CAPÍTULO 17

ESE viernes siguiente, el landó de lord Saxton se detuvo frente a una indescriptible casa en Carlisle. La figura oscura se apeó del vehículo y alzó la cabeza par hablarle a Bundy, que permaneció en el asiento del cochero.

Después lord Saxton dio media vuelta y caminó hacia la entrada de la casa, golpeando enérgicamente la puerta.

Después de toda una tarde de charla y bebidas, Bundy regresó a la modesta casa de la ciudad y a la hora señalada de antemano, la puerta se abrió para dar paso al lisiado.

Antes de subir al carruaje, lord Saxton se giró para mirar la casa. En una ventana de un piso superior, se corrió una cortina y, un delicado pañuelo de dama se agitó en señal de despedida. Él alzó la mano brevemente y luego trepó al vehículo, cerrando la portezuela tras de sí. Un instante después su bastón golpeó enérgicamente contra el techo del coche, y Bundy emitió un potente chasquido, instando a los caballos a emprender la marcha a toda velocidad.

Abandonaron Carlisle y, tras recorrer unos cuantos kilómetros, atravesaron la pequeña aldea de Wrae. Al dejar atrás la ciudad, Bundy aceleró l a marcha de los corceles; cuando cayó la noche, ya habían recorrido gran parte del trayecto de regreso a casa.

Avanzaron velozmente junto a un denso bosquecillo y, al pasar, otro ruido se sumó al murmullo de las ruedas: el sonido de unos cuantos cascos de caballo. Bundy miró nerviosamente por encima del hombro y vio un grupo de jinetes saliendo de los árboles. Golpeó el techo del coche con el mango de su látigo, Para luego dejarlo caer sobre el lomo de los caballos, forzándoles a emprender un enérgico galope.

La carrera se inició, Y las cuatro bestias con sus lustrosos arneses de cuero marcaron un paso endemoniado. Los perseguidores estaban resueltos a alcanzar el vehículo y detenerlo, pero el landó se mantenía siempre fuera de su alcance.

Más adelante apareció una curva pronunciada, que dejaría a la presa fuera de vista, y los cazadores aceleraron la marcha. Se abalanzaron hacia el recodo del camino y, por un momento, perdieron el paso, confundidos. El carruaje continuó avanzando y sobre sus huellas, apareció un jinete encapuchado, con una amplia capa que revoloteaba en la brisa nocturna. El caballo era negro, lustroso, y su crin y cola flameaban como estandartes de ébano al viento. La confusión de los perseguidores fue reemplazada por la decisión de derribar al intruso, y aceleraron el paso de sus monturas. La aparición alzó un brazo, y con una inmensa pistola los apuntó. Un destello, un estruendo y, con un gruñido chillón, uno de los hombres cayó al suelo. El otro brazo del fantasma se levantó, empuñando otra arma. Al poco tiempo, otro hombre se cayó de su corcel, rodando bajo los cascos de los restantes caballos.

El jinete solitario guardó las pistolas en las fundas de las monturas y, profiriendo un punzante aullido, mostró un centelleante sable. Espoleó al potrillo y se abalanzó sobre los perseguidores, dispersándolos en un vuelo salvaje con, repetidos azotes de su espada. Antes de que los maleantes recuperaran el aliento, otro cayó, atravesado fatalmente desde el hombro a la cadera. El sable volvió a brillar bajo la luz de la luna y se ocultó momentáneamente en el pecho de otro hombre.

Uno de los hombres gritó cuando la ensangrentada espada le abrió el brazo hasta el hueso. Las riendas cayeron de sus matos agarrotadas y el caballo salió disparado, saltando sobre el suelo rocoso hasta estrellarse contra un bajo muro de piedra. Incontrolable en medio de su pánico, el corcel arrojó al jinete sobre las rocas. Entonces, el devastador fantasma impulsó su endemoniado corcel hacia los únicos tres que aún continuaban intactos, pero ellos hicieron girar sus monturas y escaparon, temerosos de recibir también el castigo.

