CAPITULO 5

SI pudiera existir algo semejante a un albino gris, entonces ése era, sin duda, el siguiente candidato de Erienne. Con su cabello gris arratonado, su rostro grisáceo, sus acuosos ojos grises y un leve tono azulino alrededor de sus labios, Harford Newton no podía ser descrito de otra forma. Sus regordetas manos grises eran sudorosas, y constantemente se llevaba un pañuelo a los labios o a la nariz, que no dejaba de gotearle. A pesar de su enorme tamaño, parecía sufrir terriblemente el frío del invierno, ya que, aun cuando el día era bastante templado, llevaba las solapas del abrigo levantadas y una gruesa bufanda alrededor de su macizo cuelo. Su forma y postura se asemejaban a un melón sobremaduro: no demasiado gordo, pero bastante fláccido. Sus modales eran los de un gato consentido, exigente y arrogante. Sin embargo, a diferencia de los del gato, sus ojos, al toparse con una mirada directa, parecían ocultarse en la redondez de su rostro.

La idea de esas manos calientes, húmedas, acariciándola anhelantes en la cama, provocó una aguda sensación de pánico en Erienne. Recordó una vez cuando, siendo niña, se había lanzado a correr velozmente por los páramos, para sufrir luego un terrible malestar de estómago: algo semejante a lo que ahora experimentaba al mirar a Harford Newton. Al percatarse de que no le sería posible tolerar a este nuevo candidato, se le congeló la mente, como se forma el hielo en la superficie de una pe quena laguna y, entonces, le vinieron a la memoria las palabras de Christopher. El hombre había sido arrogante al creer que ella lo preferiría antes que a cualquier otro pretendiente, y se irritó al pensar que las suposiciones de ese bellaco podrían ser acertadas.

Con enorme fuerza de voluntad, Erienne logró conservar una máscara de fría cortesía con el nuevo candidato. Una y otra vez, esquivó sus avances, esperando inútilmente que él interpretara el significado de sus constantes negativas. El hombre no dejaba de rozarle el pecho con el brazo, o de acariciarle el muslo con la mano, como si ya hubiera establecido sus derechos sobre ella. Erienne tenía miedo de volver a romper la paciencia de su padre,

pero, al llegar a un estado de total desesperación, no tuvo más remedio que disculparse. Corrió a encerrarse en su cuarto y, negándose a escuchar las amenazas de Avery, rehusó regresar a la sala hasta asegurarse de que Harford Newton se había marchado para no volver jamás. Cuando vio alejarse el anticuado carruaje de su pretendiente, dejó escapar un largo suspiro de alivio. Sin embargo, la idea de lidiar nuevamente con la furia de su padre anuló por completo su efímero sentimiento de satisfacción. Al regresar a la sal a, lo encontró sirviéndose una bebida fuerte, e intentó juntar fuerzas cuando él le lanzó una siniestra mirada.

—He tenido que hacer maravillas para lograr que este hombre viniera, niña, y juro que se le iluminaron los ojos cuando te vio. Estaba seguro de que habíamos encontrado al candidato ideal. ¡Pero no! —Sacudió una mano con desdén—. ¡Tú y tus arrogantes modales! ¡Te quedarás sin ninguno!

Erienne sacudió la cabeza y soltó una risa nerviosa. —Bueno, aún nos queda la oferta del señor Seton.

Avery golpeó la mesa con el puño y le echó una mirada furibunda.

—¡Prefiero verte calcinada en el infierno, antes de permitir que ese hombre te ponga las manos encima!

Erienne rió para ocultar el dolorido tono de su voz.

—¡De veras, padre! Tu interés en mí es conmovedor, y el valor que me asignas, al menos en libras esterlinas, es casi sorprendente.

El la observó por un instante, atravesándola con los ojos. —¿Y qué supones que haré para preservar tu maldita castidad, niña? ¿Pasarme el resto de mis días en la prisión de deudores? —Se rió con desprecio—. Es verdad que, alguna que otra vez, he invertido algo de dinero en los juegos de naipes, pero también he gastado la misma cantidad en ti y en tu hermano. No me parecería mal si decidieras devolverme una parte aceptando a un hombre con algo de oro en el bolsillo y capaz de perdonar tu falta de dote. No te pido demasiado. De todos modos, ya te estás haciendo vieja. Pero no, ¡preferirías verme en la prisión de Newgate, antes que arriesgar tu condenada virginidad!

Erienne se volvió para ocultar las lágrimas que amenazaban con asomar en sus ojos.

—Es mi virginidad la que está en juego. ¿Pero a ti qué te importa? Tú te ríes como un sabueso satisfecho, mientras tu propia hija tiene que luchar contra las fieras.

—Conque fieras, ¿eh? —Avery sacudió la cabeza y bebió el último trago de licor, para luego mirar el vaso vacío con desagrado—, Lo peor que le puede ocurrir a un hombre es que su propia hija se vuelva tan presuntuosa, que ni siquiera sea capaz de satisfacer sus deseos. —Tomó a la joven de un brazo y la sacudió con violencia para atraer su atención—. ¿Acaso crees que existe alguna otra forma? —La perforó con sus ojos dilatados y se llevó la mano al estómago—. Siento un desgarrador miedo aquí, cuando pienso que tendré que acabar mis días en una celda fría y húmeda. Estoy muy presionado, niña, y no tengo otra salida. Pero te advierto que buscaré uno y otro candidato, ¡hasta que encuentre al que satisfaga tus exquisitos gustos!

—Bien sabes que no me gustaría verte en una celda-sostuvo Erienne—. Pero yo también tengo algo de orgullo, y no deseo venderme a uno de esos pavos sonrientes por el precio de dos mil libras. ¿No crees que una esposa vale más que eso, padre?

—¡Dos! —Avery echó la cabeza hacia atrás y soltó una estruendosa carcajada—. ¿Qué te parece si doblas esa cantidad, niña? Dos mil libras le debo a ese galán engreído, y otras tantas a los comerciantes aprovechados de Wirkinton.

