CAPITULO 8

LOS raquíticos caballos fueron alquilados para trasladar la familia Fleming desde Mawbry hasta una iglesia en las afueras de Carlisle, va que era allí donde se llevaría a cabo la ceremonia.

El día había amanecido muy frío, con un viento congelado que abofeteaba los árboles con un movimiento frenético. El transcurso de las horas no prometía calor, puesto que ya había pasado el mediodía y el aire seguía helado, al igual que el silencio que reinaba en el interior del coche.

El vehículo traqueteaba y se sacudía, incrementando así el malestar de Farrell. El muchacho se sujetó la cabeza entre las manos y cerró los ojos, pero no pudo conciliar el sueño que había perdido durante la juerga de la noche anterior. Avery no se sentía mucho mejor, ya que dado que no todos los días un hombre puede ganar un lord para su familia, se había quedado hasta las primeras horas de la mañana haciendo alarde de su suerte. Sus amigos opinaban que lord Saxton era un alma generosa, que había invertido una extravagante suma de dinero en la compra de la jovencita y que, probablemente, lo más correcto sería que la niña se desposara con él. Luego de la estancia de Erienne en Saxton Hall, los rumores y conjeturas habían circulado en boca de todos, y más de uno se había preguntado si su señoría no se habría tomado ciertas libertades con la muchachita. Sin embargo, de ser así, al menos el hombre había decidido enmendar su erróneo comportamiento pronunciando los votos matrimoniales con la joven. Desde luego, los chismosos aún no cesaban de hacer alharaca alrededor del asunto, y recogían y saboreaban cada bocado que flotaba en sus caminos, para exprimirlo una y otra vez, a fin de extraer toda la dulzura que pudiera brindarles.

Durante todo el trayecto, Erienne permaneció enfrascada en sus propios pensamientos, sin deseos de parecer amable frente a su padre. Ni por un instante se apartó de la esquina del carruaje, acurrucada dentro de su capa, tratando de encontrar algo de calor en el helado vehículo. Para la ceremonia, se había puesto el vestido que había pasado a ser el mejor de su guardarropa. No llevaba traje de novia. En realidad, prefería lucir ese aspecto algo desaliñado, puesto que así expresaba su tristeza. Empero, era ése el día de su boda, y se había bañado y acicalado con cuidado. Eso era lo menos que podía hacer.

El carruaje traqueteó por las angostas calles de Carlisle. Avery sacó la cabeza por la ventanilla y, a ritos, le indicó al cochero que los condujera hasta la pequeña iglesia de las afueras. Cuando llegaron, el coche de lord Saxton ya se encontraba aparcado en un lado del camino. El cochero y el lacayo —vestidos con calcetas blancas, chaquetas a juego y calzones de color verde oscuro— aguardaban junto a un grupo de brillantes caballos negros. El vehículo estaba vacío y, al no ver señales de su señoría en el parque, el alcalde enseguida supuso que el hombre estaba esperando a la novia en el interior de la iglesia.

¡Avery se abrió paso por entre las pesadas puertas del edificio y atrajo bruscamente la atención de Thornton Jagger y del buen clérigo, que se encontraban junto a una mesa alta, angosta, frente a la larga fila de asientos. Junto a la entrada, un hombre de amplio pecho, vestido con chaqueta y calzones negros, había adoptado una pose de espera, con las piernas separadas y los brazos cruzados. No había nadie más en la capilla. Aun cuando el atuendo del hombre era, sin duda, más tétrico que el de lord Talbot, Avery se dijo que no había nada escrito en cuanto a los variados gustos de la nobleza. El alcalde se aclaró la garganta.

—Eh... su señoría... —comenzó a decir. El sujeto enarcó las cejas sorprendido.

—Si se refiere usted a mí, señor, mi nombre es Bundy. Yo soy el criado de lord Saxton... señor.

Avery se ruborizó al percatarse del error que acababa de cometer y soltó una breve risita para disimular su vergüenza. —Desde luego... eh... lord Saxton. —Miró a su alrededor, pero no encontró a nadie que pudiera ser depositario de ese título—. ¿Dónde se encuentra su señoría?

—Mi amo está en la rectoría, señor. Vendrá cuando sea la hora.

La puerta de entrada se abrió lentamente y apareció Farrell con la cabeza muy erguida, como si temiera que ésta se le desprendiera del cuerpo. El muchacho se situó en uno de los bancos del fondo y cerró los ojos. Allí permanecería, con la esperanza de no ser molestado, hasta el final de la ceremonia.

Erienne caminó hacia el primer asiento con la espalda tensa y erguida. Sabía que su vida estaba a punto de culminar y se sentía como un criminal que se prepara para el cadalso y se pregunta si la horca marcará el final de todas sus penurias, o si en verdad le aguardará un infierno en el más allá.

Con piernas temblorosas, se dejó caer en el banco, y permaneció muda, sola en su infortunio, con la certeza de que su padre la avisaría cuando la ceremonia estuviera por comenzar.

El reverendo Miller no pareció preocupado por la ausencia del novio, mientras se ocupaba de preparar los documentos, inspeccionaba los textos y colocaba su sello y rúbrica al pie de los bandos. Thornton Jagger estampó su firma con elegancia, identificándose como un testigo, y luego el alcalde se inclinó sobre el pergamino y garabateó su propio nombre con cuidado. Entonces, llamaron a Erienne al ente y le entregaron la pluma. La joven sobrellevó el momento, realizando enormes esfuerzos para ocultar su turbación.

El clérigo hizo una señal a Bundy, y el sirviente desapareció por un largo y oscuro pasillo. Transcurrió una eternidad antes de que volvieran a oírse las pisadas en el corredor. Esta vez, el sonido era extraño. Primero, un golpe, y luego el ruido de algo que se arrastraba. Mientras escuchaba atentamente, Erienne recordó las palabras de la multitud.

¡Lisiado! ¡Deforme! ¡Horripilante!

El eco de las pisadas se desvaneció al aparecer la figura de lord Saxton. En un primer momento, sólo se divisó una forma negra cubierta con una larga capa. La parte superior del cuerpo era indistinguible en la oscuridad del pasillo, pero cuando el hombre se acercó a la luz, Erienne ahogó una exclamación al advertir la razón que lo llevaba a moverse de una manera tan peculiar. La suela de la bota derecha era muy gruesa y pesada, como si estuviera enderezando un pie deforme o retorcido. Después de cada paso, el hombre arrastraba su pesada pierna para unirla con la otra.