Detrás del muro de piedra, el hombre herido trató de huir arrastrándose, al ver que la fantasmagórica figura se le acercaba. El hombre lloró por clemencia, y el jinete nocturno se detuvo un instante, para observar al miserable cobarde. Con la agilidad de un pájaro, el noctámbulo se apeó de su montura, y su capa voló desde sus hombros al modo de gigantescas alas. Se agachó, con el rostro aún oculto bajo su larga capucha, y tomó el cuello de la camisa del hombre. La prenda se desgarró de un solo tirón y, para el asombro del herido, el otro le envolvió el brazo con un ajustado vendaje. El espectro se puso de pie y sacó el sable, para luego apoyar la punta sobre la hierba.

—Puede que vivas. —El tono fue áspero y ofuscado— Una penosa odisea para un miserable cobarde como tú, pero eso dependerá de lo que me digas en los próximos minutos.

El bandido miró a su alrededor con nerviosa ansiedad. El carruaje se había detenido a los lejos sobre la ruta, pero el cochero parecía reacio en volver y se mantenía a una prudente distancia.

—¿Tenéis algún campamento? —preguntó el jinete nocturno. —Sí, uno pequeño —respondió el hombre con voz trémula. En cualquier momento, la espada podría alzarse y arrebatarle la vida como lo había hecho con Timmy Sears—. Ya no quedan más campamentos grandes por aquí. Todos estamos acabados ahora, y sólo el capitán sabe dónde se guardan los suministros. Y también el botín —agregó voluntariamente—. No nos permitirán coger nada hasta que usted sea atrapado, eso es lo que dijeron. —Una vez proporcionada la información, el hombre se acurrucó junto a las rocas, afrontando las probabilidades de su destino.

—Si se pusieran de acuerdo, podrían volverse contra su capitán —dijo la terrible voz con tono despectivo—, pero tengo entendido que el precio de la rebelión para los de tu clase suele ser la muerte. Te perdonaré la vida. Está en ti malgastarla. Mi consejo es que tomes un caballo y huyas hacia el sur de Inglaterra. Y luego, reza para que los espías de tu capitán no te descubran.

El hombre tembló y se encogió, cerrando los párpados con fuerza y meneando suavemente la cabeza, mientras profería un sonido leve, chillón. Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba solo. Incluso el carruaje había la.,

Un caballo ensillado pastaba en las cercanías, y no necesitó otro incentivo. El jinete endemoniado había dicho una verdad. Entre sus compañeros se sabía que cualquiera que osara desobedecer las órdenes del capitán no encontraría jamás una segunda oportunidad.

La diminuta llama de la vela chisporroteó ante la ráfaga que atravesó la habitación, cuando Erienne caminó hacia la estantería de libros que revestía la pared opuesta. Se hallaba en la pequeña biblioteca en busca de un volumen que había encontrado varios días atrás, mientras curioseaba en el ala clausurada. Erienne se levantó el cuello de la bata y miró a su alrededor en busca de alguna abertura por donde pudiera penetrar la ráfaga. Caminó hacia las ventanas y las encontró firmemente cerradas. Entonces, advirtió que la diminuta llama de su vela había dejado de oscilar.

La joven dio media vuelta hacia la estantería, y un punzante escalofrío le corrió por la espalda. Le parecía imposible que una ráfaga pudiera soplar entre los estantes; sin embargo, al detenerse junto a ellos, la llama de la vela que sostenía en la mano se había inclinado bruscamente.

Erienne avanzó lentamente, sin apartar la mirada de la brillante luz. Cuando se acercó, la diminuta llama comenzó a encogerse y a danzar sobre la mecha. El corazón de la joven empezó a latir con violencia. Se detuvo frente a los estantes y un remolino de aire hizo girar su bata, rozándole las piernas desnudas. Sostuvo la vela junto al sector de donde provenía la ráfaga, y la luz casi se extinguió. Una malla de alambre se hallaba inserta en las puertas y, al mirar a través, Erienne notó que, en esa sección, los estantes se encontraban algo inclinados hacia un lado. La joven abrió la puerta y empujó uno de los anaqueles ladeados.

Entonces, toda la estantería se deslizó hacia atrás, permitiendo el paso de una mayor corriente de aire. Erienne comenzó a temblar, porque la ráfaga era tan helada como el viento frío del invierno.

