el índigo metálico y se aclaraban hasta un azul luminoso a medida que la luz cambiante jugueteaba sobre él.

Una ráfaga de aire cálido y húmedo lo golpeó, empapando su rostro y llenando sus pulmones con el aroma extraño de flores extraterrestres.

Los talones de sus pies resbalaron sobre el musgo que alfombraba los últimos peldaños de la escalera. Resbaló… se deslizó… perdió el equilibrio y cayó. El grueso cojín de musgo amortiguó la caída, pero resbaló por la inclinada ladera hasta detenerse al fin entre unos extraños arbustos en flor con un follaje azul de largas hojas parecidas a los helechos terrestres.

Se quedó allí tendido, jadeando un tiempo mientras sus pulmones se adaptaban al aire tibio y húmedo.

Levantó la vista. Sobre él, a unos quince metros por sobre su cabeza, se encontraba el cielo. Pero no el oscuro cielo púrpura del desierto de Marte, repleto de estrellas tan duras como el diamante. Éste era tenue, de un límpido verde jade, sembrado de destellos de oro luminoso. No había estrellas en este extraño y nuevo cielo, ni tampoco sol. Y las paredes del cráter se habían desvanecido.

Miró hacia abajo y por primera vez vio cómo era realmente el Valle. Se encontraba al borde de una enorme cuenca de azul brillante. Espesos bosques de árboles nudosos se elevaban cerca de la orilla, raleando hacia el centro, a algunos kilómetros de donde se encontraba. Estos árboles no se parecían a ninguno que hubiese visto u oído describir jamás. Sus troncos eran como tiras de serpentina negra entrelazada, como un tejido de raíces que se hubiesen unido para elevarse en una columna. La madera resplandecía como cubierta por un velo aceitoso y la vegetación se elevaba de sus retorcidas ramas en resplandecientes cintas de superficie azul metálico y reverso plateado. Las hojas oscilaban con las ráfagas de la brisa como el colgante follaje de un sauce terrestre.

Entre los nudosos troncos crecía una hierba azul muy tupida, salpicada de pequeñas florecitas blancas de siete pétalos, coronadas de rocío. La hierba crujió y una criatura pequeña y extraña apareció ante él. Era delgada y flexible como un gato, pero tenía casi el tamaño de un leopardo. Su corto pelaje era de color cobrizo, las orejas inmensas y delgadas y mostraba unos enormes ojos ovalados, semejantes a pequeñas gemas, enmarcados en un aguzado rostro de duendecillo. Los ojos eran de un brillante color ambarino, unas brumosas profundidades marrones con algunos visos dorados en su superficie.

La criatura gatuna lo observó detenidamente sin mostrar el más leve signo de timidez. Luego se volvió, se desperezó lánguidamente exhibiendo sus hermosos músculos, y comenzó a devorar una dorada fruta caída de uno de los árboles. M’Cord se restregó los ojos, parpadeó y miró a su alrededor como para convencerse de que no estaba soñando.

En Marte no existen árboles, aun cuando han sido desenterrados depósitos de madera petrificada que evidenciaban la existencia de bosques prehistóricos. Y aun cuando los alrededores de los canales están alfombrados de musgo azul, éste es de hojas gruesas y gomosas y no guarda ninguna relación con esta frágil y tierna especie.

Y la criatura felina era otro misterio. ¿Por qué no le temería a él, un extraño, un peligro en potencia? Habiendo devorado la suculenta fruta el animal se limpió los bigotes y las garras, lamiéndose delicadamente con una angosta lengua sonrosada; luego se levantó y se internó perezosamente en las profundidades del bosque sin siquiera volver la cabeza.

—Sorprendente… simplemente sorprendente.

Se volvió. Era Nordgren quien había hablado. El científico se mantenía a alguna distancia, oculto a medias tras los espesos arbustos, mirando marcharse a la criatura felina con una expresión confundida.

Al reparar en M’Cord, lo incluyó de una manera vaga en sus pensamientos.

—Algunos investigadores, autoridades en su campo, sostienen la hipótesis de la existencia de un mamífero en los albores de la historia de la evolución de los marcianos —dijo a medias para sí mismo—. Esa criatura se extinguió hace un billón de años, si es que en verdad existió alguna vez; se han encontrado algunos fósiles de huesos y un par de cráneos, pero su evidencia es fragmentaria y no permite extraer conclusiones definitivas… Aunque, si hemos de creer en nuestros propios sentidos, aquí hay un sobreviviente del más remoto antepasado de les marcianos, retozando en este extraño y maravilloso lugar.

—¿Dónde están los demás? —le preguntó ásperamente M’Cord. El rubio hizo un vago gesto con la mano.

—Aquí y allá… el jefe de los forajidos se fue hacia el centro del Valle a investigar el claro del bosque que parece mostrar signos de cultivo.

Se marchó inclinándose para examinar las hojas de los arbustos. M’Cord sintió un ruido tras él y se volvió para encontrarse con que Thaklar se hallaba en la ladera, con los brazos cruzados sobre su pecho, escrutando el Valle con sus melancólicos ojos rasgados.

—Es en verdad Ophar La Sagrada, y como la describen las leyendas —dijo con voz suave y pensativa—. Es realmente el huatan perdido del que se habla en Las Escrituras… y ¿será posible que encontremos la mismísima Jhayyam-i-Jaah, la Fuerte de la Eternidad, donde fluye el Agua de la Vida? —Al observar la mirada de M’Cord, rompió su monólogo—. Observa el lugar sagrado del Pueblo, extranjero a quien llamo mi hermano. Aquí fue donde, hace un billón de años, los dioses vivían entre la gente, entre los Primeros, a quienes promovieron a la condición humana desde las oscuridades de la bestialidad.

