CAPÍTULO 19

LA mañana llegó, y Erienne trató de levantar su ánimo con un cuidadoso arreglo de su persona. Hubiera preferido quedarse en su recámara hasta pasado el mediodía, pero sabía que ése sería el comportamiento de un cobarde, y no deseaba prestarse a tal fallo. Se puso un vestido azul claro y, con cintas entrelazadas en el cabello, ofreció un espectáculo encantador a su marido cuando atravesó tímidamente la gran sala. El aguardó junto a su sillón frente a la chimenea, y Erienne presintió una inminente condena en esa mirada implacable. Se deslizó en el sofá opuesto al de su marido y esbozó una sonrisa leve, vacilante, antes de observar fijamente el cálido fuego, sin atreverse a mirar a la máscara.

Las explosivas diatribas que esperaba nunca llegaron. Sólo hubo un prolongado silencio, y ella supo que debía afrontar su responsabilidad. Respiró hondo y alzó la mirada, aguardando valientemente cualquier pregunta de su esposo.

—Buenos días, mi querida —la saludó la voz ronca con tono casi jovial—. Mis disculpas por haberte dejado tan bruscamente anoche.

Erienne se sorprendió ante el buen humor de su esposo y no logró encontrar una causa justificada. Él, con seguridad, le había oído susurrar el nombre de su primo, percatándose de que su esposa deseaba a otro hombre mientras él le hacía el amor.

—He pensado que hoy podrías disfrutar de un paseo a Carlisle. ¿Te agradaría?

—Desde luego.

—Bien. Entonces, partiremos una vez hayas tomado el desayuno.

—¿Deberé cambiarme de ropas? —preguntó ella, titubeante-No. Así estás encantadora. Una extraordinaria joya para el deleite de mis ojos. Aunque hay alguien allí que deseo que conozcas, tendremos oportunidad de conversar tranquilos en el trayecto. Ya es tiempo de que ponga mi casa en oren.

Erienne se paralizó, porque esas palabras presagiaban Infortunio. Por lo visto, su esposo aún no había terminado con ella.

Lord Saxton se giró hacia la mesa, donde había sido instalado el servicio para la joven.

—Ven, Erienne. Debes de estar famélica.

No pudo probar más que uno o dos bocados y, cuando llegó Paine a anunciar que Bundy requería hablar con el amo, ella se sintió aliviada de poder hacer a un lado el plato sin provocar ninguna pregunta. Regresó frente a la chimenea y comenzó a beber lentamente su té, mientras aguardaba a su esposo.

Las campanadas del reloj acababan de marcar un cuarto de hora, cuando lord Saxton retornó a la sala. El hombre se detuvo junto al sillón de su esposa para ofrecerle sus disculpas.

—Lo siento, querida, pero tendremos que posponer nuestra visita a Carlisle. Un asunto muy urgente requiere mi atención y, aun cuando me apena dejarte ahora, no puedo evitarlo. No sé con certeza cuándo, o regresaré.

Erienne no cuestionó la buena fortuna que la había salvado del terrible enfrentamiento. Continuó sorbiendo su té y, poco a poco, su tensión se fue aliviando. El landó fue llevado hasta la entrada de la mansión. Ella lo oyó alejarse otra vez, y permaneció en la quietud que siguió en la sala, como aquél a quien le han suspendido temporalmente la pena capital.

Al relajarse, la invadió la modorra y, consciente del escaso descanso de la noche anterior, subió las escaleras y regresó a su recámara. Luego de quitarse el vestido, se acurrucó bajo las cobijas de la cama y se sumergió sin esfuerzos en un muy necesitado sueño.

Los primeros tonos rosados comenzaban a pintar al oeste del cielo, cuando Erienne se despertó de su siesta. Se sentía totalmente renovada y llena de una energía que le demandaba alguna actividad más allá de las obligaciones comunes de un ama de casa. Pensó en la yegua Morgana y, aun cuando no tenía intención de repetir la tontería de perseguir a Christopher, la idea de cabalgar le resultó muy atractiva.

Sin titubear un instante, se vistió con el atuendo de montar propio de una dama. Ya había tenido bastante del disfraz de muchacho y prefería gozar de los privilegios de su sexo si ese bellaco taimado volvía a aparecer. Sin embargo, recordó su enfrentamiento con Timmy Sears y se armó con un par de pistolas, por si acaso aún quedaban otros como él acechando por esas tierras.

Erienne estaba admirando a la yegua cuando Keats apareció en el establo.

—Señora, el amo impartió estrictas órdenes de no dejarla a usted sin protección. Y puesto que no puedo permitirle partir sin recibir luego una severa reprimenda, ¿le molestaría que la acompañara en el paseo?

Erienne estaba a punto de dar su consentimiento cuando avistó a un jinete que cabalgaba por el sendero de acceso a la mansión. La joven se acercó a la puerta y observó la figura, hasta identificarla. La imagen de Farrell sobre el caballo le provocó una inmensa felicidad. El muchacho había comprado el animal con el dinero que él mismo había ganado, pero el hecho de que hubiese recuperado la confianza suficiente para volver a montar fue lo que produjo mayor placer a su hermana.

—Mi hermano está aquí —anunció la joven a Keats—. Le pediré que me acompañe en la cabalgata.

—Muy bien, señora. Le ensillaré la yegua de inmediato. Cuando Farrell se acercó a la torre de entrada, Erienne le llamó y agitó una mano para atraer su atención. El la vio y condujo el animal por el sendero hasta donde se encontraba su hermana.

—Buenas tardes —le saludó ella con tono alegre—. Necesito una escolta y, como lord Saxton no se encuentra en casa, me preguntaba si podría abusar de tu gentileza y pedirte que me acompañaras a cabalgar por un rato.

—¿Lord Saxton no está? —preguntó Farrell con un marcado tono de desilusión. Había llevado consigo su pequeña colección de armas con la esperanza de poder practicar algo de tiro.

Erienne rió al descubrir el largo mosquete y las tres pistolas que llevaba su hermano en la montura.

—Sé que soy sólo tu hermana y, por esa razón, no puedo reemplazar al que, obviamente, has venido a ver.

Farrell sacudió la cabeza hacia el sendero y sonrió con buen humor.

—Vamos. Es lo menos que puedo hacer por una hermana. La joven aceptó la mano que la ayudó a trepar a la montura y se acomodó las faldas y la capa antes de asentir con la cabeza en dirección a su hermano. El muchacho se adelantó, eligiendo el camino durante un corto lapso, y luego se detuvo, girándose para sonreír a la joven.

—Te estás volviendo muy seguro de ti mismo, ¿verdad? —preguntó ella con una carcajada. Se sentía orgullosa por todos los logros de su hermano y sabía que era a Stuart a quien tenía que agradecer por haber sacado al muchacho de su caparazón.

—¿Echamos una carrera? —le desafió Farrell con algo de su antiguo entusiasmo por la vida.

Erienne miró a su alrededor. Sabía que se hallaban en la ruta hacia el sur, pero la noche había extinguido la luminosidad del

crepúsculo y, luego de la experiencia de la noche anterior, temía alejarse demasiado de la mansión sin una mayor protección. Los bandidos eran conocidos por sus despiadados ataques contra los indefensos, y ella no tenía deseos de convertirse en víctima de alguna clase de violencia.

