CAPÍTULO 3

EL forraje sería escaso en los próximos meses de invierno de rebaños de ovejas, cerdos, gansos y demás, comenzaron en ciudades y aldeas, para luego ser vendidos en los mercados y ferias. Los mercaderes arreaban los animales, que, a su paso, levantaban espesas nubes de polvo. Aunque en menor escala, el espectáculo era tan familiar en Mawbry como lo era en York o en Londres, va que sólo un tonto podía ignorar la necesidad de almacenar provisiones para el helado invierno que se avecinaba.

Erienne procuraba abastecer la despensa familiar con la adquisición de un pequeño cerdo, el mejor que sus escasas monedas pudieron comprar. Puesto que no se atrevía a sacrificar al animal con sus propias manos, destinó unos pocos chelines más para el matarife ambulante. La noche anterior a la llegada del hombre, Avery declaró que la preparación de comida era tarea de mujeres y, temeroso de que lo hicieran trabajar, partió en compañía de Farrell hacia Wirkinton, para un día de «reuniones», según sus propias palabras.

El atareado carnicero llegó al alba, y Erienne se encerró en la casa hasta que él terminó su trabajo. La muchacha ya tenía listos los granos calientes para fabricar morcilla, pero, dado que no era ése su plato favorito, su preparación resultaba ser una tarea sumamente difícil. El corte de intestinos para preparar salchichas le resultaba igualmente penoso. Largas rebanadas y gruesos trozos de carne eran apiñados en un barril con sucesivas capas de sal, mientras la joven continuaba retirando la grasa de los otros pedazos. Una vez cortada la carne, se la comprimía en el barril con una pesada piedra, con el fin de curarla, y luego se llenaba el recipiente con una solución de salmuera.

Detrás de la casa, en un pequeño cobertizo de tres paredes destinado a ese propósito, Erienne encendió una fogata, colgó una cacerola, y comenzó a purificar la grasa para preparar manteca. Los diminutos trocitos de carne adheridos a los pedazos de grasa flotaban en la superficie, y debían ser retirados con una espumadera, a fin de impedir la formación de impurezas que pudieran arruinar el preparado. Pero, una vez enfriados sobre una tela, los crujientes trocitos se convertían en un sabroso bocado para mascar.

El sabueso de la casa vecina observaba a la joven con anhelo y, apenas ella se giró, se escurrió por debajo del cerco y se le acercó con descaro. Después de echarse pesadamente en un costado, alzó su hocico húmedo para catar el aroma que flotaba en el aire. Luego, bajó su enorme cabeza y, desolado, la apoyó sobre las zarpas. Sus vivaces ojos no cesaban de seguir cada uno de los movimientos de la muchacha. En cuanto se presentaba la oportunidad, se deslizaba para apresar un chicharrón con sus enormes colmillos, y luego salía disparado perseguido por la joven, que empuñaba una escoba mientras le amenazaba con enviar al matarife tras él. Sin embargo, el animal no parecía intimidarse por las advertencias de la muchacha, ya que, enseguida, regresaba con su pesado andar hasta un lugar donde pudiera continuar observándola y, al mismo tiempo, olfatear el tentador aroma.

El aire estaba helado, pero Erienne difícilmente sentía frío mientras trabajaba. De hecho, se había arremangado su desteñido vestido y, con sólo una enagua liviana debajo del traje, recibía con agrado las frescas brisas que, de tanto en tanto, sacudían los bucles que escapaban de su pañuelo. Se había propuesto terminar la tarea antes de que cayera la noche, y no deseaba que nada la distrajera o la apartara de su propósito. Concentrada en sus labores y en vigilar tanto el chisporroteo de la grasa, como al perro invasor, no advirtió que, en las sombras, junto a una esquina de la casa, se había detenido un hombre para observarla.

Los ojos de Christopher Seton recorrieron la armoniosa figura con admiración. La suave brisa volvió a jugar con los rizos oscuros de la muchacha, y ella se detuvo para acomodar los mechones sueltos debajo del pañuelo. Cuando extendió los brazos para emprender otra tarea, el corpiño del vestido se adhirió, por un instante, a su delgada espalda, confirmando así el hecho de que la cintura era naturalmente angosta y no necesitaba la presión de un corsé para tomar su forma. En sus múltiples viajes por el mundo, Christopher había conocido un sinfín de mujeres y había sido muy exigente al elegirlas. De ninguna manera su experiencia podía ser considerada insuficiente y, sin embargo, tenía la certeza de que la belleza de esta deliciosa dama superaba con creces la de cualquier beldad que pudiera encontrar, tanto allí como al otro lado del océano.

En los últimos tres años, había conducido sus cuatro buques hasta las lejanas costas de Oriente, en busca de nuevos puertos y mercaderías para comerciar. Había llegado a convertirse en un hombre de mar a menudo se había encontrado confinado en la soledad de un barco, durante largos períodos de navegación. Desde su llegada a Inglaterra, otros asuntos habían requerido su atención, y había decidido abstenerse de iniciar una relación, hasta conocer una compañera que de veras valiera la pena. Así, no podía permanecer impávido ante lo que, en ese instante, se presentaba ante sus ojos. Había una graciosa ingenuidad en la personalidad de Erienne Fleming que no cesaba de atraerlo; y pensó en cómo disfrutaría instruyendo a la joven sobre las cosas del amor y de los enamorados.

