CAPÍTULO 7

DURANTE treinta minutos antes de la hora señalada, Farrell se mantuvo en pie, frente a la posada, para llamar a todo aquél que pasara.

—¡Eh, usted! ¡Oiga! La subasta de la hija del alcalde está a punto de comenzar. ¡Oiga! ¡Oiga! Únase al grupo. Haga sus ofertas por la mano de la joven.

Erienne se estremecía cada vez que los quejumbrosos avisos de su hermano penetraban por la ventana abierta de su dormitorio. En pocos minutos, se encontraría sobre la plataforma y no tendría alternativa más que tolerar las miradas escudriñadoras de los hombres. La multitud comenzaba a agolparse frente a la posada.

Sin lugar a dudas, muchos de ellos se sumaban al grupo por curiosidad, más que por el deseo de participar en la subasta. Después de ese día, muy difícilmente los aldeanos de Mawbry llegarían a olvidar a los Fleming. Ciertamente, era esto lo único que su padre había hecho para garantizar su fama, ya que había dedicado la mayor parte de su tiempo a sus propios placeres, sin intentar erigirse como un alcalde memorable.

Erienne cerró la ventana. Ese día sería vendida y al siguiente desposada. Ya había aceptado esa realidad. Aún no sabía si sería capaz de tolerar a su marido, y sólo rogaba que no se tratara de Smedley Goodfield ni de Harford Newton.

Se alisó distraídamente un bucle que le había caído sobre la frente. Para desafiar las órdenes de su padre acerca de dejarse la melena suelta, se había recogido su cabello negro con el habitual moño sujeto en la nuca. Pretendía parecerse a una solterona madura, pero no lograba en absoluto alcanzar su cometido. Su suave y extraordinaria belleza permanecería joven durante muchos años más y, con el cabello recogido, la perfección de sus delicados rasgos y el contorno ovalado de su rostro resultaban aún más evidentes.

Comenzó a descender lentamente la escalera, al pie de la cual aguardaba su padre.

—Por fin —gruñó él—. Creí que tendría que subir a buscarte

—No tenías necesidad de preocuparte, padre —respondió ella con tono suave—. Te prometí que iría a la subasta.

Erienne se colocó la capa de lana y se cubrió la cabeza con la capucha, no sólo para protegerse de las miradas curiosas, sino también ara ocultar la palidez de su rostro. Se sentía herida en su orgullo, pero el temor de lo que podría depararle el destino la acobardaba profundamente. Había dado su palabra de que asistiría a la subasta y desposaría al hombre que la comprara: sin embargo, su promesa no eliminaba sus miedos y ansiedades.

El carruaje de lord Talbot se encontraba a un lado del camino cerca de la casa de los Fleming, y cuando Avery estiró el cuello para espiar en el interior, el rostro de Claudia apareció en la ventanilla. La joven miró a Erienne con una sonrisa condescendiente en los labios.

—Mi querida Erienne, deseo que tengas la buena suerte de encontrar un esposo en ese grupo de almas descarriadas. Al parecer, has despertado el interés de todos los sinvergüenzas acaudalados de nuestra sociedad. Me complace no estar en tu lugar.

Erienne ignoró el comentario y continuó su camino. La risa desafiante de la mujer la impulsó a aceptar su destino con la mayor dignidad posible. ¿Qué otra cosa podía hacer cuando sabía que ninguna plegaria podría surtir efecto alguno?

El habitual grupo de aldeanos se encontraba presente en la reunión, a la cual se habían sumado, también, unos cuantos extraños. Cuando Erienne se acercó, los hombres la observaron detenidamente y las sonrisas que iluminaron sus rostros revelaron que sus mentes marchaban a toda velocidad. Si, alguna vez, ella se había sentido desnuda bajo la mirada de Christopher, los ojos lascivos de esos canallas la hacían sentir indecente.

Farrell había construido una pequeña plataforma delante de la posada y, cuando la multitud se separó para darle paso, la muchacha fijó la mirada sobre la estructura, a fin de evitar toparse con los rostros que tanto temía encontrar. No deseaba ver a Harford, Smedley, o a cualquiera de los otros pretendientes que había rechazado.