La joven sofocó su primer impulso de escapar hacia su recámara y volvió a empujar el borde de los estantes. Los anaqueles giraron, descubriendo un pequeño recinto, donde reinaba una completa oscuridad, fuera de la tenue luz de la vela. Sumamente tensa, Erienne atravesó la puerta para introducirse en un angosto corredor. Levantó la vela y miró a su alrededor. Una escalera conducía a un piso inferior y, con ciertos reparos, la joven comenzó a bajar los peldaños, temblando ante la corriente de aire que penetraba por el ruedo de su bata. El corazón le palpitó con fuerza y su respiración se hizo irregular por la tensión que la embargaba.

Descendió por las escaleras hasta llegar a la base y volvió a alzar la vela para inspeccionar los alrededores. Le pareció encontrarse en una larga y estrecha cueva que se extendía hacia una luz tenue y distante. La brisa helada invadió sus ropas, pero ella apenas lo advirtió, mientras seguía avanzando hacia el débil reflejo de luz. Al acercarse al final, advirtió que el pasadizo terminaba en curva, y era de esa zona donde provenía la iluminación.

Temblorosa, tanto por el frío como por sus propias aprensiones, la joven apagó la vela y caminó por el recodo del pasillo. Entonces, se detuvo y contuvo la respiración. La alta figura de un hombre vestido de negro se movía más allá del farol que colgaba de un ancho inserto en uno de los muros. Ella sólo pudo verle la espada, pero reparó en que todas sus ropas eran oscuras, desde la camisa de mangas largas hasta las elegantes botas. Los movimientos del hombre le resultaron familiares, pero sólo cuando él se giró bajo la luz, se dio cuenta de cuán bien lo conocía.

—¡Christopher! —La exclamación se escapó de los labios de Erienne.

Él alzó la cabeza y, con los ojos apenas entornados hacia la luz, se acercó a la joven con una pregunta.

—¿Erienne?

—Sí, soy Erienne —confirmó ella, experimentando una serie de dispares emociones: primero, alivio. Luego, placer, temor y, finalmente, furia. Y se aferró a la furia para ocultar los sentimientos más tiernos—. ¿Qué está haciendo usted aquí?

Los ojos verdes brillaron al apreciar la belleza de la joven que acababa de penetrar el círculo de luz. Al alzar la mirada, él sonrió y emitió una sencilla respuesta.

—Explorando.

—¿Explorando? ¿En la casa de mi esposo? ¡Cómo se atreve, Christopher! ¿Acaso no tiene dignidad? —Erienne tuvo que realizar un enorme esfuerzo para mantener su actitud airada. Había temido no volver a verlo jamás, y el recuerdo de ese hecho no podía ser fácilmente desechado.

—Él sabe que estoy aquí —respondió Christopher con tono despreocupado— Pregúntele cuando regrese.

—Eso haré.

Él volvió a dirigirse a ella con una pregunta. —¿Cómo logró encontrar el camino hasta aquí? La joven se encogió de hombros y se giró.

—No podía dormir, y fui a la antigua biblioteca para buscar un libro. Percibí una ráfaga que provenía de la estantería y descubrí el pasadizo.

—Debería haber cerrado mejor los estantes la última vez que los usé —meditó él en voz alta.

Erienne se volvió para mirarlo con expresión sorprendida. —¿Quiere decir que esta noche entró por algún otro lado? Christopher esbozó una lenta sonrisa.

—¿Supuso que me arriesgaría a la tentación de pasar junto a su recámara? Entré desde el exterior.

Aun cuando un ligero rubor afluyó a sus mejillas, la joven no pudo evitar formular la pregunta.

—¿Y también resistió la tentación de pasar frente a la recámara de Molly?

Christopher frunció el entrecejo al toparse con la mirada distante de la niña.

¿Molly? Por favor, señora. Soy algo más exigente que eso. Erienne se sintió invadida por una súbita sensación de felicidad, pero la ocultó tras una segunda pregunta, agitando la mano para señalar los alrededores.

—¿Para qué se utiliza este pasadizo?

—Para lo que sirva. La madre de su esposo lo usó para escaparse con sus hijos cuando el antiguo lord fue asesinado. —Pero, ¿para qué lo está utilizando usted ahora? ¿Por qué ha venido usted aquí?

