CAPÍTULO 6

UN brillo dorado se convirtió en su sol; una luz que centelleaba a través de la oscuridad, para calentarla placenteramente y brindarle comodidad.

La joven luchó por librarse de los pegajosos filamentos del sueño y se percató de que su sol no era más que un fuego ardiendo en una enorme chimenea de piedra. Le pesaban los párpados; su visión era borrosa. Sentía un dolor sordo en la cabeza y una increíble lasitud en las piernas. Su cuerpo lastimado, despojado de sus ropas húmedas, se hallaba envuelto en algo suave,

ludo. Unas cortinas de terciopelo colgaban a ambos lados de cama, para resguardarla de las ráfagas heladas que atravesaban la habitación. Con el calor del fuego, la carpa envolvente de pana y las suaves colchas de piel, la muchacha se sentía protegida del frío helado que la había acosado en un tiempo anterior.

Al girarla cabeza sobre la mullida almohada, aspiró el dulce aroma masculino de las colchas que la cubrían. La fragancia le trajo a la memoria el recuerdo de unos poderosos brazos que la rodeaban, al tiempo que su delicada mejilla descansaba sobre un imponente hombro. ¿Y había habido acaso... había habido un momento en que unos labios tibios rozaron los suyos?

Sin miedo ni pánico, advirtió que, desde el instante en que había despertado, había oído inconscientemente la respiración regular y profunda de otra presencia en la habitación. Escuchó atentamente y decidió que el sonido provenía de las sombras que rodeaban la chimenea. Un alto sillón se encontraba dispuesto frente a la cama, apenas distinguible a contraluz del fuego, y en él se hallaba sentado un hombre, algo encorvado, con el rostro y el torso ocultos en la oscuridad. La destellante luz danzaba sobré sus piernas, y la sombra de una de éstas parecía retorcida y deformada.

Erienne debió de haber suspirado, va que la profunda respiración se detuvo, y una gigantesca figura negra se levantó del sofá. El se acercó a la cama y, a contraluz de las llamas, su inmenso cuerpo encapado parecía moverse y crecer y ensancharse de una manera fría, desarticulada. Oculto en las sombras, el rostro carecía de rasgos. Los dedos, semejantes a las garras de un águila, se extendieron hacia la joven, y ella trató de apartarse. La tarea le resultó demasiado ardua, y Erienne no intentó luchar, y que la realidad parecía escaparse de sus débiles manos.

La mente de la muchacha navegó sin rumbo a través de u espejismo de llama y sombra, huyendo de una, incapaz de encontrar alivio en la otra. El fuego era intenso, y atrapaba su cerebro y su cuerpo con un calor sofocante, que la hacía girar y retorcerse. Unas palabras incoherentes escaparon de sus labios en sus esfuerzos por combatir el tormento. Luego, la oscuridad le envió su ráfaga helada, haciéndola estremecer. De la quietud de la noche emergió una criatura alada, que se posó al pie de la cama. Giró su grotesca cabeza de lado alado y observó detenidamente a la joven, con unos ojos que lanzaban destellos rojizos bajo la tenue luz del cuarto. Al ver acercarse a la criatura, Erienne gimió, y sus sordos sollozos reflejaron su miedo.

Con fiebre y aturdida, la niña se deslizó a través de la bruma gris de los días y las oscuras mortajas de las noches. Ace taba dócilmente el contacto de las manos que la despojaban de sus ropas húmedas cuando hervía en sus delirios, o la cubrían con la colcha de piel cuando temblaba de frío. Un poderoso brazo le rodeaba los hombros, mientras una inmensa mano acercaba una taza a sus labios resecos y un susurro áspero le rozaba el oído, ordenándole beber. Luego, la oscura criatura se apartaba de la cama, para sentarse agazapada en las sombras, junto a la brillante bola de llamas. Los ojos parecían deleitarse con los movimientos de la joven, aguardando el momento en que ella abandonara sus delirios y los afrontara; Erienne no se atrevía a pensar cuál sería el precio que esa extraña bestia exigiría a cambio de sus cuidados.

Los párpados de Erienne se abrieron lentamente, cuando la tibia luz de la mañana interrumpió su sueño para traerla a la realidad. Los cortinajes de la cama habían sido atados a los pilares para permitir el paso del sol. El mundo real había llegado para quedarse; sin embargo, la mente de la joven aún continuaba en una confusa maraña de pensamientos que no le permitían dilucidar dónde se encontraba. Le parecía que hacía siglos que había escapado de la casa de su padre, pero, desde el momento de su liberación hasta el presente, su memoria apenas podía recordar unos tramos deshilvanados de sueños espeluznantes.

