Capítulo 2

LA puerta de entrada se cerró suavemente, pero con el mismo efecto que el repentino estampido de un trueno. El inesperado sonido distrajo a Avery de su diatriba, volvió al vestíbulo y descubrió que no sólo se había marchado Christopher Seton, sino también Silas Chambers. Con gruñido de desesperación, el alcalde volvió a dirigirse a su hija y alzó los brazos con violencia.

—¡Mira lo que has hecho! ¡Por tu estupidez, hemos perdido a otro candidato! ¡Maldición, niña! Será mejor que me digas por qué has dejado entrar a ese bellaco en mi casa, ¡o te destrozaré la espalda a latigazos!

Erienne se frotó el codo, aún dolorido por la violenta sacudida de su padre. Echó una mirada al perchero vacío de la entrada y experimentó una sensación de júbilo por haber logrado, al menos, arrojar a ese arrogante bribón fuera de su casa. También se sintió sumamente aliviada por el hecho de que Silas hubiera optado por marcharse con él.

Sin embargo, la embargó asimismo una extraña sensación de pérdida, como si algo efímero e increíblemente agradable se hubiera apartado de su vida para siempre. Habló con cuidado, recalcando cada una de sus palabras, cuando intentó explicarse una vez más.

—Nunca antes había visto a Christopher Seton, padre, y tanto tus descripciones, como las de Farrell, siempre fueron menos que precisas. Me dijiste que Silas Chambers se encontraba en camino y, cuando el hombre llegó, supuse que era él. —Se volvió, para reflexionar en silencio. «Y qué bestia infame fue él, también, ¡atreverse a seducirme de esa forma y permitir que lo confundiera con otro hombre!»

Avery habló en un tono sollozante:

—Mi hija conduce a mi peor enemigo hasta los dormitorios de mi propia casa, y sólo los santos saben qué ocurrió. Y luego, me dice que todo fue un error. Un mero error.

Erienne pateó el suelo con frustración.

—¡Fue por Farrell, padre! Llegó aquí ebrio y se desmayó en el suelo. ¡Justo allí donde estás tu! Y el señor Cham... quiero decir, el señor Seton fue lo suficiente amable como para llevarle a su dormitorio.

Avery emitió un rugido y sus ojos lanzaron llamaradas.

—¿Tú has permitido que ese desgraciado volviera a poner las manos encima del pobre e indefenso Farrell?

—El no le lastimó. —Abochornada, Erienne frotó la raída alfombra con el pie, y masculló para sí—: Fue de mí de quien abusó.

Su respuesta no logró apaciguar la ira de su padre.

—¡Mi Dios! ¡Le haces quedar como un condenado santo! «El no le lastimó» —remedó con voz chillona y extendió un dedo acusador hacia la puerta—. En primer lugar, fue ese demonio el que arruinó a mi pobre Farrell. ¡El mismo diablo con el que tú estabas coqueteando!

Erienne ahogó una exclamación ante semejante calumnia. —¡Coqueteando! ¡Padre! Llevamos a Farrell a la cama y, cuando comencé a bajar las escaleras, tropecé. ¡Él me sujetó! ¡Me salvó de una caída! Eso, padre, eso fue todo lo que sucedió. —¡Fue suficiente! —Avery volvió a levantar las manos con violencia, para luego entrelazarlas detrás de la espalda y• caminar inquieto frente al hogar encendido—. Fue suficiente —repitió por encima del hombro— para brindar al bueno de Chambers una clara imagen de su prometida enredada en los brazos de otro hombre. Pues bien, ahora quizá se encuentre a mitad de camino de regreso a York.

Erienne dejó escapar un suspiro de frustración.

—Padre, Silas Chambers nunca fue mi prometido. No fue más que otro de tus preciados candidatos.

Avery sacudió la cabeza con pesar y gruñó:

—Sólo otro. Y cada vez son menos. Sin una dote, es casi imposible convencerlos de que serás una buena esposa. —Su cólera encontró un nuevo incentivo—. Y, encima, tú y tus rimbombantes ideas sobre el matrimonio. Hay que respetar y querer al fulano con quien te casas, eso dices. ¡Bah! No es más que una excusa para rechazar a todos. Te he traído lo mejor y, aun así, los desprecias.

—¿Lo mejor? —se mofó Erienne— ¿Dices que me has traído lo mejor? Me has presentado a un glotón obeso y asmático, a un anciano semiciego, a un avaro huesudo y con verrugas peludas en las mejillas. ¿Y osas decir que me has traído lo mejor?