—¿Cuatro? ¿Cuatro mil? —Erienne miró a su padre, azorada—. ¿Quieres decir que te has jugado dos mil libras con Christopher Seton cuando ya debías esa cantidad?

Incapaz de enfrentar los ojos reprobadores de su hija, Avery se miró sus dedos cortos y regordetes.

—Habría pagado mis deudas si ese bellaco no hubiera sido tan rápido con los ojos.

Una corriente helada trepó por la columna de Erienne. —¿Quieres decir que... que hiciste trampa?

—Era demasiado dinero para perderlo. ¿Entiendes? ¡Tenía que hacer algo!

La joven quedó anonadada por el impacto. ¡Christopher Seton tenía razón! ¡Su padre había hecho trampas! ¿Y Farrell? ¿Había él defendido el honor inexistente del alcalde?

Erienne se volvió para evitar seguir mirando a su padre. Él había permitido que su hijo desafiara a Christopher, sabiendo que uno de ellos podía morir. ¡Por supuesto! Había esperado que muerto resultara ser Christopher Seton. Hubiera sido capaz de cometer un asesinato, sólo para evitar la deshonra de la que era merecedor.

Pero habría sido Farrell el que hubiese pagado el precio de su engaño y ahora le correspondía a ella ser utilizada, tal como lo habían sido su hermano y su madre.

Habló con tono severo, ofuscado, sin ocultar su sarcasmo. —¿Por qué no me colocas sobre una plataforma y me ofreces al mejor postor? Puedes venderme como esclava, tal vez, por diez o quince años. Después de todo, siempre que puedas pagar tus deudas, ¿qué importancia tiene si me convierto en esposa o en esclava?

Erienne hizo una pausa, esperando una pronta negativa, pero, ante el silencio de su padre, se volvió lentamente para mirarlo con horror. Él apoyó un codo sobre el respaldo de una silla y le devolvió la mirada con un brillo salvaje en los ojos.

—¿Sobre una plataforma, dices? —reflexionó en voz alta, frotándose las manos con júbilo—. ¿Sobre una plataforma? ¿Sabes que no es una mala idea, niña?

—¡Padre! —Se asombró al percatarse de lo que acababa de hacer. Había repetido el sarcasmo de Christopher, y éste se había vuelto como un alud sobre ella. Entonces, trató de explicarse—: Lo he dicho en broma, padre. Con seguridad, tú no lo tomarás en serio.

Avery no pareció haberla oído.

—Eso atraería a unos cuantos candidatos. La mejor oferta... a cambio de una esposa amable y hermosa.

—¿Esposa? —repitió Erienne con desesperación.

—Una esposa capaz de trabajar con los números y escribir correctamente podría valer una buena suma, probablemente más de dos mil libras. Y una vez cerrado el trato, ella no puede rehusarse al manoseo.

Erienne cerró los ojos, tratando de serenarse. ¿Qué diablos había hecho?

—Claro que tendría que pensar en alguna forma para evitar que el bastardo de Seton la obtenga. Está deseoso por conseguirla, ese asqueroso. Vi cómo la miraba en el carruaje, como si hubiera estado a punto de poseerla en ese mismo lugar. Sí, tiene que haber algún modo de evitarlo.

—Padre, te lo ruego —suplicó Erienne—. Por favor, no me hagas esto.

Avery rió, sin prestarle atención.

—Pegaré los anuncios en las calles, eso haré. Le pediré a Farrell que los escriba. ¡Así será! —Levantó un dedo para señalar su supuesta citación—. Al señor Christopher Seton no le estará permitido participar en la subasta.

Con la risa de un niño travieso, Avery se dejó caer sobre el borde de una silla y se palmeó una rodilla con expresión jubilosa. Sus ojos brillaban, puesto que ya podía saborear la venganza con que se desquitaría de su peor enemigo. Y ni se inmutó cuando su hija salió corriendo de la habitación.

A media mañana del día siguiente, los anuncios ya se encontraban clavados en diversos postes de la aldea. Proclamaban que, En diez días a partir de la ficha, tendría lugar un inusual acontecimiento. La dama Erienne Fleming sería vendida como esposa al mejor postor. La subasta se desarrollaría frente a la posada o, en caso de mal tiempo, en el salón comedor. El anuncio convocaba a todos aquellos hombres que contaran con una considerable suma de dinero in el bolsillo, ya que si fijaría un precio mínimo para la adquisición de tan talentosa y bella mujer. Al pie del escrito, se advertía a un tal Christopher Seton que no le sería permitido tomar parte en el evento.

Ben salió tambaleándose de la posada cuando vio al yanqui montado en su oscuro potrillo frente al tablero de anuncios. Miró a Christopher y, descubriendo sus dientes negros con una mueca, señaló el letrero.

—Aquí dice que usted está excluido de la subasta, jefe. El rumor si ha extendido rápidamente. Como usted mi dijo que no pensaba casarse, el viejo Ben si ha estado preguntando cuáles son sus intenciones. Quizás, el alcalde tenga otras razones, además de su hijo, para mantenerlo a usted alejado de su niña.

—Aún no. —La respuesta fue directa. El anciano cloqueó con regocijo. —Eso suena como una amenaza, jefe.

Christopher asintió con la cabeza y dio riendas a su potrillo, para alejarse al trote.

Christopher Seton se despidió del maestre, bajó del buque, trepó hasta el muelle, y comenzó a caminar lentamente hacia «La Cierva Roja», una taberna del puerto, famosa por su cerveza hilada, enfriada junto a bloques de hielo in un sótano. Iba hilando sus pensamientos, mientras atravesaba las callecitas angostas de la zona portuaria.