—Será mejor que no averigüe la respuesta a esa pregunta. —Enarcó las cejas y miró al a joven fijamente—. Y confío en que no le hablará a nadie de esto, excepto a Stuart. —Aguardó expectante una contestación.

—¿Es usted ladrón? —preguntó ella con brusquedad. Él soltó una breve carcajada.

—No precisamente.

Erienne se sintió decepcionada ante la reticencia del hombre a responder, y el tono de su voz reveló su frustración. —Ojalá alguien pudiera explicarme qué está ocurriendo aquí. —Es todo parte de una antigua lucha —dijo él con un suspiro—, y los detalles no siempre resultan muy claros.

—Me agradaría oírlos, Christopher —insistió ella—. Ni siquiera Stuart confía en mí, y tengo derecho a saber, no soy una niña.

La sonrisa de Christopher se intensificó, al tiempo que sus ojos devoraron el cuerpo de la joven.

—En eso tiene razón, señora. —Luego, su sonrisa se desvaneció y su expresión se hizo más seria—. Pero, por otra parte, debo ser extremadamente cauteloso. Mi vida depende de ello.

—¿Acaso cree usted que yo hablaría con alguien si eso significara su muerte? —preguntó la joven, ofuscada.

—Usted ya ha manifestado el odio que siente por mí, milady

—le hizo notar—, y jamás me ha dado razones para confiarle mi vida.

Erienne le miró fijamente a los ojos.

—Yo no le deseo ningún daño, Christopher.

El meditó la respuesta durante un largo rato y luego preguntó súbitamente:

—Su padre. ¿Le debe usted fidelidad a su padre? —Yo no le debo nada a ese hombre.

—Es usted muy fría —observó él.

Erienne se sintió algo confundida en el súbito cambio de tema y trató de regresar a la conversación que ella había iniciado. —¡Mi padre no merece nada...! —Entonces, bajó la cabeza, siguiendo la mirada de Christopher, y advirtió que los capullos de sus pechos se erigían tensos bajo la delicada tela de su bata.

Una ola de vergüenza acaloró sus mejillas y se giró, cruzando los brazos sobre el busto y gruñendo su frustración contra el hombre.

Christopher rió y tomó su chaqueta para cubrir a la joven. —La prefiero descubierta y dulce —le murmuró al oído con ternura—, y con el cabello suelto.

Erienne se sintió sofocada por la proximidad del hombre. Todo su ser comenzó a temblar con violencia, pero sabía que el menor indicio de debilidad sólo conduciría al desastre.

—Estaba a punto de explicarme la historia de esta cueva —le recordó por encima del hombro.

Él soltó una breve risita y se apartó, frotándose las manos mientras se paseaba por toda la cueva.

—Supongo que, primero, debería darle una breve reseña del antiguo lord Broderick Saxton era un hombre pacífico, instruido, atrapado en las encarnizadas luchas entre ingleses y escoceses. —Caminó hacia el final de la cueva con aire pensativo, cerrando la pesada puerta y regresando para detenerse frente a la joven—. Hace aproximadamente unos cincuenta años, hubo un violento levantamiento de jacobítas. Algunos escoceses, la mayoría proveniente de las Tierras Bajas, apoyaron a la corona inglesa; mientras que los de las Tierras Altas, comandados por Bonnie Charne, alzaron sus espadas y prometieron liberar sus terrenos. La frontera se desplazó en varias ocasiones, y Saxton Hall quedó atrapada en medio de esa lucha entre ambos bandos. El lord de la mansión buscó establecer un convenio pacífico entre sus parientes y los ingleses. Su propio padre era inglés y su madre pertenecía a un clan de las Tierras Altas de Escocia. Debido a su lealtad, se le permitió conservar las tierras cuando la contienda finalizó y Cumberland pasó a formar arte de Inglaterra. Algunos le guardaron rencor y dijeron toda clase de perversidades en su contra. El se casó con Mary Seton, también miembro de un clan de las Tierras Altas, y ella le dio dos hijos. Unos años más tarde, cuando el menor aún no había cumplido los diez, una banda de hombres llamaron al antiguo lord fuera de la mansión, después de que la familia ya se había retirado a dormir. Cuando el lord salió de buena fe, el líder del grupo le asesinó, antes de que él pudiera sacar su espada. Algunos sostienen que fueron los de las Tierras Altas quienes se le acercaron para llevar a cabo su venganza.