Al arrojar otro leño en el fuego, Erienne alcanzó a ver al perro, que se deslizaba hacia la grasa cruda que había sido apilada sobre una mesa cercana. La joven vociferó una feroz advertencia y, con un palo en la mano, se volvió hacia el animal, que se escabullía por el agujero del cerco. Entonces, por fin, divisó la figura alta y elegantemente vestida de su espectador, y el impacto fue tan grande, que la hizo contener la respiración. Observó al hombre atontada, afligida porque él había sido testigo de su indigno comportamiento. Se avergonzó de su desaliñado aspecto, ante la elegancia del caballero, que lucía espléndido con su chaqueta azul marino y sus calzones y chaleco grises. En medio de una nebulosa, se le ocurrió que debería estar ofuscada ante la intromisión, pero, antes de que pudiera reaccionar, él atravesó el cerco y se acercó con pasos largos y presurosos. Aunque ella sabía que estaba a punto de ser cruelmente violada, sus piernas parecían entumecidas y sus pies firmemente arraigados a la tierra.

Entonces, él llegó a su lado, pero, en lugar de arrojarla al suelo con violencia, se inclinó para alejar el borde de su falda de la llameante fogata. Christopher apagó las llamas con el sombrero y, luego, levantó la tela ardiente, sacudiéndola hasta extinguir el último rastro de fuego. Bajo la mirada penetrante de la joven, él se irguió y le mostró un pedazo de la tela chamuscada para que lo inspeccionara.

—Creo, mi querida Erienne comenzó a decir con cortesía, disimulando el humor de su voz con una expresión reprobadora—, que usted tiene una tendencia a la autodestrucción... o, por alguna razón, se ha propuesto poner a prueba, ya sea mi persona... o mi capacidad para protegerla. Considero que esto requiere una investigación más profunda.

Al ver la mirada pícara del intruso, Erienne se percató de que, en realidad, él estaba mucho más interesado en el considerable tramo de pierna que se exhibía bajo la falda levantada. Apartó el vestido de las manos masculinas y, echando una punzante mirada de soslayo al caballero, se alejó para observarlo con curiosidad cuando él se quitó la chaqueta y el sombrero y los acomodó sobre una tabla. El fuego irradiaba bastante calor, lo cual justificaba el hecho de quitarse las ropas, pero, para un hombre cuya entrada a la casa había sido terminantemente prohibida, Christopher Seton se comportaba con demasiada naturalidad.

—Supongo que debo agradecerle lo que ha hecho —admitió Erienne con desgana—, pero si usted no hubiera estado allí, esto no habría ocurrido.

Él frunció el entrecejo con expresión inquisidora, al tiempo que sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Discúlpeme. No fue mi intención molestarla.

—¿Por qué me estaba espiando? —preguntó ella con brusquedad, al tiempo que se contoneaba hacia un banco, para sentarse a examinar su falda carbonizada.

Los poderosos músculos de las piernas de Christopher se tensaron bajo sus ajustados calzones al apoyarse sobre un alto taburete que tenía a su lado.

—Me cansé de contemplar a las damas que vagaban por los mercados, y vine a ver cómo marchaban mis intereses en la casa del alcalde. —Sus labios dibujaron una sonrisa divertida y sus ojos lanzaron destellos cuando agregó—: Tengo el agrado de informar ¡que los encuentro mucho mejor!

Erienne se levantó irritada.

—¿Acaso no tiene nada mejor que hacer, más que ir por ahí, devorando a las mujeres con los ojos?

—Supongo que podría encontrar algo más en qué ocuparme —respondió él con naturalidad—, pero no se me ocurre nada tan placentero, excepto, claro está, gozar de la compañía de una dama.

—Además de considerarlo un truhán en el juego —declaró ella con aspereza—, estoy comenzando a sospechar que es usted un tenorio libertino.

Christopher esbozó una serena sonrisa, mientras barría a la joven con la mirada.

—He estado mucho tiempo en alta mar. Sin embargo, dudo de que mi comportamiento variara, aun cuando acabara de llegar de la corte de Londres.

Los ojos de Erienne ardieron con ira. ¡Qué ególatra insufrible! ¿Cómo había osado creer que podría encontrar una mujer disponible en la proa casa del alcalde?

—Estoy segura de que Claudia Talbot aceptaría con agrado su compañía, señor. ¿Por qué no pasa a visitarla? Según tengo entendido, su señoría partió para Londres esta mañana.

Christopher rió suavemente al advertir el tono sarcástico de la muchacha.

—Prefiero cortejarla a usted.

—¿Por qué? —se mofó ella—. ;Porque desea fastidiar a mi padre?

Los ojos sonrientes de Christopher capturaron los de ella y los tomaron prisioneros, hasta que Erienne sintió un sofocante calor en las mejillas. Él respondió con deliberada lentitud.

—Porque es usted la doncella más bonita que jamás haya visto, y me agradaría llegar a conocerla mejor. Y, desde luego, tendríamos que ahondar también en ese asunto de sus accidentes.

El rubor coloreó las mejillas de la joven, pero la creciente oscuridad del crepúsculo la ayudó a ocultar su sonrojo. Erienne alzó la nariz con orgulloso decoro y se volvió, lanzándole una fría mirada de soslayo.

—¿A cuántas mujeres le ha dicho usted lo mismo, señor Seton?

Una sonrisa ladeada acompañó la respuesta de Christopher. —A varias, supongo, pero jamás he mentido. A cada una le he dicho la verdad a su tiempo y, hasta la fecha, usted es lo mejor se he conocido. —Extendió el brazo para tomar un puñado de charrones, que comenzó a mascar, mientras aguardaba la reacción de la joven.

El rubor de ella se extendió hasta los delicados lóbulos de sus orejas, y un fuego helado ardió en las profundas lagunas violáceas.

—¡Es usted un grosero salvaje y engreído! —Su voz era tan fría y seca como las estepas rusas—. ¿Acaso supone que puede agregarme a su larga serie de conquistas?

Se encaró con helado desdén a caballero, hasta que él se incorporó y se aproximó a ella.

Los ojos de Christopher adquirieron una expresión distante, y sus dedos tiraron ligeramente de un bucle que se había escapado del pañuelo de Erienne.