El capitán Daniels había regresado de Londres con el buque, cargando varias compras que Christopher había ordenado. A primera hora de la mañana, volvería a zarpar hacia el lugar que Seton había marcado en las cartas náuticas. Allí, el capitán depositaría la carga in puerto y retornaría a Wirkinton por un tiempo, antes de navegar nuevamente hacia Londres, para luego surcar los mares de la costa. Si habían fijado turnos para que, antes de levar anclas, parte de la tripulación dispusiera de algunas horas libres in las tabernas, al tiempo que los otros ocupaban sus puestos de vigilancia in la nave.

«La Cierva Roja» estaba vacía a esa hora de la tarde. Christopher cogió su ale y eligió un lugar confortable, junto al inmenso hogar encendido que caldeaba el salón. Observó las inquietas llamas, que lo hipnotizaban con su danza; pero sus pensamientos estaban concentrados en una sedosa masa de cabellos negros. Unos ojos azul-violáceos brillaban con luz propia, y el color de sus profundidades lanzaba destellos, como una exquisita gema multicolor. Una expresión airada unió las curvadas cejas, y las lagunas violáceas se tornaron frías y penetrantes. Christopher buscó en su memoria y encontró un momento in el que los ojos brillaban llenos de risa, y atesoró esa imagen in la mente.

Luego, se sumó una nariz. Fina, recta, delicada, algo graciosa, casi perfecta. Los rasos eran suaves; el rostro, m demasiado alargado, ni demasiado redondo, sino ovalado, con pómulos salientes, coloreados con un ligero toque de rubor.

Un par de labios completó la imagen. No los fruncidos capullos rosados de las damas sonrientes de la corte, sino dos líneas apenas curvadas, lo bastante anchas para ser expresivas y enérgicas. .

Una expresión reprobadora hundió la comisura y, una vez más, Christopher buscó en sus recuerdos, hasta encontrar un instante en que los labios se curvaron in una dulce sonrisa. Allí se detuvo su mente y ardió al rememorar la suavidad de esa boca bajo la suya.

El resto apareció de repente. Unas piernas largas, esbeltas, y un cuerpo que poseía la gracia de una gata, no excedida en grasas, como las delicadas mujeres de la noche, ni demasiado flacucha y huesuda; sino de una sutil fuerza y honestidad, que le conferían una natural, casi ingenua elegancia. Con todo, ella no parecía consciente de su propia belleza, y era sólo Erienne, apartada y por encima de las otras, quien se había apoderado los recuerdos de Christopher.

Ella prometía ser una de esas mujeres que no si retrasan ni se adelantan, sino que caminan junto al hombre de su elección. El hecho de verse privado de la compañía de esa dama era, para Christopher, un severo castigo. Tenía la certeza de que Erienne estaría mucho mejor lejos del tierno cuidado de su padre y de la buena influencia de su hermano. Pensó, entonces, que la subasta lograría apartarla de su familia. Sin embargo, eran muchas las posibilidades de que la joven saltara de la sartén, sólo para aterrizar en el fuego. Los candidatos que él había conocido le bastaban para reunirlos a todos in la categoría de fuego; y estaba seguro de que, al menos, unos cuantos asistirían para efectuar sus ofertas.

El sarcasmo de Erienne le volvió a la memoria. ¡Trapacero! ¡Jorobado! ¡Maltrecho! La joven tenía altas probabilidades de ganar un hombre con, por lo menos, uno de esos tres calificativos.

De hecho, como estaban las cosas, difícilmente lograría ella evitarlo.

El ensueño de Christopher fue interrumpido por un bullicioso grupo de hombres que atravesaron la entrada principal de la taberna. Se trataba de una docena aproximada de sujetos, y no resultaba difícil adivinar que no era ésa la primera cantina que visitaban. Una voz ronca y estridente se levantaba por encima del resto, y Christopher volvió la cabeza para encontrar a Timmy Sears en el centró del grupo, comportándose cómo si fuera su líder.

—Aquí, muchachos —bramó el pelirrojo con desusado buen humor—. Arriba esas barrigas, que Timmy los invita a otra vuelta de cerveza.

Un alborotador coro de vítores reveló la favorable disposición de los otros por aceptar semejante acto de generosidad, a la vez que el señor Sears arrojaba un pesado monedero sobre el mostrador. Un servicial cantinero se apresuró a preparar sus picheles más grandes, para luego llenarlos con generosas medias de ale. Las crudas bromas y las conversaciones vulgares fueron silenciadas por un momento, mientras los ávidos sujetos tragaban ruidosamente su bebida. Incluso el eterno Haggard hundió la nariz en la espuma y sorbió ávidamente la cerveza, mojándose hasta las mejillas y el cuello. Una vez aplacada la sed, se reanudó la conversación.

—¡Aargh! —Timmy se aclaró la garganta—. Hasta las mejores cervezas pierden el gusto cuando se las enfría demasiado. Deben estar templadas cómo el día, para que un hombre pueda disfrutar de su sabor. —Su sabiduría no pasó inadvertida entre sus compañeros, que, al unísono, asintieron con la cabeza y murmuraron su consentimiento.

—¡Eh, Timmy! —gritó una voz estridente, a la vez que unos nudillos repletos de cicatrices golpeaban el mostrador junto al monedero del pelirrojo—. Tienes un buen botín aquí dentro. ¿Vas a participar en la subasta de Avery?

—¡Sí! —Sears hinchó el pecho y apoyó las manos sobre la barra—. Y estoy dispuesto a ofrecer tanto cómo... eh... quizás unas cien libras.

—¡Guau! —Otro sacudió una manó fláccida en un fingido gestó de asombro—. ¿Cien libras por una simple mujer? Timmy lanzó una mirada ceñuda al bromista.

—¡No se trata de una simple mujer! La quiero para esposa. —Pero tú ya tienes una esposa —protestó el otro.

Timmy Sears se incorporó y miró al techó con aire pensativo.

—Pero si consigo ésta, puede que organice yo mismo una subasta para vender a la otra.

—¡Jo!-gritó Haggard—. Esa no vale ni diez chelines, menos aún cien libras.

—¡Claro que sí! —declaró Timmy, tratando de reforzar el presunto valor de su actual mujer—. A la dama todavía le quedan unas cuantas noches de placer.