Erienne lo observó con horror. Con cierta renuencia, levantó la mirada y, cuando finalmente la luz de la vela iluminó la figura completa de su futuro esposo, las rodillas comenzaron a temblarle. Lo que vio era lo más aterrador que jamás había visto 0 imaginado.

La cabeza y el rostro de lord Saxton estaban totalmente cubiertos por un yelmo de cuero negro, al cual le habían hecho dos agujeros para los ojos, dos diminutos orificios para la nariz y una serie de aberturas para la boca. La máscara no dejaba ver ni un solo rasgo, ya que incluso los ojos se hallaban ocultos en las sombras de los pequeños agujeros.

En medio de su perplejidad, Erienne pudo notar algunos otros detalles de su futuro esposo. Salvo una camisa blanca, vestía enteramente de negro. Unos guantes de cuero del mismo tono cubrían sus manos, que sujetaban un pesado bastón con mango de plata. Debajo de la capa, tos hombros se veían anchos y fuertes. El izquierdo parecía algo más levantado que el otro, pero Erienne no pudo e terminar si eso se debía a una deformidad, o a la desequilibrada forma de caminar. En general, el hombre presentaba un aspecto terrorífico para una joven novia que veía por primera vez a su futuro esposo.

Lord Saxton se detuvo ante el grupo e hizo una ceremoniosa reverencia.

—Señorita Fleming. —Su voz sonó retumbante, mientras su respiración producía un sonido tenebroso a través de las aberturas de la máscara. Se volvió hacia el padre e inclinó levemente la cabeza—. Alcalde.

Avery logró cerrar la boca y asintió con la cabeza. —Lor... Lord Saxton.

El enmascarado volvió a concentrar toda su atención en la oven.

—Le ruego me disculpe por mi aspecto. Alguna vez, fui como cualquier otro hombre, fuerte y erguido, pero tuve la desgracia de sufrir algunas quemaduras. Ahora, los perros ladran a mi paso y se atemorizamos niños; por esa razón, debo usar esta máscara. El resto de mi cuerpo es tal como lo ve. Tal vez, pueda usted comprender por qué prefiero permanecer oculto y llevar a cabo mis asuntos a través de un representante. Sin embargo, ésta era una ocasión que no podía ignorar. Después de haberla visto en mi casa, cuando se me presentó la posibilidad de convertirla en mi esposa, me apresuré a hacer los arreglos necesarios. Ahora, es su turno de elegir. —La observó detenidamente, mientras esperaba un comentario, pero la joven permaneció callada—. ¿Se atiene usted a las palabras de su padre? ¿Me acepta usted como esposo?

Erienne recordó la promesa que le había hecho a su padre, en cuanto a abandonar la casa para siempre. Estaba segura de que él no la recibiría con agrado, si eso implicaba la devolución de los fondos de lord Saxton. Al parecer, no le quedaba otra alternativa, y respondió con voz entrecortada:

—Sí, milord. Me atengo a las palabras de mi padre. Durante el transcurso de la ceremonia, la joven permaneció junto al lisiado, sintiéndose empequeñecida por su presencia. Con tonos suaves, trémulos, respondió a las preguntas del reverendo Miller. La voz retumbante de lord Saxton resonó fantasmagórica en la quietud de la iglesia, cuando él también pronunció sus votos matrimoniales.

En pocos minutos, todo estuvo terminado. Ella se había convertido en la esposa del tenebroso lord Saxton, y se preguntó si le sería posible vivir en una constante pesadilla. ¿Qué otra cosa podría ser su vida, cuando se encontraría unida a una criatura que parecía haberse arrastrado desde las puertas del infierno?

En una admirable muestra de afecto, Avery tomó a su hija de los hombros y la besó en la mejilla. Luego, le estrechó la mano entusiasmado para observar la costosa sortija. Sus ojos brillaron con codicia, tanto como las piedras incrustadas en el anillo, y por un fugaz instante, su sonrisa delató los pensamientos que atravesaban su ambicioso cerebro. De algún modo, tendría que atraer a Erienne nuevamente a su casa y tejer una historia que revelara a su señoría cuánto sufría la niña al abandonar a sus parientes. Así, existiría la posibilidad de que el marido invitara a toda la familia a vivir en la mansión. Una vez allí, sólo le faltaría un escalón para acceder a las acaudaladas arcas del hombre.

Avery trató de serenarse y adoptó una expresión condolida, antes de acercarse a su flamante hijo político.

—Estoy pensando que mi hija deseará regresar a casa para recoger sus pertenencias, milord.

—No será necesario —afirmó la áspera voz al otro lado de la máscara—. Ella tendrá todo lo que desee en la mansión. —Pero la niña no ha empacado más que unas pocas ropas. —Señaló el pequeño bolso de Erienne al decir su mentira. —Apenas una que otra prenda.

—Recibirá vestidos en Saxton Hall. Y se le comprarán tantos como desee.

—¿Me está usted negando el placer de pasar unas pocas horas con mi hija? —insistió Avery—. He sido un buen padre, y no me agrada lo que he tenido que hacer por el bien de la niña. Debo asegurarme de que se ha desposado con un hombre que sabrá cuidar de ella... y de su familia.

El inexpresivo rostro de cuero se volvió directamente hacia el alcalde y los agujeros de los ojos brillaron con penetrante frialdad. Avery se estremeció y sus baladronadas se desvanecieron de inmediato.

—Usted ha recibido una considerable suma de dinero por su hija —dijo la sibilante voz en tono brusco y helado—. No habrá más regateo. El trato ha sido cerrado y no le daré una sola moneda más. Ahora márchese, antes de que decida que el arreglo no me ha sido favorable.

Avery se tambaleó, estupefacto ante la amenaza, y se apresuró a partir. Tomó su tricornio y comenzó a correr por el pasillo, gritando para interrumpir el sueño de su hijo. Sin conocer nada de lo que había ocurrido, Farrell siguió a su padre atontado, y el alcalde abandonó la iglesia, sin siquiera despedirse de su hija.

El violento golpe de la puerta retumbó en los oídos de Erienne. Allí culminaba una forma de vida que había conocido desde la muerte de su madre; sin embargo, no sentía pena ni dolor, sino un tremendo temor por lo que le depararía el mañana.

Al volver a la realidad, la joven vio la enorme, oscura figura de su marido alejándose por el pasillo. Thornton Jagger caminó hacia ella y la tomó del brazo.

—Lord Saxton desea marcharse ahora, señora. ¿Está usted lista?