—¿Conquista? —Su voz era suave y resonante—. Usted me malinterpreta, Erienne. En los efímeros instantes de lujuria, se compran favores que, en su mayoría, son rápidamente olvidados. Los momentos recordados con cariño no se toman, no se dan, sino que se comparten, para luego atesorarlos como acontecimientos dichosos. —Levantó la chaqueta con la yema de los dedos y se la colgó del hombro—. No le pido que se entregue usted a mí, ni tampoco está en mis planes conquistarla. Lo único que pretendo es que, de tanto en tanto, me dispense usted unos minutos de su tiempo, para brindarme la oportunidad de exponer mi caso, a fin de que, con el tiempo, podamos llegar a compartir algún momento de ternura.

El rostro de Erienne no dio muestras de enternecimiento. Aun así, su belleza deleitó la vista de Christopher y engendró en él un dulce, irrefrenable anhelo, que no podía ignorarse fácilmente, ni saciarse con nada que no fuera lo deseado.

—El daño que usted ha causado a mi familia se interpone entre nosotros —afirmó ella con amargura—. Y yo debo honrar a aquellos que siempre me han respetado.

El la observó por un instante, y luego se colocó el sombrero. —Yo podría prometer paz y comodidad para toda su familia. —Hizo una pausa e inclinó la cabeza, sin apartar la mirada de la joven—. ¿Sería eso benevolencia o maldición?

—¿Benevolencia o maldición? —se mofó Erienne con desdén—. Su sagacidad me supera, señor. Yo sólo sé que mi padre vive inquieto debido a su acusación, y que mi hermano solloza en sueños a causa de su proeza. Cada día que pasa, yo misma me torno más y más irritable, y eso también se lo debo a usted.

Christopher se colocó la chaqueta sobre sus anchos hombros. —Usted ha dictado su veredicto, sin tan siquiera escuchar mi alegato. No existen argumentos que puedan disuadir una mente cerrada.

—¡Fuera de aquí! —exclamó ella—. Tome toda su sapiencia y vaya a fastidiar a algún oído dispuesto. Yo no estoy interesada en escuchar sus excusas, ¡ni toleraré sus melindrosas sandeces! ¡No aceptaré nada de usted! ¡Jamás!

Ella contempló con una leve sonrisa en los labios. —Tenga cuidado, Erienne. Si hay algo que aprendí en la vida, es que las maldiciones echadas a la luz del día, al igual que las palomas, suelen regresar al nido en la oscuridad de la noche. Irritada, Erienne miró a su alrededor en busca de un garrote y, al no encontrar ninguno, tomó la escoba y avanzó hacia él con el palo al hombro.

—¡Es usted un gallo chillón y retorcido! ¿Acaso es tan patán que tenga que arrojarlo a la calle, como he hecho con el sabueso' ¡Fuera de aquí!

Los ojos verdes lanzaron destellos de humor, hasta que ella revoleó su arma improvisada. Christopher eludió el ataque con garbo y luego sonrió, desafiando la furia de la joven. Antes de que Erienne pudiera lanzar otro golpe, él retrocedió con rapidez y se alejó, saltando por encima del cerco. Ella le echó una mirada penetrante cuando él se giró, ya fuera del alcance de la escoba.

—Buenas tardes, señorita Fleming. —Christopher se llevó el sombrero al pecho con una cortés reverencia, y luego volvió a colocárselo con bizarría. Sus ojos acariciaron brevemente el agitado pecho de la joven, antes de dirigir, sonrientes, una mirada de amatista—. Le ruego que trate de alejarse del peligro, dulzura; puede que yo no me encuentre cerca la próxima vez.

La esto a voló por los aires, pero él logró esquivarla con facilidad y, luego de lanzar una última mirada lasciva, se alejó. Transcurrió un largo rato antes de que Erienne se calmara lo suficiente como para percatarse de que la sensación de pérdida que antes había experimentado, era ahora mucho más intensa.

Irritada, regresó a la fogata y observó airadamente las llamas, hasta que un pequeño objeto de cuero, sobre el suelo de ladrillo, le llamó la atención. Se inclinó para tomarlo y vio que se trataba de un monedero de hombre; y muy pesado, por cierto. Le dio vuelta entre las manos y encontró las iniciales C.S. grabadas en una esquina. Una corriente de ira le recorrió la columna, y el deseo e arrojarlo fue soberbio. Sin embargo, prevaleció la precaución. Si el monedero contenía mucho dinero, tal corno sospechaba, Seton volvería a recogerlo y, si ella no podía entregárselo, la responsabilizaría por la pérdida e, incluso, podría acusarla de robo. Tal vez no había caído de la chaqueta por accidente, sino que él se había propuesto abochornarla. Después de todo, Erienne era el único miembro de la familia que aún no se había visto afectado por ese bellaco.

La joven miró a su alrededor, preguntándose dónde podría ocultar el monedero, hasta que él regresara a buscarlo. No deseaba que su padre lo viera, no con las iniciales que, claramente, revelaban la identidad de su dueño. Ya podía oír las acusaciones del alcalde. Él nunca le creería que no se había ganado el monedero como premio a la máxima traición. Le atormentó la idea de que el regreso del señor Seton podría producirse en un momento inoportuno y empeorar así las cosas. Se estremeció al imaginar los resultados de tal encuentro con su padre y su hermano. Parecía preferible que ella misma devolviera el monedero, pero, hasta que encontrara un momento propicio, debía ocultarlo.

De pronto, avistó el cobertizo donde su hermano guardaba su enflaquecido caballo, Sócrates, y sonrió satisfecha. Era el mejor lugar para ocultar algo perteneciente a un asno rebuznador.