—Si es así —se interpuso otro—, ¿por qué quieres a la otra? —Porque me hierve la sangre cada vez que la veo —admitió Timmy con una amplia sonrisa—. Por eso.

—¡Apuesto a que sí! —se rió un miembro no identificado desde que Molly te hizo a un la... ¡ay! —Un codazo en las costillas advirtió al hombre, pero llegó demasiado tarde.

—¿Qué ha sido eso? —Timmy miró a su alrededor, frunciendo el entrecejo con expresión amenazadora—. ¿Qué ha sido lo que acabó de oír? ¿Dices que Molly me hizo a un lado?

—Ahh. —El hombre trató de enternecer al pelirrojo con su compasión—. Todos sabemos que la muchacha ha perdido el juicio por ese yanqui.

Timmy giró su cabeza gacha, al modo de un toro que está a punto de atacar, mientras trataba de identificar al intrépido que había osado mofarse de él de una manera tan despiadada.

—¿Yanqui? —repitió con los dientes apretados—. ¿Que Molly me hizo a un lado, dices?

—Ay, Timmy —el tonto se delató—, no fue por tu cul... Sus palabras fueron interrumpidas por un fuerte "punch», producido por un inmenso puño que descendió violentamente sobre su quijada.

El hombre se tambaleó hacia atrás, sacudiéndose de forma convulsiva, mientras su atontado cerebro luchaba por mantener el equilibrio, hasta que cayó desarticulado sobre la pequeña mesa que se encontraba junto al mismísimo sujetó del que habían estado hablando.

Christopher había previsto la caída y, luego de tomar su pichel, se incorporó y se hizo a un lado rápidamente. El maltratado cayó al suelo y rodó, lanzando gemidos de dolor. El yanqui caminó con calma por encima del cuerpo tendido del hombre, emergiendo de las sombras que lo habían ocultado hasta el momento.

Sears casi se atraganta al reconocerlo.

—Bueno, muchachos... —caminó dándose aires enfrente de sus camaradas, mientras trataba de abrirse camino por entre las mesas hacia su enemigo, el culpable de todas sus desdichas-aquí está el yanqui del que estábamos hablando. Ahora pueden verlo claramente. Una especie de mequetrefe elegante, como si no pudiera vestirse como el resto de nosotros.

Haggard se inclinó hacia adelante para tener una mejor visión, pero su cabeza se interpuso en el camino del brazo de Timmy, que se extendió para señalar al caballero norteamericano. El andrajoso sacudió el miembro golpeado y luego se metió un dedo en el oído para librarse de un persistente zumbido.

—Señor Sears —Christopher se dirigió al pelirrojo con voz suave pero firme, interrumpiendo así el repentino silencio que había llenado la habitación—, las tonterías que he oído en estos últimos minutos me bastan ya para el resto de mis días. —Su humor no era de los mejores cuando entró el grupo en la taberna. Su paciencia había sido puesta a prueba reiteradamente en esos últimos días, y estaba a punto de perderla por completo. No se sentía con ánimos para tolerar más sandeces.

Timmy no era ningún tonto. Conocía la agilidad del yanqui y decidió que lo mejor sería recurrir a una pe quena ayuda. Entraría en la contienda una vez que los otros hubieran ablandado al hombre.

Aquí lo tienen, muchachos —desafió a sus compañeros—. Este es el rebelde que vino a nuestra aldea de Mawbry para volver locas a todas nuestras mujeres. Bueno, por la forma en que todas lo han estado nombrando, pueden ustedes apostar a que este hombre no ha hecho más que arrastrarse de cama en cama. Incluso Molly se ha alterado, y pueden estar seguros de que él jamás le ha pagado a la muchacha su precio, con la cantidad de damas que se le ofrecen gratuitamente.

Timmy no se percató de que, mientras él hablaba, otros hombres habían llegado a la taberna, entremezclándose con sus compañeros. Haggard fue el único que se preocupó por el hecho de que, al caer la tarde, las tripulaciones de los barcos solían bajar a tierra, y los recién llegados vestían de una forma muy extraña para ser marineros ingleses. Tiró nerviosamente de la manga de Timmy para atraer su atención.

—Ahora no, Haggie. —El pelirrojo lo apartó, sin siquiera mirarlo, y continuó tratando de incitar a su grupo—. Aquí tenemos al señor Seton, que se ha mostrado demasiado cariñoso con la hija del alcalde y por eso fue excluido de la subasta. Es demasiado elegante para la buena de Molly.

Un airado murmullo se desató entre sus compañeros ante la evidente afrenta contra la gentil damita que todos conocían tan bien. Christopher bebió tranquilamente un sorbo de su cerveza, al tiempo que la puerta de la taberna volvió a abrirse para dar paso a otros cuantos marineros. Uno de ellos era alto y canoso,

y llevaba puesta una chaqueta azul marino, como las que suelen usar los capitanes. El hombre se sumó al resto de sus compañeros para presenciar la escena.

Haggard se acercó a Timmy para suplicarle nuevamente su atención, tirándole de la manga, mientras miraba nervioso en derredor.

—¡Apártate! —le ordenó Sears, empujando al compañero con rudeza—. ¿Ven cómo se ríe tontamente detrás de su ale, muchachos? Tiene miedo de decirnos lo que piensa de los hombres de Mawbry.

—Si usted de veras desea saber lo que pienso, señor Sears —respondió Christopher con tono gentil, pero lo suficientemente fuerte como para superar las ofuscadas protestas de los compinches de Timmy—, en mi opinión, usted es un tonto. El alcalde difícilmente aceptará sus miserables cien libras, cuando me debe veinte veces esa cantidad. Además, dudo de que la joven estuviera dispuesta a complacerlo a usted. Según tengo entendido —una amplia sonrisa se dibujó en su rostro—, ella sólo come cerdo cuando está bien salado.