Le llamó la atención la pana de color verde oscuro del pabellón que se extendía por encima de su cabeza; y observó los delicados bordados de la tela, preguntándose cómo habría llegado hasta esa recámara y hasta ese lujoso lecho.

El dormitorio era inmenso y antiguo, invadido por el olor

húmedo del abandono.

La chimenea estaba manchada y ennegrecida por el uso y, en su interior, danzaba y chisporroteaba una vivaz fogata. A su lado, había un enorme sillón de madera tallada y, frente a éste, una réplica algo más pequeña.

A la derecha de la cama, otros cortinajes de pana apenas ocultaban un pequeño lavabo, lujo ciertamente inapropiado en la cabaña de un plebeyo.

Erienne se incorporó lentamente y se acomodó las almohadas detrás de la espalda. Sus ojos recorrieron la habitación y luego se posaron sobre la colcha de piel que la cubría. Pasó la mano por la sedosa suavidad de la manta y, al levantarla, sintió el delicado contacto sobre su pálida piel. Al ver su propia desnudez, una mezcla de imágenes fugaces y confusas le atravesaron la mente. Imágenes de una gigantesca figura negra, enmarcada por un sol rojo, que se entrelazaban con ásperos, incomprensibles susurros. Incapaz de identificar las fantasmagóricas impresiones bajo la clara luz de la realidad, Erienne experimentó la inquietante sensación de que lo que allí había ocurrido era mejor olvidarlo.

Oyó el ruido de platos al otro lado de la puerta, y se cubrió con la colcha hasta la barbilla. Un instante después, una graciosa mujer de cabello cano entró en la recámara, cargando una bandeja cubierta. La dama se detuvo sorprendida, cuando sus ojos se posaron sobre la cama y encontraron a su ocupante apoyada contra las almohadas.

—Oh, está usted desierta. —El tono de su voz era tan vivaz como sus ojos y su sonrisa—. El amo dijo que creía que la fiebre la había abandonado y que, probablemente, se sintiera usted mejor esta mañana. Me alegro de que así sea, señora.

—¿El amo? —Erienne no pasó por alto el significado de la palabra.

—Sí, señora. Lord Saxton. El es el amo. —La mujer acercó la bandeja a la cama y la destapó, para descubrir una taza de té y un tazón de caldo—. Ahora que ha vuelto a ser usted, es probable que quiera algo más suculento que esto. —Soltó una breve risita. Veré si el cocinero puede encontrar algo más que polvo en la cocina.

La curiosidad de Erienne fue más fuerte que el hambre. —¿Dónde estoy?

—Pues en Saxton Hall, señora. —La dama inclinó la cabeza Y miró a la joven con expresión curiosa. Encontraba bastante extraña la pregunta, puesto que lord Saxton sólo había proporcionado la mínima información—. ¿No sabe usted dónde se encuentra?

—Me golpeé la cabeza, y no tenía idea de adónde me habían llevado.

—¿Llevado? ¿Quiere usted decir que el amo la trajo hasta aquí, señora?

Erienne apenas logró asentir con la cabeza, confundida. —Al menos, eso creo. Me caí del caballo, y eso es todo cuanto puedo recordar. ¿No estaba usted aquí?

—Oh, no, señora. Después de que el ala este se incendió unos cuantos años atrás, todos los sirvientes fuimos a trabajar para el marqués de Leicester, puesto que era amigo de nuestro viejo lord. El amo ha hecho los arreglos para nuestro regreso esta misma semana. Sólo estaba él aquí cuando usted llegó.

Erienne sintió que una ola de calor le trepaba por el cuello hasta las mejillas. Quienquiera que fuera este lord Saxton, no le había dejado una sola hilacha para preservar su recato.

—¿Es ésta la recámara del amo? —preguntó con cautela—. ¿La cama de lord Saxton?

—Sí, señora. —La mujer sirvió una taza de té y la colocó sobre la bandeja—. El mismo ha estado viviendo aquí durante una semana, o dos como máximo.

—¿Salió a cazar su amo ayer? —inquirió Erienne. La dama frunció ligeramente el entrecejo.

—No, señora. El amo dijo que se había quedado aquí, con usted.

La mente de Erienne se transformó en un remolino de confusión. Le parecía que apenas había transcurrido una noche desde su accidente con Sócrates, pero, al no conocer con exactitud la realidad de los hechos, no podía estar segura. Tomó la taza de té con dedos temblorosos y casi contuvo la respiración cuando preguntó:

—¿Dijo su amo cuánto tiempo había estado yo aquí? —Hoy es el cuarto día, señora.

