13
Aquel segundo día recorrieron varias millas. Las largas zancadas de sus desgarbadas cabalgaduras devoraban los kilómetros incansablemente. En un paisaje tan poco variado, se tenían pocos puntos de referencia para calcular las distancias recorridas en una jornada.
Si el grupo hubiese estado constituido por exploradores terrestres, habría sido necesario emplear instrumentos topográficos para determinar su posición exacta, instrumentos muy similares a los sextantes usados por los capitanes de navíos terrestres en los tiempos en que los barcos aún se usaban para viajes transoceánicos.
Pero M’Cord sabía que los habitantes de Marte tienen un misterioso sentido de orientación y no necesitan ayuda de instrumentos mecánicos para guiarse ni para medir las distancias recorridas. A los navegantes de la Tierra les tomó miles de años perfeccionar un método para poder saber la situación exacta de una embarcación en el mar. Los cálculos aproximados databan de antaño, pero sólo en el siglo XVIII se llegó a lograr una medición precisa de los grados de longitud, cuando un sagaz carpintero de Yorkshire perfeccionó el cronómetro marino y resolvió un problema que había contrariado a algunos de los mejores intelectos de todos los tiempos, desde Ptolomeo y Mercator a Huyghens y Cassini.
Pero los marcianos no necesitaban de tales instrumentos para orientarse en su mundo. Como por un sexto sentido, siempre saben exactamente el lugar en que se encuentran y las distancias que han recorrido. Los científicos terrestres que han estudiado su habilidad en esta materia, la atribuyen a algo que indudablemente tiene que ver con un sexto sentido; para ser precisos, creen que los habitantes de Marte tienen una determinada sensibilidad a las declinaciones en el campo magnético de su planeta, que la naturaleza les ha negado a sus hijos de la Tierra.
Acamparon la segunda noche, nuevamente con las piernas doloridas, rígidos por las monturas y vorazmente hambrientos. Encender un fuego en Marte es algo casi imposible tanto por la ausencia de madera y hierbas como por lo enrarecida que es la atmósfera.
Los turistas o colonos terrestres solucionan este problema usando alimentos enlatados cuyos recipientes llevan consigo un termogenerador; se rompe el sello y se espera unos pocos minutos, mientras el alimento se calienta solo hasta llegar a la temperatura adecuada. Los nativos desprecian tales cosas por ser ejemplo de la magia maligna de los odiados f’yagha. Pero aun ellos disfrutan de una comida caliente, cuando pueden conseguirla, y muchos empresarios coloniales han hecho fortuna vendiendo baratas y durables unidades termoeléctricas al Pueblo. Se trata simplemente de unos cilindros anchos, de superficie lisa, construidos con una aleación durable que contiene una pila o batería de estado sólido y un dial para regular la intensidad del calor. Sobre una de estas unidades se puede cocinar una cena, o hacer café, o sentarse alrededor de ella como si fuera en torno a una fogata en las llanuras de Wyoming. Las pilas se cargan en su estado "estático” y se puede "almacenar" tanta energía en ellas como se desee, tanta como para cocinar cien o cien millones de cenas. Sin partes renovables, excepto el dial, no tiene nada que pueda desgastarse, y duran, prácticamente, siempre. Durante una vida humana o dos, al menos.
El cansancio de tanto cabalgar impedía a M’Cord conciliar el sueño de inmediato, como era su costumbre. Mientras más se acercaban a su misteriosa meta, más inquieto se ponía.
Los demás también parecían intranquilizarse cada vez más. Chastar estaba tan nervioso y tenso como un gato; y, como un gato, escupía, gruñía y mostraba sus garras frente a la más mínima provocación. Zerild se encerró en sí misma y parecía estar obsesionada por temores que se incubaban en su interior. En cuanto al giboso fraile renegado, guardaba sus pensamientos tras sus ojos opacos, soportando estoicamente las frecuentes maldiciones y golpes de Chastar. Los dos suecos también sufrían la tremenda tensión del ambiente; tenían negras ojeras y Nordgren tartamudeaba, vacilaba, se aclaraba la garganta entre palabra y palabra y sus noches las pasaba dando vueltas y más vueltas.