—¿Cerdo? —Timmy reflexionó confundido por un instante, hasta que interpretó el significado del sarcasmo—. ¡Cerdo! ¡Ustedes lo oyeron, muchachos! —bramó—. ¡Me llamó cerdo! —Dio un paso hacia adelante e hizo un ademán para indicar a sus compañeros que lo siguieran—. ¡Démosle su merecido a este canalla! ¡Vamos, muchachos!

Luego de una breve agitación, sus compañeros se detuvieron para mirar con cautela los poderosos puños que los sujetaban de los hombros. Sus miradas se elevaron hacia las sonrisas diabólicas, que parecían formar un interminable muro detrás de sus espaldas, y enseguida descartaron la idea de respaldar a Timmy en su contienda.

Haggard tomó con desesperación el brazo del pelirrojo, hasta que, por fin, logró atraer su atención.

—¡¡E... ellos... ellos son...!! —No pudo culminar la frase, pero apuntó repetidamente el dedo hacia los hombres. Timmy se dignó a mirar y se le endureció la mandíbula cuando vio a la veintena de sujetos formados en silencio detrás de sus compañeros. Haggard sacudió el pulgar por encima de su propio hombro para señalar a Christopher—. ¡Sus hombres!

El caballero de chaqueta azul marino dio un paso al frente. —¿Alguna dificultad, señor Seton?

—No, capitán Daniels —respondió Christopher—. Ninguna dificultad. Amenos, nada que yo no pueda amansar. ¡Amansar! La palabra se atascó en la garganta de Timmy.

¡Cómo si él fuera un animal para ser amansado! Una vez más, encaró a su enemigo.

Christopher esbozó una sonrisa serena. —Una simple disculpa bastará, señor Sears. —¡Disculpa!

La sonrisa no se desvaneció.

—En realidad, no tengo propensión a luchar contra un borracho.

Timmy sacudió la cabeza.

—No me importa cuántas propensiones tiene o deja de tener. Christopher bebió otro sorbo de cerveza e hizo el pichel a un lado.

—Sin embargo, estoy seguro de que entendió usted lo de borracho».

Timmy lanzó una mirada cautelosa por encima del hombro. —¿Sólo usted y yo, entonces, señor Seton?

—Sólo usted y yo, señor Sears —respondió Christopher, al tiempo que se quitaba la chaqueta.

Sears se escupió las manos, para luego frotarse las palmas. Sus ojos brillaron cuando contempló con satisfacción perversa el cuerpo esbelto de su oponente, bastante más delgado que el suyo. Bajó la cabeza y, profiriendo un salvaje rugido de júbilo, se lanzó al ataque.

Llegó al otro extremo de la habitación, antes de percatarse de que sus brazos aún continuaban vacíos. Se detuvo contra la pared y se volvió para ver adónde había ido el endemoniado yanqui. El hombre se encontraba a mitad de camino, con la imperturbable sonrisa aún dibujada en sus labios. Timmy soltó un feroz resoplido y volvió a abalanzarse en dirección a su blanco. Christopher volvió a hacerse a un lado, pero esta vez, hundió un puño en el grueso vientre del pelirrojo, dejando al hombre sin aliento. Cuando Sears regresó tambaleante para iniciar otro ataque, un violento derechazo lo arrojó en la dirección contraria.

Timmy volvió a aterrizar junto a la pared, pero esta vez tardó algo más en recuperarse. Sacudió la cabeza para librarse de las telarañas, y aguardó hasta que las múltiples imágenes se unificaron y pudo enfocar una vez más a su adversario. Extendió los brazos y, lanzando un alarido de ira, se arrojó hacia el centro de la habitación, para luego planear hábilmente frente a su oponente, al recibir el violento impacto de una bota aplicada con fuerza sobre su trasero.

Cuando el velo rojizo se disipó, Timmy descubrió que sólo había destrozado un par de mesas y tres o cuatro sillas. Se hacía difícil el cálculo con todos los pedazos diseminados. Mientras se abría camino entre los muebles astillados, miró a su alrededor en busca del condenado Seton, y lo encontró a sólo unos pasos de distancia, sin siquiera un rasguño. Sears se incorporó y volvió a abalanzarse, esta vez en silencio. Christopher permaneció inmóvil, para hundir un puño en el estómago de Timmy y luego otro en su mandíbula. Repitió los golpes una y otra vez, y el pelirrojo se sacudió violentamente tras cada impacto, pero no se apartó, tratando de rodear a su adversario con sus macizos brazos. Esos sólidos miembros habían fracturado las costillas de más de un oponente, y los ojos ensangrentados brillaban con la esperada victoria, mientras él intentaba encarcelar a su enemigo.

Con la palma de la mano, Christopher sacudió repetidas veces el mentón de su adversario. Timmy se sorprendió al advertir que estaba siendo lentamente doblegado. Fue forzado a retroceder, hasta que sus talones tocaron el mostrador y sintió el borde de la barra presionándole la espalda. Justo cuando pensó que su columna estaba a punto de quebrarse, Christopher lo soltó. El yanqui dio un paso atrás y, tomando a Timmy de las solapas, lo hizo girar por el aire, para luego arrojarlo. Sears aterrizó al otro lado de la habitación y, luego de rodar y golpearse repetidas veces la cabeza, se detuvo contra la chimenea. Tardó en incorporarse, mientras intentaba recuperar el aliento. Cuando, por fin, se levantó, lanzó una mirada penetrante a Christopher y se desplomó sobre una silla que tenía a su lado. Ese maldito de Seton sabía cómo desenvolverse en una riña, y Timmy le había perdido el gusto a la camorra.

El tabernero había diseminado el dinero de Sears sobre el mostrador para ir tomando la cantidad correspondiente, luego de cada ruptura. Sonrió complacido a Timmy, al arrojar un puñado de monedas dentro de su caja.

—¡Sácale también a éste! —bramó el pelirrojo, señalando a Christopher con el pulgar.

El tabernero se encogió de hombros y respondió: —El no ha roto nada, ni siquiera su pichel.