Erienne asintió con la cabeza, se colocó la capa y permitió que el abogado la escoltara hasta la puerta. El sirviente, Bundy, los siguió y, cuando llegaron al carruaje, lord Saxton ya se encontraba sentado en su asiento. La joven se sintió aliviada al ver que él no le había dejado lugar para sentarse a su lado. Se hallaba acomodado en la mitad del banco con las manos apoyadas en el bastón, las rodillas separadas y la grotesca bota extendida hacia un costado.

Con la ayuda del señor Jagger, Erienne trepó al lujoso interior del vehículo. Aturdida por la presencia de su flamante esposo, se dejó caer en el asiento opuesto y, durante un momento, se concentró en acomodarse las faldas y la capa, resuelta a evitar la mirada del hombre.

Bundy se dirigió a la parte delantera del vehículo y se situó junto al cochero. El carruaje comenzó a alejarse de la iglesia, y Erienne lanzó una última mirada al pequeño edificio de piedra.

Thornton Jagger continuaba de pie donde lo habían dejado, y la imagen de esa solitaria figura le recordó a sus propios sentimientos. A pesar de la presencia de su esposo, se sentía muy sola y desamparada.

Su rostro debía reflejar su pena, ya que lord Saxton decidió quebrar su estoico silencio.

—Anímese, señora. El reverendo Miller tiene suficiente experiencia como para saber la diferencia entre un entierro y una boda. Este carruaje no la lleva a usted al infierno... —Se encogió ligeramente de hombros—. Ni al cielo.

El yelmo de cuero confería a la voz un tono resonante, artificial, y sólo el ocasional brillo que se reflejaba en los agujeros de los ojos revelaba la presencia de un hombre detrás de la máscara. Ante las palabras de su marido, Erienne supo que él era consciente de su propio aspecto y, tal vez, comprendía la inquietud de su esposa, si no su aversión.

El viaje desde la iglesia transcurrió en medio de un penoso, profundo silencio. Erienne no se atrevía a hablar por temor a liberar sus emociones y expresar sus angustias. El pensamiento reprochador volvió a girar en su mente. ¿Cómo podía haber sido tan arrogante de rechazar a Christopher Seton o, incluso, a cualquiera de los otros pretendientes? Detestable uno, horripilante los otros, siempre hubieran sido más tolerables que esta criatura encapuchada que la observaba como un halcón hambriento.

A medida que se acercaban a Saxton Hall, el camino comenzaba a ascender por la ladera de una colina, y Erienne se dispuso a contemplar la tierra que pronto sería su hogar. Hacia el oeste, una tenue luz rosada iluminaba el cielo, anunciando la llegada del crepúsculo y, en la distancia, la oscura silueta de la mansión contrastaba con las suaves, ondulantes nubes que se amontonaban sobre el horizonte. A lo lejos, una angosta franja de mar brillaba como un zafiro incrustado entre las colinas.

El carruaje se hundió en el valle, acercándolos a la bóveda que pronto se convertiría en la prisión de Erienne. Ella experimentó una terrible sensación de pánico. Se sentía atrapada en una cárcel de horror, de la cual no había forma de escapar.

Con demasiada rapidez, el vehículo se detuvo frente a la entrada de la casa. Erienne aguardó tensa, mientras lord Saxton se apeaba del coche. Le repugnaba la idea de que esas manos enguantadas, impersonales, volvieran a tocarla; empero, no podía encontrar la forma de impedir que él la ayudara a bajar del carruaje. Cuando lord Saxton se giró, ella se estremeció y trató de protegerse con los brazos. La mano enguantada se elevó, pero sólo para hacer un rápido ademán al lacayo. El muchacho caminó presuroso hacia la portezuela y extendió un brazo. Erienne respiró con alivio y aceptó con agrado el reemplazo. Se sintió aturdida ante la clemencia de su esposo y se preguntó si él de veras sabía cuánto ella lo detestaba. ¿O se trataba sólo de un rasgo de personalidad fríamente calculadora?

Al pisar el suelo, la joven se detuvo frente a su marido, al tiempo que el lacayo se les adelantaba para abrir la puerta de la mansión. Erienne trató de evitar la mirada de lord Saxton, hasta que él habló.

—Puesto que no soy muy ágil, señora, preferiría seguirla. —Alzó una mano, invitándola a caminar.

La joven no necesitó más aliento para alejarse presurosa por el sendero. Intentó ignorar el sonido del pie que se arrastraba a sus espaldas, pero ni el estampido de una horda salvaje hubiera podido sofocar ese aterrador shhhhh ...clop ...shhhh ...clop:

La señora Kendall aguardaba junto al mayordomo, Painee, frente a la puerta y, por un instante, el rostro alegre de la dama logró sosegar la ansiedad de Erienne. La joven siguió al ama de llaves a través del vestíbulo, mientras que Paine permaneció en la entrada para esperar a su amo. Al entrar en la sala, Erienne se detuvo sorprendida. Las mortajas mugrientas que cubrían los muebles habían desaparecido. La habitación relucía, desde los pisos de piedra hasta las vigas de roble que sostenían el techo. Por primera vez, la muchacha advirtió que los gigantescos muros estaban revestidos de tapices, escudos y otras piezas de antigua hidalguía. En la enorme chimenea de piedra, un crepitante fuego lanzaba tibios destellos hacia un pequeño grupo de sillones acomodados sobre una inmensa alfombra. Cerca de la cocina, sólidas sillas de respaldos altos y almohadones de pana verde oscuro se reunían en perfecto orden alrededor de una larga mesa de madera. Los rincones más oscuros estaban iluminados por la luz de las velas que se consumían en las ramas de unos gigantescos candelabros. Sus diminutas, vacilantes llamas se combinaban con el fuego del hogar para proveer una acogedora calidez freírte a las crecientes sombras de la noche.

—Hemos hecho todo lo posible para que luciera resplandeciente cuando usted llegara, señora —afirmó Aggie, mirando la habitación con una sonrisa satisfecha ante el logro alcanzado—. Supongo que era difícil para un extraño imaginar que debajo de toda esa mugre se escondía una sala tan magnífica. Yo viví aquí en mi juventud, por lo tanto sabía lo agradable que era este lugar cuando el antiguo lord gobernaba en la mansión.

Una voz retumbante llamó al ama de llaves desde la entrada, y ambas mujeres se volvieron sobresaltadas. Aggie recuperó rápidamente la compostura p no pareció en absoluto intimidada por la presencia del aterrador amo encapuchado de la casa.

—¿Me llamaba, milord?