Sólo Thaklar parecía no estar afectado por el misterioso pavor que los atenazaba. Lo que sentía lo ocultaba tras una máscara de calma inconmovible. Permanecía ensimismado, cambiaba muy pocas palabras con los demás y parecía no tener inconvenientes para dormir.
M’Cord se preguntaba si acaso eso se debía a que el príncipe sabía mejor que ellos lo que les aguardaba…
Irritable e impaciente, con la pierna muy dolorida tras un día en la montura, el terrestre salió finalmente de su saco, ajustó los cierres de su traje térmico, y pensó en estirar un poco las piernas.
Se humedeció la garganta con el agua de la cantimplora que llevaba en su equipaje y se acercó a calentarse las manos en el termogenerador. Fue entonces cuando observó que otro del grupo tampoco podía conciliar el sueño.
Era Inga. La muchacha rubia estaba sentada al borde del cráter en que habían acampado, abrazándose las rodillas y observando pensativamente las estrellas. El cielo estaba muy negro y las estrellas incontables y enormes brillaban como joyas. Son mucho más numerosas en el firmamento de Marte que las que pueden verse en la Tierra, aun desde la cima de las montañas desde el más seco de los desiertos. Sabía que eso también se debía a la diferencia en la densidad atmosférica entre los dos mundos. El aire marciano no está empañado por nubes, ni por humedad alguna, como sucede con los cielos terrestres.
Ella lo oyó o lo observó por el rabillo del ojo y se volvió mirándolo sin hablar; él trepó a la loma donde estaba acurrucada y le dijo que no tenía ganas de dormir.
—Yo tampoco, a pesar de lo cansada que estoy —le respondió la muchacha. Levantó la vista hacia el cielo nocturno—. Es tan raro ver un cielo sin luna —murmuró débilmente.
Él refunfuñó algo y se sentó a su lado.
—En verdad, Marte tiene dos lunas, pero no las percibimos a simple vista. Sin embargo, están allí, en alguna parte. Los marcianos pueden verlas.
—Lo sé —respondió pensativamente—. Qué cosa extraña… ¡lunas invisibles!
—No son realmente invisibles —le dijo socarronamente—. Es sólo que no reflejan lo suficiente la luz solar para que podamos verlas. Los astrónomos tienen una determinada palabra para explicar el fenómeno, pero no recuerdo…
—¿Albedo?
—Sí, eso es… creo. Escaso albedo. El sol se encuentra tan lejos que no consigue iluminarlas lo suficiente y las lunas tienen un albedo tan bajo que no son capaces de reflejar la poca luz que reciben. Es cierto que pueden verse, supongo, pero hay que saber exactamente en qué lugar se encuentran para observarlas vagamente. Y eso complica aun más las cosas, porque una de ellas, Phobos, se mueve tan rápidamente que rota tres veces al día alrededor del planeta. La otra, Deimos, parece moverse apenas, y ninguna es muy grande que digamos, ¿sabes?: unos 25 kilómetros de lado a lado, a lo sumo.
Ella asintió cortésmente, como si no hubiese leído las explicaciones de las guías de turismo.
—Está todo tan quieto aquí —le dijo ella mirando a su alrededor—. No hay viento… casi ningún sonido. Me pregunto por qué ellos no designan un centinela durante la noche para evitar que nos escapemos… o para evitar… que tratemos de dominarlos mientras duermen.
M’Cord sonrió, haciendo resaltar el blanco de sus dientes en contraste con su tostada piel.