Christopher hizo una larga pausa, ensimismado en sus pensamientos, y luego prosiguió con la historia.

—Otros afirman que no fueron las bandas del norte, sino un grupo de ingleses que odiaban a los escoceses y sentían celos de él.

Christopher dejó escapar una breve risita burlona. —Encontrármelo ahora podría resultar muy interesante. Es probable que hasta llegara a retarme a duelo para defender el honor de su esposa. —Enarcó una ceja al mirar a la joven—. ¿Acaso sufriría usted si él llegara a lastimarme?

—¿No se da usted cuenta de que algo así podría suceder? —preguntó ella, furiosa ante la increíble petulancia con que el hombre desechaba la posibilidad.

—No se inquiete, mi amor —la tranquilizó él con una sonrisa—. Si lo oigo venir, correré, y, con lo torpe que es, jamás logrará alcanzarme. —Estrechó la delicada figura contra su cuerpo y sonrió frente a la mirada reprobadora de la joven—. Me agrada sentirla entre mis brazos.

—Compórtese, señor —le amonestó Erienne con brusquedad, ignorando los violentos latidos de su corazón.

—Eso intento, señora. De verdad que lo intento.

Con cierta timidez, ella le rodeó el cuello con el brazo se relajó contra su imponente pecho, al tiempo que sostenía el farol para iluminar el camino. Christopher permaneció en silencio al subir las escaleras y, aunque mantuvo la mirada apartada, la joven pudo percibir el calor de los implacables ojos verdes. En pocos instantes, alcanzaron el corredor que conducía a la otra sala p sin errar la dirección, él giró por el pasillo que los llevaría hasta la recámara de lady Saxton.

Erienne observó ese hecho y recordó la noche en que Christopher se había detenido frente a su puerta.

—Usted parece conocer muy bien esta casa. Incluso el camino hacia mi recámara.

—Sé dónde se encuentran las habitaciones del lord y que usted se aloja en ellas —respondió él, mirándola a los ojos. —Creo que jamás volveré a sentirme segura en esta mansión —declaró ella, con más verdad que sarcasmo.

Una sonrisa diabólica iluminó el rostro de Christopher. —Nunca me atrevería a imponerle mi voluntad, milady. —He tenido que defenderme con demasiada frecuencia para creer en esas palabras —afirmó la joven.

El se detuvo frente a la recámara, y, tras girar el picaporte, abrió la puerta con el hombro. Llevó a la niña hacia el interior e hizo una breve pausa junto a la mesa para permitir que ella depositara allí el farol. Luego, prosiguió su camino hacia la cama.

—Yo no soy sino un hombre con una dosis normal de vitalidad —declaró—. ¿Puede culpárseme por admirar a una mujer de extraordinaria belleza?

Las cobijas se hallaban desdobladas, y Christopher depositó

a la joven sobre la suavidad de las sábanas. Sus ojos verdes buscaron las profundidades color amatista y encontraron en ellas una incertidumbre que le confundió y, al mismo tiempo, le fascinó. Fue eso lo que lo obligó a apartarse, aun cuando anhelaba expresar sus sentimientos. Sintió un irresistible deseo de besar esos dulces, delicados labios y satisfacer sus pasiones, mientras la diminuta llama de la vela iluminaba esas dos enormes lagunas violáceas. Sin embargo, habría mucho que perder si actuaba con insensatez, y aún no estaba dispuesto a arriesgarse.

Galantemente, se llevó los dedos de la joven a los labios y dejó caer en ellos un tierno cálido beso. Luego, dio media vuelta, cogió el farol y se marcó definitivamente de la recámara. Transcurrió mucho, mucho tiempo antes de que Erienne lograra aplacar sus temblores.

Las campanadas del reloj de la sala marcaron el paso de media hora antes de que Erienne oyera las inseguras pisadas de su esposo acercándose por el corredor. La joven observó la puerta hasta que apareció la oscura figura, y se sorprendió ante la súbita culpa que experimentó en su interior. Reacia en aceptar la idea de estar sucumbiendo al persistente galanteo del yanqui, palmeó la cama, invitando a lord Saxton a sentarse a su lado. Cuando él obedeció, ella se incorporó sobre las rodillas para abrazarlo, apoyándole la mejilla sobre el hombro.