Muy aturdida, Erienne avanzó para subir los peldaños y, en medio de su confusión, encontró una mano preparada para ayudarla. Era una mano fuerte, delgada, y su piel bronceada contrastaba con el delicado puño blanco de la camisa. Al verla, el corazón le dio un vuelco y, aun antes de levantar la mirada, supo que, a su lado, encontraría la figura de Christopher Seton. Estaba en lo cierto, y la imagen de ese hombre tan apuesto la dejó sin aliento

Avery se abrió paso entre ambos con rudeza.

—Señor Seton, si ha leído el anuncio, sabrá que no le será permitido participar en la subasta.

Christopher asintió con un breve movimiento de cabeza, una sonrisa burlona se dibujó en sus labios.

—Ha sido usted muy claro en ese punto, señor. —Entonces, ¿por qué ha venido?

Christopher soltó una carcajada.

—Bueno, cierto interés financiero me une a los acontecimientos. Como recordará, se trata de una deuda de juego que usted prometió pagar.

—¡Ya se lo dije! —bramó Avery—. ¡Usted obtendrá su dinero!

Christopher buscó en el interior de su chaqueta y extrajo un fajo de papeles cuidadosamente atados.

—Si la memoria no le falla, alcalde, podrá usted reconocer estos documentos como evidencia de las deudas que dejó impagadas en Londres.

Avery observó estupefacto al caballero, sin poder expresar una respuesta, o una negativa.

Christopher desplegó los pergaminos y señaló el nombre que se hallaba cuidadosamente escrito en cada uno de ellos.

—Es ésta su firma, según creo.

Luego de una breve, vacilante mirada, Avery enrojeció de ira. —¿Qué significa esto? ¿Qué pueden interesarle a usted estos papeles?

—Las deudas son de sumo interés para mi —respondió Christopher con tono afable—. Con mi dinero he pagado a los comerciantes de Londres y de esa forma sus obligaciones para conmigo, señor alcalde, se han incrementado.

Avery no podía salir de su asombro.

—¿Y por qué ha hecho usted semejante cosa?

—Oh, me doy cuenta de que no puede usted pagarme en este momento, pero estoy dispuesto a ser generoso. No acostumbro a tomar decisiones precipitadas cuando se trata de una relación duradera, pero usted me ha presionado. A cambio de la mano de su hija, le daré un documento que certifique el pago de estas deudas.

—¡Jamás! —gritó Farrell, extrayendo una exclamación de sorpresa de los labios de Erienne. El muchacho se encontraba de pie al borde de la plataforma y sacudía el puño en dirección a Christopher—. ¡Nunca permitiré que mi hermana se case con un canalla como usted!

Christopher alzó los ojos para mirar al joven con expresión burlona.

—¿Por qué no le pregunta a su hermana qué le agradaría hacer?

—¡Yo mismo lo mataría antes de permitirle que se casara con ella! —gruñó Farrell—. Tómelo como una advertencia, señor Seton.

Christopher dejó escapar una risa irónica.

—Sea más cuidadoso con sus amenazas, señor. No creo que pudiera usted tolerar la pérdida de otro brazo.

—Usted tuvo suerte esa vez. Pero eso no volverá a suceder —rugió Farrell ferozmente.

—De acuerdo con sus antecedentes, creo que, en realidad, no tengo que preocuparme demasiado. —Christopher se volvió hacia Avery, ignorando abruptamente al muchacho—. Le sugiero que considere usted mi oferta, alcalde. Puede elegir entre arriesgarse a obtener una considerable suma de dinero con la venta de su hija en la subasta, o entregármela ahora como pago de todas sus deudas.

Erienne recordó las noches que había pasado sentada junto a la cama de su hermano, mientras el muchacho se retorcía de dolor. Ella había jurado vengarse de ese yanqui, el mismo que ahora exigía su mano o el pago de una deuda, como si no le importara cu de los dos obtendría. ¿Podía ese hombre ser tan arrogante como para suponer que ella caería rendida a sus pies en una muestra de gratitud, después de todo lo que él había hecho a su familia y cuando jamás se había dignado a mencionarle una promesa de amor o devoción? Con un tono de voz vacilante, Erienne inquirió:

—¿Acaso tomaría usted por esposa a alguien que lo detesta? Christopher la observó por un instante, antes de formular su propia pregunta.