Erienne utilizó la puerta trasera para entrar en la posada. Una angosta escalera junto al postigo conducía al segundo piso y con el monedero de Christopher Seton oculto bajo la pañoleta, la joven comenzó a ascender los peldaños con cautela. El no había ido a buscar su pertenencia y, por temor a que la acusara de ladrona, Erienne había decidido devolvérselo y evitar así una escena desagradable.

Apenas había amanecido, y la luz del alba era aún débil y mortecina. Ella llevaba un sencillo vestido azul de recatado escote; sobre él, una pequeña pañoleta era su único abrigo en esa helada mañana. Las gastadas suelas de sus zapatos resonaron silenciosamente sobre los tablones de madera del pasillo. Su intención era encontrar el cuarto de Seton, golpear a la puerta, y devolverle el monedero sin ser vista.

Había oído decir que las mejores habitaciones se encontraban en el lado este de la posada, y no podía imaginar que ese hombre, con su arrogancia, fuera capaz de aceptar algo peor. La mayoría de los cuartos estaban cerrados, lo cual hacía su búsqueda más dificultosa. Frente a las puertas de las recámaras que daban al este, se detuvo una y otra vez, para dar un ligero golpe y morderse el labio, mientras aguardaba ansiosa una respuesta. Al no recibir contestación en los dos primeros cuartos, caminó hacia el tercero e hizo una breve pausa, para apoyar el oído contra la puerta antes de golpear.

Un instante después, la puerta se abrió, y Erienne ahogó una exclamación de sorpresa, cuando apareció el yanqui con sólo una toalla sujeta alrededor de las caderas y una ceñuda expresión en el rostro.

—Le he dicho... —comenzó a decir Christopher bruscamente, pero se detuvo al percatarse de su error. Enarcó las cejas con asombro y curvó los labios en una lenta sonrisa. No parecía en absoluto perturbado por su propia desnudez—. Erienne... no la esperaba.

¡Obviamente!

El rostro de la joven ardió. Esos hombros anchos y tostados, ese pecho velloso, acrecentaban su turbación, y no se atrevió a bajar la mirada. Extrajo nerviosamente el monedero y abrió la boca para explicar las razones de su visita, pero el sonido de unas pisadas sobre las escaleras provocó un temor a ser descubierta que la paralizó y le hizo olvidar su misión. Su presencia en el corredor con un hombre semidesnudo arruinaría su reputación ante los ojos de todos. Su padre se enteraría antes de terminar la mañana, y no era difícil imaginar la feroz perorata.

Erienne miró ansiosa a uno y otro lado del pasillo. Debía escapar, y su única salida era bajar las escaleras frontales y atravesar el salón comedor. Ya había dado el primer paso en esa dirección, cuando una poderosa mano la detuvo. Antes de que pudiera resistirse, Christopher la hizo entrar en el dormitorio. Ella describió un pequeño círculo y, al volverse, encontró la puerta cerrada. Abrió la boca instantáneamente, pero una mano masculina silenció sus protestas. Él frunció el ceño y sacudió la cabeza en señal de advertencia. Con la otra mano, tomó a la muchacha de la cintura y la atrajo hacia sí. Luego, la alzó para apartarse de la puerta hasta llegar junto a la cama.

Las pisadas se detuvieron frente a la entrada del cuarto, y se oyó un leve rasguño sobre la madera. Los ojos de Erienne estaban dilatados y revelaban su preocupación. Su mirada se fijó sobre el rostro bronceado y, en silencio, le suplicó ayuda.

Christopher se aclaró la garganta, como si acabara de despertarse, y gritó:

—¿Quién es?

—Soy yo, señor Seton —respondió una voz femenina—. Molly Harper, la criada. He decidido traerle personalmente el agua para el baño, porque, esta mañana, el chico que se encarga está ocupado. Yo misma he subido la tinaja hasta aquí arriba. ¿Me abre la puerta para que pueda pasar?

Christopher se volvió hacia Erienne con una ceja levantada, indicando que la propuesta de la criada le resultaba tentadora. Ella captó las intenciones del hombre y sacudió la cabeza con desesperación.

—Un momento, por favor —respondió él.

Erienne se sintió desgarrada por el temor de que el yanqui deseara humillarla, tal como había hecho con su padre. Comenzó a forcejear y se encolerizó al notar que él no la liberaba inmediatamente. Christopher se inclinó para susurrarle al oído:

—Manténgase cerca, Erienne. Se me desprendió la toalla. Si se aparta, la responsabilidad será suya.

La joven cerró los ojos con fuerza y, hundiendo el rostro en el hombro del hombre para ocultar el color carmesí de sus mejillas, se aferró a él con un pánico surgido de la desesperación. Y, en esa posición, no pudo ver la divertida sonrisa que dilató los labios de Christopher.

—Vamos, amor, abra. Esta tinaja pesa mucho. —La súplica fue acompañada de otro golpeteo.

—Paciencia, Molly. —Christopher se detuvo un instante para colocarse nuevamente la toalla. Luego, sus músculos se tensaron y, de haber logrado recuperar el aliento, Erienne hubiera gritado, ya que él la cogió entre sus brazos y la depositó sobre la cama. Ella se sentó con la boca abierta para expresar acaloradamente su objeción ante cualquier cosa que ese hombre tuviera en mente, pero él le cubrió la cabeza con las cobijas, suprimiendo así cualquier comentario.

—Quédese quieta —susurró Christopher con un tono autoritario que exigía inmediata obediencia aun del más rebelde. Erienne pareció congelarse, mientras él, con una sonrisa, removía el otro lado de la cama para simular que acababa de levantarse.