¡Cuatro días! Cuatro días había estado sola con lord Saxton, sin nadie que cuidara de ella más que él. Sintió deseos de retorcerse bajo la agonía de esa vergüenza.

—El amo dijo que usted estaba muy enferma, señora. —Eso supongo —susurró Erienne con desconsuelo—. Yo no recuerdo nada.

—Ha tenido usted mucha fiebre y, con ese golpe en la cabeza, entiendo que pueda estar algo confundida. —Colocó una cuchara junto al tazón de caldo—. ¿Por qué me preguntó si el amo había salido a cazar? ¿Fue acaso entonces cuando lo conoció?

—Fui atacada por una jauría de galgos. Creí que, tal vez, pertenecían a su amo. —El recuerdo de los afilados colmillos de esas bestias la hizo estremecer.

—Oh, lo más probable es que esos perros pertenecieran a algún entrometido que husmeaba en las tierras del amo. Suele haber muchos cazadores furtivos por estos lados. Ya teníamos problemas con ellos antes de que la mansión se incendiara; especialmente con ese bribón, Timmy Sears. Me parece recordar que ya había una jauría de galgos entonces, y eran capaces de clavar sus colmillos en un hombre con la misma facilidad con que lo hacían con cualquier presa.

—Me temo que me tomaron por una bestia salvaje —murmuró Erienne. Bebió un sorbo de la taza de porcelana y esbozó una sonrisa—. Gracias por el té, ...señora ...eh...

—Señora Kendall. Aggie Kendall. Soy el ama de llaves. La mayor parte de mi familia trabaja aquí, y no le miento si le digo que somos unos cuantos. Mis hermanas y sus hijas, junto con mis propias niñas, y mi marido y su hermano. Los otros que trabajan aquí son el encargado del establo y sus hijos. Ellos están a cargo de la parte exterior. No son de aquí; vienen de las tierras del amo.

Erienne trató de formarse una imagen del amo a partir de sus confusos sueños, pero no logró colocar un rostro a la figura negra que moraba en su mente.

—¿Dónde se encuentra lord Saxton ahora?

—Oh, se ha marchado por un tiempo, señora. Partió justo después de nuestra llegada. Nos recomendó que la cuidáramos a usted hasta que se sintiera mejor y que luego la lleváramos en el carruaje a la casa de su señor padre.

Erienne dejó la taza cuando un súbito sentimiento de pánico la embargó.

—Preferiría no regresar a Mawbry. Si no es demasiada molestia, les ro... les rogaría que me llevaran a otra parte. No importa dónde.

—Oh, no señora. El amo fue muy firme cuando dijo que la regresáramos a usted con su padre. Cuando esté lista, debemos ponerla en el coche y entregarla directamente a él.

Erienne observó a la mujer, preguntándose si ella o lord Saxton sabían adónde pretendían enviarla de regreso.

—¿Está usted segura de que su amo desea que yo regrese con Mi padre? ¿No podría haber algún error?

—Lo siento, señora. Las órdenes de su señoría fueron muy claras. Usted debe ser llevada junto a su padre.

Erienne se sintió atrapada por una tormentosa desesperación y se dejó caer sobre las almohadas. Era en verdad deprimente pensar que, luego de haber logrado escapar de las garras de su progenitor, fuera llevada nuevamente a él, debido al simple capricho de un hombre al que ella ni siquiera conocía. Sin duda, era el destino cruel lo que la había llevado hasta ese lugar. De hecho, si Sócrates no se hubiera lanzado a correr entre los galgos, provocando así sus ladridos, tal vez lord Saxton no se le hubiese acercado en absoluto. Muy probablemente, ella no hubiera logrado sobrevivir, pero, en el presente momento, prefería la muerte antes que casarse ya fuera con Harford Newton, o con Smedley Goodfield.

Aggie Kendall no encontró palabras para conciliar a la joven con las órdenes de su amo, y se retiró sigilosamente de la habitación. Erienne estaba tan concentrada en su actual situación, que apenas advirtió la salida de la dama. Exhausta por su penosa experiencia y asaltada por una abrumadora depresión, la joven pasó el resto de la mañana llorando y durmiendo.

Al mediodía le llevaron una bandeja y, aunque su apetito era escaso, se obligó a comer. La comida la ayudó a reavivar algo de su adormitado espíritu, y le preguntó a Aggie si podía conseguirle un cántaro de agua para tomar un baño.

—Me encantará traérselo yo misma, señora —respondió el ama de llaves con tono jovial. Ansiosa por complacer a la joven, la mujer abrió el armario y extrajo un vestido raído que Erienne enseguida reconoció. La muchacha se sorprendió al ver toda su ropa prolijamente colocada en el ropero. Aggie le siguió la mirada y le respondió la silenciosa pregunta—. El amo las acomodó, señora.