—¿Preferiría acaso desposarse con alguno de los hombres que veo yo aquí?

La joven bajó la mirada, ya que él había sabido apuntar a la raíz de su congoja.

—Ella correrá el riesgo —gruñó Avery—. Hay muchos aquí que estarían dispuestos a pagar un alto precio por una esposa tan bella. Además, me vería en un serio problema si decepcionara a los caballeros aquí presentes, entregándosela a usted antes de que ellos tuvieran oportunidad de probar su suerte. Dado que muchos de estos hombres son amigos míos, no me parece correcto engañarlos de esa forma. —Asintió con la cabeza para confirmar su declaración—. No puedo engañar así a mis amigos.

Christopher volvió a guardar los documentos en el bolsillo de su chaqueta.

—Ha hecho usted su elección; a mí, sólo me resta aguardar el resultado. Puede estar seguro de que, sólo con el reembolso total de las deudas, consideraré solucionado este asunto. —Se tocó levemente el ala del sombrero—. Los veré más tarde, entonces.

Avery empujó a su azorada hija, forzándola a subir los escalones. Fue un momento difícil para Erienne. Deseaba conservar un aire despectivo, enfrentarse a todos esos hombres con sereno desafío, pero su machacado orgullo y una penosa desconfianza en el futuro acosaron sus sentidos. Momentáneamente enceguecida por un torrente de lágrimas, tropezó con el borde del vestido. Una vez más, encontró una mano poderosa dispuesta a ayudarla. Unos dedos largos la tomaron del hombro y la sujetaron con firmeza, hasta que ella logró recuperar el equilibrio. Furiosa consigo misma por tal demostración de debilidad, Erienne levantó el mentón y se encontró con los ojos verdes, que la observaban con expresión compasiva. Esto fue demasiado para ella.

—Por favor... no... no me toque —susurró.

Christopher retiró la mano y soltó una risa breve, despectiva. —Cuando diga eso a su marido, mi querida, recuerde ser algo más autoritaria. Tal vez le resulte más efectivo.

Se apartó con paso decidido, y Erienne lo observó alejarse a través de un manto de lágrimas. En ese mismo instante, el carruaje de los Talbot se detuvo junto al yanqui y el rostro de Claudia volvió a aparecer por la ventanilla.

—Christopher, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó la joven con tono ofendido, mientras él se acercaba al coche—. No me dirá que ha venido a comprar una esposa. Sin duda, un hombre de su clase y su fortuna puede aspirar a algo mejor que a una simple Erienne Fleming.

A Christopher no le fue difícil imaginar a quién se refería la muchacha.

—Vine a cobrar una deuda. Claudia rió con alivio.

—Bueno, eso me parece comprensible. Lo otro me preocupaba sobremanera. Creí que había perdido usted la razón. Una suave sonrisa curvó los labios del joven.

—No completamente.

—Vamos, caballeros —animó Avery—. Vengan a deleitarse con esta encantadora belleza. Nunca verán a nadie que pueda comparársele una vez que ella hay sido vendida. Acérquense y mírenla. La subasta comenzará apenas dentro de unos minutos.

Avery tomó la capa de Erienne y, cuando ella intentó sujetarla, él rió con expresión burlona y se la arrebató de las manos.

Un estridente rugido de aprobación provino de la audiencia y los ávidos ojos de los hombres se posaron sobre el premio. Entusiasmado, el alcalde soltó el firme moño de Erienne, para que el oscuro cabello de seda le cayera sobre los hombros.

—Observen, caballeros. ¿Acaso esta muchacha no vale una fortuna?

Erienne endureció la mandíbula, y sus ojos se toparon con un mar de miradas lascivas. Sintió una terrible comezón en todo el cuerpo y tuvo que luchar para sobreponerse a un duro momento de pánico. Alzó la cabeza y contuvo la respiración al encontrar la atenta mirada de Christopher. De pronto, deseó no haber sido tan orgullosa y tan tonta como para despreciar la oferta de ese hombre, ya que no lograba ver un solo ser entre la audiencia que no le causara un tremendo malestar de estómago.

Claudia entornó los ojos al advertir hacia dónde iba dirigida la mirada de Christopher. Se aclaró la garganta y sonrió amablemente cuando él se giró.