—Será mejor que regresemos respondió—. No me di cuenta de que se estaba haciendo tan tarde.

—Corramos hasta la cima de la colina —insistió su hermano— Luego, volveremos.

Erienne espoleó los flancos de la yegua, dejando atrás sus carcajadas cuando el caballo se lanzó a volar. Farrell soltó un aullido y salió tras la muchacha. El sonido de la felicidad de los jóvenes se sumó al estruendoso galope de los caballos y al potente silbido del viento. Erienne se entregó de lleno a la carrera, estimulando a Morgana con ligeros golpecitos de su látigo. Farrell logró darle alcance y se le adelantó por medio cuerpo cuando llegaron a la cumbre de la colina.

De pronto, un disparo estalló en el aire, seguido por otras varias explosiones. Farrell tiró con violencia de las riendas, deteniendo bruscamente a su corcel, y Erienne tardó menos de un segundo en imitarlo. Ambos permanecieron inmóviles, atentos al menor sonido, mientras sus ojos buscaban alguna señal entre las oscuras sombras del crepúsculo. Un grito de horror quebró el silencio, culminando en un sollozante, suplicante «¡No!., y sonó otro disparo. Los ecos retumbaron a través de la colina y a ellos se sumó el suave, penetrante sonido de un llanto, que se ahogó de repente, como si un golpe lo hubiera silenciado.

Erienne se estremeció e intercambió una rápida mirada con Farrell. Entonces, ambos jóvenes condujeron sus caballos hacia la sombra de una hilera de robles que bordeaban el camino y avanzaron hacia la cresta de la colina. Un jinete vestido de oscuro se encontraba inmóvil sobre la cuesta y, desde allí, vigilaba el camino. Farrell hizo un ademán con la mano y Erienne se detuvo, pero el centinela no gritó una advertencia. Tras unos instantes, una voz distante llamó al hombre y, después de un breve intercambio de palabras, hizo que el caballo siguiera a su compañero, abandonando su puesto.

Los suspiros de alivio de los hermanos Fleming se entremezclaron con el silencio. Sin alejarse del refugio que suponía la sombra de los árboles, continuaron ascendiendo, hasta llegar a la cima de la colina, desde donde podían observar el valle. Allí, en medio del camino, se había detenido un carruaje; varios hombres vestidos de negro trabajaban, alrededor del vehículo, bajo la luz de unos faroles. Un caballo yacía muerto a un lado, y el resto de los animales estaban siendo apartados. Las portezuelas del coche se encontraban abiertas, y Erienne ahogó una exclamación al ver que la amarillenta luz de las lámparas iluminaba el cuerpo de un hombre elegante, cuya cabeza se inclinaba inánime desde el interior del vehículo. El cochero y el lacayo se hallaban tirados sobre el camino. La única sobreviviente era una muchacha que había sido salvajemente atada al balancín del coche con los brazos extendidos. Por las carcajadas divertidas de sus capturadores, la joven había sido rudamente manoseada y despojada de sus joyas. Las sollozantes súplicas de la niña se ahogaban en las estruendosas risotadas de los hombres.

Farrell obligó a Erienne a, internarse aún más en las sombras, para ocultarse de la luz de la luna, y le habló en un susurro apremiante:

—La matarán... o le harán algo peor... ¡No puedo aguardar por ayuda!

—Son más de una docena, Farrell. ¿Qué podemos hacer? —¿Por qué no vas en busca del alguacil? Mientras tanto, yo veré si puedo contenerlos... de alguna manera.

—Sería una locura intervenir sin ayuda —protestó Erienne. —Dame tus pistolas —susurró él, extendiendo la mano para recibirlas, e hizo un gesto de impaciencia cuando ella dudó—. ¡Date prisa!

Erienne tenía otra idea y la expuso.

—Farrell, quizá podamos enfrentarlos juntos. ¿Ves aquellos árboles sobre la colina, cerca del carruaje? Podemos utilizarlos como escudo y situarnos detrás de los maleantes. Si logramos acercarnos y disparar a dos o tres, puede que los otros huyan antes de lastimar a la niña. Tú no puedes disparar una pistola y sostener las riendas del caballo al mismo tiempo.

—Tienes razón, desde luego —murmuró Farrell—. No sirvo de mucho con un solo brazo.

—Ahora no tenemos tiempo para eso, Farrell —le suplicó su hermana—. La muchacha nos necesita a ambos.

—Con todo el alboroto que están haciendo esos ladrones, todo un regimiento podría avanzar entre los árboles sin que ellos lo advirtieran. —Soltó una risita jactanciosa—. ¿Estás preparada, Erienne?

—¡Sí! —respondió ella en voz baja. Condujo la yegua a lo largo de la cresta de la colina, hasta que pudieron penetrar entre los árboles y la maleza.

Encontraron una posición ventajosa sobre un suave declive lado del camino, cerca del carruaje; allí desmontaron para ocultarse tras el escudo de árboles y peñascos. Abajo, el llanto sordo

de la niña se confundía con las risotadas y gritos de los bandidos. Los hombres habrían abandonado a la muchacha por el momento, mientras destrozaban el equipaje y saqueaban sin miramientos los cuerpos de los muertos.

—Erienne, ¿puedes oírme? —preguntó Farrell en un suave murmullo.

—Sí.

—Si logramos ahuyentar a los maleantes, yo bajaré a buscar a la niña. Tú quédate aquí y trata de mantenerlos alejados, hasta que yo consiga liberara y luego, vete volando de aquí. ¿Has comprendido?

—No te preocupes —le aseguró ella con frialdad—. Eso es precisamente lo que pienso hacer. Cabalgaré como si el mismo diablo me estuviera siguiendo. ¿Tienes un cuchillo para liberar a la joven?

—Sí. Y, por una vez, compórtate como una niña buena. —La voz de Farrell fue apenas audible, pero su hermana captó la nota de humor.

Farrell se alejó para situarse detrás de un árbol, y Erienne aguardó el estallido de la pistola de su hermano que representaría la señal. Ella se encontraba tan tensa, que se preguntó si sería capaz de acertar en algún blanco, pese a las meticulosas instrucciones de su esposo. La horripilante escena que había presenciado en esos últimos instantes le reveló las razones que podrían impulsar a Christopher a cabalgar durante las noches. Aun cuando él no había confesado ser el temido fantasma, Erienne no podía ignorar las evidencias que había visto, y juró ser más comprensiva hacia la causa del yanqui en el futuro.

