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Después de largo rato M’Cord despertó y supo que no estaba muerto. Porque era evidente que los muertos no sentían dolor; y él sí lo sentía.

Abrió los ojos nublados y legañosos y vio abajo el polvo moviéndose. Estaba atado sobre la grupa del trifo, con el penetrante olor de su piel pegado a las narices. Y había otro olor… olor a descomposición.

De las caderas hacia abajo su cuerpo estaba en llamas. Le latía la cabeza; las costillas magulladas le dolían; tenía los labios y el paladar resecos y cubiertos de polvo. Refunfuñó algo con voz entrecortada y en un instante la bestia se detuvo y Thaklar estuvo a su lado soltando las ataduras, ayudándolo a bajar. Sintió el agua que mojaba sus labios y por un rato sólo pensó en el deleite de su frescura y de su humedad. Retiró el recipiente, se secó la boca con el dorso de la mano y trató de centrar la vista en la cara de Thaklar. Los ojos amarillos estaban exentos de expresión; los rasgos afilados y cobrizos, inescrutables.

—Así es que aún estoy vivo —dijo ambiguamente.

—Aún vives —respondió el otro.

—¿Cuán… grave es, entonces?

—Muy grave, hermano. Compruébalo por ti mismo.

M’Cord no comentó el uso de Thaklar de la palabra "hermano"; sabía lo que significaba, o lo que implicaba. Pero había cosas más urgentes que hacer. Se observó atentamente y después de un momento volvió la cabeza asqueado.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —murmuró.

El hombre del desierto se lo dijo. M’Cord se humedeció los labios y trató de pensar. Un hombre no puede sobrevivir mucho en el desierto a no ser que sepa un par de cosas sobre su organismo. Thaklar había hecho todo lo que sabía: había restañado la herida lo mejor que pudo, y había hecho un firme torniquete en el muslo entre la entrepierna y la cadera, cortando la circulación.

Había tenido la precaución de soltar el torniquete de vez en cuando. Pero no sabía de la existencia de medicinas en el botiquín, y de haberlo sabido, probablemente hubiese desdeñado usarlas. Al pensar en el posible envenenamiento de la sangre, M’Cord traspiró y sintió náuseas. Entonces pidió el botiquín, más agua y una frazada para protegerse del polvo.

En el botiquín había poderosos bactericidas de amplio espectro, un agente anticoagulante y tubos de neomicina IV. M’Cord ingirió tres tabletas de calmantes y una tableta de cafeína concentrada para despejar la cabeza. Luego se colocó varias inyecciones, comenzando por doce centímetros cúbicos de energol. Esto marcaba el límite máximo que su organismo podría tolerar, pero lo mantendría por tres horas sin dolor ni fatiga. Tendría que pagar las consecuencias después, lo sabía; pero ahora lo importante debía hacerse. El energol le recorrió el organismo como una nube de fuego chispeante: el dolor se amortiguó y luego se desvaneció, se sintió alerta, lúcido y sereno. Comenzó a preocuparse de la pierna.

Thaklar no había lavado la herida. En el desierto uno no lava nada, ni aun una herida.

El agua es más escasa y preciada que la sangre; más preciada que la vida. Y toda la larga y horrible incisión estaba encostrada con sangre coagulada y polvo. M’Cord la limpió con un paño húmedo y luego la embadurnó con neomicina, la cubrió con ungüento y comenzó a coser la herida lo mejor posible. Gracias a las inyecciones no sentía dolor, pero sabía lo que estaba haciendo y tenía que fruncir los labios y apretar las mandíbulas para no vomitar. Los bordes carnosos de la incisión estaban hinchados y violáceos. Los abrió con un escalpelo y dejó escurrir el pus, luego los cubrió con neomicina y los cosió. Cada cierto tiempo se detenía a descansar y tomaba unos tragos de brandy. Sabía que no tenía muchas posibilidades, pero no le quedaba otra alternativa que intentarlo.

Thaklar había vendado la herida con tiras de una frazada, atadas firmemente, manteniendo juntos los bordes rotos del traje térmico lo mejor posible. De no ser por eso, hubiese tenido que luchar también contra el congelamiento.