Paine tomó la capa de su amo y se hizo a un lado cuando lord Saxton se dirigió a la mujer.

—¿Podría usted conducir a la señora a sus habitaciones? Tal vez desee refrescarse antes de la cena.

—Sí, milord. —El ama de llaves realizó una pequeña reverencia. Cogió el bolso de Erienne que llevaba el lacayo, y se volvió hacia la joven con una sonrisa jovial—. Haga el favor de seguirme, señora. Hay un agradable y cálido fuego esperando por usted.

Al caminar hacia la torre, Erienne percibió la mirada de su esposo que la seguía a través de la habitación. La constante atención de ese hombre la atemorizaba. ¿Cómo haría para tolerar lo que aún le restaba afrontar? ¿Cómo podría aguantar las largas, oscuras horas de la noche, envuelta en los brazos de esa criatura, sin revelar un indicio de aversión cuando ese aliento áspero o esas manos cicatrizadas le tocaran la piel?

El ama de llaves la condujo bajo la tenue luz de un pasillo en el piso superior y, aun en las penumbras, era evidente que el corredor había sido cuidadosamente pulido. La luz provenía de unas velas, que lanzaban un brillo suave sobre los suelos de mármol.

—Usted dormirá en la recámara del amo, señora, igual que la otra vez —anunció Aggie—. La hemos limpiado para usted, y ahora luce apropiada para un rey —miró a Erienne con una leve sonrisa en los labios—, o, tal vez, su reina.

—La mansión parece en verdad diferente —comentó la joven con una voz tan suave, que podría haber delatado su falta de entusiasmo; pero Aggie no pareció advertirlo.

—Sólo espere a ver lo que el amo ha comprado para usted, señora. Los vestidos más bonitos que haya visto jamás. Sin duda, deben de haberle costado unas cuantas monedas para que los hicieran en tan poco tiempo. —Sus ojos brillaron cuando miró a Erienne—. Usted parece haberlo cautivado, señora.

¡Sí!, asintió la joven en silencio. ¡Y con su fortuna, se aseguró de comprarme!

Se detuvieron frente a la inmensa puerta de madera que Erienne recordaba de su primera visita y, tras efectuar una breve reverencia, Aggie la abrió. Al entrar en la habitación, la joven se sintió inmediatamente acosada por el recuerdo de las noches que allí había pasado. La limpieza había aumentado, hasta el punto de brillar, y el cuarto se veía totalmente diferente. Sin embargo, la imagen de una figura oscura arrellanada en un sillón, hundido en las sombras, era tan clara como el estado actual de las ventanas. La mente de Erienne completó la forma vaga de sus sueños, imaginando la cabeza encapuchada, la pesada bota y los hombros anchos de su marido.

Se estremeció ante el horror, el pánico parecía que iba a empujarla a escapar de la habitación. Le costó un tremendo esfuerzo aguardar a que esa espantosa sensación se esfumara. Luchó como aquél que surca los mares en medio de una terrible tempestad y, sabiendo que en cualquier instante perderá la vida, aprieta los dientes y se aferra a la vida, mientras aguarda el final.

Aggie caminó rápidamente hacia el armario y abrió las puertas, mostrando la variedad de ropas que éste contenía. Extrajo varios vestidos lujosos para que Erienne los admirara, y señaló el delicado encaje de las enaguas y camisones. Con entusiasmo, la dama prosiguió con unos zapatos con tacones altos y exquisitos adornos, y unos sombreros con plumas y encajes, capaces de despertar la envidia de Claudia Talbot.

Erienne se despertó de su atontamiento y advirtió que la amable mujer estaba aguardando una respuesta. Había esperanza en ese rostro ajado de mejillas rosadas, y la joven no se sintió capaz de decepcionar a la dulce dama.

—Todo es encantador, Aggie —murmuró con una sonrisa. En realidad, pocas novias eran obsequiadas con tantas galas en el día de su boda. En general, era el marido el que recibía la dote de su esposa. Y Erienne sabía que precisamente esa ausencia de dote era lo que había causado su desgracia.

—El amo pensó en todo, así es —dijo el ama de llaves, al tiempo que corría los cortinajes para descubrir el pequeño receptáculo del baño—. Él deseaba que usted se sintiera cómoda.

En el cuarto de baño que ahora brillaba inmaculado, había toallas bordadas, listas para usar; un alto espejo en una esquina y numerosos frascos de sales aromáticas y perfumes. Todo parecía pensado para satisfacer hasta el último capricho.

Sin embargo, pese a la visión de todos su regalos, Erienne no pudo evitar dirigir la conversación hacia el hombre mismo. —Usted parece conocer a lord Saxton mejor que nadie, Aggie. ¿Cómo es él?

El ama de llaves observó a la joven por un instante y, al leer la agonía en el rostro de la niña, comprendió algo de la batalla que se libraba en su mente. Aun cuando la muchacha le inspiraba compasión, la dama se sentía atrapada por su fidelidad hacia lord Saxton. En un intento por que la nueva señora entendiera parte de los infortunios que habían acontecido a la familia Saxton, Aggie habló con un tono que se alejó de la efusividad de su habitual carácter.

—Conozco al amo lo suficiente como para entender por qué se siente forzado a hacer las cosas que hace, señora. Su familia sufrió mucho en manos de asesinos y de aquellos que creían poseer autoridad suprema. El antiguo lord fue asaltado en la noche por una banda de criminales que le mataron ante los ojos de su familia. Mary Saxton temió que terminaran con todos, y decidió escapar con sus niños. Tres años más tarde, el hijo mayor regresó para reclamar el título y las tierras. —Aggie dirigió la cabeza en dirección al Este—. Usted ya ha visto las ruinas del ala más moderna-Algunos afirman que fue incendiada deliberadamente por los mismos que mataron al antiguo lord y, al enterarse de que su hijo había vuelto...

—El mencionó las quemaduras... —le instó Erienne—. ¿Su amo quedó atrapado en el incendio?

Aggie se volvió para observar con aire pensativo los inestables colores de las llamas que ardían en la chimenea.

—Mi amo ha sufrido mucho también, pero me ha ordenado no decirle nada a usted acerca de su vida. Yo sólo intentaba disipar el temor que usted le tiene.

Erienne bajó los hombros decepcionada, y un abrumador cansancio se apoderó de sus fuerzas. Los acontecimientos del día le habían demandado un tremendo esfuerzo, tanto físico como mental, y la revelación del ama de llaves sólo había logrado acrecentar su aprensión.