De pronto, sonó el disparo de Farrell, y los dedos de la joven oprimieron tensos el arma. Sintió un temblor nauseabundo en el estómago cuando vio a dos figuras caer bruscamente junto al farol. Uno de los ladrones profirió un violento bramido, y todos se alejaron de la luz, pero demasiado tarde. Erienne sabía que la vida de la niña dependía de la rapidez de su pistola, y no perdió un solo instante. Esta vez, trató de no pestañear al disparar la bala, pero eso fue todo lo que pudo hacer para mantener el arma firme. Su sorpresa fue tan grande cuando vio caer a otro hombre, que casi mira hacia atrás para ver si Farrell había disparado simultáneamente. Entonces, oyó unos rápidos movimientos por el otro lado, y supo que su hermano se estaba situando en otro lugar. Erienne se humedeció los labios, y comenzó a cargar. Temblaba tanto como rezaba, y tuvo que realizar un tremendo esfuerzo para controlarse y poder terminar la tarea. El ensordecedor rugido del mosquete de Farrell rasgó el aire y el grito que lo siguió hizo estremecer a Erienne. Ella alzó la mira de su arma, pero encontró vacío el pálido círculo de luz. Buscó con los ojos, y el reflejo de la luna le permitió ver un leve movimiento en la base del barranco. Clavó l a mirada en la oscuridad, hasta que la sombra resultó ser un hombre trepando en dirección hacia ella. La joven se agachó lentamente, empuñó la culata de la pistola con ambas manos y apuntó hacia el cuerpo en movimiento. El sujeto alzó la cabeza para mirar hacia atrás y, esta vez, Erienne cerró los ojos con fuerza y apretó el gatillo. El estruendo la ensordeció, pero no lo suficiente ara anular el violento sonido del cuerpo rebotando en veloz caída por el declive. Desechó las sangrientas imágenes de sus pensamientos, cuando vio a Farrell gateando hacia su caballo.

Erienne recargó con rapidez y aguardó en medio del terrorífico silencio, mientras que, con los ojos, buscaba entre las sombras alguna señal de un bandido. Oyó al caballo abalanzarse entre los árboles y, detrás de un instante, pudo divisar a su hermano. El muchacho emergió de la oscuridad, avanzando a toda velocidad hacia el carruaje y, al acercarse a la niña, se arrojó de su corcel, sujetando las riendas con la mano izquierda mientras corría hacia la joven. Se detuvo junto a ella y comenzó a cortar las gruesas cuerdas que la sujetaban.

Erienne vigiló atentamente, alerta ante cualquier movimiento que pudiera resultar un blanco para su arma. No percibió ningún sonido alarmante, pero, de repente, fue atrapada por la espalda. Una mano pasó por encima de su hombro ara arrebatarle la pistola y el mismo brazo la presionó contra la irme pared de una roca. Antes de que ella pudiera gritar, una mano enguantada le tapó la boca y una voz brusca y áspera le habló:

—Niña loca, ¿qué es lo que trata de hacer? ¡Súbase a ese condenado rocín y márchese de aquí antes de que la maten!

El brazo la hizo girar, y entonces, fue liberada. Erienne contuvo la respiración cuando vio la inmensa figura que tenía delante de sí. La capa que la envolvía se mezcló con la oscuridad de ébano y, aunque intentó ver la capucha entre las sombras, no encontró siquiera evidencias de que allí debajo se ocultaba un rostro.

—¿Christopher? —preguntó con tono vacilante. —¡Fuera! ¡Fuera de aquí! —le ordenó él.

La cabeza encapuchada se giró ligeramente hacia el camino. Dos figuras habían emergido de las sombras y se acercaban a Farrell por detrás. El muchacho ya casi había terminado de liberar a la niña y parecía no haber advertido la presencia de los hombres.

—¡Maldición!

El juramento provino de la oscura capucha y, entonces, en un instante, el jinete nocturno desapareció. Erienne se sobresaltó cuando le vio aparecer un segundo más tarde sobre un inmenso caballo negro. Hombre y bestia emergieron de la oscuridad y parecieron remontar vuelo cuando pasaron junto a la joven. Los cascos del potrillo lanzaron chispas al golpear contra el suelo rocoso; se oyó un bramido ronco y penetrante. Del brazo extendido de la veloz figura oscura procedió un destello y el estruendo de una pistola. Uno de los ladrones cayó con un grito, y el arma descendió.

Entonces, la mano volvió a aparecer, sujetando una larga y brillante espada de acero. El sable giró en lo alto brevemente, y el punzante grito de batalla se repitió. El caballo avanzó a toda velocidad, al tiempo que el segundo bandido arrojó su cuchillo y se apresuró a sacar y amartillar su propia pistola. El sable descendió cuando la figura pasó a su lado. El arma cayó, y el hombre se tambaleó unos pocos pasos y se desplomó lentamente en el suelo.

El jinete nocturno se acercó a Farrell, que interrumpió su tarea y retrocedió, agitando su ridículo y corto cuchillo. El jinete encapuchado le ignoró y arrojó uno de los faroles hacia el camino, donde se estrelló apagándose. Otro siguió el mismo trayecto, aterrizando en el mismo lugar y encendiendo el aceite derramado. El fantasma se detuvo y miró a Farrell por un instante, luego señaló a la niña, cuyas muñecas continuaban atadas al carruaje.

—¡Libérala y vete de aquí! —El sable señaló la colina y la voz, aunque suave, reveló un inconfundible tono de autoridad —¡Y llévate a tu tonta hermana contigo cuando te marches!

El corcel negro se movió alrededor del coche y la espada volvió a girar. El último farol voló por los aires para estrellarse sobre el camino.

Sólo quedó en el lugar la luz de la luna y de las pequeñas llamas que consumían el aceite desparramado, y ninguna de ellas era suficiente para iluminar a las figuras que rodeaban el carruaje.

En un instante, Farrell logró liberar a la niña y trató de subirla a su caballo. Luego de infructuosos intentos, él mismo trepó a la montura, dejando un estribo libre para la muchacha, y le mostró el brazo inválido.

—Mi brazo es inútil. Sujétate a él y yo te empujaré hacia araba. Usa el estribo.

La niña obedeció y, en un santiamén, se encontró detrás del muchacho sobre el caballo. Sin esperar a que él le ordenara sujetarse, los brazos de la joven rodearon firmemente la cintura de Farrell.

El muchacho espoleó su corcel y éste se lanzó a la carrera. Un proyectil fue disparado desde los árboles, pero no logró alcanzarlos. Él tiró de las riendas cuando se acercó al barranco donde había dejado a Erienne y soltó un alarido. El jinete nocturno le siguió y vociferó una orden breve, severa, que no admitió desobediencia.

—¡Fuera! ¡Fuera de aquí!

Erienne ya se había internado en el bosque y, con la ayuda de un tronco, había montado sobre la yegua. Impulsó al caballo a volar, deslizándose entre las sombras de los árboles. El jinete nocturno espoleó su potrillo, manteniéndose detrás de la veloz figura de la joven, pero sin apartarse del camino. Allí se encontraba él, cuando Erienne echó una rápida mirada por encima del hombro. Cuando la muchacha desapareció detrás de la colina, el jinete encapuchado se detuvo e hizo girar el caballo hacia un lado para impedir cualquier posible persecución. Mientras aguardaba, recargó tranquilamente su pistola y recorrió con la mirada el claro que acababa de abandonar.

Unos sonidos sordos quebraron el silencio, cuando uno de los maleantes se arrastró cautelosamente por entre la maleza. Una figura se acercó a la luz del fuego, y luego otra. El jinete nocturno observó a sus presas, que se congregaron como una bandada de pájaros acercándose al alimento.