—Me agradaría invitarle a un paseo por la campiña, Christopher, pero parece usted muy interesado en la subasta. Tal vez preferiría permanecer aquí. —Con un destellante brillo en los ojos, aguardó una negativa.

—Discúlpeme, señorita Talbot. —Una breve sonrisa rozó los labios de Christopher—. Pero se me debe una considerable suma de dinero, y puede que ésta sea mi única oportunidad de recuperarlo.

—Oh, ya veo. —Se sentía agraviada por el rechazo, pero logró ocultar su fastidio—. Lo dejaré que atienda sus negocios, entonces. —No pudo evitar formular una esperanzada pregunta—. ¿Lo veré más tarde?

—Me marcharé de Mawbry esta misma tarde. Para entonces, habré terminado mis negocios aquí, y no sé cuándo regresaré. —¡Oh, pero tiene que volver! —exclamó ella—. ¿Cuándo volveré a verlo si no regresa?

Christopher trató de disimular su sonrisa divertida ante la falta de discreción de la joven.

—Conservaré mi habitación en la posada. No pasará mucho tiempo antes de que regrese.

Claudia exhaló un suspiro de alivio.

—No deje de avisarme cuando venga, Christopher. Ofreceremos una fiesta durante el invierno y supongo que usted no querrá perdérsela. —Se le congeló la sonrisa cuando él miró por encima del hombro sin ofrecer una respuesta. La muchacha comenzaba a sospechar que los negocios del hombre giraban alrededor de la hija del alcalde—. Debo marcharme, Christopher, pero si llegara a cambiar sus planes con respecto a su viaje, estaré sola en casa durante toda la noche. —Sus labios se curvaron en una tímida sonrisa—. Mi padre continúa aún en Londres y estará ausente por algún tiempo.

—Lo recordaré —respondió Christopher y saludó con el sombrero—. Buenos días.

Claudia inclinó la cabeza brevemente en un gesto de despedida, irritada ante la indiferencia de ese hombre, que no había hecho ningún esfuerzo por retenerla.

Se consoló con la idea de que, si él estaba interesado en Erienne, perdía su tiempo. Después de la subasta, la muchacha se convertiría en la esposa de otro hombre y quedaría fuera de su alcance.

El carruaje se alejó por el camino, y Christopher se dispuso a concentrar toda su atención en el evento, inclinándose sobre un poste con los ojos fijos en la hija del alcalde.

—Caballeros, han venido hasta aquí con la esperanza de encontrar una esposa, y esta muchacha, en pocos minutos, pasará a ser la esposa... ¡de uno de ustedes! —Avery rió, señalando con el dedo a aquéllos que se apretujaban por conseguir una mejor visión. El alcalde adoptó una pose solemne y se tomó las solapas del abrigo—. Ahora bien, le prometí a la joven que todos ustedes, caballeros, sólo se le acercarían con intención de desposarla, y espero que no me permitan faltar a mi palabra. Yo mismo seré testigo de la boda y no toleraré ninguna jugarreta. ¿Está claro?

Erienne se estremeció cuando sus ojos se toparon con el hombre a quien había apodado «el ratón gris». El se había abierto camino hasta llegar a la primera fila y su complacida sonrisa lo delató como uno de los más interesados participantes. Si ese hombre hacía la oferta más tentadora, sin duda, pretendería una recompensa por haber sido rechazado en su primera visita a la casa del alcalde, y Erienne jamás volvería a tener un pacífico día o una noche serena.

La joven recorrió con la mirada los numerosos rostros de la audiencia. Smedley Goodfield, al menos, no se encontraba en el grupo, pero Silas Chambers se hallaba presente. Su modesto carruaje estaba aparcado junto al camino y el viejo, enjuto cochero temblaba bajo su chaqueta raída.

En su mayoría, los hombres que se habían congregado alrededor de la plataforma no parecían poseer grandes fortunas. Todos ellos tenían su atención concentrada en la joven, excepto un individuo canoso, elegantemente vestido, que había transportado una silla plegable sobre la cual se encontraba sentado con mirada fija en un libro que tenía abierto sobre las rodillas.

En apariencia, el hombre se hallaba totalmente absorto en las cifras escritas en las páginas.