—¿Te enojarás conmigo si te cuento que descubrí un pasadizo hacia la cueva? —susurró Erienne.

El lord giró su cabeza encapuchada, como sorprendido ante tal afirmación.

—Entonces, te ruego discreción, querida. Sería lamentable que alguien más lo descubriera.

—El secreto está seguro en mí.

—Eres una esposa fiel, Erienne. Sin duda, mejor de lo que merezco.

—¿Vienes a acostarte? —le instó ella, deseosa de desechar el recuerdo de ese momento en que Christopher la había mirado a los ojos y sus emociones habían librado una terrible batalla.

—Sí, mi amor. Permíteme apagar las velas.

—¿No las dejarás encendidas para que yo pueda conocerte mejor? Con la luz, probablemente el rostro del otro dejara de acosarla. Cada vez la atemorizaba más su propia imaginación que lo que pudiera ocultarse tras la máscara de su marido.

—Con el tiempo, cariño. Con el tiempo.

Más tarde, la joven se encontró acurrucada contra el pecho de su esposo; completamente satisfecha, aunque más atormentada que nunca. Esta vez, las impresiones de Christopher Seto, habían sido mucho más intensas, acosándola incesantemente mientras Stuart le hacía el amor. Las efímeras incursiones del rostro del yanqui en sus momentos más íntimos con su esposo la hacían víctima de una acusadora conciencia.

—¿Stuart?

—¿Sí, mi amor? —susurró él en la oscuridad.

—Farrell vendrá mañana, y prometiste ayudarlo una vez más con las pistolas. ¿Te molestaría enseñarme a mí también?

Su esposo le contestó con otra pregunta. —¿Para qué, mi amor?

—Me agradaría aprender a disparar... si acaso alguna vez llegara el momento en que fueras sacado de esta mansión por la fuerza. Si puedo, quiero ser capaz de defenderte.

—Si ése es tu deseo, querida. No veo nada de malo en ello. Al menos, podrás protegerte a ti misma si algo llegara a suceder. —¿Puedes enseñarme a disparar tan bien como lo haces tú? —preguntó ella con entusiasmo.

Él soltó una estruendosa carcajada.

—¿Qué, y permitir que te vuelvas en mi contra cuando te enfades conmigo? —Hizo una pausa y advirtió que su esposa hablaba en serio—. Esa habilidad, querida, se adquiere con años de práctica y la apremiante necesidad de defenderse la vida. Yo sólo puedo enseñarte el uso y el cuidado de las armas. Lo otro viene con el tiempo. —Posó los labios sobre el cuello de la joven—. Es como el amor. Sólo se perfecciona con una esmerada práctica.

Al finalizar la tercera semana, la joven ya empezaba a disparar con razonable precisión. Farrell había regresado a Mawbry el lunes anterior y, en los días siguientes, ella contó con la completa atención de su esposo, la cual fue brindada con generosa familiaridad. La presión de un brazo contra sus pechos para ayudarla a apuntar; el roce de las caderas masculinas contra sus nalgas; o una mano enguantada ajustando la culata del pedreñal, mientras la otra descansaba accidentalmente sobre su busto. Este íntimo contacto era una muestra del placer que experimentaba él al reclamar a la joven como suya y, cuando esos dedos de cuero acariciaban sus partes más íntimas, ni un rastro de temor o repulsión perturbaba la serenidad de la joven. Sólo esa atormentadora imagen en un rincón de su mente no le permitía descansar.

La curiosidad de Erienne sobre la cueva se acrecentó. No podía olvidarla, ni se sentía satisfecha con las explicaciones de Christopher. En los días siguientes al descubrimiento, la joven

se había percatado de que él sólo le había proporcionado una breve reseña histórica de la familia y había evitado responder las preguntas concernientes a las funciones actuales del pasadizo. Cuando hizo el intento de interrogar a lord Saxton al respecto, él se encogió de hombros y le aseguró que todas sus dudas serían satisfechas en un breve lapso.