Cuando terminó era casi de noche, de modo que acamparon y comieron. M’Cord no tenía hambre pero se obligó a comer la carne y tomó más píldoras. Sabía que le quedaban algunas horas de lucidez sin dolor antes que la fiebre y el delirio comenzaran, como él temía. Le mostró a Thaklar las diferentes píldoras y ensayaron varias veces lo que el otro debería hacer una vez que M’Cord no pudiese valerse por sí mismo.

Hablaron poco mientras comían.

—Mala cosa, 'Gort.

—Mala —asintió M’Cord—. Tendrás que amarrarme cuando comience a delirar, así no saldré a vagar par la noche. Y suplicaré por agua; pero debes darme sólo esto por día —explicó midiendo con los dedos. El otro asintió sombríamente.

—Hice todo lo que pude, 'Gort.

M’Cord asintió.

—Lo sé. Gracias.

No había más que decir. Durante cuatro días con sus noches el guerrero lo había alimentado, cuidado y limpiado cuando se ensuciaba. No había palabras para agradecer a un hombre esa generosidad.

Se encontraban en el centro del Regio. Pronto, tal vez al día siguiente, Thaklar pensaba dirigirse al Norte, hacia el interior del Sabaeus. Para entonces M’Cord estaría casi loco de fiebre y no sabría nada de nada. En un día más o dos, podría estar muerto. Ambos eran conscientes de ello; no era necesario tocar el tema.

Thaklar tenía una expresión rara; su frialdad se suavizó. Estaba tratando de decir algo y le costaba. M’Cord estaba echado, vacío y cansado, sintiendo cómo el adormecimiento y la agradable euforia se desvanecían al comenzar el dolor, y esperó a que hablara, si eso era lo que buscaba. A M’Cord parecía importarle poco que lo hiciera o no.

—He compartido el agua contigo; lo hice mientras dormías —dijo finalmente.

—Lo sé, hermano —respondió M’Cord. Algo muy parecido a una sonrisa iluminó las severas facciones del otro.

—Está escrito que un hombre no debe esconder secretos a su hermano, ’Gort; quisiera contarte quién soy, cómo he llegado hasta acá y lo que quiero hacer.

M’Cord asintió y esperó en silencio.

Cuando su historia terminó, le pareció aun más extraña de lo que había imaginado.

La nación del Halcón Alado es un pueblo antiguo y orgulloso. Sangre de reyes corre por sus venas, atenuada con el correr de muchos siglos, es verdad, pero no por eso menos real.

Thaklar era un Gran Príncipe, o lo había sido. Su linaje era Antiguo, antiguo incluso para una raza en la que el linaje de sus príncipes se remontaba a menudo a un millón de años atrás, los inicios del Pleistoceno.

En un pasado remoto, antes que los océanos se retirasen, que el aire se enrareciese y que los azules bosques y llanuras muriesen para quedar tan sólo arena, ellos conformaron una poderosa civilización. De polo a polo la palabra del Jamad Tengru, el Papa-emperador, era ley sagrada. Existían diez naciones, diez poderosos clanes de millones y millones de seres. Pero entonces el mundo comenzó a morir; y ellos a morir con él.

A medida que los salados mares se hundían dejando al descubierto vastas extensiones barrosas en la costa, las ciudades de mármol de los puertos fueron abandonadas, condenadas a la ruina. Enormes masas se transformaron así en vagabundos al marchitarse sus campos y bosques. Grande fue la pérdida que esto trajo consigo en los caóticos siglos siguientes: la ciencia que habían recibido de sus dioses, la sabiduría que habían preservado a lo largo de interminables eras. Se transformaron en nómadas, luego en bárbaros; finalmente, en poco menos que salvajes.

Pero eran un pueblo antiguo y orgulloso, y eran testarudos. Se adaptaron a un mundo que moría; las privaciones y sufrimientos los endurecieron. Sobrevivieron. Y se aferraron a lo poco que podía ser conservado de sus ancestrales tradiciones y sabiduría.

Al dispersarse, separados por miles de kilómetros de desierto que otrora fueran el fondo de mares ahora desaparecidos, habiendo perdido el contacto entre sí, los restos de cada una de las nueve naciones que sobrevivieron al crepúsculo del planeta protegieron sus propios fragmentos de conocimiento atesorado. La posesión de estos fragmentos de antigua sabiduría se hizo hereditaria. La tutela de este conocimiento pasó de padre a hijo a través de muchos milenios.

