21

Muy tarde, aquel mismo día, M’Cord encontró al fraile bebido como siempre, merodeando bastante inquieto. Estaba apoyado contra una roca cubierta de una gruesa capa de musgo azul salpicado de pequeñas y brillantes florecillas que semejaban gemas diminutas. El marciano pestañeó somnoliento ante M’Cord, que se detuvo junto a él.

—Hola, Phuun. Te lo perdiste. Encontramos la Fuente —gruñó M’Cord y le pareció que algo brilló furtivamente en los ojillos del otro por un instante.

Sus arrugadas facciones se contrajeron en lo que quizás podría ser una sonrisa. Le ofreció a M’Cord una botella de cerámica de vino achampañado. Sin hacerse rogar, el terrestre la aceptó y se tendió sobre el musgo.

—Pronto, será muy pronto… sabíamos que la encontraríamos —murmuró el viejo fraile. Estaba muy bebido, tanto que probablemente ni siquiera sabía que estaba hablando con M’Cord.

—¿Qué sucederá muy pronto? —inquirió M’Cord bebiendo un largo trago de la botella. Algo brilló y desapareció nuevamente en los ladinos ojos del hombrecillo.

—Nuestro poder —susurró—. Seremos reyes, el lobo rojo y yo. ¡Ah, más poderosos que los reyes! Jamás un sagrado Jamad tuvo tanto poder como el que tendremos nosotros. Las vidas y el destino de las naciones serán juguetes en nuestras manos. El lobo y yo seremos como dioses… ¡dioses!

M’Cord le miró extrañado. Esperando que el decrépito fraile estuviese tan bebido como parecía, aventuró una pregunta.

—Phuun, eres un sacerdote, o alguna vez lo fuiste. ¿Por qué tú, entre toda la fauna humana, has buscado a Ophar? No hay ningún tesoro aquí, no hemos visto oro, joyas ni nada que les parezca, hasta ahora; y apostaría que no las hay. De ser así ¿qué esperabas conseguir aquí?

El renegado rio nuevamente y se limpió la boca con el dorso de su mano huesuda.

—Poder… y juventud —murmuró casi para sí mismo—, el más grande tesoro de todos… poder como jamás ha imaginado ningún hombre desde que el mundo era joven. Y la inmortalidad.

—¿Inmortalidad? —repitió M’Cord escépticamente—. ¿Es realmente tan importante? —Pensó para sí mismo que era condenadamente importante, pero esperaba provocarlo para que hablara libremente.

Phuun tomó un largo trago de su botella y cuando la dejó a un lado para recobrar la respiración su vista estaba nublada y su mirada poblada por el fantasma de algún recuerdo o la presencia de una emoción que M’Cord no hubiera podido definir.

Ser joven nuevamente… no morir jamás… ¡Aayy! ¡Dioses! Para no cruzar jamás el Puente de Fuego y presentarse ante los Tres que dormitan por siempre en Yhoom!… Para no tener que presentarse nunca desnudo y solo ante los Eternos para ser… juzgado.

Hubo algo en su voz cuando susurró ásperamente la última palabra que hizo que a M’Cord se le helara la sangre en las venas. Si era temor, era un temor tan enorme, tan desesperanzado, que se transformaba en terror.

Pestañeó vagamente frente a M’Cord, como si hubiese comprendido finalmente a quién había estado hablando.

—Sí, f’yagh… he hecho cosas en mis días que me hacen temer el Lugar del juicio… porque yo, que una vez fui Siervo de los Dioses y servidor de Sus Leyes, sé demasiado bien el… ¡el precio que debo pagar por lo que he hecho!

Sus ojos vidriosos llenos de terror se tornaron nuevamente vagos y escurridizos. Murmuró desordenadamente para sí mismo, con su arrugado rostro transformado en una máscara de temor y dolor, aferrándose con manos temblorosas a la botella como un hombre que se está ahogando se aferra a un madero.

Se estremeció como si repentinamente hubiese sentido frío.

—Tengo miedo, f’yagh. Temo la vejez porque me acerca a la muerte y después de la muerte debe someterme al juicio de Aquellos Que Dormitan en Yhoorn… ¡Demasiado bien sé el precio y el castigo que me costará lo que he hecho! Quiero volver a ser joven para siempre. ¡Evitar la muerte por siempre! ¡No ver jamás la hora en que mi pobre espíritu sea arrancado de su morada de carne y acosado a través del Puente de Fuego para presentarse desnudo y desvalido ante los Eternos!… Por eso, f’yagh, soy capaz de cualquier cosa; por eso, f’yagh, incluso me atreví a venir, aun aquí, a La Sagrada, a Ophar, afrontando la prohibición de los dioses…

Su voz murió nuevamente en un murmullo y M’Cord tuvo que inclinarse para escuchar sus palabras.