Desesperantes imágenes de un posible destino atravesaron la mente de Erienne. Pensó en la terrible humillación que sufriría si la llegaban a descubrir en la cama de ese hombre. Sus temores florecieron, su ira se acrecentó, y levantó las cobijas para escaparse de la trampa que él le había tendido. En el instante siguiente, contuvo la respiración y volvió a cubrirse la cabeza con las mantas: la imagen de Seton completamente desnudo, junto a la silla que contenía sus ropas, era demasiado para sus ojos de virgen. Tan sólo fue un segundo, pero esa figura alta, bronceada, de espaldas anchas, bañada por la rosada luz del sol naciente, quedaría grabada para siempre en la memoria de Erienne.

Christopher soltó una breve risita cuando vio como ella se acurrucaba en la cama, obedeciendo, por fin, su advertencia. Se ciñó sus calzones y caminó hacia la puerta.

Molly conocía su trabajo, y el pueblo de Mawbry le cuadraba a la perfección, ya que allí la competencia era inexistente. Cuando Christopher abrió la puerta, ella estuvo adentro en un instante. De inmediato, presionó su cuerpo contra el pecho masculino y enredó los dedos en el ensortijado vello, al tiempo que pestañeaba afectadamente.

—Oh, amor, usted es un maravilloso deleite para los ojos de cualquier muchacha.

—Molly, ya te dije que no necesito tus servicios —declaró Christopher con brusquedad—. Sólo quiero el agua.

—Ah, vamos, amor-murmuró ella con voz cantarina—. Sé que ha estado mucho tiempo en el mar y necesita un poco de cama. A un hombre como usted, yo estaría más que dispuesta a darle todo lo que quisiera, sin exigir ni una moneda.

Christopher extendió su brazo para indicar la cama. —Ya tengo todo lo que deseo. Ahora, vete.

Los ojos de Molly se agrandaron por la sorpresa, cuando se volvió para mirar el objeto señalado. La curvada figura oculta bajo la colcha era inconfundible, y la criada se enderezó indignada, saliendo de la habitación con un violento portazo. Erienne aguardó, sin atreverse a salir de su escondite, asta que Christopher la palmeó en el hombro.

—Ya pasó el peligro. Ahora puede salir.

—¿Está usted vestido? —preguntó ella con cautela, y su voz sonó apagada bajo las gruesas cobijas.

Christopher rió.

—Tengo puestos los calzones, si es eso lo que la preocupa; y me estoy colocando la camisa. —Se estiró para tomar la prenda y se la puso, al tiempo que las mantas comenzaron a bajarse lentamente.

Erienne espió por encima de las frazadas con la cautela de una liebre acorralada, hasta que vio la expresión divertida de Christopher. La petulancia de esos cristalinos ojos verdes fue difícil de ignorar. Con una violenta sacudida, se deshizo de las cobijas y se puso de pie, sujetándose la falda para evitar otra causa de bochorno.

—¡Bufón! —le gritó ella, al tiempo que le arrojaba el monedero—. Me ha hecho esto a propósito.

El pesado monedero golpeó en el pecho de Christopher, que la cogió al vuelo hábilmente, mientras reía.

—¿He hecho qué?

Irritada, Erienne se sacudió la falda y ordenó los rizos que se habían soltado de su sobrio peinado.

—He venido aquí para devolverle el monedero, lo cual, según creí, era muy cortés de mi parte, considerando todo lo que ha hecho usted a mi familia; y, al llegar, ¡usted me arrastra hasta su cama y me avergüenza de esta manera!

—He pensado que no deseaba ser vista. Además, hasta el momento, no veo razón para que se sienta avergonzada. Yo sólo trataba de ayudar. —Su sonrisa divertida no se había desvanecido en absoluto.

—¡Ja! —se mofó ella, y se dirigió hacia la puerta. Al llegar, se volvió para lanzarle una mirada penetrante—. No me agrada que se burlen de mí, señor Seton, pero usted, obviamente, disfruta fastidiando a la gente. Sólo espero que, algún día, se encuentre con alguien tan hábil con las armas como parece ser usted. Me encantaría presenciar tal contienda. ¡Que tenga un buen día, señor!

Erienne salió airadamente del dormitorio, dando un violento portazo tras sí. Saboreó el ensordecedor ruido que había producido, que reflejaba a la perfección la furia que la quemaba por dentro. Más aún, deseó haber dejado una impresión duradera en ese bellaco.

El menosprecio de una mujer suele ser la ruina de muchos hombres y la causa de más de un conflicto. En el caso de Timmy Sears, el galanteo de Molly Harper a Christopher Seton generó un obstáculo del tamaño de una gigantesca piedra. Molly no era Precisamente mujer de un solo hombre, pero no era eso lo que preocupaba a Timmy. Al fin y al cabo, la muchacha tenía que ganarse el sustento de alguna forma. Era sólo que él se había acostumbrado a ser «el primero de la fila», como quien dice, cada vez que visitaba la posada «El jabalí». No era un gran honor, pero él había llegado a considerarlo un privilegio.

Timmy era un sujeto bravío, con una abundante cabellera roja que, por lo general, se proyectaba desordenadamente por debajo de su tricornio. Era bastante inteligente, aunque algo superficial y, siempre que tuviera una complaciente mujer en una mano y un pichel de ale en la otra, podía ser muy generoso y jovial. Era grande y fornido, con una marcada tendencia a desatar rencillas, en especial, cuando contaba con varios hombres de menor tamaño como oponentes. Hacía ya muchas semanas que no participaba de una buena riña, ya que la mayoría de los mozos insensibles del lugar se habían vuelto reticentes a sufrir fracturas de cráneo o piernas, y deliberadamente evadían las altaneras insinuaciones de Sears para iniciar una disputa.