Timmy atravesó violentamente la habitación para recoger su enflaquecido monedero. Se volvió justo en el momento en que Christopher depositaba su pichel intacto sobre el mostrador. El yanqui tomó su abrigo y se dirigió hacia su capitán, mientras se lo ponía.

—¿Te agradaría ir a dar un paseo, John? —le preguntó —Necesito serenarme.

El capitán sonrió y encendió su pipa, y los dos hombres se marcharon de la taberna. Haggard ofreció un brazo a Timmy e intentó apaciguar su irritado estado de ánimo.

—No le hagas caso a ese patán, compañero. Has sido tan rápido, que apenas ha podido ponerte una mano encima.

Las palabras de Avery Fleming ardían en la memoria de Erienne con el sabor amargo de la traición. El hecho de que él hubiera tomado en serio su sarcástica sugerencia echó a perder la imagen que ella tenía de su padre. Los pensamientos de la joven rastrearon los sucesos que habían provocado su conflicto actual, tratando de precisar el momento exacto en que todo parecía haberse descarriado. Hasta el día anterior, no hubiera titubeado en culpar a Christopher Seton por todas sus desgracias, pero la verdad revelada por los propios labios de su padre, había modificado su opinión. Ahora comenzaba a ver con claridad la verdadera personalidad de Avery Fleming, y eso la avergonzaba hasta lo más profundo de su ser.

En un rincón de su mente, comenzaba a gestarse la idea de que esa casa había dejado de ser un hogar. Sin embargo, no tenía otro lugar adonde ir. No contaba con ningún otro pariente, ningún otro lecho donde buscar refugio. Si se marchaba, tendría que procurarse los medios para subsistir.

El dilema de Erienne se ramificaba, y su solución se mantenía oculta detrás del caótico torbellino de sus pensamientos. Se sentía como una balsa, navegando a la deriva en medio de un turbulento océano... sin conocer su destino e incapaz de esta ar a su suerte.

Aún quedaba, desde luego, la propuesta e Christopher. Erienne se reclinó sobre el respaldo de su asiento y se imaginó en los brazos de ese hombre, vestida con un elegante traje y centelleantes joyas alrededor de su cuello. El podría mostrarle las maravillas del mundo y, en la intimidad de la recámara, los secretos del amor. Ella dedicaría su corazón y su mente a satisfacer todos los deseos de su amado hasta que...

Visualizó una imagen de sí misma con una enorme panza, frente a la robusta figura de su hombre. Con el brazo levantado y una expresión de disgusto en el rostro, él le ordenaba, en silencio, que partiera.

Erienne sacudió la cabeza para desechar la imagen de su mente. Lo que Christopher Seton le proponía era, decididamente, inaceptable. Si se entregaba a él, estaría condenada a vivir con el torturante temor de ser tan sólo uno de los tantos caprichos de ese hombre: amada hoy, olvidada mañana.

Una profunda quietud se apoderó de la casa cuando su padre y su hermano se retiraron a dormir. En esos últimos días, Farrell había parecido algo avergonzado por su participación en los preparativos para la subasta. Tal como le había ordenado su padre, el muchacho había redactado los anuncios, para luego colocarlos en los diversos postes de la aldea; pero, desde entonces, se había tornado más melancólico y sombrío con el transcurrir de las horas. Había dado muestras de desusada cortesía hacia su hermana; sin embargo, Erienne no abrigaba esperanzas de que el muchacho diera ayudarla, puesto que eso significaría oponerse a la voluntad de su padre, a quien Farrell siempre había mirado con admiración.

El fuego ardió y luego comenzó a morir. La turba brilló y chisporroteó, como si se hubiera fijado el estoico propósito de consumirse a sí misma. Erienne observó absorta la tenue luz de las brasas, hasta que el reloj tocó dos campanadas. Miró a su alrededor, sorprendida, y se frotó las manos súbitamente congeladas. El cuarto estaba helado y, sobre la mesa de noche, la llama de una vela titilaba débilmente en medio de un charco de sebo derretido. Se estremeció cuando sus pies se posaron sobre los fríos tablones del piso, y corrió a buscar la acogedora tibieza de las pesadas colchas de su cama. Mientras se acurrucaba bajo las mantas, sus pensamientos convergieron en una firme decisión. Se marcharía en la mañana. En algún lugar, alguien tendría necesidad de su habilidad con las palabras o su rapidez con los números, y estaría dispuesto a pagarle un estipendio por la correcta aplicación de una o ambas virtudes. Tal vez, una duquesa viuda de Londres necesitara la compañía de una joven honrada. Con esta esperanza ardiendo en su interior, Erienne se relajó, para buscar, por fin, la dulce bendición del dios Morfeo.

El plan de Erienne no se extendía más allá del inmediato momento de la huida. Al menos, había decidido la dirección de su viaje. Londres era una ciudad que conocía, y resultaba el lugar apropiado para buscar empleo.

Se vistió con ropa abrigada para el viaje que la alejaría de su hogar. Su padre no estaba y los ronquidos de Farrell continuaron llenando el silencio, mientras ella bajó las escaleras hacia la puerta trasera de la casa. En su bolso cargaba todas sus posesiones. No era mucho, pero tendría que bastarle.

Se colocó la capucha para protegerse de la helada cellisca y se levantó las faldas para correr velozmente a través del patio, hacia el cobertizo donde guardaban el caballo. Dado que Farrell había dejado de atender al animal y ella se había hecho cargo de los cuidados del establo, se sentía con todo el derecho de apropiárselo. Debía estar mejor pertrechada que cuando había partido a pie desde Wirkinton.

La montura era suya, puesto que se la había regalado su madre, pero difícilmente habría valido la pena venderla, gracias a lo cual, sin duda, seguía siendo de su pertenencia. De haberla creído costosa, su padre se la hubiera confiscado mucho tiempo atrás.