—Sí —murmuró el jinete para sí—, necesitan otro escarmiento.

Blandió el sable sobre su cabeza y azotó los flancos de su corcel, profiriendo su penetrante aullido de guerra. Sólo bastó la aparición del fantasma abalanzándose sobre ellos, el ensombrecido brillo del sable en la oscuridad de la noche y el ominoso galope de los inmensos cascos, para sofocar la baladronada de los asaltantes. Uno de los ladrones gritó una advertencia, a la vez que emprendía la huida. Los otros chocaron unos con otros en su alocada carrera y, una vez más, buscaron refugio en la maleza; todos, excepto uno.

El intrépido bandido sacó una pistola con la mano izquierda y una espada con la derecha, para sujetar ambas en lo alto cuando el espectro avanzó hacia él. Allí estaba el experimentado soldado, que no se dejaba vencer por el pánico ante cualquier adversidad.

—¡Estúpidos! —gruñó—. ¡No es más que uno! ¡Y vosotros no sois capaces de quedaros y luchar! ¡Yo mismo me encargaré de él!

—¡Es todo suyo, capitán! —gritó una voz desde la maleza.

A pocos metros de distancia, la inmensa bestia negra se detuvo. El ladrón desvió la mirada del sable de su oponente, para encontrar una amenazante pistola de arzón en la otra mano.

—Muy bien, señor Fantasma —le desafió el hombre con valentía—, ¿será ésta una guerra de plomo? —Alzó ligeramente la pistola—. ¿O de acero? —Saludó a su adversario con un rápido giro de su espada.

Aun cuando el maleante llevaba un lienzo para cubrirse el rostro, la sombra de la noche reconoció las frases bruscas y el sutil acento de su oponente.

—Milord alguacil, al fin nos encontramos.

—¡Ajá! Conque me conoce usted, amigo. —El tono sarcástico se transformó en una carcajada despectiva—. Ese conocimiento le costará la vida. ¿Cómo lo prefiere? ¿Con el sable?

—No, tengo otra arma para hacer frente a la suya —respondió la voz susurrante.

Primero, el sable, y luego, la pistola, fueron guardadas en sus respectivas fundas. El fantasma nocturno hizo girar su caballo para utilizarlo como escudo, y luego desmontó. Esperó a que Allan Parker enfundara su pistola y entonces, golpeó al potrillo para que se apartara. Desenvainó luego un delgado estoque, cuya afilada punta lanzó un destello azul plateado bajo la luz de la luna. Entonces, con naturalidad, correspondió al saludo.

Parker se agachó ligeramente para extraer una daga de la bota. El estilo del duelo estaba muy claro. Sería al modo de los caballeros borgoñeses: una violenta embestida para acercar y enfrentar ambas armas y luego, atrapar la delgada espada del adversario, o hundirle la propia entre las costillas.

El fantasma negro tomó el extremo de su larga capa y se envolvió con ésta el brazo, para formar una especie de escudo que, al mismo tiempo, podría enredarse fácilmente en una daga. Parker advirtió la maniobra y se percató de que no se enfrentaría a un simple oponente, sino a alguien versado en el arte de las armas. También tomó nota de las pequeñas pistolas que el hombre llevaba en el cinturón. Sin lugar a dudas, este duelo sería un verdadero desafío a la muerte.

Las espadas se entrelazaron en un ligero juego, pero luego de los primeros enfrentamientos, el alguacil se tornó más cauteloso. —No soy tan fácil como Timmy Sears, ¿eh? —preguntó el fantasma con una risita despectiva.

Parker tambaleó, pero se recobró rápidamente. —¿Cómo...?

—¿A quién más podría haber recurrido Timmy después de mi visita? Usted es el capitán de los ladrones y, naturalmente, el único que él hubiera buscado para hacer sus confesiones. Fue un tonto al contarle a usted todo lo que había desembuchado. Eso le costó la vida.

El espadón azul comenzó a tejer un intrincado dibujo y, pe a los considerables esfuerzos del alguacil, su hambrienta lengua se acercaba cada vez más a su cuerpo. De pronto, un agudo dolor paralizó su brazo izquierdo y un violento tirón envió la daga volando hacia la hierba.

Al mismo tiempo que intentaba protegerse, Parker se sintió atrapado por el repentino convencimiento de que esa sombra implacable le mataría con facilidad cuando estuviera en sus deseos hacerlo. Un ligero sudor brilló en el rostro del alguacil y sus labios temblaron con la opresión de ese nuevo descubrimiento.

—Luego le llegó el turno a Ben —prosiguió el jinete nocturno—. Débil, ningún desafío para un hombre con su habilidad, milord alguacil.

Parker respiró agitadamente, sin responder. Un agudo dolor había comenzado a crecer en su hombro derecho, mientras esquivaba una y otra estocada de su adversario.

—¿Le opuso Ben mucha resistencia? —le preguntó el enemigo encapuchado con tono reprobador—. ¿O lo atrapó mientras dormía?

El alguacil jadeaba y el sudor le resbalaba por la frente. Por primera vez en la vida, sabía que se enfrentaba a alguien que podía matarlo.

—Usted es demasiado joven para ser el que busco. Hay otro que conserva las ropas limpias, mientras usted ensucia sus manos en actos inmundos. ¿Lord Talbot, quizá?

—¡Ba... bastardo! —exclamó Parker—. ¡Luche como un hombre! ¡Muestre su rostro!

—El verlo significa la muerte, milord alguacil. ¿Acaso no lo sabía? —se mofó el jinete con una carcajada burlona.

La mirada de Parker se posó momentáneamente detrás de su adversario, y casi sonrió. Reunió nuevas energías y se lanzó sobre el oponente con furia salvaje. Su espada descendía, hacía remolinos y arrestaba, pero una y otra vez era interceptada, sin encontrar carne dispuesta a ser atravesada.

De repente, se oyó un violento grito, y dos de los ladrones se lanzaron al ataque desde las sombras, pero el jinete nocturno se agachó rápidamente y esquivó el ataque. Un brazo le quitó la capucha de la cabeza, antes de que los dos maleantes se estrellaran en el aire y cayeran aturdidos detrás de él. El jinete entrecruzó su empuñadura con la del alguacil, resistiendo su ataque, y ambos se enfrentaron cara a cara.

—¡Usted! —exclamó Allan.

Christopher Seton rió frente al rostro del alguacil. —Muerte, milord alguacil. Pero más tarde.

Lo empujó con violencia, y el hombre se tambaleó hacia atrás, estrellándose contra cuatro maleantes que avanzaban a toda elocidad. Todos cayeron en un enmarañado tropel sobre el suelo al mismo tiempo que Christopher rasaba salvajemente el aire con la espada. Un agudo, penetrante silbido desgarró el silencio de la noche, y el potrillo acudió al instante. Christopher envainó su sable y, agarrándose a la crin del corcel, con un fuerte impulso, montó la veloz montura.

El alguacil se levantó y, con una violenta maldición, extrajo la pistola de su cinto. Bajó la mira del arma para enviar un estruendoso proyectil en busca del escurridizo fantasma nocturno, pero no logró su objetivo. Volvió a maldecir y miró a su alrededor. Otro hombre se hallaba arrodillado sobre el polvo, apuntando un largo mosquete al mismo blanco. Allan le arrebató el arma y disparó.