—¿El me cedió su recámara? —inquirió Erienne, curiosa por saber si ese tal lord Saxton la forzaría a compartir la habitación antes de llevarla de regreso a su padre. Ella no había olvidado su reunión con Smedley Goodfield y, si ese lord era de la misma calaña, sabía que no estaría muy segura en su dormitorio.

—No es que se la haya cedo, señora. Puesto que el amo acababa de llegar, aún no se había instalado en ninguna habitación en particular, aunque ésta era la recámara del antiguo lord. Como usted habrá notado —Aggie revoleó una mano para señalar el cuarto—, ha estado mucho tiempo desocupada. —Miró en derredor con aire pensativo y dejó escapar un suspiro melancólico—. Yo estaba aquí cuando el amo nació, cuando el antiguo lord y su dama ocupaban estos cuartos. Desde entonces, han sucedido muchas cosas, y es muy triste ver cómo el tiempo y. la negligencia han estropeado la mansión. —Por un instante, miro con añoranza a través de la ventana; luego, pareció detener sus erráticos pensamientos y sonrió alegremente, para volver a observar a Erienne, no sin antes secarse las lágrimas que habían comenzado a asomar a sus ojos—. Esta vez, nos quedaremos, señora. El amo lo aseguró. Limpiaremos y fregaremos la mansión hasta que vuelva a brillar como antes. No volverán a echarnos de aquí.

Como avergonzada por su propia locuacidad, Aggie se giró y salió apresuradamente de la habitación, dejando a Erienne sumamente desconcertada. En el tiempo en que su familia se había mudado a Mawbry, circulaban numerosas historias acerca de los Saxton y su mansión. Dado que entonces era una extraña en el condado del norte, no había prestado demasiada atención a los comentarios. Y ahora le resultaba imposible recordar los detalles, sólo el hecho de que todos habían imputado a los bandidos escoceses el incendio de la casa.

Llegó el agua para el baño, así como toallas limpias de lino y una pastilla de jabón. Aggie trabajó con ahínco para colocar todo cerca de la cama, aun cuando Erienne no hacía más que asegurarle que ya se sentía mucho más fuerte. Sin embargo, la mujer estaba ansiosa en obedecer las órdenes de su amo, que establecían que los sirvientes debían brindar especial cuidado a la huésped.

Con cierta timidez por revelar su cuerpo desnudo, Erienne aguardó a que el ama de llaves se retirara para comenzar a bañarse. Se arrastró hasta el borde de la cama y, con sumo cuidado, se puso de pie. Las piernas le temblaron y le latió la cabeza, y transcurrió un largo rato antes de que la habitación dejara de balancearse. Se percató de que no había juzgado bien sus propias fuerzas, pero estaba resuelta a vestirse sin ayuda y, si lord Saxton había regresado, lo buscaría para exponerle su caso.

Luego de reflexionar sobre la situación, Erienne llegó a la conclusión de que su única esperanza era implorar por su libertad. Tal vez lord Saxton, ignorando los planes del señor Fleming, creía estar realizando un acto honorable al enviar a la joven de regreso a su casa. Si ella le mostraba la realidad de los hechos, quizás el hombre fuera capaz de compadecerse y permitirle continuar el viaje hacia la libertad. Y Erienne anhelaba que así fuera.

El baño le resultó reconfortante y, mientras se pasaba el trapo húmedo por la piel, tuvo la extraña sensación de que eso mismo había sido hecho recientemente por unas manos retorcidas y deformadas. Se estremeció ante la idea. Sin embargo, el pensamiento era tan ridículo, que no podía encontrarle ningún sentido. Supuso que sólo se trataba de una pesadilla que había soñado y desecó la impresión, al tiempo que se colocaba la enagua. Encontró su cepillo y su eme en el armario y, aunque se fatigaba rápidamente y debía tenerse a descansar, se desenredó con esmero todos los nudos de su cabello, para luego atarse un visible rodete en la nuca.

Se puso, entonces, su vestido azul —que desde entonces debería ser considerado el mejor—; y caminó cuidadosamente hacia la puerta.