El caballo era alto y, aun con la ayuda de un banquito, tuvo que saltar para montarlo. Se sacudió torpemente para acomodarse las faldas y fijar los pies en los estribos, mientras intentaba sujetar con fuerza las riendas para detener los corcovos del animal.

—Camina sigilosamente si te importa mi pellejo, Sócrates —lo previno, frotándole el cuello—. Necesito tu discreción esta mañana; no deseo despertar a toda la aldea.

El caballo relinchó y sacudió la cabeza, demostrando su deseo de partir. Erienne no vio la necesidad de retenerlo. Ya había tomado una decisión, y estaba tan ansiosa como el animal por ponerse en camino.

El posadero se acercó a la ventana frontal para interrumpir los ronquidos de Ben con un fuerte codazo.

—Eh, tú, búscate otro lugar donde dormir. Estoy cansado de oír ese ruido. —Hizo una pausa para mirar a través de los vidrios y lanzó un breve gruñido—. Bueno, aquí viene una valiente —comentó, señalando al jinete que se acercaba cabalgando por la calle—. A la pobre se le van a congelar todos los huesos dentro de unos minutos. Me pregunto quién... —Observó la figura con mayor atención y quedó anonadado al reconocerla—. ¡Santo Dios! Acérquese, alcalde. ¿No es ésa su hija?

Avery sacudió una mano con gesto despreocupado.

—Sin duda, debe de estar yendo al mercado. —Movió el pulgar en dirección al letrero que estaba colgado en la pared opuesta—. Hemos tenido un pequeño altercado por eso, eso pasó. Apenas si me ha dicho dos palabras desde que mi muchacho los pegó. La niña se vuelve un tanto altanera cuando las cosas no resultan como ella quiere. El hecho de que salga en un día como éste, dejando el buen fuego caliente de la casa, te demuestra que no tiene sesos en la cabeza. Bueno... —Comenzó a dar muestras de una incipiente preocupación y se acercó a la ventana, acomodándose los calzones sobre el abdomen—. Podría morirse con este tiempo tan frío... también me echaría a perder la subasta si empieza a sonarse l nariz y a lloriquear sobre la plataforma.

—Yendo al mercado, ¡ja! —se burló Jamie— Consiguió un caballo y lleva un bulto detrás de la espalda. —Reprimió sus carcajadas al ver el rostro súbitamente rojo y la expresión ceñuda de Avery, y prosiguió con una voz apenas audible—. Creo que no está yendo al mercado, alcalde. Me parece que... que está a punto de abandonarlo.

Avery se abalanzó hacia la puerta y la abrió justo en el momento en que pasaba su hija. El alcalde corrió hacia la calle, gritando el nombre de la muchacha, pero Erienne, al reconocer la voz, azotó los costados de Sócrates, para alejarse a todo galope por el camino.

—¡Erienne! —la llamó Avery una vez más, y luego se ahuecó las manos alrededor de la boca para gritar a la veloz figura—. ¡Erienne Fleming! ¡Vuelve aquí, mocosa tonta! ¡No existe un solo lugar de aquí a Londres donde puedas esconderte de mí! ¡Regresa! ¡Te digo que regreses!

Una sensación de pánico se apoderó de Erienne. Tal vez, no había sido más que una advertencia de su padre, pero la amenaza desbarató sus panes. Avery la seguirá. Despertaría a Farrell, y ambos no tardarían en conseguir algún vehículo para perseguirla. Si continuaba en la ruta hacia el sur, ellos podrían alcanzarla; aunque lograra llegar a Londres, su padre le pediría a sus amigos para que la buscaran, prometiendo, sin duda, una considerable recompensa si la llevaban de regreso a Mawbry.

De pronto, se le ocurrió una idea. Si continuaba cabalgando hasta perder de vista la aldea y luego se dirigía hacia el oeste para tomar la vieja ruta de la costa que conducía hacia el norte, podría escapar de las garras de sus perseguidores. Sonrió ante su propia astucia, mientras imaginaba a su padre cabalgando hacia el sur a una velocidad vertiginosa. Se pondría furioso al no encontrarla.

A escasa distancia de Mawbry, Erienne aminoró la marcha de su caballo y comenzó a buscar un lugar rocoso donde abandonar la ruta sin que nadie lo advirtiera más tarde. Después de dejar el camino, serpenteó a través de un pequeño bosque durante un tiempo y luego condujo a Sócrates sobre una cuesta rocosa y a través de un pequeño arroyo. Cuando inició su marcha hacia el norte, estaba segura de que nadie podría seguirle el rastro.

Una vez que terminó de dar la enorme vuelta alrededor de Mawbry, permitió que Sócrates fijara su propia velocidad. El animal no se encontraba preparado para soportar largas carreras, y se cansaba fácilmente yendo al galope. A paso lento, Erienne sintió mucho más el frío, y se cubrió con la gruesa capa de lana para entrar en calor tanto como fuera posible.

A medida que avanzaba hacia el norte, el terreno se tornaba cada vez más irregular y montañoso. Unos páramos ondulantes salpicados de pequeños lagos se extendían frente a sus ojos, para luego internarse en lo desconocido, donde el cielo plomizo descendía hasta tocar el horizonte.

Cerca del mediodía, se detuvo para comer y descansar al abrigo de un árbol. Se acurrucó dentro de la capa, y comenzó a mascar un trozo de carne fría con un pedazo de pan. Luego, compartió el agua con el caballo, que pastaba por los alrededores. Intentó dormir, pero la imagen de unos ojos verdes que no dejaban de observarla frustró todos sus esfuerzos. La irritaba que, aun en su ausencia, Christopher Seton pudiera fastidiarla.

Nuevamente en la montura, se vio obligada a concentrarse en el terreno una vez más.