Christopher sintió un duro impacto en su costado derecho, antes de oír el rugido del mosquete. Las riendas se soltaron de su aterida mano derecha, y él se tambaleó hacia un lado de la montura. La tierra pareció una oscura mancha borrosa bajo sus ojos, lista para absorberlo, pero luchó por conservar el equilibrio. Con la mano izquierda, se aferró a la crin y, con increíble fuerza de voluntad, se incorporó nuevamente. La velocidad del corcel disminuyó cuando él se desplomó sobre la montura.

El alguacil profirió un violento aullido, ordenando a sus hombres a montar sus caballos.

—¡Tras él, estúpidos! ¡No le dejan escapar!

—¡Corre, Sarracen! ¡Corre! —gruñó Christopher, sacudiéndose hasta lo más íntimo con cada paso del corcel—. ¡Muéstrales tu fuerza, muchacho! ¡Corre!

El potrillo avanzó sin el control de su amo, manteniéndose sobre el camino, que era terreno más llano. Se oyó un grito detrás, y una bala casi los alcanza. Sarracen aumentó la velocidad pareció remontar vuelo, al tiempo que el alguacil guiaba a sus hombres en una desenfrenada carrera bajo la luz de la luna.

El camino descendía al atravesar la colina, para zigzaguear luego a través del valle, girando hacia la izquierda al empezar a serpentear por los montes más bajos. Una vez que perdieron de vista a los perseguidores, Christopher le habló al potrillo, instándolo a continuar con trote lento. El hombre se inclinó hacia adelante y logró tomar una rienda primero y luego otra, recuperando así algo de control. Aminoró aún más el trote del corcel lo condujo hacia un bosquecillo. Allí se detuvo y, bajo el refugio de los árboles, se envolvió con la capa cuidadosamente su pierna derecha, ardiente y pegajosa, por temor a que la sangre dejara rastros evidentes, fáciles de seguir en la mañana.

Erienne se había rezagado deliberadamente, permitiendo que Farrell abriera la marcha. Al advertir que la figura encapotada ya no la seguía, se detuvo en una loma distante y observó atentamente el camino, esperando que él apareciera. Intentó ver a través de las sombras que formaban las veloces nubes, tratando de identificar algún movimiento de un hombre o una bestia. Por un instante, sus ojos la engañaron y creyó ver la figura de un jinete, pero cuando la luz de la luna barrió el camino un instante después, la forma había desaparecido. Alzó la cabeza al oír un sonido distante y escuchó con atención, hasta que éste se convirtió en el estruendoso galope de unos caballos avanzando a toda velocidad.

Erienne espoleó la yegua, instándola á la carrera. Su capa voló contra el viento y, al subir la cuesta y ver la veloz figura alada, los asaltantes se levantaron en un confuso griterío. El estampido de una pistola rasgó el aire, pero el proyectil no logró alcanzar a la muchacha.

Más adelante, en el camino, Farrell detuvo su caballo y lo hizo girar, percatándose entonces de la ausencia de su hermana. El disparo había estallado a lo lejos, pero el ruido retumbante que lo siguió le aconsejó ocultarse en la oscuridad. El muchacho se envolvió el brazo inválido con las riendas y revisó la carga de sus armas. Entonces, tras ordenar silencio a la joven con quien compartía su montura, se dispuso a esperar.

Tras unos instantes que se hicieron eternos, apareció Erienne, y Farrell alzó la pistola al ver el grupo de jinetes que la perseguía. El muchacho disparó, y los maleantes se detuvieron bruscamente, levantando una nube de polvo. Farrell guardó la pistola y extrajo el largo mosquete. Apoyó el arma sobre su brazo inválido y apuntó cuidadosamente a su blanco. El disparo sonó, y uno de los ladrones se encogió profiriendo un violento bramido. El hombre se tambaleó un instante sobre la montara hasta lograr controlar su caballo y salir a todo galope en dirección opuesta. Sus compañeros abandonaron la caza con la misma rapidez; todos a excepción del intrépido alguacil, que les gritó Iremos espaldas.

—¡Regresad, cobardes! ¡Puede que perdamos uno o dos hombres, pero si nos mantenemos unidos, lograremos atraparlo! ¡Os ordeno que regreséis!

Una grosera réplica le fue lanzada por encima de un hombro.

—¡Es usted muy estúpido si cree que nos quedaremos a recibir el primer disparo de ese diablo! ¡Recíbalo usted!

Farrell ya había tomado su segunda pistola y disparó de nuevo. La bala pasó junto al oído de Parker y, convencido de que la prudencia era el mejor ingrediente del valor, emprendió la retirada tras sus secuaces.

Erienne vio a los últimos bandidos internarse en la oscuridad de la noche. Experimentó un gran alivio al percatarse de que los hombres habían abandonado la persecución, pero una mayor ansiedad la asaltó. ¿Cuál sería el paradero de Christopher? Si la banda asesina había salido en su búsqueda, ¿dónde se encontraba él? ¿Estaría herido en alguna parte? ¿Necesitaría ayuda?

Farrell cabalgó junto a su hermana hasta llegar a las tierras de Saxton Hall. Entonces, Erienne le indicó que siguiera.

—Lleva a la muchacha a la mansión —le ordenó—. Aggie sabrá qué hacer para ayudarla. Yo iré enseguida.

La joven esperó hasta perder de vista a su hermano, para luego llevar a la yegua entre los árboles y conducirla en dirección a la cabaña. La luna lanzaba su luz sobre los troncos desnudos, creando oscuras imágenes que se confundían con la maleza, dificultando la elección del camino. Erienne escudriñó las sombras con atención, casi esperando algún repentino movimiento que la sorprendiera; sólo fue consciente de su tensión cuando llegó a la cabaña. Las ventanas estaban firmemente cerradas y ninguna luz escapaba por los postigos que pudiera delatar la presencia de algún ocupante. Ningún sonido, ningún movimiento. Ninguna señal del landó de su esposo. Decididamente, el lugar parecía abandonado.

Sin apartarse del césped para amortiguar el sonido de los cascos del caballo, Erienne se dirigió hacia la parte trasera de la cabaña. Un suave resoplido procedente de los arbustos atrajo su atención. Si allí estaba Sarracen, entonces Christopher tendría que hallarse, sin duda, por los alrededores. Se apeó de la yegua y se abrió paso entre el follaje. La puerta del cercado chirrió ligeramente al abrirse, y el sonido hizo alzar las orejas del corcel que ocupaba el corral opuesto al de Sarracen. El animal observó a la joven con atención y emitió un suave relincho mientras asomaba su cabeza sobre la cerca. Erienne acarició el cuello del caballo, que se tranquilizó en el acto. Estaba demasiado oscuro para identificarlo, así que fue en busca de un farol. Encontró uno en el interior del estado y lo encendió. En un instante, la diminuta llama se tornó más intensa. Bajo esa luz, reconoció al animal como el potrillo bayo de Christopher. La caballeriza y el corral de Sarracen estaban vacíos, confirmándose así la identidad del fantasma nocturno, pero eso no apaciguó las inquietudes de Erienne. Necesitaba estar segura de que Christopher no se encontraba en dificultades.