Avery se detuvo y miró a su hija con reproche.

—Eran todos hombres honestos, de reputación intachable y excelente linaje, y cada uno de ellos era dueño de un acaudalado bolsillo.

—Padre —Erienne adoptó un tono suplicante—, tráeme un caballero joven, uno de buena fortuna, y prometo amarte y satisfacer todas tus necesidades y deseos hasta el día de tu muerte.

Él le lanzó una mirada displicente y se irguió, adoptando su pose más intelectual.

—Ahora bien, hija, es obvio que tu forma de pensar no es la adecuada.

Si hubiera tenido Erienne una silla a su lado, se habría dejado caer con total desazón. Al no haber silla, sólo pudo regalar a su padre con una mirada inexpresiva.

—Ahora, escúchame bien, niña. Voy a darte un sabio consejo. —Le apuntó con el dedo para recalcar sus palabras—. Hay cosas más importantes en un hombre que un rostro bien parecido y un par de hombros anchos. Mira a tu apreciado señor Seton, por ejemplo.

Erienne dio un respingo ante la sola mención de ese nombre, y apretó los dientes con fuerza para contener un torrente de acalorados insultos. ¡El muy sinvergüenza! ¡La había engañado deliberadamente!

Pues bien, allí tienes a un gran astuto. Siempre tramando alguna treta para llevar la ventada sobre los otros.

Erienne casi asiente, pero se contuvo. El hombre había aprovechado la confusión de ella para divertirse a su placer, y se sentía profundamente herida en su orgullo al pensar en la forma en que había sido burlada.

—Es un caballerete tan acaudalado, que supongo que todas esas rameras del puerto estarían orgullosas de arrojarse a sus brazos, pero ninguna dama decente osaría enredarse con los de su clase. El no haría más que llenarle la barriga de bebés, sin ni siquiera una promesa de matrimonio. Y, aunque lograras hacerle tu esposo, cosa que dudo, no tardaría en cansarse de ti y abandonarte sin ninguna otra explicación. Así es cómo se comportan esos galanes bien parecidos. Parecen tan orgullosos de lo que ocultan sus calzones, como de su agraciado aspecto.

Erienne enrojeció de pies a cabeza, al recordar dónde se habían posado sus ojos durante un breve instante, con la misma curiosidad que la de cualquier otra virgen impresionada.

—Es verdad que Seton es bastante apuesto, si es que te gusta esa quijada firme y huesuda. —Avery se frotó su fláccida papada con los nudillos—.Pero, para aquellos que saben, ese hombre es frígido, eso es lo que es. Cualquiera puede notarlo en sus ojos.

Erienne recordó la calidez de esas profundidades cristalinas y no pudo menos que dudar de la exactitud del comentario de su padre. Había, en esos ojos verdes, una dosis de intensidad y de vida que nadie podía negar.

Avery prosiguió con su diatriba.

—Con esas actitudes embusteras y arrogantes que tiene, compadezco a la pobre mujer que se despose con él.

Aun cuando detestaba al hombre, Erienne tuvo que disentir nuevamente con la opinión de su progenitor. Sin lugar a dudas, la esposa de Christopher Seton sería mucho más digna de envidia que de lástima.

—No tienes por qué preocuparte, padre. —La joven sonrió con cierto pesar—. Nunca más me dejaré embaucar por las artimañas del señor Seton.

Luego de disculparse, Erienne subió las escaleras y se detuvo un instante frente al cuarto de Farrell. Los ronquidos continuaban inalterables. Sin duda, el muchacho dormiría durante el resto del día, para luego, al llegar la noche, salir a embriagarse una vez más.

Frunció ligeramente el entrecejo y miró a su alrededor. Flotaba en el pasillo una leve fragancia masculina y, por un efímero momento, los ojos verdes con destellos grisáceos atravesaron su mente, para insinuar aquello que los labios rectos y poderosos no se habían dignado a expresar. Sacudió la cabeza para borrar esa imagen, y avistó el primer peldaño de la escalera. El recuerdo de la forma en que él la había tomado entre sus brazos la hizo estremecer. Casi podía sentir esos brazos de hierro alrededor de su cuerpo y la delicada firmeza de ese musculoso pecho contra sus senos.