Avery extendió los brazos para pedir silencio.

—Ahora bien, caballeros, como sabrán, me encuentro penosamente acosado por mis acreedores, de otra forma, jamás hubiera organizado esta subasta. Pero ellos no dejan de presionarme, y éste, incluso —señaló con el dedo a Christopher Seton—, ha venido hasta mi casa para exigirme el pago de mis deudas. Teman piedad de mí y de esta joven mujer que jamás ha mantenido relaciones con un hombre. Ella ha sido una bendición para Farrell y para mí durante estos últimos años, desde que aconteció la muerte de su pobre madre. Pero ha llegado el momento en que la muchacha debe desposarse y desembarazarse de la ardua tarea de cuidar de su familia. Por lo tanto, les ruego, caballeros, que sean generosos en sus ofertas. Acérquense todos aquellos que hayan venido hasta aquí con serias intenciones. Adelántense. Aquí, permítanles acercarse. —Extrajo su reloj de bolsillo y se lo mostró a la audiencia—. Es casi la hora, y comenzaremos ya. ¿Qué dicen, caballeros? ¿Cuál es la primera oferta? ¿Mil libras, dicen? ¿Mil libras?

El primero en responder fue Silas Chambers, quien levantó tímidamente una mano. Con un tono vacilante, afirmó: —Sí... Sí, ofrezco mil libras.

Desde el fondo, Christopher desplegó el fajo de documentos y extrajo un par de papeles. Los agitó en el aire para atraer la atención de Avery y, en silencio, esbozó con los labios las palabras «Una miseria».

Avery enrojeció y redobló sus esfuerzos.

—Ay, caballeros, observen el premio que podrían ganar. Mi preciosa hija, de indiscutible belleza. Inteligente. Capaz de leer y escribir. Llena de talento para los números. Un motivo de orgullo para cualquier hombre.

—Mil quinientas —gritó una voz grosera entre la multitud—. Ofrezco mil quinientas libras por la moza.

—Moza, por ahora. —Avery se tornó algo irritado—. ¿Comprenden ustedes que esta venta sólo se llevará a cabo bajo promesa de matrimonio? Y habrá boda, eso puedo asegurarlo. Por lo tanto, no piensen que podrán comprar a mi hija para sumarla a algún indecoroso harén. Sólo la venderé bajo promesa de matrimonio. No quiero trampas, y me aseguraré de que no las haya. Ahora, vamos, caballeros. Anímense. Abran sus monederos, se lo ruego. Ustedes mismos pueden ver a ese hombre que espera tan ansioso. Vamos, ciertamente pueden ofrecer más de mil libras. Ciertamente, más de mil quinientas.

El hombre que se hallaba sentado en la silla plegable, elevó su pluma y dijo con tono desinteresado:

—Dos mil.

Avery se animó con la oferta.

—¡Dos mil! Dos mil ofrece el caballero. ¿Quién ofrece dos mil quinientas? ¿Dos mil quinientas?

—Eh, dos mil cien libras-dijo Silas Chambers con tono suave—. Dos mil cien. Sí, ofrezco dos mil cien.

—¡Dos mil cien, entonces! ¡Dos mil cien! ¿Alguien mejora la oferta?

—¡Dos mil trescientas! —,-exclamó Harford Newton, mientras se secaba sus gruesos labios con un pañuelo—. ¡Dos mil trescientas!

—¡Que sean dos mil trescientas, entonces! ¡Dos mil trescientas libras! Vamos, caballeros. Ni siquiera se acercan ustedes al monto de mis deudas, y debo velar también por mi bienestar y el bienestar de mi pobre hijo con su brazo inválido. Busquen en sus bolsillos. Extraigan hasta la última moneda. Hasta ahora, no han ofrecido más que dos mil trescientas libras.

—¡Dos mil cuatrocientas! —gritó la misma voz grosera desde el fondo.

Preocupado, Silas se apresuró a reafirmar su posición. —¡Dos mil quinientas! ¡Dos mil quinientas liras!

—¡Dos mil quinientas libras por aquí! —exclamó Avery—. ¡Dos mil quinientas! Ay, caballeros, se lo imploro, tengan piedad de un anciano y de su hijo inválido. Tienen delante de sus ojos a un exquisito modelo de mujer. Se lo dije antes y se lo repito ahora, un motivo de orgullo para cualquier hombre. Una compañera útil para aliviar sus tensiones, brindarles placer y obsequiarlos con numerosos niños.