El potrillo comenzó a corvetear en su corral mientras que al otro lado de los arbustos la yegua respondió con un nervioso resoplido. Entonces, el caballo b ayo se detuvo de repente y se giró hacia la maleza con la cola rígida, las orejas levantadas y los ollares abiertos. Aun cuando su reacción podría haber sido provocada por la cercanía de la yegua, Erienne no desechó la posibilidad de que pudiera haber por allí alguien o algo más.

La joven se deslizó entre los arbustos con el farol y encontró a la yegua mirando fijamente hacia los árboles. Su lámpara lanzaba una luz tenue sobre los primeros troncos, pero más allá la oscuridad era impenetrable. Al acercarse, Erienne advirtió una figura negra que se movía; un fuerte resoplido provino de las sombras de ébano. Detrás de la joven, la yegua agitó la cola y corveteó hasta el límite de sus fuerzas.

Erienne se armó de coraje y. caminó hacia los árboles. —¿Christopher? —preguntó en un susurro—. ¿Está usted allí?

Sintió un escalofrío al no recibir respuesta. Tal vez, no se trataba de Christopher. Quizás, estuviera herido o muerto en alguna parte, y ése fuera uno de los bandidos que había regresado a capturarla.

Su interés por Christopher la animó a avanzar. No importaba qué o quién podría ocultarse en el bosque; estaba dispuesta a buscar asta encontrarlo.

No había caminado más que unos pocos pasos entre los árboles, cuando se detuvo y se llevó una mano a la boca, horrorizada. El potrillo negro se le acercó, cargando en el lomo una alta figura encapotada, que se balanceaba inestablemente sobre la montura.

—Oh, no —gimió Erienne, No tuvo necesidad de ver la sangre para saber que Christopher estaba herido. Bajo la luz del farol, el rostro del hombre apareció pálido y contraído. Los párpados caían cansadamente sobre los ojos, carentes de su acostumbrado brillo.

Christopher sonrió con dificultad y trató de calmar el miedo de la joven.

—Buenas noches, loca...

El esfuerzo agotó sus últimas fuerzas y el mundo comenzó a girar en un lento torbellino, volviéndose muy oscuro. Con un grito de horror, Erienne soltó el farol y corrió hacia él, que empezaba a caerse de la montura. Rodeó a Christopher conos brazos, pero el enorme peso del gigantesco cuerpo la arrastró al suelo con él. En un momento de ansiedad, la joven estrechó la cabeza del hombre contra su pecho y sollozó, angustiada:

—Oh, mi querido Christopher, ¿qué le han hecho?

La apremiante necesidad le devolvió la cordura, y sus manos temblorosas se movieron con angustiada rapidez. Se acercó el farol y comenzó a buscar la herida bajo la capa, sacando la pegajosa camisa de los calzones. La helada espada del pánico invadió a la niña cuando vio el agujero que había producido el disparo. Continuó inspeccionan o y, en la espalda, encontró el lugar por donde habla penetrado la bala. El pavor aumentó, pero luchó por controlarse, sabiendo el daño que causaría a Christopher si se dejaba llevar por el pánico. Sus manos temblaban mientras rasa las enaguas. Apretó un trozo de la tela contra la herida para detener la sangre y, con el resto, le vendó firmemente la cintura. Un sonido chirriante de una puerta al abrirse llegó desde la cabaña, y Erienne se giró, viendo a un hombre que, con un farol en la mano, se acercaba por el sendero. El sujeto miró hacia el reflejo que emanaba de la lámpara de la joven y, estirando el cuello para ver entre los árboles, preguntó con tono suave:

—¿Es usted, amo?

—¡Bundy, Bundy! ¡Ven, ayúdame! —gritó Erienne al reconocer la voz—. El señor Seton está herido. ¡Date prisa! Vacilantes rayos de luz atravesaron la oscuridad cuando el sirviente corrió hacia la joven. No hizo preguntas cuando vio la desvalida figura tendida junto a ella, sino que se arrodilló de inmediato junto a Christopher. Luego, levantó un débil párpado del herido y revisó brevemente el trabajo de la niña, antes de volver a incorporarse.

—Será mejore lo llevemos hasta la casa, donde Aggie pueda atenderlo —le dijo él con apremio.

Bundy abrió la marcha entre los árboles en dirección a la mansión y ella lo siguió, sin apartar su mirada ansiosa de Christopher. Cuando llegaron a la pesada puerta que cerraba la entrada al pasadizo secreto, el sirviente cargó al hombre inconsciente sobre sus hombros.

La joven le guió con cuidado a través de la entrada y sostuvo el farol en lo alto para iluminar el camino, mientras avanzaban apresuradamente por el corredor. Para Erienne, pareció que transcurría una eternidad antes de que alcanzaran la estantería de la biblioteca.

—Busque a Aggie, señora —le ordenó Bundy—. Ella sabrá qué hacer con el señor Seton; es de toda confianza.

Los pies de la joven parecieron volar al descender por las escaleras. Al llegar a la torre de entrada, Erienne se detuvo, ya que vio a Farrell junto a la chimenea de la gran sala. Aminoró el paso con cautela, intentando pasar sin que el lo notara. No tuvo éxito.

—¿Cómo has entrado? Te estuve esperando y al ver que no regresabas, pensé que tendría que salir a buscarte. Y ahora te encuentro aquí. ¿Cómo has logrado subir las escaleras sin que yo te viera?

Erienne no podía confiar el secreto a su hermano y decidió inventar una excusa.

—Tal vez, estabas con la muchacha cuando yo llegué. A propósito, ¿cómo está ella?

—Pobrecita, mataron a su padre y parece que no puede dejar de llorar. Aggie la acostó en la cama y le dio un pone e caliente. Dijo que eso la ayudaría a dormir.

La mente de Erienne comenzó a girar a toda velocidad. Si Farrell encontraba a Christopher herido en la casa, podría llevar las noticias al alguacil. El ponche de Aggie podría brindar una solución a su dilema. Con tantas cosas en juego, necesitaba mantener a su hermano ajeno a todos los acontecimientos que tendrían lugar en la mansión.

—Tú también tendrías que probar uno de los ponches de Aggie, Farrell. Te ayudará a descansar y comprobarás que logra maravillas en hacer recuperar las fuerzas. Por la mañana, te levantarás nuevo y listo para reunirte con la joven.

El rostro de Farrell enrojeció de repente. El muchacho no había sido ciego a los encantos de la niña. Esos inmensos ojos oscuros y los abundantes bucles rojizos que rodeaban el rostro pálido y delicado, formaban una imagen difícil de olvidar.

—Su nombre es juliana Becker-murmuró él con tono distante—. Tiene apenas diecisiete años.

Erienne ya comenzaba a inquietarse por su tardanza en regresar junto a Christopher.