Más allá de la recámara, era evidente que varios meses, e incluso años, habían transcurrido sin que la casa recibiera la atención y el cuidado de la servidumbre. Las telarañas formaban complicados dibujos a través de los techos abovedados de los pasillos; los muebles habían sido cubiertos con fundas que ahora ostentaban gruesas capas de polvo gris. Erienne continuó caminando, hasta que, finalmente, se encontró en el extremo superior de una escalera de caracol. Al descender, la joven penetró en lo que parecía el interior de una inmensa torre. A la izquierda, una sólida puerta de madera con un gigantesco cerrojo señalaba la entrada a la residencia. Al otro lado de una pequeña ventana de cristal, se extendía un ancho y zigzagueante sendero que accedía a la casa.

En la dirección opuesta, un corto pasillo conducía a la enorme sala de la mansión. Había allí una mujer, atareada en fregar el monumental suelo de piedra. La sirvienta se levantó al ver a Erienne y, ante la pregunta de la joven, realizó una cortés reverencia y extendió un brazo para señalar la parte trasera de la casa.

Erienne siguió las indicaciones de la criada, y guiada por el suave sonido de unas voces, empujó una pesada puerta, encontrando al ama de llaves y otras tres mujeres restaurando diligentemente la antigua cocina. Un joven se encontraba arrodillado junto a la chimenea, tratando de rascar las cenizas muertas y las costras de hollín, mientras un hombre mayor se esforzaba por lustrar una enorme tetera de cobre. El cocinero ya había limpiado una mesa y estaba preparando carne de venado y verduras para la comida de la noche.

—Buenas tardes, señora —la saludó la jovial ama de llaves, al tiempo que se limpiaba las manos con un largo delantal blanco—. Es un placer verla levantada. ¿Se siente usted algo más animada?

—Mucho mejor, gracias. —Erienne echó una mirada a su alrededor. No esperaba encontrar al amo en la cocina, pero, al menos, deseaba buscar algo que indicara su paradero—. ¿Ha regresado ya lord Saxton?

—Oh, no, señora. —La mujer se le acercó lentamente—. El amo dijo que estaría ausente varios días.

—Oh. —Erienne frunció el entrecejo, sumamente desilusionada. Ya no tendría oportunidad de discutir su caso, antes de que los sirvientes la llevasen de regreso a la casa de su padre. —¿Señora?

Erienne levantó la mirada. —¿Sí?

—¿Necesita usted algo?

La joven dejó escapar un suspiro.

—No, nada por el momento. Si no le importa, voy a caminar alrededor de la mansión para echar una mirada al lugar. —Oh, desde luego, señora —respondió Aggie—. Si llega a necesitar algo, no deje de avisarme. Yo estaré ocupada aquí durante un largo rato.

Erienne asintió y regresó a la sala. La criada y su tabla de madera se habían marchado, pero el cepillo aún seguía en una tinaja de agua sobre el piso, indicando que la niña pronto estaría de regreso. Según el estado de la residencia, era fácil suponer que los sirvientes iban a estar ocupados en sus tareas de limpieza durante un largo tiempo. De hecho —la idea se encendió súbitamente en la mente de Erienne—, estarían tan atareados que, tal vez, ni siquiera notaran su ausencia si ella escapaba.

Erienne dejó de lado su debilidad y sus dolores al pensar que, si no huía en ese momento, podría verse forzada a desposarse con Harford Newton, el ratón gris, o con Smedley Goodfield, el enano libidinoso. Abrió la puerta de entrada e hizo una mueca el oír el delatador chirrido de los goznes. Aguardó con el corazón en la garganta hasta estar segura de que nadie se acercaba a investigar. Dio un vistazo al exterior y descubrió que los establos se encontraban al oeste de la casa. La parte trasera de un inmenso carruaje negro se proyectaba entre las puertas abiertas. Desde donde ella se encontraba, parecía bastante fácil penetrar en el establo para ver si allí se hallaba Sócrates.

Estaba a punto de salir, cuando un joven salió del granero cargando un cubo de madera y un cepillo de mango largo. Erienne aguardó un instante, y el muchacho comenzó a limpiar el lodo y la mugre de la parte trasera del coche. La joven miró en derredor y advirtió que ya no había tiempo de idear otro plan, ya que la criada estaba caminando hacia la casa con el cubo de madera rebosante de agua. Al ver que la niña se acercaba presurosa a la entrada, Erienne cerró rápidamente la puerta y, más débil que antes, trepó las escaleras y alcanzó el segundo descanso, antes de que el portal volviera a abrirse.