Sin embargo, últimamente, había penetrado en el mundo de Timmy un hombre que, por decirlo llanamente, le sacaba de sus cabales. En primer lugar, el extraño era más alto que Timmy, con hombros tan anchos como los suyos y, quizás, algo más angosto de cintura. Por si eso fuera poco, el hombre era muy refinado, y limpio como una patena, puesto que, obviamente, tomaba, por lo menos, dos o tres baños por mes. Para empeorar las cosas, el fulano tenía una envidiable reputación con las armas, y se comportaba con tal desenvoltura que hacía recapacitar a cualquiera antes de cometer una tontería.

He aquí, pues, el dilema de Sears: Molly había comenzado a actuar como si él no existiera, mientras se deshacía en halagos para ese tal Seton, el mismo que producía comezón en los nudillos de Timmy y que se había instalado en su lugar de esparcimiento favorito, que, por otra parte, era el único de toda la aldea de Mawbry. La misma mujer, cuando se trataba de servir al que la abastecía de chucherías, dejaba apresuradamente plato y pichel, y corría a atender al otro con esmero. Una bagatela lograba iluminar los ojos de la muchacha, pero la recompensa era, por lo general, precipitada y, aunque temporalmente satisfactoria, dejaba a Timmy con la mortificante sospecha de que la dama le hacía pagar a él con creces lo que ofrecía al yanqui sin cargo.

Lo peor de todo era que este señor Seton claramente ignoraba las lisonjeras atenciones de la joven, negando a Timmy una causa para retarlo a duelo. Y, aunque Timmy no dejaba de observarlo con ojos de águila, el hombre jamás se dignaba a pellizcar esas tentadoras nalgas que se contoneaban tan cerca de él, ni a acariciar esos pechos rebosantes que se ofrecían alevosamente, cada vez que Molly se inclinaba a servirlo. Ella usaba blusas con escotes tan profundos, que hacían rugir a Timmy en su agonía y, sin embargo, el yanqui no les prestaba la menor atención. Este hecho hacía el insulto aún más ultrajante a los ojos de Timmy. Rechazar a la dama que despertaba sus celos era como volver la estocada asesina hacia él.

El ánimo de Timmy había sido hostigado con fuerza, y su ira provocada por la total falta de respeto que el extraño mostraba su reputación como bruto, de la aldea. Mientras todos los sujetos respetables y valientes del condado se apartaban del cautos Timmy Sears, el hombre aguardaba pacientemente a que Timmy se alejara del suyo. Eso era suficiente para revolver el estómago del pelirrojo, que comenzó a imaginar la forma de quebrantar la arrogancia del yanqui. No se contentaría hasta desatar una feroz camorra para satisfacer su amor propio.

Alborozo y seriedad se mezclaban en el negocio de compra y venta, cuando los mercados de Mawbry se encontraban abiertos. Los músicos tocaban sus laúdes y sus gaitas para los desenfrenados bailarines, mientras un sinfín de manos aplaudían al compás de la melodía, tentando a los más rezagados a probar su destreza. Erienne observaba atentamente el espectáculo, robar

por añadirse, pero sin lograr persuadir a Farrell para que la acompañara, Él había aceptado visitarlos mercados y no se había opuesto a detenerse para presenciar el baile, debido a que allí se encontraba Molly Harper, pavoneándose y revoleando la falda con total desenfado. Sin embargo, rehusaba exponerse al ridículo a la vista— de todos. Al fin y al cabo, él era un inválido.

Erienne comprendió y no quiso presionarlo, aunque no aprobaba la forma en que su hermano se estaba aislando del resto del inundo. Aun así, éste era un día de júbilo, y las carcajadas y sonrisas eran contagiosas, Los pies de la joven bailaban y sus ojos lanzaban destellos. Comenzó a golpear las manos al compás de la música, hasta que divisó la alta figura de un hombre, apoyado indolentemente contra un árbol cercano. Lo reconoció de inmediato, y notó que la estaba observando con una sonrisa divertida. Los ojos verdosos brillaban con intensidad y su lento, meticuloso y desfachatado escrutinio produjo el rubor y la ira de la joven. Él estaba tratando de fastidiarla deliberadamente, ¡de eso estaba segura! Ningún caballero pundonoroso miraría a una dama de semejante forma.

Erienne elevó la nariz con soberbia y volvió la espalda al hombre con frialdad. Con sorpresa, descubrió que Farrell la había abandonado a su suerte y se encontraba caminando con Molly en dirección a la posada. La criada había pasado tres horas tratando de llamar la atención del yanqui, y ahora buscaba incitar sus celos. Nunca había intentado con tanto ahínco atraer un hombre a su cama y• nunca había fracasado tan rotundamente. La forma en que ese hombre la ignoraba era suficiente para aniquilar el amor propio de una pobre doncella.

Mientras Erienne rechinaba a causa de la irritación, una mano se posó sobre su brazo. Se sobresaltó, azorada ante la rapidez con que Christopher Seton había logrado cubrir la distancia que los separaba. Se sintió aliviada al descubrir que no se trataba del yanqui, sino de Allan Parker.

El alguacil se llevó una mano al pecho, para efectuar una breve pero cortés reverencia y enunció lo evidente con una complacida sonrisa en los labios.

—Su hermano la ha dejado sin escolta, señorita Fleming. Nunca se sabe qué momento elegirán los miserables bandidos escoceses para atacar la aldea y llevarse a nuestras bellas doncellas. Por lo tanto, he venido a ofrecerle mi protección.

Erienne rió vivazmente, deseando que ese yanqui odioso y sinvergüenza fuera testigo de los finos modales de este hombre. Al menos, había alguien en la aldea que sabía comportarse como un caballero.

—¿Le agradaría unirse a la danza? —invitó Allan.

Ella sonrió, arrojó la pañoleta sobre un arbusto y apoyó su mano sobre la del hombre, echando una subrepticia mirada hacia el mequetrefe libertino, mientras el alguacil la conducía hasta la ronda de bailarines.