—Si no le importa, Aggie... —murmuró con desgana—; siento una apremiante necesidad de estar sola.

La mujer comprendió el sufrimiento de la joven.

—¿Desea que le prepare la cama para que pueda descansar, señora? ¿O quizá pueda preparar algunas ropas para usted? Erienne sacudió la cabeza.

—Ahora no. Tal vez, más tarde.

Aggie asintió y caminó hacia la puerta. Luego, se detuvo con la mano en el picaporte y aguardó a que Erienne alzara los ojos. —Señora, sé que no es asunto mío —comenzó a decir el ama de llaves en tono vacilante—, pero le ruego que tenga fe. Lord Saxton es... bueno, como le he dicho, me ha ordenado que no le contara nada, pero sólo le diré esto: cuando lo conozca mejor, se sorprenderá de la clase de hombre que encontrará bajo sus vestiduras. Confíe en mí, señora, le aseguro que no se desilusionará. Gracias, señora.

Transcurrió más de una hora antes de que Erienne se animara lo suficiente como para acercarse al armario. Ante sus ojos tenía todos los lujos que una mujer podía anhelar; sin embargo, no habría dudado en rechazarlos, si eso hubiese implicado también la anulación de su matrimonio. Se acercaba la hora en que tendría que someterse a su esposo, y eso la aterraba más, incluso, que la misma idea de la muerte.

Sin ninguna preferencia en particular, descolgó un vestido de satén rosado con ribetes verdes. La idea de reunirse con su marido para la cena de bodas la llenaba de pesar, pero si permanecía en la recámara, él podría subir y prescindir de las formalidades que aún existían entre ambos. No deseaba aparentar estar ansiosa por una escena de amor, así que decidió apresurarse.

Como respuesta a su llamada, Aggie apareció con una joven llamada Tessie, que había venido de Londres para trabajar como doncella privada de la nueva ama de la casa. La muchacha preparó un refrescante baño con sales aromáticas. Luego, secó la piel de la señora con suaves toallas de lino y la perfumó con una delicada fragancia. Una vez puesto el corsé y las enaguas, Erienne se sentó para que Tessie le cepillara el cabello y recogiera sus

largos bucles oscuros con cintas de satén verdes y rosadas. Al verse con el vestido puesto, se arrepintió de su elección.

El corpiño del traje se ajustaba estrechamente a su cintura. Las mangas, largas y estrechas, terminaban en un decorativo puño de pana verde. El mismo motivo se repetía en el cuello, y allí radicaba la mayor preocupación de Erienne. La profunda línea del escote descubría la mayor parte de sus senos, ocultando, apenas, los rosados capullos de los pezones. Dada la aversión que sentía por su esposo, la elección del vestido resultaba sumamente inadecuada. Sin duda, durante su enfermedad, él había visto mucho más de lo que el traje revelaba y, a juzgar por la exactitud del talle, no se había sentido en absoluto intimidado por la desnudez de la joven. Aun así, ella no tenía deseos de provocarlo con un escote exagerado. Sin embargo no se atrevía a cambiarse, después de que Tessie se había esmerado tanto en recoger las cintas que combinaran con el color de ese traje. Inquieta, Erienne trató de encontrar la manera de enfocar el asunto con el mayor tino posible, y su dilema se complicó con el regreso de Aggie.

—Oh, señora, está usted tan radiante como el sol de la mañana —exclamó el ama de llaves.

—El vestido es encantador —respondió Erienne—. Sin embargo, creo que hace un poco de frío abajo. Tal vez debería ponerme otra cosa.

—No se preocupe, señora, le daré una pañoleta. —La mujer buscó afanosamente en el armario, hasta que encontró una de encaje negro. Se la llevó a Erienne y se encogió de hombros —Me temo que no hay otra, señora, ésta es tan delgada que probablemente no la abrigue demasiado.

—Supongo que con eso bastará —respondió Erienne con desilusión y se la colocó sobre los hombros, cubriéndose deliberadamente los senos—. Lord Sax... —Se detuvo para rectificar la pregunta—. Mi esposo, ¿dónde se encuentra?

—En la sala, señora —le informó Aggie en tono amable—. La está aguardando.

La respuesta de la mujer fue suficiente para estremecer a Erienne. Respiró hondo para armarse de valor, y salió de la habitación. Los altos tacones de sus zapatos retumbaron en la quietud del pasillo e indicaban su descenso por la escalera de caracol. El acompasado sonido se parecía al redoble de un tambor que anunciaba el advenimiento de un inminente desastre; y, cuando oyó el lento shhh-clop de las pisadas de su esposo que se acercaba a la torre, supo que su condena se encontraba allí, aguardándola.

Al bajar los últimos peldaños, encontró a lord Saxton al pie de la escalera. Su mirada no pudo penetrar la máscara, pero percibió que la mirada del hombre la estudiaba minuciosamente, deteniéndose en cada detalle de su cuerpo. El corazón de Erienne comenzó a latir con violencia. Se detuvo frente a él y descubrió que, aun sobre el primer escalón, no lograba sobrepasar su altura. Alzó ligeramente la mirada, para toparse con el brillante destello que se reflejaba en los agujeros de los ojos.

—Erienne, debo decirte que tu hermosura es infinita. —Levantó las manos para apartar la pañoleta de los hombros de la joven—. Sin embargo, puesto que tu belleza no necesita adornos, prefiero la sencillez del vestido.

Depositó la pañoleta sobre la barandilla de la escalera, y Erienne notó que el brillo de los agujeros de la máscara se posaba sobre la redondez de sus senos. Le costó un tremendo esfuerzo no cubrirse sus curvas desnudas para protegerse de esa penetrante mirada. El corazón le latía con tanta fuerza, que se preguntó si él notaría el temblor de sus pechos. En el instante siguiente, se confirmaron sus sospechas.

—Acércate al fuego, Erienne-le dijo él con dulzura—. Estás temblando.

El lord se hizo a un lado, y la joven caminó hacia la sala. Se acercó al hogar y se sentó tensa, apoyada contra el respaldo de su sillón, como un pájaro posado en una rama, dispuesto a escapar ante la primera señal de amenaza. Lord Saxton llenó una copa de plata con vino y se la ofreció.

—Esto te ayudará.

Paine entró en la sala para anunciar solemnemente que la cena estaba a punto de servirse. Lord Saxton se incorporó y se acercó al sillón de Erienne. Una vez más, no hizo ningún intento de tocarla, sino que se comportó con los modales de un caballero. Ella se levantó y caminó hacia la mesa, donde advirtió que sólo había un plato colocado en el extremo más cercano al fuego.