Sintió fuego en el rostro al percatarse del tortuoso curso que habían tomado sus pensamientos, y corrió hacia su habitación, para arrojarse en la cama y mirar fijamente a través de la ventana salpicada por la lluvia. Los delicados sarcasmos de Seton retumbaron por las paredes de su mente.

¡Derribada! ¡Cruzar! ¡Res!

De pronto, sus ojos se dilataron enfurecidos, cuando comprendió el verdadero significado de esas palabras. No era halagüeño en absoluto el hecho de saber que él no osaría pisotearla con el propósito de atrapar una vaca. Maldijo la lengua locuaz de ese hombre, y se reprochó a sí misma por no haber interpretado de inmediato el sentido real de ese sarcasmo. Dejó escapar un gemido de agonía y giró sobre su espalda, para observar las fisuras que atravesaban el cielo raso, pero, al igual que el vidrio mojado, éstas poco hicieron para aplacar el tormento de su mente.

Abajo, en la sala, Avery continuaba caminando enloquecido.

Encontrar un acaudalado esposo para su hija estaba resultando ser la tarea más difícil que jamás hubiera emprendido. Era realmente irónico que, justo cuando a Silas Chambers le estaba entusiasmando la idea de tomar a una doncella joven y hermosa por esposa, el bribón de Seton, no contento con el daño que ya había causado a la familia Fleming, apareciera en escena para desbaratar todos los planes.

—¡Maldición! —Avery se golpeó la palma con el puño, y luego fue en busca de una bebida fuerte para calmar tanto el dolor de la mano como del espíritu. Volvió a caminar enloquecido por la habitación, sin dejar de maldecir su suerte—. ¡Diantre! ¡Maldición!

Había comenzado a abrirse camino a las órdenes de Su Majestad cuando, accidentalmente, durante un enfrentamiento contra los rebeldes irlandeses, había salvado al Barón Rothsman de caer prisionero. Como muestra de su infinita gratitud, el barón había persuadido al maduro capitán a que se retirara del ejército de la corona para sumarse a su séquito en la corte de Londres. Respaldado por las influencias del barón, el señor Fleming había progresado rápidamente a través de los diversos niveles de la política.

Los ojos de Avery adquirieron una expresión distante, mientras bebía un segundo sorbo de la potente bebida.

Atesoraba en la memoria el recuerdo de esos tiempos dichosos, un interminable torbellino de conferencias y reuniones durante el día, y pomposos bailes y eventos sociales en la noche. Y fue en una de esas estas donde había conocido a la joven y bella viuda, de cabello claro y excepcional estirpe, que, aun con ojos perennemente tristes, no había rechazado las atenciones del incipiente canoso señor Fleming. Avery descubrió que el primer esposo de la dama había sido un rebelde irlandés, que había encontrado la muerte en una de las prisiones del reino poco después de la boda. Pero, para entonces, Avery ya estaba locamente enamorado y, sin importarle que la joven hubiese amado a uno de sus enemigos más acérrimos, la presionó a aceptar su proposición de matrimonio.

Nació, entonces, el primer hijo: una niña de rizos tan oscuros, como claros eran los de su madre. Dos años más tarde, llegó el niño, de cabello pardo y tez rojiza como su padre. Un año después de la llegada del hijo, Avery Fleming volvió a ser ascendido en su trabajo. El nuevo puesto le acarreaba responsabilidades que escapaban a su nivel de idoneidad, pero le permitió introducirse en los exclusivos clubes privados de Londres y participar en las cuantiosas apuestas de los juegos de azar que se desarrollaban entre los distinguidos muros de terciopelo. Obnubilado por la nueva forma de vida, Flaming hizo caso omiso de las advertencias de su mujer y se dedicó al juego, sin advertir el final que le aguardaba, como un pavo que se deja atiborrar hasta el hartazgo antes de ser llevado al asador.

Su corrupción en el juego e ineptitud en el trabajo fueron tal objeto de bochorno para Rothsman, que el barón se rehusó a atender sus peticiones. También Angela Fleming lo sufrió a su manera. Poco a poco, vio consumirse su fortuna personal, hasta que la única dote que pudo legar a su hija fue aquello que jamás podría serle arrebatado: una educación y una escrupulosa preparación para convertirse en excelente esposa, cualquiera que fuera el nivel que la muchacha escogiera.

—¡Maldita estupidez! —gruñó Avery—. Con el dinero que esa mujer dilapidó en esa mocosuela tonta..., yo aún podría estar viviendo en Londres.