El lord se había marchado por todo el día y los sirvientes se encontraban limpiando la otra parte de la mansión, cuando la idea de la cueva volvió a impulsarla hacia la antigua biblioteca. Esta vez, se preparó para la exploración y, provista con un farol del establo y una abrigada pañoleta del armario, se lanzó a la exploración. Se deslizó con rapidez a través de la abertura de los estantes y la cerró tras sí cuidadosamente.

La angosta escalera la condujo al nivel inferior, y continuó su camino, dejando atrás el recodo y acercándose al área donde había encontrado a Christopher. Esta vez, el corredor se hallaba vacío y, mirando en derredor, no descubrió nada más interesante que unas cuantas riendas colgadas de una barra, una silla de madera, un armario cerrado y, junto a éste, un par de botas negras. Caminó por entre los escasos muebles y se dirigió hacia la puerta que había visto cerrar a Christopher. Esta estaba hecha de pesados tablones y sólo se encontraba trabada por un tablón que podía levantarse fácilmente de ambos extremos. Un delgado, tenue haz de luz se filtraba por debajo del portal, tentando a la joven a abrirlo.

En un primer instante, se sintió algo confundida, puesto que lo único que encontró fue una densa mata de matorrales. Apenas había suficiente lugar para pasar, pero arrambándose a un lado Erienne logró atravesar la abundante maleza y se encontró frente a un pequeño bosquecillo sobre la ladera de una colina que, gradualmente, se alejaba de la mansión. Sobre la masa de árboles, pudo ver varias de las gigantescas chimeneas que emergían de los empinados techos. La densa mata de arbustos cubría la tierra, ocultando cualquier rastro que pudiera haber dejado un caminante, pero en un largo tramo de nieve podían verse las impresiones recientes de unas pisadas masculinas. Las huellas eran demasiado cortas y anchas para ser de Christopher, y puesto que tampoco pertenecían a su esposo, Erienne llegó a la conclusión de que alguien más conocía el pasaje secreto.

Curiosa, la joven alzó la cabeza para inspeccionar la campiña. No vio nada fuera de lo común: una colina cubierta de árboles, un pequeño arroyo serpenteado a través del valle, unas rocas irregulares proyectándose desde la cuesta. Estaba a punto de regresar, cuando un rápido movimiento furtivo atrajo su atención.

Observó atentamente entre los árboles, preguntándose si sólo habría sido su imaginación. Entonces, volvió a verlo: era un hombre, vestido con ropas de tonos opacos, que saltaba de arbusto en arbusto, casi oculto ente las oscuras sombras del bosque.

El corazón de Erienne comenzó a palpitar con fuerza. Por alguna razón, esa figura baja y fornida le resultaba familiar, y sintió curiosidad por averiguar de quién se trataba. Se levantó las faldas y corrió por la ladera, sin detenerse un instante, resbalando y deslizándose por la hierba húmeda. La brisa helada atravesó la pañoleta e intensificó el rubor de sus mejillas. A su paso, las ramas tiraban de sus prendas y le deshacían el elegante peinado. El hombre continuó, ignorando la presencia de su perseguidora. Al salir de un espeso matorral, Erienne hizo una pausa y se ocultó tras un arbusto, al ver que él se detenía para echar un vistazo en derredor. El hombre miró por encima del hombro en dirección a la joven, y ella contuvo la respiración al ver el rostro de Bundy a través de una enmarañada red de ramas. Se llevó una mano a la boca y se encogió, preguntándose qué asuntos secreto habría llevado allí al sirviente y por qué razón no se encontraba él con su esposo. Ella hubiera jurado que ambos habían partido juntos en el carruaje.

Bundy continuó su camino, saltando a través del arroyo que zigzagueaba por entre los árboles, y Erienne descubrió hacia dónde se dirigía. Una diminuta cabaña se levantaba al pie de una colina, apenas visible tras un pequeño bosque. Un alto, frondoso seto la bordeaba y, por detrás, asomaban las ruedas de un coche. Un pequeño sendero se extendía entre los árboles, deteniéndose cerca del vehículo.

Bundy se deslizó a través del cerco, pero la vegetación era tan densa que impedía ver lo que se ocultaba detrás. Erienne se sobresaltó al oír un potente relincho y un súbito golpeteo de cascos, como si un caballo se hubiese sorprendido ante la aparición del hombre. La joven oyó la risa de Bundy y luego el chirrido de una bisagra, similar al ruido que produce una puerta al abrirse. Confundida, dejó su escondite y se lanzó a correr hacia el arroyo. Allí se detuvo por un instante, hasta que encontró un camino de rocas que le permitió cruzarlo.