—Milord, hay sólo un lugar-declaró la joven con sorpresa. —Yo cenaré más tarde —le explicó él.

Las razones eran obvias, y ella aceptó la decisión agradecida, ya que no deseaba ver a ese hombre sin la máscara. Ya bastante difícil le resultaría afrontarlo en la intimidad de la recámara, sin tener que contemplar la imagen de ese rostro deforme al otro lado de la mesa.

Erienne recogió la larga falda de su vestido y se dispuso a tomar asiento. Su esposo le acomodó la silla, y luego se detuvo durante un largo, interminable momento detrás de ella. La joven quedó paralizada, no sólo por la proximidad del hombre, sino también porque sospechaba que los ojos, tras la máscara, la observaban atentamente. No se atrevió a mirarse el pecho, o a volverse hacia él, por temor a confirmar sus sospechas. Sintió un asfixiante nudo en la garganta, hasta que, finamente, el lord se apartó, arrastrando su pesado pie hasta su asiento en la cabecera de la mesa. Erienne echó una rápida, nerviosa mirada hacia su pecho y descubrió con horror que uno de sus rosados pezones aparecía parcialmente por encima del escote de su enagua. Avergonzada, se cubrió el pecho con el vestido, y no pudo evitar el comentario.

—¿Pretende usted que me exponga ante cualquiera que desee mirar, o debo culpar al vestido?

La carcajada del lord sonó como un silbido a través de las aberturas de la máscara.

—Preferiría que seleccionaras tus vestidos con más cuidado cuando tengamos visitas y reservaras tales espectáculos para mi exclusivo deleite. No soy un hombre demasiado generoso en ese aspecto. De hecho, no pude tolerar la idea de que otro hombre obtuviera lo que yo anhelaba para mí y, puesto que no parecías tener una preferencia en particular por ninguno de tus pretendientes, decidí complacer mis deseos. —Hizo una pausa para observarla—. No había ninguno que prefirieras en particular, ¿o sí?

Erienne apartó la mirada cuando, repentinamente, la imagen de Christopher Seton apareció en su mente, pero la desechó con la misma rapidez con que había aparecido. Odiaba a ese hombre. A pesar de sus insistentes propuestas de matrimonio, se le había visto muy complacido de que la hubieran vendido a otro y había reclamado vehemente su dinero al finalizar la subasta. La joven respondió con un melancólico susurro:

—No, milord, no tenía ninguna preferencia. —¡Bien! Entonces, no tengo por qué arrepentirme.

Si bien el cocinero poseía una habilidad excepcional, Erienne apenas pudo saborear la comida. Masticó lentamente, sabiendo que, aunque se retrasara, el final de la cena llegaría demasiado pronto para ella. Bebió vino en abundancia, pero éste no logró embotar sus sentidos, ni minimizar su hastío. Tardó todo lo que pudo; pero el fin no tardó en llegar.

—Tengo algunos asuntos que atender —anunció lord Saxton cuando se levantaron de la mesa—. Me llevará unos pocos minutos hacerme cargo de ellos. Puedes esperarme en tu recámara.

El lento redoble del tambor volvió a retumbar en la mente de Erienne, y el corazón comenzó a latirle con violencia. Las piernas le pesaban y cada movimiento le demandaba un tremendo esfuerzo. Deprimida, caminó hacia la torre y subió lentamente las escaleras. Una vez en la recámara, observó el gigantesco lecho donde su virginidad pronto encontraría su tumba. A pesar de su ominosa apariencia, era una cama magnífica. Los cortinajes la mantenían tibia y proveían toda la intimidad que una pareja de recién casados podría necesitar en una fría noche de invierno... o amortiguaban los desesperados gritos de una mujer atrapada en los brazos de un marido salvaje...

Los granos de tiempo se filtraban con demasiada rapidez a través de la angosta cintura de vidrio. Tessie fue a ayudarla con la ropa de noche y desplegó el cubrecama para revelar el fino encaje de las sábanas y colchas. La doncella era discreta y se retiró tan silenciosamente como había llegado. Sola en su infortunio, Erienne se paseó nerviosa por la habitación, implorando desesperadamente contar con el coraje y la fortaleza necesarios para enfrentarse a lo que la aguardaba en el futuro, e incluso, rogó le fuera posible evitar algo del horror que imaginaba. —Erienne...

La joven ahogó una exclamación y se volvió hacia el intruso que había mencionado su nombre. No la reconfortó encontrar a su esposo junto a la puerta. No lo había oído entrar en medio de su aturdimiento.

Al recordar la transparencia de su atuendo, Erienne se cerró la bata y se giró, al tiempo que su esposo caminaba hacia la chimenea. Oyó que él se acomodaba en un sillón y experimentó un ligero alivio al descubrir que no sería presionada en forma inmediata. Sin embargo, se sentía al borde de la histeria y se esforzó por controlarse antes de derrumbarse por completo.

—Creí que vendría algo más tarde, milord —murmuró con franqueza—. Necesito más tiempo para prepararme.

—Luces hermosa tal como estás, mi amor.

Ella caminó hacia el sillón opuesto al de su marido.

—Creo que usted sabe a qué me refiero, milord. —Al no recibir respuesta, respiró hondo y prosiguió—. He oído algo acerca de los males que ha sufrido su familia, y me pregunto por qué decidió tomarme por esposa. Me viste usted con elegantes trajes y habla profusamente de mi belleza, cuando ha habido tanta amargura en su propia vida.

Él apoyó un brazo sobre el muslo y se inclinó hacia adelante para observarla.

—¿Te parece extraño que intente deleitarme con tu belleza? ¿Me crees un pervertido, que sólo desea vestirte elegantemente para atormentarme a mí mismo... o a ti? Créeme, no es ésa mi intención. Así como alguien privado de talento puede deleitarse con la obra maestra de un genio, la perfección de tu hermosura me produce placer. Puede que sea deforme pero no soy ciego. —Se inclinó sobre el respaldo de su asiento y miró el puño de su bastón al agregar—: Hay también algo de orgullo involucrado en la posesión de una pieza valiosa.

Erienne temía despertar su ira. Con un aspecto tan tenebroso, su temperamento podría resultar más violento de lo que ella era capaz d e dominar. Sin embargo, no pudo resistirse al sarcasmo.

—Usted parece estar en condiciones de conseguir todo lo que desea, milord.

—Tengo lo suficiente como para satisfacer mis necesidades. —Con todo lo que ha acontecido a su familia, ¿no sería la venganza el néctar más dulce? ¿Acaso su fortuna no puede lograr eso también?