Destituido de su cargo en aquella ciudad tres años atrás, Fleming había sido desterrado hacia el norte de Inglaterra, donde fue nombrado alcalde de Mawbry, bajo las cuidadosas directrices de Lord Talbot en el cumplimiento de sus simples y limitadas tareas. Al abandonar Londres, Avery había dejado pendientes sus deudas, sin preocuparse por la prisión para deudores, ya que, con seguridad, las tierras del norte le brindarían un seguro refugio para ocultarse sin ser descubierto. Era una oportunidad de comenzar todo de nuevo con las manos limpias y demostrarse a sí mismo que era un hombre de gran inteligencia.

Entonces, sobrevino la muerte de Angela, y Avery atravesó un breve período de luto. Una vivificante partida de naipes pareció ayudarlo a superar la pérdida y, poco tiempo después, adquirió el hábito de partir con Farrell en excursiones de fin de semana hacia Wirkinton, o de reunirse con sus camaradas en la posada de Mawbry para una o dos partidas de naipes durante la semana. En su insaciable búsqueda de juegos de azar, visitaba a menudo la zona portuaria, donde estaba seguro de encontrar rostros nuevos y bolsillos repletos. Algunos de los hombres podían haber sospechado que su habilidad con los naipes se debía más a su agilidad de dedos que a su suerte, pero un marinero raso jamás osaría hablar en contra de un oficial. Así, él sólo echaba mano a sus talentos cuando las apuestas eran altas, o cuando necesitaba el dinero. No era tan egoísta como para oponerse a compartir una porción de su premio en una o dos rondas de ale o ron, pero los hombres de mar eran, por lo general, malos perdedores, especialmente esa alborotadora, taimada raza de yanquis, y Avery sospechaba que más de uno había ido a quejarse a sus oficiales. Se maldijo a sí mismo cuando Christopher Seton lo invitó a sumarse a la partida, pero los capitanes del mar solían ser fáciles de identificar, y Seton no le había parecido de esa clase. Al contrario, el hombre le había dado la impresión de ser un caballero de vida ociosa, o un petimetre elegante. Su lenguaje había sido tan preciso y refinado como el de cualquier lord de la corte y sus modales, impecables. No había habido ninguna evidencia que indicara que el hombre era el dueño del navío anclado en el puerto y de toda una maldita flota de buques de igual tamaño.

La cuantiosa fortuna del yanqui era asombrosa, y Avery se había propuesto arrebatarle una considerable suma. Le había hervido la sangre ante el excitante desafío de apostar contra un caballero adinerado. Cualquiera que fuera el resultado, ésa prometía ser una partida emocionante. Numerosos marineros y sus rameras se habían congregado alrededor de la mesa. Durante un rato, Avery había jugado con honestidad, permitiendo que la caprichosa suerte decidiera su destino. Luego, a medida que las apuestas aumentaban, había comenzado a desplegar su táctica, reteniendo los naipes que necesitaba. Al otro lado de la mesa, esos ojos traicioneros no habían cesado de observarlo y en ningún momento se había borrado la imperturbable sonrisa de ese rostro bronceado. Así, cuando Seton se le había acercado para abrirle la chaqueta y descubrir, ante la vista de todos, los naipes ocultos, Avery había quedado completamente anonadado por la sorpresa. En sus esfuerzos por idear la mejor forma de negar la acusación, sólo había farfullado unos sonidos indescifrables. A nadie habían sosegado sus violentas negativas y, aun cuando recordaba haber mirado a su alrededor en busca de ayuda, ni una sola alma le había prestado su apoyo, hasta que Farrell entró y corrió a defender el honor de su padre. No siendo la sensatez una de sus mejores virtudes, el joven Fleming había desafiado acaloradamente al extraño.

Una sombra torva oscureció los rasgos de Avery. Su negligencia había sido la causa directa de la invalidez de su hijo, lo sabía, pero, ¿cómo podía admitirlo ante cualquiera excepto ante sí mismo? Había esperado que Farrell pudiera matar al hombre, cancelando así la deuda. ¡Dos mil libras le debía al bellaco! ¿Por qué la suerte no podía favorecerlo tan sólo una vez? ¿Por qué Farrell no había podido matarlo? Aun cuando Seton era el dueño de una poderosa flota de barcos, nadie en Inglaterra lamentaría su muerte. El hombre era un forastero. ¡Un despreciable yanqui!