El yanqui continuaba sonriendo como un estúpido engreído, y la sospecha de que todo le divertía echó a perder el momentáneo placer de la muchacha.

Sin embargo, el alegre rigodón la hizo olvidar al observador, para concentrarse en la danza. Christopher se situó delante de los demás espectadores y, con los brazos cruzados sobre el pecho y las largas piernas apenas separadas, daba la impresión de ser un rey de la Antigüedad frente a la multitud de su pueblo, como si, con su espada mágica, los hubiera rescatado de algún cruel opresor. El extraordinario aspecto de ese hombre no pasaba inadvertido a las mujeres, ya fueran jóvenes o ancianas. Coquetas miradas y sonrisas seductoras lo escoltaban a su paso, pero él no parecía advertirlas; sus ojos seguían a la esbelta joven de cabello oscuro y vestido morado, que danzaba al compás de la música. El cuidadoso estudio de Erienne Fleming por parte del caballero se tornó evidente para casi todas las damas del lugar, y el hecho

provocó un duro golpe de desilusión, capaz de detener varios corazones.

Un enorme vehículo, identificable como el carruaje de los Talbot, se detuvo en las cercanías, y Christopher aprovechó la excusa para estorbar al alguacil. Se abrió paso entre los bailarines y, al llegar al hombre, lo palmeó ligeramente en el hombro.

—Discúlpeme, Allan, pero he creído oportuno avisarle de la llegada de la señorita Talbot.

Allan se giró y, al ver el coche, frunció levemente el ceño. Con un gesto de disgusto, presentó sus excusas a su compañera y se alejó apresuradamente. Erienne lanzó una mirada helada al hombre que permanecía a su lado, bajo los ojos curiosos de la multitud, que los observaba con amplias sonrisas. Suaves codazos atrajeron la atención de los más distraídos y, entre risas ahogadas, comenzaron a esparcirse conjeturas, en susurros.

—¿Desea continuar la danza, señorita Fleming? —inquirió Christopher con una sonrisa cortés.

—¡Desde luego que no! —exclamó Erienne, y se alejó con la cabeza erguida y el paso decidido, a través de la multitud boquiabierta. Se abrió camino entre las tiendas y cabañas provisionales de los mercaderes, tratando de ignorar al hombre que parecía empeñado en acosarla. Al ver que no podía ganar distancia, debido a las enormes zancadas del yanqui, le vociferó una orden por encima del hombro.

—¡Aléjese! ¡Me está molestando!

—Vamos, Erienne —insistió él con voz dulce—. Sólo estoy tratando de devolverle la pañoleta.

Ella se detuvo, percatándose de que se había olvidado de la prenda, se volvió para mirarle. Sus ojos violáceos ardieron de ira bajo a mirada burlona del hombre y, en un arrebato de furia, intentó arrancarle la pañoleta de las manos, pero la encontró firmemente sujeta a los dedos del hombre. Dirigió una mirada fulminante hacia aquellos brillantes ojos verdes, pero las palabras acaloradas que estaban a punto de abandonar su boca, fueron interrumpidas por una voz femenina que llamaba:

—¡Hiuju, Christopher!

Claudia se acercó presurosa, con Allan pisándole los talones. Erienne sintió una súbita y aguda irritación cuando vio a la mujer, pero dejó caer la culpa sobre su propio estado de ánimo. Claudia tenía puesto un vestido de seda color coral y un sombrero de ala ancha al tono. El atuendo parecía algo exagerado para un mercado de campo, pero teniendo en cuenta su avidez por atraer la atención, no podía esperarse de esa joven una entrada menos ostentosa.

Claudia lanzó a Erienne una irónica mirada de desdén y, sin prestar más atención a la muchacha, se volvió hacia Christopher. —Me agrada ver que aún continúa usted en Mawbry, Christopher —trinó—. Temía no volver a encontrarlo nunca más.

—Aún no he finalizado mis negocios en Mawbry y, según marcha todo, puede que deba quedarme algún tiempo más. —Se giró para observar la mirada desafiante de Erienne y sonrió con indolencia.

Claudia advirtió el intercambio y ardió de ira al pensar que la otra mujer compartía algún secreto con el yanqui. A fin de llevarse al caballero, revoleó una mano para señalar la posada.

—Durante la feria, el posadero suele preparar unos manjares dignos de reyes. Me preguntaba si le agradaría comer algo conmigo. —Sin esperar la respuesta, se volvió para regalar al alguacil con una afectada sonrisa—. Y, desde luego, usted nos acompañará, Allan.

—Encantado. —Se volvió cortésmente hacia Erienne—. ¿Sería tan amable de acompañarnos?

El deseo de patear las canillas de Allan tuvo que ser reprimido, y Claudia no pudo hacer otra cosa que atravesar a Erienne con una mirada penetrante. Debajo del ala ancha de su sombrero, los ojos de la señorita Talbot se entornaron amenazadores. La muchacha se percató de la advertencia.

—No... no puedo. —Erienne observó la sonrisa complacida que afloró a los labios de la mujer, y deseó poder borrársela con una respuesta diferente; pero no podía despilfarrar el dinero. Sin embargo, el permitir que la dama se creyera victoriosa en sus intentos por intimidar a su rival, era un amargo trago para su orgullo—. En realidad, debo regresar a casa. Mi familia estará esperándome.

—Pero su hermano está ahora en la posada —le hizo notar Allan— No puede usted negarse a acompañarnos.

—No... no. De veras, no puedo. —Al ver que los hombres esperaban impacientes una excusa plausible, Erienne se encogió de hombros y admitió—: Me temo que no tengo dinero.

Christopher no tardó en desechar el problema.