—¡Tú nunca has pecado como yo he pecado, f’yagh! Nunca has hecho aquello ante lo cual tu propia alma se sobrecoge, temblorosa de repugnancia, de tal forma, que al final llegas a odiarte a ti mismo… porque has llegado a ser el compendio de todo aquello que siempre has despreciado y condenado en los demás…

Su voz se apagó y allí quedó murmurando incoherentemente para sí mismo, olvidando la presencia de M’Cord. El terrestre lo miró desdeñosamente. Llegó a sentir lástima por el viejo.

La vida de M’Cord había sido muy dura y el código por el cual se regía era muy estricto. Tenía poco lugar para la lástima pero le pareció normal sentir compasión al observar la degradación a la que había llegado aquella criatura que alguna vez había sido un sacerdote.

Algo que había murmurado el viejo un poco antes le refrescó la memoria. Se reclinó sobre un codo y le llamó la atención.

—Phuun… ¿por qué supones que encontrar el Valle y la Fuente les dará a ti y a Chastar tanto poder? Este lugar está prohibido, los hombres lo rehuyen. Encontrarlo es un pecado para tu religión. ¿Cómo esperas obtener el poder que deseas en una situación semejante?

La mirada esclerosada del viejo vagó de un lado a otro y de pronto se fijó en él. Su rostro macilento esbozó la mueca de una sonrisa ladina y gozosa, claramente enfermiza.

—Aquel que posee el secreto de La Sagrada —susurró ásperamente— tiene el poder en sus manos. ¡Piensa, imbécil! Este valle… este jardín y todo lo que contiene ¡es sagrado para el Pueblo! Desde el blanco polo norte al blanco polo sur, no hay hombre o mujer que no diese su vida para proteger a Ophar de la profanación.

Esa palabra quedó vibrando entre ambos. Parecía un eco en la mente de M’Cord que se repetía una y otra vez, interminablemente.

Phuun sonrió. Una repelente sonrisa de triunfo y de desprecio por sí mismo.

—La noticia se extenderá desde aquí a las Nueve Naciones. El lobo, su mujer y yo ejercemos nuestro dominio sobre La Sagrada. Si los creyentes del Pueblo no desean que manchemos los lugares sagrados con blasfemias irrevocables que profanarán a Ophar para siempre, traspasarán su poder a nuestras manos, y dominaremos… y nos obedecerán en todo… porque nuestro rehén será el Valle DONDE NACIÓ LA VIDA… —Comenzó a reír y a reír…

Capturar el huatan de Ophar… ¡y mantenerlo con la amenaza de profanación hasta que las Nueve Naciones capitularan ante sus demandas!…

M’Cord se puso de pie, tembloroso, y se alejó del lugar donde yacía Phuun, saturado de vino, deleitándose con un pecado que lo enfermaba incluso a él mismo.

M’Cord no profesaba ninguna religión, ni siquiera la neocristiana en medio de la cual había nacido. No reverenciaba a ningún dios o iglesia. Pero ése era un asunto personal, algo que sólo discutía con su propia alma. Y no sentía desprecio o irritación ante la fe de otros hombres. En verdad, tenía un cierto grado de respeto por el antiguo culto de los marcianos cuya religión era millones de años más antigua que cualquiera de los credos de su propio mundo.

Aun para él, el pecado de Chastar y Phuun era algo impío. Aun él retrocedía con horror y estupor ante lo que planeaban. Era como si una secta de musulmanes hubiese planeado el robo de la Piedra Negra de La Meca… ¡la reliquia más venerada del gran santuario del Islam!

Era como si algún cristiano renegado se las arreglara paca exigir rescate del mismísimo jardín del Edén…

De pronto comprendió que debía encontrar a Thaklar para contarle la atrocidad que planeaba Chastar. Porque si ese sacerdote enfermo de alma y aquel forajido loco tenían éxito en su grotesco golpe tomarían el control del planeta mismo. Podrían lanzar al mundo desierto a la guerra sagrada más devastadora que cabría imaginar. Podrían dar un golpe de gracia al corazón de una antigua civilización. Podrían destruir un mundo. ¡O volverlo loco!