Se acercó al seto y aminoró la marcha con cautela. Aun así, el resoplido y el penetrante relincho de un caballo reveló que el animal había percibido su presencia.

¡Que diablos te ocurre, Saracen! —exclamó Bundyr—Tranquilizate. El caballo volvió a relinchar y, según el sonido de sus cascos, se movió nerviosamente hacia adelante y atrás.

—Ahh, ya sé qué ha lastimado tu orgullo. El amo te abandonó y tomó a tu rival, ¿eh? Bueno, no debes sentirte rechazado, mi fino y precioso potrillo. Él te reserva para lo mejor, eso hace. Ello es innegable.

Erienne espió a través del cerco y vio un animal imposible de olvidar. Un brillante potrillo negro sacudía la cabeza con agitación y caminaba inquieto por el pequeño corral. Tenía un aspecto majestuoso, arrogante, que pocos corceles podrían igualar. El animal se detuvo un instante, con las orejas levantadas, y sus inmensos, vivaces ojos miraron en dirección a la joven. Luego, soltó un resoplido y continuó moviéndose, haciendo revolear su larguísima cola.

Erienne apartó la mirada de la magnífica bestia para inspeccionar el área protegida por el cerco. Había dos corrales diferentes, separados por un camino. Seis caballerizas cerradas se levantaban junto a la cabaña, dos de las cuales se comunicaban por una puerta con los corrales. Cuatro corceles iguales se hallaban guardados en los establos más pequeños, mientras que el mayor, opuesto al de Saracen, se encontraba vacío.

Erienne frunció el entrecejo con aire pensativo. La cabaña se hallaba en las tierras de su esposo, pero ella jamás había tenido idea de que existiera. Bundy, sin embargo, parecía muy familiarizado con el lugar, al igual que con los animales. Al igual que la apartada cabaña, el hombre solía ser muy reservado, excepto con lord Saxton.

La joven se apartó de los arbustos e inició su regreso hacia el arroyo. Dado que la lealtad de Bundy hacia su esposo era evidente, no creía que el sirviente pudiera provocarles ningún daño. Sin lugar a dudas, lord Saxton conocía el lugar y, fuera lo que fuese lo que este hombre y Christopher Seton hacían, no podía ser ilegal.

Le resultó difícil descubrir nuevamente la entrada al pasaje, y tuvo que retroceder dos veces sobre sus pasos para encontrar los arbustos que la cubrían. Varios minutos más tarde, se encontró en la recámara, desembarazándose del sucio vestido. Volvió a ponerse presentable y, tres horas después, le informaron de la llegada de su esposo. Corrió a recibirlo en la puerta y se detuvo en la torre de entrada para observar el carruaje, que se dirigía a la mansión. A medida que éste se acercaba, la sorpresa de Erienne aumentaba, porque los cuatro caballos que lo tiraban eran muy similares a los que había visto en los establos de la cabaña. Aun cuando no había inspeccionado el vehículo que asomaba tras la Pequeña casa, el landó de su marido se veía casi idéntico.

Los ojos de Erienne se posaron en el cochero, y un súbito escalofrío le recorrió la espalda. ¡Bundy estaba conduciendo! La mente de la joven comenzó a trabajar rápidamente, tratando de encontrar una explicación lógica a ese dilema, pero-sus esfuerzos resultaron vanos. Lord Saxton había estado fuera durante toda la tarde. Entonces, ¿cómo podía Bundy encontrarse con él?

La sonrisa que había preparado para recibir a su esposo no fue más que un pálido reflejo de su anterior predisposición. S ojos revelaron su consternación e, incapaz de afrontar la mirada de la máscara, la joven se giró hacia la torre cuando él se acercó, permitiéndole que la cogiera por la cintura. No podía sospechar que lord Saxton estuviera enredado en algún romance clandestino, pero algo extraño estaba sucediendo allí. Las piezas no encajaban correctamente, y ella sólo pudo preguntarse qué misterio involucraba a su marido, a Bundy y a Christopher Seton.