Al finalizar la tarde, un terrible cansancio se apoderó de la joven, que comenzó a acariciar la idea de buscar algún refugio. De pronto, en medio del silencio, una roca cayó detrás de ella, y la sobresaltó. El corazón le latió con violencia cuando se giró para mirar por encima del hombro, bajo la creciente oscuridad. No vio ningún movimiento; sin embargo, tenía la sensación de que había algo a sus espaldas. Inquieta, condujo a Sócrates hacia un punto más alto del sendero y, ocultándose tras un inmenso árbol, se giró para observar el camino sin ser vista. Mientras aguardaba preocupada, recordó las tenebrosas advertencias de Christopher en cuanto a viajar sin compañía. En ese momento, pensó que recibiría con agrado la presencia del yanqui. Al menos, él no era amigo de su padre.

El sonido de unos cascos de caballos interrumpió sus pensamientos. Taloneó a Sócrates para salir a toda velocidad, manteniéndose al borde del camino, donde el terreno era suave y amortiguaba el ruido de su propio galope. Avanzó en línea recta por el angosto, zigzagueante sendero. Pasadas las retorcidas raíces de un gigantesco árbol, el camino se hundía y volvía a salir, rara luego hacerse mucho más empinado. Sócrates resbaló, pero logró mantener el equilibrio y, al llegar a una curva, se abalanzó con salvaje desenfreno contra un numeroso grupo de galgos que rastreaban ansiosamente el rastro de una cierva. Los perros estaban muy excitados y comenzaron a morder las patas del caballo, hasta que el animal se asustó y se alzó de un salto. A Erienne se le soltaron las riendas de las manos y, con desesperación, se sujetó con fuerza a la crin, luchando por mantenerse en la montura. Uno de los sabuesos hizo sangrar a Sócrates, y el tibio y húmedo sabor de la sangre fue suficiente ara hacerlo reaccionar. Cuando el caballo salió disparado en frenética carrera, el perro giró la cabeza y lanzó una señal de caza. Al oírlo, los otros galgos se lanzaron a la persecución de esa nueva presa que corría velozmente por el sendero.

El camino doblaba para atravesar un arroyo, y el caballo viró bruscamente para seguir el curso del agua. Corrió a lo largo del lecho rocoso contra la corriente, levantando, a ambos lados, una copiosa lluvia de agua. Erienne gritó para detenerlo, al ver frente a sí la ladera de una colina sobre la que el arroyo se precipitaba burbujeante. Al intentar la carrera en ascenso, el caballo cayó sobre sus patas delanteras, y Erienne tuvo g e luchar para mantenerse en la montura. Luego, el animal se a alanzó una vez más hacia arriba, tratando de trepar por el lecho del arroyo. Resbaló y tropezó, hasta arañar el arre con las cuatro patas cuando comenzó a caer.

El grito de alarma de Erienne fue silenciado bruscamente, al chocar contra la ribera rocosa del arroyo. Su cabeza se golpeó con violencia contra una piedra cubierta de musgo; un fogonazo blanco de dolor estalló en su cerebro. Poco a poco, la luminosidad se desvaneció, para dar paso a una profunda oscuridad. Vio las figuras negras de los árboles, oscilantes, borrosas, como a través de una cortina de agua. En un intento por combatir las oscuras mortajas del olvido, rodó y trató de incorporarse. Se aferró con fuerza a la orilla, luchando contra la corriente, con las piernas entumecidas por el agua helada, ondulante del arroyo.

Los ladridos se habían transformado en una mezcla de gruñidos y aullidos, y Erienne pudo ver un desorden de turbios tonos blancos y pardos, que se aproximaba desde el borde del valle. Entonces, la joven se percató de que los galgos se estaban acercando. Uno de ellos se abalanzó, gruñendo y mordiendo; y ella, en su desesperación, le pegó débilmente con la fusta que aún llevaba agarrada del puño. Al recibir el impacto, el perro aulló y se apartó de un brinco. Otro hizo la prueba y, en recompensa, recrió el mismo tratamiento, pero los brazos de Erienne se debilitaban progresivamente y su visión se tornaba cada vez más borrosa. El dolor de la cabeza ya se le estaba extendiendo hacia el cuello y los hombros, despojándola de sus fuerzas y de su voluntad. Los galgos presintieron la debilidad de la muchacha y se amontonaron a su alrededor. Erienne luchó por aclarar la visión y sacudió ligeramente la fusta delante de sus ojos.

Los sabuesos vieron en ella a una bestia herida, y el celo de la caza los enardeció. Gruñeron y se mordieron uno a otro, envalentonándose para la matanza. Erienne resbaló y ahogó una exclamación de horror al sumergirse en el agua helada. Volvió a levantar la fusta, pero sus fuerzas se estaban desvaneciendo y, aunque logró golpear el lomo de uno de los galgos, sabía que la victoria de los perros sería sólo una cuestión de tiempo.

De pronto, cruzó el aire un grito penetrante, seguido por el chasquido de un látigo. Se oyó el ruido de un galope, que se acercaba por el lecho del arroyo; las patas largas, veloces del caballo levantaban géisers de agua a su paso. El jinete lanzó su látigo sobre los perros, haciendo sangrar a varios, hasta que los galgos escondieron las colas se alejaron, aullando.

Erienne se aferró con amas manos a las enmarañadas raíces de la orilla, y dejó caer la cabeza sobre los brazos estirados. Vio al hombre como a través de un túnel interminable. Él se apeó del caballo de un salto y, al caminar apresuradamente hacia la joven, su capa comenzó a volar, confiriéndole al aspecto de un inmenso pájaro con gigantescas alas. Erienne esbozó una sonrisa y cerró los ojos, mientras oía el chapoteo del hombre, que continuaba aproximándose por el lecho rocoso del arroyo. Enseguida, sintió que un brazo masculino se deslizaba por debajo de sus hombros y una voz ronca murmuraba unas palabras que, en su aturdimiento, ella no pudo comprender. Unos poderosos brazos de acero la alzaron para estrecharla contra un musculoso pecho. Reclinó débilmente la cabeza sobre el hombro del extraño, y ni siquiera el temor de haber caído en las garras de una tenebrosa bestia alada pudo apartarla de la creciente oscuridad de su mundo.