—No tendríamos dónde ir aunque lográramos escapar —dijo—, bueno, si se trata de dominar a Chastar y sus secuaces… ¡me imagino que nunca has tratado de sorprender a un marciano dormido! Comprendo que los científicos de la Tierra no hayan sido capaces de decidir aún si los nativos de Marte son o no descendientes de una especie de gato, así como se supone que nosotros somos descendientes de algún tipo de mono. La verdad es que tienen un gran parecido con los gatos, con esos ojos amarillo-verdosos, esa sedosa piel sobre sus cabezas donde nosotros tenernos el cabello, y la forma en que se desplazan, elásticamente, como bailarinas. Pero yo podría decirles un par de cosas a los científicos: hay en verdad un gato en algún lejano proceso de su evolución, porque duermen con un ojo abierto, o al menos lo parece. ¿Has tratado de sorprender alguna vez a un gato durmiendo? ¡Es tan difícil como sorprender a uno de los del Pueblo! Por ejemplo, Chastar, allí; ahora está profundamente dormido, pero si me acercara a cinco metros ¡me encontraría con el cañón de su arma! No, no tienen necesidad de apostar guardias; un marciano tiene una mitad de sí mismo todo el tiempo en guardia, ¡despierto o dormido! Y si piensas que deberíamos tener centinelas para protegernos de los animales de presa, bueno, no hay nada acá en la cima del Sinus lo suficientemente grande como para molestarnos. Los grandes gatos del desierto y los de su especie, viven principalmente en las planicies polvorientas o en las quebradas que cortan los bordes de un Sinus; me imagino que sabes que fueron causadas por las resquebrajaduras de Marte cuando éste comenzó a secarse. Es ahí, en las quebradas, donde viven los animales de presa porque allí viven los pequeños seres de los cuales se alimentan. Aparte de ello, Chastar tiene instalada una alarma alrededor del campamento. Un campo subsónico, para ahuyentar cualquier cosa que pueda encontrarse en los alrededores cazando. No podemos sentirlo porque estamos dentro de él. Pero cualquier cosa que se encuentre allí afuera, merodeando, lo sentirá en sus huesos… y en sus dientes también, como un tremendo dolor de muelas…
Su voz se apagó; repentinamente se sintió incómodo y consciente de sí mismo. Era demasiada charla para un hombre tan introvertido como él, y al notarlo se calló.
Pero la muchacha también lo observó, y lo miró con una extraña expresión en el rostro.
La suave luz de las estrellas velaba en parte las señas de tensión y cansancio que afeaban su rostro de día, y de pronto él fue plenamente consciente de su calor y proximidad. Su rostro a la luz de las estrellas era un pálido óvalo, sus tranquilos ojos azules extrañamente tiernos, y su cabello relucía bajo los astros, como plagado de fuegos fatuos.
Sonriendo le dijo:
—En verdad, eres una persona rara, Coronel M’Cord… Pasan días y días sin que pronuncies más de tres palabras…
M’Cord murmuró algo sonrojándose bajo el fuerte tostado de su piel y agradeció a la oscura noche sin brillo de luna, que evitó que la muchacha sueca notara su rubor. Su volubilidad le sorprendió. Pero hay algo en cada hombre, incluso en los de pocas palabras como M’Cord, que disfruta al entablar una conversación sobre un tema que conoce bien cuando su auditorio es una muchacha joven, delgada, de tiernos ojos azules y rubios rizos que se derraman sobre sus hombros.
Súbitamente, se sintió embarazado y avergonzado como un adolescente… ¡y se odió a sí mismo por esto! Se puso de pie de un salto.
—Humm. Creo que es hora de cerrar los ojos, de todas maneras… ¡buenas noches! —murmuró, y cojeó de vuelta al lugar donde dormiría, sintiéndose confundido e incómodo. La muchacha lo miró marcharse con una leve sonrisa.
Hacía mucho tiempo que algo no la divertía. De pronto se sintió joven, libre, limpia y pura nuevamente. Disfrutó la sensación, mientras duró.