—Si no te importa cenar solo, Farrell, ordenaré a uno de los sirvientes que te lleve una bandeja de comida a tu habitación. Me temo que estoy demasiado nerviosa para comer y me iré a dormir tan pronto como pueda. —La última frase la lanzó por encima del hombro, mientras caminaba apresuradamente hacia la cocina. Por fin encontró al ama de llaves.

—Aggie, necesito tu ayuda —exclamó Erienne con ansiedad—. El señor Seton ha sido herido y Bundy dijo que tú podrías atenderlo.

—¿Es grave? ¿Lo sabe usted, señora? —preguntó Aggie con inquietud, al tiempo que corría por el pasillo junto a su ama. —Tiene un espantoso agujero en un costado —respondió la joven, preocupada—. La bala le atravesó la espalda, y parece haber perdido mucha sangre.

El ama de llaves no perdió un instante con interrogatorios. Se alzó las faldas y se lanzó a la carrera, sin aminorar el paso hasta que giró por el pasillo que conducía a la recámara de lord Saxton. La puerta se encontraba entreabierta, y Erienne no pudo evitar la sorpresa cuando la mujer entró sin detenerse. El asombro de la joven aumento cuando vio a Bundy inclinado sobre Christopher, que se hallaba tendido sobre la cama. Las cobijas habían sido retiradas y unas toallas le cubrían la zona vendada. El herido se encontraba totalmente desnudo, excepto por una sábana que cubría la parte inferior de su cuerpo. La capa y las ropas negras se hallaban tiradas en el suelo junto a las altas botas de montar.

Bundy se apartó cuando el ama de llaves se acercó a la cama. La mujer retiró el vendaje improvisado y examinó la herida. Erienne se detuvo y se estremeció cuando los dedos de Aggie conmocionaron la inconsciencia del herido. Christopher se retorció de dolor, a la vez que un penoso gemido escapó de sus pálidos labios; Erienne contuvo un dolorido sollozo con su mano.

Jamás se había dado cuenta del mucho afecto que sentía por el yanqui hasta ese momento en que lo veía indefenso y necesitado. El siempre había parecido increíblemente fuerte, omnipotente, sin requerir jamás la ayuda de nadie. La joven experimentó una inmensa necesidad de manifestar sus sentimientos, y su tormento fue el no poder acariciarlo, o susurrarle las palabras que expresarían su amor.

—La bala lo atravesó, es verdad —afirmó Aggie—, pero la herida no parece estar infectada. —Se lavó la sangre de las manos y señaló la chimenea—. Necesitaremos una marmita de agua sobre el fuego y algunas toallas limpias.

—¿No deberíamos mudar al señor Seton a otra habitación? —preguntó Erienne con inquietud. Después de haber murmurad o el nombre de Christopher mientras su esposo le hacía el amor, temía que Stuart regresara a casa y encontrara a su rival tendido en su cama. No podía estar segura de que lord Saxton no se volviera violento y lastimara aún más a su primo.

Bundy echó una rápida mirada al ama de llaves y, tras aclararse la garganta, escogió las palabras con cautela.

—Lord Saxton estará ausente durante varios días, de manera que no creo que haya inconveniente en que el señor Seton ocupe esta habitación hasta entonces. Estará más seguro aquí. Los sirvientes pensarán que su señoría ha caído enfermo y no se atreverán a husmear por la recámara. Será mejor no despertar indebidas sospechas.

—Mi hermano siente una gran aversión por el señor Seton —declaró Erienne— Si descubre al yanqui aquí, podría hacer correr el rumor de que está herido. Balo tales circunstancias, Aggie, creo que sería conveniente que le preparases uno de tus ponches.

La mujer asintió con una rápida inclinación de cabeza. —Ahora mismo me haré cargo, señora. Por favor, ocúpese del señor Seton en mi ausencia. Traeré mis hierbas y pociones medicinales de la cocina.

Bundy salió junto al ama de llaves para buscar una olla de hierro, dejando a Erienne sola junto al enfermo. La joven se encargó de cortar una vieja sábana en vendajes y limpió suavemente la sangre de la herida. Luego, sumergió las fuertes y debas manos de Christopher en una palangana y, con sumo cuidado, le lavó las manchas de los dedos. Los besó y, al hacerlo, unas lágrimas asomaron en sus ojos. Ahora comprendía más claramente sus emociones y, aunque no podía afirmar cuándo había comenzado a nacer su amor, sabía con certeza que había empezado a amar a Christopher Seton hacía tiempo. Y, sin embargo, también había crecido en ella un profundo cariño por su esposo.

La inquietó descubrir que podía sentir afecto por dos hombres al mismo tiempo. En varios aspectos, les amaba de manera diferente. Pero, por otro lado, también había-momentos en que le era imposible separarlos uno de otro. Christopher era vigoroso, seductor, apuesto, un hombre del que cualquier mujer podría enamorarse fácilmente. Lord Saxton, por otra parte, había ganado su cariño, aun careciendo de todas esas cualidades.

¿Estaba acaso el amor por su esposo basado en la compasión? Erienne desechó la idea rápidamente. Había sentido lástima por Ben, pero de ninguna manera podía afirmar que había amado al anciano. Lord Saxton le hacía sentirse como una verdadera esposa e, indiscutiblemente, como una mujer. Y, sin embargo, era en la cúspide de ese sentimiento donde ella había tenido más dificultades para borrar a Christopher de la mente. En ocasiones, mientras hacía el amor con su esposo, había sido acosada por impresiones tan reales del otro hombre, que había debido toco la cicatriz de la espalda para confirmar que era Stuart, y no Christopher, quien se encontraba con ella. Sólo podía pensar que su deseo por el yanqui era tan intenso que había transferido ese rostro y ese nombre a quien únicamente se acercaba a ella en la oscuridad.

Aggie y Bundy regresaron, y Erienne permaneció cerca mientras la mujer atendía la herida. Le retiró con cuidado la sangre coagulada, para luego aplicar un suave bálsamo blanco bajo los vendajes que cubrían el costado y la espalda de Christopher. Todo fue firmemente sujeto con varias tiras que rodeaban el pecho del enfermo, y reforzado con otra vena alrededor del hombro.

Una vez finalizada la penosa tarea, Erienne se dejó caer en un sillón junto a la cama. Rechazó las súplicas de ambos sirvientes sobre regresar a su propia recámara y descansar allí hasta la mañana.

—Pasaré aquí toda la noche-afirmó la joven con tono firme. Al no encontrar forma de convencer a su ama, Aggie finalmente le ofreció:

—Señora, yo vigilaré al señor Seton mientras usted va a refrescarse un poco. Luego, podrá volver cuando esté lista. —Señaló con la mano las ropas sucias de la joven—. Se sentirá mucho más cómoda con un camisón y una bata limpias.

—¿Estás segura...? —comenzó a decir Erienne, preocupada, pero fue incapaz de expresar sus temores.

—El estará bien, señora-la tranquilizó el ama de llaves, palmeándole el brazo de manera afectuosa—. Es un hombre fuerte y vigoroso y, con algo de atención y descanso, volverá a estar como nuevo en poco tiempo.

Erienne se rindió y permitió que la mujer la condujera hasta la puerta.

—Regresaré en unos minutos —le prometió.