Un violento gruñido transformó el rostro Avery, cuando recordó la alegría de los marineros del buque yanqui Cristina al finalizar la partida. Aún podía verlos reírse y palmear la espalda del enemigo, a quien respetuosamente llamaban señor Seton. Sin duda, habían disfrutado de la victoria del hombre y hubieran estado dispuestos a iniciar una contienda para defenderlo. Todo había resultado bien para el yanqui, pero nada había quedado para enorgullecer a los Fleming. El rumor se había extendido más velozmente que la plaga, y Avery había sido tildado de tramposo. Sus acreedores habían comenzado a acosarlo, cancelando todas sus cuentas y exigiéndole el pago de las deudas.

Los gruesos, redondeados hombros de Avery se desplomaron cansadamente.

—¿Qué se supone que deba hacer ahora un pobre padre abatido? ¡Un hijo inválido! ¡Una hija arrogante y selectiva! ¿Cómo lograremos salir adelante?

Su mente comenzó a agitarse lentamente, mientras decidía sus próximos movimientos para desposar a su hija. Un rico comerciante de Wirkinton le había parecido ansioso por conocer a Erienne, tras haberlo escuchado a él hacer alarde de la belleza y el abundante talento de la joven. A pesar de ser un anciano, Smedley Goodfield era inclinado a gozar de la compañía de una joven dama, y con seguridad se sentiría atraído por la niña Fleming. El único defecto que Avery veía en ese hombre era su desmesurada avaricia. Empero, con una muchacha dulce que entibiara su sangre y su cama, Smedley podría llegar a tornarse mucho más generoso. Y, desde luego, su avanzada edad difícilmente le permitiría vivir muchos años más. Avery visualizó la imagen de una Erienne viuda y acaudalada. De convertirse su sueño en realidad, él podría volver a gozar de los cuantiosos tesoros de la vida.

Se frotó la mejilla áspera, y una sonrisa maliciosa se dibujó en sus labios. ¡Lo haría! Por la mañana, viajaría a Wirkinton para plantearle la propuesta al anciano comerciante. Tenía la certeza de que el hombre aceptaría. Luego, anunciaría las buenas nuevas a su hija,

y ambos irían a ver a Smedley Goodfield. Por supuesto, Avery sabía que a Erienne no le complacería la elección, pero tendría que aceptar. Después de todo, su madre también lo había hecho.

Animado por el proyecto, Avery bebió otro trago de licor para celebrar su decisión. Luego, se levantó y se ajustó el sombrero sobre la frente. Un grupo de amigos estarían apostando sobre los hatos de ganado que pronto legarían al mercado de Mawbry: si el primero sería de ovejas, o de cerdos, y cosas por el estilo. Puesto que Smedley Goodfield iba a formar parte de la familia, podía volver a las apuestas tranquilamente.

El salón de la posada «El jabalí en Mawbry», lugar de reunión adecuado para forasteros y aldeanos, siempre contaba, como mínimo, con la presencia de uno o dos parroquianos. Gigantescas columnas de madera sostenían los pisos superiores del establecimiento y conferían un cierto aire de intimidad, en oposición a los del salón inferior. El penetrante olor a ale y el apetitoso aroma a carne asada invadían, incluso, los rincones más oscuros del lugar. Unas largas filas de cuñetes de ron y de cerveza revestían uno de los muros, que daban marco al posadero mientras fregaba, con trapo húmedo, el desgastado mostrador de madera. El hombre lanzó una breve mirada a un borrachín que dormía en un sombrío extremo de la barra, mientras una camarera se apresuraba a servir suculentos platos de comida y rebosantes picheles de ale a un par de hombres sentados a una mesa frailera junto al fuego del hogar, y que hablaban en tono confidencial.

Acomodado frente a la ventana, Christopher Seton arrojó varias monedas sobre la tabla corroída de su mesa, para pagar el menú que había compartido con Silas Chambers. Luego, se reclinó sobre el respaldo de su silla y saboreó lentamente el último trago de ale que quedaba en su copa. El ladrido de los perros en la calle anunció la precipitada partida del señor Chambers y su indescriptible carruaje. Christopher esbozó una sonrisa divertida al observar la escena a través de los cristales. Al hombre, obviamente, le había afectado la disputa desatada entre los Fleming, y ante quien tan amablemente había pagado su bebida, no tardó en confesar su hesitación acerca de tomar a la doncella por esposa. Al parecer, el alcalde había descrito a su hija como una niña tan sumisa como hermosa y, si bien la belleza de la joven había resultado ser cierta, el señor Chambers consideraba que la aseveración acerca de su docilidad era, cuanto menos, discutible. La muchacha había revelado una energía algo mayor de la que él se sentía capaz de dominar. Silas era un hombre muy pacífico, sumamente cauteloso y bastante arraigado a sus costumbres. La posibilidad de deleitarse con semejante beldad y pensar en ella como esposa era, sin duda, motivo de alborozo, pero el despliegue de mal genio de la joven lo había preocupado en demasía.