En busca de otra salida, recorrió los pasillos y vestíbulos del piso superior, abriendo y cerrando puertas una y otra vez, pero sus esfuerzos resultaron inútiles, ya que sólo conducían a otras salas o recámaras. Sus fuerzas se desvanecían progresivamente, pero la imagen de Harford Newton la animó a continuar. Llegó a una amplia galería. Allí, como en las otras habitaciones, faltaba aún hacer la limpieza; le llamaron la atención unas huellas de pisadas masculinas, que atravesaban el cuarto formando una serie de hileras. Una de ellas conducía hasta el otro lado de la habitación, donde se levantaba una gigantesca puerta de madera cerrada con tablas. Otra serie de pisadas regresaba, dándole pocas esperanzas de encontrar una salida a través de ese camino. Empero, se sintió picada en su curiosidad, y quiso averiguar qué se ocultaba detrás de esos tablones.

Sin embargo, reflexionó seriamente antes de probar la puerta. Si había algo detrás de ella que necesitaba ser guardado bajo llave, podría cometer una tontería si intentaba abrirla. Había oído comentarios acerca de fantasmas que moraban en Saxton Hall y, si bien ella jamás había prestado demasiada atención a tales historias, no deseaba desafiar a su suerte, en especial, cuando se sentía tan débil para escapar.

Las imágenes de Smedley y Harford le volvieron a la mente y la impulsaron a caminar hacia la puerta. Con dedos temblorosos, tocó las tablas que la atrancaban y le sorprendió descubrir que se encontraban lo suficientemente flojas como para retirarlas con facilidad. Sin embargo, puesto que no sabía con qué podría encontrarse del otro lado, decidió actuar con cautela. Acercó el oído y golpeó ligeramente la superficie de la puerta, al tiempo que preguntó en voz baja:

—¿Hay alguien allí?

Ningún penoso gemido ni chillido aterrador respondió a su llamada, pero el hecho no logró tranquilizarla demasiado. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza, pero siguió sin obtener ninguna respuesta. Sin poder desechar de la mente las imágenes del enano y el ratón, se armó de coraje y retiró las tablas.

La puerta en sí parecía bastante nueva, como si acabara de ser colocada en reemplazo de otra más vieja. Giró una enorme llave que había en el cerrojo y empujó. Para su asombro, los rayos del sol inundaron la galería, y descubrió que se hallaba de pie, frente a la entrada de un balcón. El lugar estaba ennegrecido y chamuscado, como si se hubiera quemado. Caminó hacia el borde y ahogó una exclamación: allí abajo, se extendían las ruinas incendiadas de lo que había sido una importante ala de la casa.

De pronto, sintió que las piedras que la sostenían empezaban a ceder y, con un fuerte chirrido, se desmoronaban. Unas cuantas rocas se derrumbaron para sumarse a la montaña de cenizas que se encontraba abajo y, por un terrible instante, Erienne pensó que ella misma las seguiría en la caída. Presa del pánico, se abalanzó hacia la puerta, mientras las piedras del borde continuaban desmoronándose. Inquieta y aturdida, cerró la puerta y volvió a cerrarla con la llave. Las piernas le temblaban cuando se apoyó débilmente contra el muro. Sólo entonces, comprendió por qué la puerta había sido atrancada de esa forma. Sin duda, original había sido atrapada por las llamas del incendio y, al reemplazarla, se habían agregado unas tablas a la nueva para impedir el paso de algún inocente intruso. Erienne era de la idea de que debería haberse tomado alguna medida para detener también a los curiosos.

Con una cantidad de preguntas triturándose en el molino de la mente, la joven regresó a la recámara. Ya no se sentía con fuerzas para continuar la búsqueda, aun con los rostros de Smedley y Harford acosándola. Se tendió sobre la cama totalmente vestida y se cubrió con la colcha de piel. Sólo le restaba esperar que, en algún momento durante la noche, tuviera oportunidad de deslizarse hacia los establos, liberar a Sócrates y escapar.

Al anochecer, le llevaron una bandeja de comida y, algo más tarde, Aggie regresó para ayudarla a cambiarse, cargando un vaso de ponche tibio.

—Esto le calmará los dolores y la ayudará a recuperar energías. Por la mañana, verá que vuelve usted a sentirse tan bien como antes, señora.

Erienne probó un sorbo de la bebida y la encontró muy sabrosa y reconfortante.

Aggie soltó una breve risita y abrió las cobijas de la cama. —Con ese ponche, no le resultará difícil dormirse, señora. Es sabido que cura los cuerpos débiles y las noches de insomnio. Erienne se acurrucó en la suavidad de las sábanas y se sorprendió al advertir que la tensión comenzaba a abandonar sus doloridos músculos. Casi ronronea de placer, y se preguntó vagamente cuál era la razón por la que había decidido resistirse al sueño que, con rapidez, comenzaba a embargarla.