Erienne se apartó de su padre al oír ese último comentario. Era consciente la mirada implacable de Christopher y, al alzar los ojos, observó que él había extraído, quizá, la mitad de los documentos del fajo, y los agitaba entre los dedos, como si también estuviera implorando a los otros que mejoraran sus ofertas. La joven sintió un punzante dolor en el pecho que le cortó la respiración. El hombre la había sorprendido con su propuesta de matrimonio, pero ahora parecía haber desechado la idea, como si, en primera instancia, hubiera pensado en la boda como una mera compensación por el dinero que se le adeudaba.

—¡Dos mil quinientas! ¿Alguien ofrece dos mil seiscientas? —instó Avery—. ¿Dos mil setecientas?

—¡Tres mil! —gritó el ratón gris.

Se oyó un fuerte murmullo entre la multitud, y las rodillas de Erienne comenzaron a temblar. Silas Chambers se apresuró a abrir su monedero y comenzó a contar su contenido. Hubo un barullo de voces en el fondo cuando el participante ebrio consultó a sus amigos. La sonrisa de Avery se ensanchó ligeramente, hasta que Christopher agitó otro documento y lo sumó al resto.

—¡Tres mil! —exclamó Avery, y levantó una mano—. ¿Quién da más? ¿Tres mil quinientas? ¿Tres mil quinientas? ¿Quién ofrece tres mil quinientas?

Un silencio respondió a la súplica del alcalde, mientras Silas continuaba contando sus monedas y los otros conversaban entre ellos. El destello en los ojos del ratón gris se tornó más brillante.

—¿Tres mil cien? Antes de que sea demasiado tarde, caballeros, les ruego que consideren el premio.

El hombre de la silla plegable cerró el libro de un golpe, colocó la pluma firmemente en su estuche y se levantó de la discutible comodidad de su asiento.

—¡Cinco mil libras!-exclamó con frialdad—. Ofrezco cinco mil.

Un repentino silencio reinó entre la multitud. Silas Chambers cesó de contar su dinero: va no podría mejorar la oferta. El rostro del ratón gris expresó su derrota. Incluso el borracho del fondo supo que la oferta excedía con creces sus medios. Cinco mil libras no era una suma fácilmente superable.

Christopher observó la escena con expresión incrédula. Estudió atentamente a Erienne, como si estuviera juzgando el valor de la muchacha y luego pareció dudar, cuando frunció el entrecejo. En ese preciso instante, ella tuvo la certeza de que, si lo hubiera tenido cerca, habría intentado arrancarle los ojos.

—¡Cinco mil libras, entonces! —declaró Avery con tono alegre—. ¡Cinco mil libras, uno! Ultima oportunidad, caballeros. ¡Cinco mil libras, dos! —Miró en derredor, pero no encontró más postores—. ¡Cinco mil libras, entonces! La oferta es de este caballero. —Palmeó las manos y señaló al hombre elegantemente vestido—. Se ha ganado usted un magnífico premio, señor.

—Oh, no, no es para mí —explicó el caballero. Avery enarcó las cejas con expresión sorprendida. —¿Quiere decir que ha estado ofreciendo precios a nombre de otro? —Ante el ademán afirmativo del hombre, preguntó—: ¿Y quién es ese otro, si puede saberse, señor?

—Pues, lord Saxton.

Erienne ahogó una exclamación y observó al hombre azorada. Más allá de una figura indistinta que revoloteaba en su memoria como un fantasma disforme, ella no tenía un rostro, una forma, para identificar a quien la había atendido durante su enfermedad.

Avery no estaba totalmente convencido.

—¿Tiene usted alguna evidencia que pruebe que ha venido en su nombre? Alguna vez oí que el lord había muerto.

El hombre extrajo una carta marcada con un sello y se la entregó al alcalde.

—Mi nombre es Thormon Jagger-explicó—. Tal como se dice en la carta, he sido abogado de la familia Saxton durante varios años. Si tiene usted dudas, estoy seguro de que muchos de los aquí presentes pueden atestiguar que el sello es auténtico.