—Estaré encantado de correr con los gastos, señorita Fleming. —Ella le envió una mirada furibunda, pero los ojos de él brillaron desafiantes, retándola a aceptar—. Por favor, permítame invitarla.

Claudia era lo bastante inteligente como para saber que sería severamente criticada si expresaba en voz alta sus protestas. Probó, una vez más, con su mirada fulminante, exigiendo a Erienne, en silencio, que captara la advertencia, sin percatarse de que precisamente esa mirada colérica decidiría a la otra muchacha.

—Gracias —murmuró Erienne—. Estaré encantada de acompañarlos.

Ambos hombres se adelantaron para ofrecerle sus brazos, transformando la sorpresa de Claudia en exasperación. La mujer se irguió indignada, pero se apaciguó al ver que Erienne claramente ignoraba el brazo de Christopher para tomar el de Allan.

Erienne no estaba muy segura de querer que Farrell la viera en compañía de Christopher, y sintió un gran alivio al descubrir que su hermano no se hallaba presente en el salón comedor. Pero, entonces, recordó la mañana en que Molly se había acercado al dormitorio del yanqui para brindarle placer, y lanzó una mirada inquieta a la escalera, temerosa de que la mujer estuviera ofreciendo a Farrell los mismos servicios.

De pronto, se percató de que Christopher la estaba observando y, cuando se volvió para mirarlo, las profundidades del Mar del Norte no podrían haber sido más heladas que sus ojos azul-violáceos. Ella esperaba una mirada lasciva y burlona. En cambio, la sonrisa del hombre denotó compasión. Aun así, la idea de que él pudiera sentir lástima por ella o por algún miembro de su familia la enfureció y, silenciando su ira, se acomodó en la silla que Allan le estaba ofreciendo.

Christopher ayudó a Claudia a sentarse al otro lado de la mesa y él se situó entre ambas jóvenes, intensificando así la furia de Erienne. La cercanía de ese hombre era mortificante para su pasado, presente y, sin duda, futuro estado de ánimo.

A la manera de alguien habituado a ejercer la autoridad, Christopher ordenó los platos de todos y un vino suave para las damas. Pagó por adelantado, y Allan pareció complacido de concederle el honor. Al llegar el banquete, Claudia se dignó a quitarse, por fin, el sombrero; pero, antes de probar bocado, se arregló cuidadosamente la melena.

La puerta se abrió, y Erienne palideció ante la llegada de su padre. La joven estaba de espaldas a la entrada, y no se atrevió a girarse para mirarlo mientras caminaba airosamente hacia el mostrador. Avery arrojó el dinero para un ale y, al recibir su pichel, se apoyó sobre la barra para observar el salón mientras bebía. De pronto, escupió violentamente la cerveza, cuando sus ojos se toparon con Erienne y Christopher sentados a la misma mesa. Atravesó la habitación con paso tambaleante, atrayendo todas las miradas hacia si. Erienne lo oyó acercarse y el corazón le dio un vuelco. Avery estaba más allá de sus cabales y sólo podía ver el hecho de que su hija se hallaba en compañía de su enemigo más acérrimo. Sujetó violentamente el brazo de la joven y la arrastró fuera de la silla, frente a la sonrisa presuntuosa de Claudia, oculta tras un vaso de vino.

—¡Mocosa endiablada! ¡Cómo te atreves a salir a mis espaldas con este yanqui bastardo! —la regañó Avery con vehemencia—. ¡Te juro que ésta será la última vez que lo haces!

El alcalde levantó un puño con suficiente fuerza como para fracturar la mandíbula de su hija, y Erienne trató de protegerse, segura de que el golpe la alcanzaría brutalmente, pero, una vez más, su fiel protector salió en su defensa.

En un arrebato de cólera, Christopher se levantó de su silla y atrapó la muñeca de Avery, para apartarlo de la hija con violencia.

—¡Quíteme sus sucias manos de encima! —bramó el hombre corpulento, intentando liberarse, pero la poderosa mano del otro continuaba sujetándolo con firmeza.

La voz de Christopher sonó devastadoramente tranquila. —Le suplico que modere sus exabruptos, alcalde. Su hija ha venido aquí con que alguacil y la señorita Talbot. ¿Sería usted capaz de insultarlos con tan desagradable escándalo?

Como recién salido de las tinieblas, Avery se percató de la presencia de los otros dos sentados a la misma mesa. Con el rostro enrojecido, se apresuró a farfullar una disculpa, y Christopher lo soltó, refrenando el impulso de empujarlo. Le hubiera encantado ver al alcalde tirado por el suelo.

Avery volvió a asir el brazo de su hija y la arrastró hasta la puerta.

—Ahora, vete a casa y prepárame una buena comida. Yo regresaré cuando haya probado uno o dos manjares aquí.

Con lágrimas de humillación rodando por sus mejillas, Erienne corrió hasta su casa. Ahora deseaba no haber aceptado el desafío que había lanzado Claudia con su mirar amenazante. Con la ignominia que había sufrido en la posada, le resultaría extremadamente difícil mantener la cabeza erguida frente a la arrogante mujer.

Luego, estaba otro asunto. Claudia llegaba a ser perversa en su desmedida ambición de ser proclamada la belleza sin par del condado del norte y, para alcanzar tal fin, utilizaba la lengua en difamar, injuriar o destruir, ignorando la verdad. Como un látigo, la lengua de esa dama tenía la habilidad de hacer a uno retorcerse en agonía. Erienne estaba segura de que, en los labios de esa mujer, su reputación sería vilmente desollada. Sin duda, Claudia pintaría una imagen tergiversada ante los ojos del yanqui.

—¿Qué me importa? —murmuró Erienne, acongojada—. Al fin y al cabo, Claudia y el señor Seton fueron ciertamente hechos el uno para el otro.