Así sucedió con la dinastía de Thaklar.

Y allí en la desértica llanura, acurrucados bajo las heladas estrellas, el marciano reveló su secreto al terráqueo que, en forma tan extraña e inesperada, se había convertido en su hermano.

—Desde hace mucho, hermano, mi Casa ha mantenido el secreto del Sendero Milenario. Nos fue revelado por los Eternos para cuidar por siempre el camino al huatan. Tú, que has leído Las Escrituras y que conoces algo de nuestras tradiciones, sabrás, tal vez, lo que significa esa palabra.

M’Cord lo observó intrigado. Por supuesto, conocía la Lengua lo suficiente para comprender que "huatan" significa "valle sagrado". Sin embargo no era un erudito; algo sabía de las Epopeyas y de los Paralipómenos, pero su conocimiento se limitaba a lo que podía aprenderse escuchando a un bardo entonar las viejas canciones para un grupo de nómadas reunidos alrededor de un termogenerador bajo las estrellas resplandecientes.

El valle sagrado…

Algo afloró en su memoria, un viejo vestigio de saber casi olvidado. Trató de recordar; pero Thaklar retornó el relato. Sombrío el rostro, sus severos ojos aparecían desolados por un viejo dolor.

—En su oportunidad, el secreto me fue entregado. El secreto que mis antepasados habían cuidado desde los albores del tiempo mismo. Y a mí me lo robaron. Una mujer.

Escupió la última palabra como si le envenenara la lengua.

—Su nombre era Zerild. Era una mujer del Clan Bajo que bailaba ante los hombres por oro. Llegó al campamento real de mi nación en una caravana de gordos mercaderes y bailó ante nosotros a la luz de las estrellas, y era… muy hermosa. La deseé como un hombre sediento desea el agua, pero se burló de mí y me negó su cuerpo. Buscando saciar mi sed le ofrecí riquezas y un lugar en mi casa. Un lugar de honor. Pero aún se negó, y volvió a burlarse.

Su cabeza caía sobre el amplio pecho y volvió la cara para que M’Cord no pudiera verlo.

—Entonces la locura se apoderó de mí. Nunca he sido débil por las mujeres: Thaklar, de la nación del Dragón Alado, jamás se ha arrastrado a los pies de una mujer; nunca he sido esclavo de mis deseos. Pero ante el esbelto cuerpo de Zerild me sentí presa de un encantamiento. Perdí la razón y el honor. Ella me provocó, riéndose, cimbrando frente a mí, sus ojos como enormes piedras preciosas fulgurando a través de la sedosa cortina de su pelo negro como la noche. Estaba hambriento de sus pechos, hados como la fruta, hambriento por recorrerla con mis manos… y, en mi locura e insensatez, le rogué que pidiera lo que quisiese. Dijo que no deseaba otra cosa que una prueba de que mi amor por ella era más fuerte que cualquier otro que hubiese albergado mi corazón. Me pidió el secreto que los príncipes de mi sangre habían conservado desde los albores del tiempo.

¡Me dijo que le revelara el camino a Ophar la Sagrada…! ¡Ay, hermano mío! ¡Hubiese sido preferible morir como un cobarde en ese momento, antes de que mis labios se abriesen, para no sucumbir ante mi deseo! Pero mis labios se abrieron. Y no morí.

M’Cord sintió un escalofrío al escuchar las palabras lentas y torturadas susurradas bajo las estrellas.

Porque ese vago recuerdo que se agitaba hacía poco en las profundidades de su mente le vino ahora a la memoria. Y supo qué es lo que el otro había querido decir con huatan, el valle sagrado. Entendió lo que Thaklar le había estado relatando, y supo, creyó saber, cuál era el secreto que los príncipes Dragones de la dinastía de Thaklar habían mantenido en reserva tan celosamente y por tanto tiempo.

Asombrado, comprendió lo que había hecho el guerrero que tenía a su lado, lo que le mereció el desprecio de sus hermanos de clan y el exilio de por vida de sus dominios.

Había vendido el camino al Jardín del Edén por el deseo del cuerpo de una mujer.