—No te equivoques, Erienne. —Su voz era suave, serena—. Existe la venganza y también existe la justicia. A veces, ambas se encuentran aunadas.

La fría lógica de esa afirmación hizo estremecer a la joven. Atemorizada, inquirió:

—¿Y su venganza... o justicia... está dirigida hacia mí... o alguno de mis parientes?

El respondió con otra pregunta. —¿Acaso me has hecho algún mal?

—¿Cómo podría haberle causado algún daño si hoy ha sido la primera vez que lo he visto?

El volvió a observar el retorcido puño de su bastón. —Los inocentes no tienen nada que temer de mí.

Erienne caminó hacia el fuego para calentar sus congelados dedos, y contestó con un susurro tenso, desesperado.

—Me siento como un zorro apresado en una trampa. Si usted no tiene nada contra mí, entonces, ¿por qué ha hecho esto? ¿Por qué me compró?

La cabeza enmascarada se inclinó hacia atrás, hasta que ella estuvo segura de que los ojos ocultos tras las pequeñas aberturas la observaban detenidamente.

—Porque te deseaba.

Las temblorosas rodillas de Erienne amenazaron con desmoronarse y ella buscó la seguridad del sillón. Transcurrió un largo momento antes de que la joven controlara sus violentos temblores y recuperara su compostura. La bata le brindaba escasa protección contra el calor del fuego o contra los dos agujeros negros que no cesaban de observara. Recordó la mañana en que se había despertado en esa misma recámara, para encontrarse totalmente desnuda en la cama del amo. Aun cuando el suceso hubiese sido improvisado e inocente, el matrimonio había sido el resultado del accidente y, a pesar de lo que ese hombre afirmaba, Erienne tenía la certeza de que el enlace había sido la argucia de una mente pervertida resuelta a provocar la degradación de una joven.

—Creo que usted me envió de regreso a la casa de mi padre porque, planeaba comprarme —dijo ella con voz apenas audible—. Esa fue su intención desde el principio.

La mano enguantada hizo un gesto espontáneo cuando él admitió el hecho.

—Me pareció lo más sencillo. Mi hombre tenía instrucciones muy precisas. Debía superar la mayor oferta sin importar el valor. Como ves, mi amor, tu valor es para mí ilimitado.

Los nudillos de Erienne palidecieron cuando sus manos se aferraron al posabrazos del sillón. Ella percibió el calor del fuego en las mejillas, pero éste no logró detener la corriente helada que se extendía por todo su cuerpo.

—¿Estaba usted tan seguro, entonces, de que me deseaba? —Hizo un débil intento de reír—. Al fin y al cabo, usted no sabe nada de mí. Podría ser que se arrepintiera de su compra.

—Cualesquiera sean tus defectos, dudo de que modifiquen mi deseo por ti. —Su carcajada resonante reveló un acento de burla—. Como notarás, me he aferrado desesperadamente a mi anhelo. Has cautivado mis sueños, mis pensamientos, mis fantasías.

—Pero, ¿por qué? —gimió ella, confundida—. ¿Por qué yo? Él respondió maravillado.

—¿Acaso eres tan indiferente con respecto a tu propia belleza, que no tienes conciencia del efecto que produce? Erienne sacudió la cabeza en un gesto de frenética negativa. —Yo no diría que los postores de la subasta estaban precisamente ansiosos o locamente enamorados. Considere, por ejemplo, a Silas Chambers. ¿No cree usted que su dinero era más importante para él que la posesión de mi mano?

La risotada de lord Saxton retumbó en los oídos de la joven. —Hay hombres que acumulan fortunas para convertirse en mendigos. Dime, mi querida, ¿qué valor tiene el oro si no puede comprar lo que un hombre desea?

Ella se fastidió ante tan cruda honestidad.

—¿Tal como su fortuna le ha comprado a usted una esposa? —No una esposa cualquiera, mi querida Erienne, sino la mujer de mi elección... ¡tú! —La cabeza encapuchada asintió lentamente—. Yo nunca hubiera podido ganarte de otra forma. Tú hubieses rechazado mis propuestas, como seguramente rechazaste a todos aquellos que acudieron a la llamada de tu padre. ¿Me reprocharás el haber utilizado mi ingenio y mi fortuna para obtener lo que deseo?

En un ligero despliegue de altanería, Erienne levantó apenas el mentón.

—¿Y qué espera usted de una esposa comprada? Él se encogió de hombros.

—Lo que todo hombre espera de su esposa...: que le brinde paz, que lo escuche y le dé consejo cuando pueda, que le proporcione hijos a su debido tiempo.

Los ojos de Erienne se agrandaron y lo observaron fijamente, incapaces de ocultar su sorpresa.

—¿Dudas de mi capacidad ara procrear, mi querida? —preguntó él a modo de reprimenda.

La joven enrojeció de furia y apartó la mirada.

—No... no... no creí que usted desearía tener hijos, eso es todo.

—Al contrario, Erienne. Mi amor propio necesita algún consuelo, y no se me ocurre nada más reconfortante que el hecho de que tú des a luz al fruto de mi simiente.

Tan rápidamente como había llegado, el rubor se esfumó de las mejillas de la joven.

—Me exige usted demasiado, milord —respondió con voz trémula—. Antes de subir a la plataforma, me pregunté si podría someterme a un hombre que, en el mejor de los casos, resultara un extraño para mí. —Entrelazó las manos con fuerza para controlar sus temblores—. Sé que he dado mi palabra, pero me será muy difícil cumplirla, porque usted es mucho más que un extraño para mí. —Alzó la mirada y sus ojos se toparon con los agujeros oscuros de la máscara. Entonces, afirmó con tono áspero, susurrante—: Usted es todo cuanto temo.

El se puso en pie, y su gigantesca y amenazadora sombra se levantó bajo la tililante luz del fuego. La terrorífica figura de ese hombre llenó la habitación, y Erienne lo observó con la misma cautela con que un ratón atrapado vigila al gato al acecho. Frente a la constante mirada de su esposo, se cubrió con la bata hasta el cuello y se encogió en su asiento hasta que finalmente él se giró. Lord Saxton caminó hacia una mesa que había junto a las ventanas, tomó un botellón que se encontraba apoyado sobre una bandeja y sirvió una copa de vino. Luego, volvió a acercarse a la joven.

—Bebe esto —ordenó la voz espectral con tono de cansancio—. Te ayudará a disipar tus temores.