En efecto, regresó al poco tiempo, y volvió a tomar su lugar junto a la cama, dispuesta a pasar allí las largas horas de la noche. Recogió las piernas y apoyó la cabeza y los hombros sobre el colchón. Entonces, comenzó a dormitar, sobre la acogedora calidez de la cobija de piel.

El amanecer ya había comenzado a arder en el cielo del este, cuando Christopher por fin se movió. La joven se despertó de inmediato y alzó la cabeza, viendo que la estaba observando. Los ojos de ambos se fundieron durante una eternidad, y Erienne pudo sentir los latidos de su corazón cuando las profundidades verdes parecieron penetrarle hasta el fondo del alma.

—Tengo sed —susurró con voz ronca.

Ella le alcanzó un vaso de agua, y colocándole un brazo detrás de la espalda, lo sostuvo con todas sus fuerzas, mientras Christopher aplacaba su sed. Al tiempo que la joven dejaba la copa a un lado, él alzó la mano para acariciarle la mejilla y luego enredó los dedos en los abundantes rizos oscuros.

—Te amo —le susurró. Volvió a observarla durante un momento largo e interminable. Luego, se acostó sobre la almohada con un suspiro y cerró los ojos. Sus dedos entrelazaron los de ella, en un gesto que no hizo más que confirmar sus palabras. Unas lágrimas asomaron en los ojos de Erienne, y volvieron a desgarrarse sus emociones. Se sentía agradecida de que su esposo no estuviera allí, puesto que habría presenciado su profundo cariño por este hombre.

Christopher vagó a través de las profundidades del sueño a medida que el día se transformó en noche y el sol volvió a nacer en la mañana siguiente. Se despertó una vez que la estrella matutina había tomado su lugar preponderante en las alturas. Aggie se presentó con un tazón de calo para el inválido y le acomodó las almohadas.

Christopher durmió durante la mayor parte del día y la noche, despertando a intervalos para beber agua o caldo. Al tercer día, la fiebre le subió y los temores de Erienne se intensificaron. Pero Aggie la tranquilizó, afirmando que no era ése un hecho inusual en un herido. El ama de llaves encargó a la joven la tarea de limpiar la piel del enfermo con agua tibia, aparentemente sin inmutarse por el hecho de que la dama de la mansión llevara a cabo una labor tan íntima con un hombre que no era su esposo. Mientras Christopher dormía, Erienne encontró el trabajo sumamente turbador. Con libertad para admirar y tocar el cuerpo casi desnudo del hombre, la joven se sorprendió ante la frecuencia con que su mirada acariciaba los anchos hombros, el imponente pecho, la delgada cintura y el firme abdomen. No se atrevía a destaparlo más allá de las caderas y la sola idea de hacerlo provocaba un intenso rubor en sus mejillas, aun en la intimidad de la habitación.

Conservar la compostura mientras Christopher se hallaba despierto fue otra severa prueba, aun cuando él no estaba totalmente lúcido. Su apuesto rostro se encontraba sonrojado por la fiebre y sus ojos verdes se veían algo vidriosos y excesivamente cálidos al posarse sobre la joven. Aun así, Erienne no pudo ignorar los efectos de su presencia cuando su propia mirada inocentemente se desvió hacia la zona cubierta por la sábana. El color bañó súbitamente sus mejillas y, al alzar los ojos, se encontró con la mirada tranquila e imperturbable de Christopher.

La joven salió apresuradamente de la habitación y, una vez en su recámara, abrió una ventana para que el aire helado aplacara el calor de su rostro. Luchó contra su sentimiento de culpa, porque en los últimos días no había logrado ignorar la flagrante sensualidad de ese hombre, ni la salvaje y arrolladora corriente de excitación que provocaba cada intercambio de miradas, cada caricia, cada palabra entre ambos.

Alguna vez, le había odiado por causas que ella creía justificadas, pero el sentimiento se había ido disipando gradualmente. No podía olvidar que él había arriesgado la vida para salvar a Farrell y a la joven Becker. La fuerza del odio se había esfumado, dejando a Erienne presa de emociones más tiernas. Entonces, el amor, ese peligroso, aterrador y poderoso sentimiento, había comenzado a alojarse en su interior como un tigre salvaje, fijando para siempre su guarida en la mente y el corazón de la joven.

Erienne se mantuvo alejada de la recámara del amo durante el resto del día, dejando a Bundy y Aggie solos en la ejecución de las tareas. Le aseguraron que la herida estaba cicatrizando sorprendentemente bien y la fiebre se había disipado. Al caer la noche, la mente de la joven estaba tan agotada con la batalla librada en su interior, que no pudo sino buscar el cálido refugio de su cama y rezar por el pronto regreso de su esposo. De esa manera, podría fijarlo más firmemente en sus pensamientos y borrar de una vez por todas al yanqui.

Arrullada por el cálido fuego, Erienne se deslizó a través de recuerdos; algunos, claros; otros, más vagos. La imagen de una figura encapotada sobre un brioso corcel negro tomó forma a partir de los acontecimientos de los últimos días y luego la forma oscura se transformó en su esposo, inclinándose para alzarla del agua helada del arroyo. Detrás de él, se encontraba el mismo potrillo negro y, de repente, la máscara de cuero se convirtió en una oscura capucha.

Erienne soltó una exclamación y dio una vuelta sobre la cama, para observar el recinto con ojos dilatados, a la vez que su mente quedaba atrapada en un súbito y vertiginoso torbellino. ¿Acaso era ésta otra locura? ¿Había su pasión conferido un rostro a aquello que nunca antes lo había tenido? ¿Era éste un sueño? ¿Una esperanza surgida del deseo?

Sus pensamientos lucharon por encontrar la claridad en medio de sus confusos recuerdos. No lograba formarse una imagen o figura definida que identificara a quien la había rescatado del arroyo. Se había grabado en ella la impresión de un oscuro jinete alado apeándose de su corcel, pero al analizarla con atención, se percató de que jamás había visto a Stuart sobre un caballo. La sospecha de que la figura era Christopher suscitó otra pregunta. ¿Qué había visto ella junto al fuego esa misma noche? ¿El contorno deforme de un lisiado? ¿O sólo la forma distorsionada de un hombre normal? Si Christopher resultaba ser tanto el jinete nocturno como aquél que la había rescatado aquella tarde, entonces, ¿qué más era en realidad ese hombre? Sin duda, algo más que el libidinoso calavera que siempre había aparentado ser. Un temor comenzó a gestarse en el interior de la joven, pero rechazó la idea como ridícula. Aun cuando Stuart sólo se había acercado a ella en la oscuridad, había logrado formarse una imagen de él, quizás algo confusa, pero aun así, familiar. Una pierna deforme, una espalda cicatrizada y una voz áspera formaban parte ya de ese hombre, y no coincidían con la apariencia mucho más apuesta de Christopher Seton.

Las desordenadas piezas del enigma giraron en la mente de Erienne, pero ningún fragmento encalaba con el otro para brindarle una visión más amplia de la verdad. El incesante remolino de pensamientos la agotó, y se dejó llevar por la suave sensación del cansancio. Ninguna pesadilla invadió sus sueños, sólo el interminable torbellino de preguntas, temores y dudas.