Su voz se quebró y de pronto le hizo un ademán para que no hablase. Un extraño llamado ululante se oyó vibrar en medio de la oscuridad verde-dorada, muriendo luego en temblorosos ecos. No parecía el grito de una bestia, ni siquiera el de un ave, si es que las aves existían en ese extraño edén. Tenía algo de siseante, algo singularmente discorde y amenazante.

Los ojos de Thaklar adquirieron una expresión peculiar.

—¿Es posible? Pero, después de todo, ¿por qué no?… si el Valle se encuentra aquí, tras la Barrera, y las bestias y flores… ¿por qué no va a ser lógico que los Guardianes existan realmente, también? ¡Ven, Gort, hermano mío, debemos bajar a los jardines!

¡Rápido, antes que estos imprudentes e insolentes idiotas se inmiscuyan en algún poderoso misterio y nos pierdan a todos!

Sin hacer preguntas, M’Cord lo siguió. Penetraron en el extraño bosque. Densas tinieblas verdeazuladas los envolvieron; el pasto húmedo crujía bajo sus pies. Vaharadas de exquisitos perfumes provenientes de increíbles flores, pálidas y luminosas como lirios de inmensos pétalos y delicados como encaje, impregnaron sus sentidos. Ojos relucientes les observaban desde las sombras; pero no había temor en aquellos ojos, ni siquiera sobresalto. Simplemente observaban, tranquilos y como al descuido.

Thaklar y M’Cord llegaron a un claro. Allí corría un arroyo que serpenteaba a través del bosque. Inga estaba de rodillas junto a la hierba de la orilla, mirándose el rostro en las aguas. Los ojos que levantó hacia ellos eran vagos y soñadores; poco a poco se aclararon y les sonrió vacilante.

—¿Quién hubiese podido imaginar jamás la existencia de un lugar como éste en un mundo sombrío e inhóspito? —murmuró.

Casi como en respuesta a su pregunta, les llegó el fluido gorjeo de un ave desde las profundidades del bosque. Thaklar gesticuló frenéticamente para que se mantuvieran en silencio. La muchacha sueca se puso de pie y se acercó a ellos; clavaron sus ojos en las profundidades de las tinieblas como si la vista por sí sola pudiese penetrar hasta sus más recónditos rincones y descubrir sus secretos.

Una muchacha y un muchacho salieron del bosque a mirarlos.

Eran niños, casi adolescentes, de trece o catorce años a lo sumo. Sus delgados cuerpos, bronceados, estaban desnudos, sin ropas ni adornos, a excepción de unas enormes flores rojas, semejantes a hibiscos, que la muchacha llevaba entretejidas en su larga cabellera. El muchacho estaba desnudo pero en una delgada mano sostenía un ramo de capullos.

Los niños les miraron extrañados, hablando entre ellos. Entonces la niña señaló sus vestimentas, que se encontraban polvorientas y con huellas del viaje, y rompió a reír con una risa que era un trino, a la cual el joven unió la suya, del más puro tenor.

Observaron a los niños, tan inocentes y desprovistos de vergüenza como si desconocieran que hubiese una razón para cubrirse. Eran ágiles, hermosos y de baja estatura; el niño tenía el pelaje corto de los marcianos, y la niña, una larga catarata de sedoso cabello negro que caía hasta sus nalgas, pequeñas y redondas. Sus rostros eran risueños y traviesos, los ojos ligeramente rasgados, de color ámbar dorado.

Thaklar se dirigió a ellos en la Lengua, que se hablaba universalmente en todo Marte. Los niños escucharon inclinando sus cabezas, pero no respondieron.

—Pero… si trinan y gorjean como… como pajarillos —dijo Inga lentamente—, es como si no conocieran la existencia de un lenguaje y sólo usaran la voz para cantar y parlotear con…

Los ojos de la niña se abrieron desmesuradamente cuando, en un momento dado, la luz verde dorada se reflejó en el cabello rubio de Inga. Sus labios rosados se curvaron en un gesto de sorpresa y emitió un sonido de una nota, como una campanita. Luego se adelantó y extendió un brazo para tocar el brillante cabello de Inga en una caricia. Inga trató, ávidamente, de hablarle a la niña, pero ésta no prestó atención a sus palabras, absorta en los brillantes bucles rubios.

Entonces su mirada se detuvo en el niño. A la orilla de la corriente, éste arqueó su cuerpo, se zambulló y con el agua a la altura de su pecho, comenzó a recoger grandes flores acuáticas, parecidas a los lotos, y enlazó los tallos alrededor de su cintura, de manera que las flores colgaron de sus angostas caderas. Lanzó una risita y se estremeció ante el húmedo contacto de las flores: luego se levantó ágilmente y comenzó a danzar en medio del claro mientras la guirnalda de flores se balanceaba al ritmo de la danza.

—Están en la edad de la adolescencia —murmuró en voz baja M’Cord—, pero se comportan como niños…

La atención de la chica se desvió del cabello de Inga. Como un hada dorada de algún antiguo fresco, se deslizó al borde de la espesura y desapareció sin siquiera volver la mirada, tan indiferente y falta de curiosidad como la criatura felina que M’Cord había visto unos momentos antes.

El niño desnudo se aburrió repentinamente de su taparrabo de flores acuáticas, se las arrancó y las dejó caer sobre el césped. Un momento más tarde, su delgada silueta desapareció en las profundidades del bosque en dirección opuesta a la que había tomado la muchacha-niña.

M’Cord se estremeció. Tal infantilismo e inocencia eran anormales y vagamente siniestros. Esos luminosos ojos amarillos tenían brillo pero parecían sin alma; era como si hubiese escasa inteligencia tras ellos. Estaban… vacíos.

Súbitamente sintió frío. Si ése era el Edén, ¿por qué sentía miedo?