Aun cuando el vino de la cena no había logrado aliviar su angustia, Erienne tomó obedientemente la copa y se la llevó a los labios, observando a su esposo, que aguardaba en silencio. La atormentó pensar que la hora de consumar su matrimonio se encontraba ya muy cerca, y sólo estaba siendo preparada para dicho evento. Resuelta a retrasar ese terrorífico momento, bebió el vino lentamente, tratando de prolongar su vida a través de la copa. Lord Saxton esperó con paciencia, hasta que no quedó una sola gota de liquido que pudiera demorar la ejecución de la joven. El le arrebató el vaso de sus temblorosas manos, lo puso a un lado, y extendió los brazos para levantarla del sillón. Los poderes del vino, sin embargo, no habían sido totalmente infructuosos en Erienne. La bebida proporcionó fortaleza y estímulo a sus perturbados nervios. Ella se deslizó hacia el otro lado del sillón, esquivando la ayuda al modo de una enroscada serpiente. Se sintió indefensa ante la imponente figura de su esposo, y supo que sus esfuerzos serían vanos si intentaba resistírsele. Aun así, dio un paso atrás, preparada para escapar si él trataba de acercársele.

La mano enguantada descendió, y ella respiró con alivio. Temía irritar a ese hombre y provocarlo hasta un nivel de violencia que pudiera destruirla. El estupor no era un buen comienzo para un matrimonio, pero tampoco podía entregarse dócilmente a esa criatura. Su mente trató de encontrar algún razonamiento que lo alejara de una manera pacífica.

Lo miró con expresión desesperada, suplicante, deseando que él pudiera ver más allá de la barrera negra de su máscara. —Lord Saxton, le ruego que me permita tiempo para conocerle y apaciguar mis temores. Por favor, comprenda —le suplico—. Le aseguro que tengo toda la intención de cumplir con mis promesas. Sólo necesito tiempo.

—Sé que el mío no es el más deseable de los aspectos, señora-Su tono de voz era abiertamente sarcástico—. Pero, a pesar de lo que puedas creer, no soy una bestia salvaje, capaz de atraparte en un rincón y obligarte a hacer lo que no quieras.

La afirmación no resultó nada alentadora para Erienne. Al fin y al cabo, no eran más que palabras, y mucho tiempo atrás, ella había aprendido que sólo los hechos revelaban la verdadera personalidad de un ser humano.

—Yo soy como todo hombre, tengo los mismos deseos y necesidades que cualquiera. El mero hecho de verte aquí, en estas habitaciones, sabiendo que eres mi esposa, me revuelve las entrañas. Mi cuerpo anhela liberar la pasión que has despertado en mí. No obstante, debo aceptar que tu impresión ha sido grande y que te hallas aturdida frente a tan difícil circunstancia. —Exhaló un largo suspiro, como si no deseara continuar, y no hubo humor en su voz cuando prosiguió—. Siempre que tenga yo la fortaleza suficiente para controlar lo que provocas en mí, solo hazme saber tus deseos y trataré de satisfacerlos. Pero debo hacerte una advertencia. Aunque la yegua que he comprado no pueda ser montada, me dedicaré a contemplar su gracia y su belleza, y así calmaré mis necesidades hasta que ella esté dispuesta a recibir mi mano y otorgarme mis derechos como esposo. Erienne —la mano enguantada señaló la sólida puerta de la recámara, en cuyo cerrojo brillaba una enorme llave de bronce—, te ordeno que jamás gires esa llave ni trabes esa puerta de ninguna otra forma para impedirme el paso. Así como tú gozarás de libertad para pasearte por toda esta casa y sus tierras, así también deseo yo entrar en esta recámara, o salir de ella, cuando me plazca. ¿Comprendido?

—Sí, milord —murmuró ella, dispuesta a ceder ante todo, si eso aceleraba la partida de ese hombre.

El se le acercó y Erienne percibió la suave caricia de su mirada. Las manos enguantadas se extendieron y ella, aterrada, contuvo la respiración. Se paralizó cuando los dedos de cuero le desprendieron las cintas de la bata y se la apartaron de los hombros. La prenda cayó al suelo, dejando sólo el delicado velo del camisón para preservar el recato de la joven, lo cual resultó infructuoso bajo la brillante luz del fuego. El fino linón se adhirió al cuerpo de Erienne como un vapor translúcido, revelando los suaves contornos de sus caderas y muslos y adaptándose a las seductoras curvas de sus senos.

—No tienes por qué temer —le aseguró la voz áspera—, pero deseo verte como mi esposa antes de irme. Quítate el camisón y permíteme que te observe.

El tiempo dejó de existir mientras Erienne vacilaba. Deseaba rechazar la petición, pero sabía que sería tonto probar la paciencia de ese hombre después de que él había aceptado someterse a tal restricción. Con dedos temblorosos, ella se desprendió el camisón y aguardó en silencio a que éste se deslizara asta sus pies. No se atrevió a encarar la mirada inexpresiva, inhumana de la máscara, que la recorrió con deliberada lentitud, deteniéndose en sus pálidos senos y en las esbeltas curvas de sus caderas. Ella fijó los ojos en un punto distante y luchó por sofocar un alarido de pánico que se estaba gestando en su interior. Si él volvía a tocarla, sabía que se desmoronaría hasta arrastrarse y suplicar clemencia a los pies de su marido.

El susurro resonante del lord fue suficiente para hacerla estremecer y observar, con ojos agrandados por el terror, a la austera, insensible máscara.

—Métete en la cama antes de que cojas frío.

La orden penetró en la mente paralizada de la joven. Con ansiedad, buscó la protección de su bata y corrió como una gacela asustada a buscar el refugio de las colchas. Se hundió en la aterciopelada suavidad de las sábanas y se cubrió hasta el mentón con las mantas. Lord Saxton permaneció inmóvil, como si estuviera librando una difícil batalla en su interior. Erienne lo observó con cautela, hasta que él se giró y caminó hacia la puerta, arrastrando su pesada bota detrás de sí. El sólido panel de madera se cerró, y el silencio invadió la habitación. Sólo se oyó el sonido de las pisadas que se alejaban por el pasillo, pero eso bastó para despedazar las emociones de la esposa. Con inmenso alivio y desgarradora pena, la joven sollozó contra la almohada. Lloró y lloró, sin advertir el pasar de la luna, ni la oscuridad que se apoderaba de la habitación a medida que el fuego se consumía, hasta convertirse en un brillo tenue que apenas resplandecía en la inmensa chimenea de piedra.