Un viento helado, violento, barría las nubes lanudas que surcaban el cielo matutino, mientras Erienne aguardaba tristemente a que el cochero se situara en su asiento. Era innegable que viajaría a Mawbry de manera muy elegante. El inmenso carruaje negro era antiguo, pero lujoso y cómodo.

El carruaje se hundió al recibir el peso del cochero. Erienne se reclinó sobre los almohadones de pana y exhaló un suspiro. Su capa, ya limpia y seca, le servía de abrigo contra el helado clima, pero no lograba combatir la frialdad que invadía su corazón.

Al ver a Sócrates trotando detrás del carruaje, toda la gente de Mawbry se acercó corriendo. El propio coche despertó su curiosidad, ya que el enorme, elegante vehículo con su lujosa

cimera forjada no era totalmente desconocido para ellos, aun cuando habían transcurrido tres años desde que lo habían visto por última vez.

Cuando el carruaje se detuvo frente a la casa del alcalde, la multitud ya se había congregado en derredor, y el padre de Erienne, que había corrido apresuradamente desde la posada, tuvo que abrirse camino entre los anonadados vecinos para llegar el centro del círculo.

Farrell salió de la casa justo a tiempo para recibir las riendas de Sócrates y observó admirado al lacayo, que abrió la portezuela del coche para permitir que saliera Erienne. Al ver a su hija, Avery Fleming separó las piernas y colocó los brazos en jarras. No intentó realizar ningún esfuerzo para suavizar el agudo tono de su voz.

—¡Conque aquí estás, endiablada mocosuela! Has regresado a mí, eso has hecho. Y supongo que tendrás una linda historia para explicarme dónde has estado durante esta última semana.

Erienne se comporto de manera fría y distante. No le agradaba ser insultada rente a los vecinos de la aldea. Su padre ya conocía la razón que la había impulsado a escaparse, y su respuesta fue simple, casi brusca.

—Llevé a Sócrates a dar un largo paseo.

—¡Un largo paseo! ¡Has estado cinco días fuera de casa y me vienes con eso! ¡Ja! ¡Tú te habías escapado! —La miró con ojos suspicaces—. Me pregunto por qué has regresado. Creí que no volvería a verte jamás, pero aquí llegas, en un lujoso carruaje, como si fueras una maldita princesa que viene a visitar a sus súbditos.

La respuesta de Erienne reveló algo de su cólera.

—De haber tenido alternativa, jamás hubiera regresado. Lord Saxton... —Una exclamación ahogada por parte de los espectadores la detuvo y, al mirar a su alrededor, se percató de que todos los vecinos aguardaban ansiosos sus siguientes palabras—. Lord Saxton se hizo cargo del asunto y ordenó a sus sirvientes que me trajeran de regreso. —Se topo con los ojos de Avery, y enarcó sus delineadas cejas—. Sin duda, un amigo tuyo, padre.

—No ha habido ningún lord Saxton desde que murió quemado en el incendio-profirió él con cólera—. ¡Estás mintiendo! —Estás equivocado, padre. —Esbozó una triste sonrisa—. Lord Saxton no está muerto, sino vivo.

—¡Hay testigos que le vieron en la ventana con el fuego consumiéndole la espalda! —sostuvo Avery—. ¡No puede estar vivo!

—Sin duda, lo está —respondió Erienne con calma—. Está viviendo en Saxton Hall con un plantel de sirvientes... —¡Entonces, debe de ser un fantasma! —se mofó su padre— ¡o alguien que te está jugando una broma! ¿Qué aspecto tenía el hombre?

—En realidad, nunca llegué a verlo claramente. Su rostro siempre estaba oculto en las sombras... o cubierto con algo. —Una rápida y fugaz imagen de una oscura figura dibujada contra la luz la impulsó a agregar—: Parecía listado o deforme... —Un murmullo se extendió por entre los vecinos de la aldea y algunos de ellos se persignaron. Erienne se apresuró a explicar—: No estoy muy segura de lo que vi. Me golpeé la cabeza y todo estaba muy oscuro. He podido haberlo imaginado.

—¿Intentas decirme que, durante casi toda una semana, no has podido ver al hombre? —Avery soltó una risa burlona—. Debes pensar que soy un tonto, niña, si esperas que crea ese cuento.

—No tengo por qué mentir —afirmó Erienne.

El lacayo colocó el bolso y la montura de la muchacha junto al portal de la casa y regresó a cerrar la portezuela del carruaje. —¡Eh, usted! —Avery apuntó al hombre con el dedo y miró de soslayo a los vecinos, esperanzado en poner fin a la descabellada historia de su hija—. ¿Podría usted decirnos qué aspecto tiene... eh... su amo?

—No estoy muy seguro, señor. Avery quedó desconcertado. —¿Cómo?