Un zumbido de voces corrió entre la multitud, y enseguida se convirtió en una confusa mezcla de chismes, conjeturas y algunas verdades, indistinguibles unos de otros. Erienne alcanzó a oír las palabras «quemado», «deforme», «horripilante», entre el ininteligible barullo .y una lenta sensación de horror comenzó a enviar corrientes heladas de aprensión por todo su cuerpo. Luchó para mantener la calma, mientras el abogado trepaba los peldaños. El hombre depositó un saco de dinero sobre una pequeña mesa que servía de escritorio y comenzó a escribir su nombre al pie de los bandos, identificándose como apoderado de lord Saxton.

Christopher se abrió paso entre la multitud y subió a la plataforma, para agitar el fajo de documentos delante de las narices de Avery.

—Reclamo toda esa suma, excepto cincuenta libras, que dejo a su entera disposición. Cuatro mil novecientas cincuenta libras es mi precio por estos documentos. ¿Alguna objeción?

Avery observó estupefacto al gigantesco hombre que lo increpaba. Hubiera deseado encontrar la forma de quedarse con una mayor parte de la fortuna, pero sabía que las deudas impagadas de Londres y el dinero que debía a Christopher sumaban mucho más de cinco mil libras. Era un trato justo, y no pudo sino asentir con la cabeza y dar así su mudo consentimiento en el arreglo.

Christopher tomó el saco, contó cincuenta libras y arrojó las monedas sobre la mesa. Guardó el resto en el bolsillo de su chaqueta y señaló con el dedo el fajo de documentos.

Jamás pensé que alcanzaría esa suma, pero lo ha logra do, y me siento satisfecho. A partir de hoy, hemos terminado con todas nuestras deudas, alcalde.

—¡Maldito sea! —refunfuñó Erienne cerca del hombro del yanqui. La facilidad con que ese hombre ponía punto final al asunto la encolerizaba aún más que la actitud de su padre. Antes

de que nadie pudiera detenerla, le arrebató el fajo de documentos de a mano y tomó un puñado de monedas de la mesa. Luego, se lanzó a correr, deseando no volver a verlos nunca más.

Avery intentó seguirla, pero perdió tiempo al tener que esquivar repetidas veces el enorme cuerpo de Christopher. —¡Quítese de mi camino! —gritó—. ¡La mocosa se ha llevado mi dinero!

Christopher finalmente aceptó hacerse a un lado. Al tiempo que Avery salía apresuradamente, Farrell sujetó al yanqui de la manga y o acusó con furia:

—¡Lo ha hecho a propósito! ¡Yo lo vi!

Christopher se encogió de hombros con indiferencia.

—Su hermana tiene todo el derecho de llevarse lo que desee. Sólo quise asegurarme de que aventajaría a su padre.

Ante semejante declaración, el muchacho no pudo encontrar ningún válido argumento. Recogió el resto de las monedas y luego de guardárselas en el bolsillo, expresó con tono despectivo: —Al menos, logramos librarnos de usted.

Christopher lo observó con la misma sonrisa tolerante, hasta que Farrell apartó la mirada. Tras esquivar al yanqui groseramente, el muchacho descendió los peldaños y se apresuró a seguir a su familia.

Avery corrió detrás de Erienne, ansioso por recuperar las monedas que la joven le había arrebatado. Legó a la casa sudoroso y jadeando para recuperar el aliento. Cerró la puerta violentamente, y encontró a su hila frente a la chimenea de la sala con la mirada fija en las brillantes llamas, que lamían vorazmente el fajo de documentos. .

—¡Eh, niña! ¿Qué demonios estás haciendo? —preguntó—. Esos papeles son muy importantes. Son mi única prueba para demostrar que he pagado mis deudas a ese canalla. ¿Y qué diablos has hecho con mi dinero?

—Ahora me pertenece —declaró Erienne con tono helado— ¡Es mi dote! ¡Mi parte del dinero de la novia! Un miserable valor que me llevo de esta casa. Ocúpate de hacer todos los arreglos para mañana, porque ésta será la última noche que duerma bajo este techo. ¿Has entendido, padre? —Acentuó el título con una amarga sonrisa de desprecio—. Y no regresaré jamás.

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