—Hace tres años que no lo veo.

—¿Cómo es posible que no lo haya visto? Usted trabaja para él, ¿no es así?

—No tuve oportunidad de ver a lord Saxton desde que regresé a Saxton Hall.

—Entonces, ¿cómo sabe que está trabajando para lord Saxton?

—Me lo dijo la señora Kendall, señor, ella sí lo vio. —¿La señora Kendall? —Avery frunció el ceño. Erienne se apresuró a suministrar la información.

—Es el ama de llaves de lord Saxton.

Las cejas de Avery se unieron en un gesto ofuscado. No podía entender lo que esos dos sostenían, y sospechaba que estaban intentando hacerlo pasar por tonto. Sacudió la mano con rudeza para indicar a Erienne que entrara en la casa. Cuando la joven se hubo retirado, él volvió a dirigirse al lacayo.

—No conozco a su amo, ni tampoco entiendo sus razones, pero puede usted agradecerle, a quienquiera que sea, por devolverme a mi hija. Será bienvenido en mi casa, si alguna vez decide visitar nuestra aldea de Mawbry.

El coche se alejó en dirección al norte. El grupo de aldeanos se dispersó, con una buena historia que relatar y en la cual podrían explayarse. El incendio de Saxton Hall se había desvanecido en sus memorias. Los detalles habían sido olvidados, pero ese hecho no les impediría narrar lo sucedido como si lo recordaran con precisión.

El alcalde lanzó una mirada ceñuda a su hijo, que permanecía inmóvil, sujetando aún las riendas de Sócrates.

—Pon ese animal donde tu hermana no pueda volver a cogerlo, o haré que lo devoren los perros.

Avery caminó hacia la casa y cerró violentamente la puerta detrás de sí, encontrando a Erienne, que aguardaba al pie de las escaleras. El hombre cruzó los brazos a la altura del pecho y preguntó:

—Ahora, mi agraciada muchachita, estoy dispuesto a escuchar tus razones para haberte escapado de mi casa.

La joven se volvió ligeramente y alzó el mentón al responder. —Decidí que ya no deseaba seguir sometiéndome a tus caprichos. Tenía pensado conseguir un empleo donde pudiera encontrarlo, y andar mi propio camino por el mundo. Nunca hubiera regresado si lord Saxton no hubiese ordenado que me trajeran de vuelta a casa.

Los ojos de Avery perforaron a la niña.

—Bueno, mocosita, puesto que te has propuesto desobedecer a tu propio padre, no me queda otra alternativa más que quitarte toda mi confianza. Estuve preocupado, de veras inquieto, con la subasta a sólo un par de días de distancia y todos los hombres de la aldea preguntándose si les estaría engañando.

Erienne respondió con valentía.

—Comprendo tu terrible preocupación, padre, de veras. Pero, a diferencia del mío, tu tormento fue provocado por ti. En cambio, todas mis desgracias fueron causadas por otro.

—¡Causadas por otro! ¿Causadas por otro, dices? —gruñó Avery con el rostro rojo por la ira—. Te he cuidado todos estos meses desde que murió tu madre. Te he dado todo lo que he podido: alimento para llenar tu barriga y un techo para cubrir tu cabeza, y hasta algún vestido de tanto en tanto sólo para hacerte feliz. —Ignoró la suave risa burlona de su hija y prosiguió—. Y también he hecho todo lo posible para encontrarte un buen esposo.

—¿Un buen esposo? ¿Así llamas a un flacucho enclenque, o a un obeso que apenas si puede contarse los dedos de los pies? ¿A un ratón baboso con manos pegajosas? ¿O a un solterón demasiado viejo para buscarse una esposa por sus propios medios? ¿Un buen esposo, dices? —Rió con desprecio—. Yo diría, más bien, una buena fortuna para un hombre desesperado.

—Llámalo como quieras —refunfuñó su padre—, pero hasta que te vayas de esta casa, encontrarás la puerta de tu cuarto cerrada con llave durante la noche. No irás a ninguna parte si no es con Farrell o conmigo... Luego, vendrá la subasta y veremos qué precio me ofrecen por ti.

—Ahora, me retiraré a mi habitación —anunció Erienne de manera tajante—. Y permaneceré allí, aunque no cierres la puerta con llave. Y, luego, iré a la subasta. Pero te sugiero que hagas todos los arreglos por adelantado. La boda deberá celebrarse al día siguiente, porque no pienso quedarme en esta casa más que una sola noche después de haber sido vendida. Y, una vez que me haya marchado, dejarás de tener autoridad sobre mí, porque ya no te reconoceré como padre.