E Christopher no se había molestado por la partida de Silas Chambers. De hecho, se sentía muy complacido. No había sido necesario deslizar ominosas advertencias o severas insinuaciones ara disuadir a Silas de regresar a casa de los Fleming. Sólo unas reyes inclinaciones de cabeza, un evasivo movimiento de hombros y una expresión compasiva, habían bastado para convencer al hombre de que debía acercarse al matrimonio con infinita precaución. Y Silas se había sentido ansioso en seguir el sabio consejo. Después de todo, había razonado el hombrecillo en voz alta, él tenía una pequeña fortuna que proteger y debería ser muy cauteloso al escoger una esposa.

Christopher percibió una presencia junto a la mesa y levantó los ojos, encontrándose con un borrachín de cabello desaliñado, que miraba ansiosamente el pichel que Silas había dejado sin terminar.

—¿Es usted forastero, jefe? —preguntó el ebrio con voz gangosa.

No era difícil adivinar el motivo que había impulsado al hombre a acercarse, pero Christopher tenía curiosidad por saber más acerca de Mawbry y de su alcalde, y estaba dispuesto a escuchar los barboteos de un borracho de la aldea. Asintió con la cabeza y el hombre esbozó una amplia sonrisa, descubriendo una fila de dientes putrefactos, antes de volver a mirar la copa con ansiedad. —¿Podría el viejo Ben acompañarlo, jefe?

A modo de invitación, Christopher le señaló la silla que Silas había dejado vacante. Apenas cayó sobre el asiento, el hombre se aferró al pichel y vació su contenido con avidez.

Christopher miró a la camarera y le hizo señas para que se acercara.

—Por favor, traiga a mi amigo otro pichel de ale —le ordenó—, y, tal vez, también algo de comer para llenar su estómago.

—¡Usted es un santo, jefe! —exclamó el hombre, haciendo temblar sus mofletes y su roja nariz pesadamente. Un sinfín de venas violáceas le atravesaban el rostro y, de sus ojos azules, el izquierdo estaba cubierto por una fina película blancuzca. Miró a su alrededor con ansiedad, aguardando el menú. La mujer deslizó el ale y un plato de carnes frente a él y, al inclinarse para recoger las monedas de la mesa, dirigió una sonrisa a Christopher, invitándolo a contemplar las voluptuosas dotes que escapaban por encima de su escote. Con un movimiento inesperado, Ben extendió una mano deforme sobre la de ella, sorprendiendo tanto a su benefactor como a la camarera.

—Vigila en no coger más de lo que te corresponde, Molly —gruñó el ebrio—. Son diez peniques por las bebidas y dos más por las carnes, así que, cuéntalo con cuidado. No estoy de humor para ver cómo te guardas dos o tres peniques de más. No has sido muy caritativa con el viejo Ben últimamente, y no permitiré que estafes a este caballero amigo mío.

Al tiempo que Christopher tosía para ocultar su risa, Molly lanzaba al borrachín una mirada amenazante. Aun así, contó cuidadosamente las monedas necesarias y se fue. Satisfecho, Ben concentró su atención en su ale y su comida.

—Es muy bueno al cuidar del viejo Ben, jefe —masculló finalmente, mientras se limpiaba la boca grasienta con la manga de su chaqueta raída. Bebió un largo trago de su pichel, y luego emitió un profundo suspiro—. La gente de por aquí no es tan amable en regalarme un poco de su tiempo, y mudo menos un banquete de este tipo. El viejo Ben le está a usted muy agradecido.

—¿Necesita usted trabajo? —inquirió Christopher. El hombre se encogió de hombros.

—No hay un alma que confíe en el viejo Ben, y menos aún cuando se trata de trabajo. No ha sido siempre así. El viejo Ben sirvió en la flota de Su Majestad por más de veinte años. —Frotó su barbilla áspera con aire pensativo, y lanzó una mirada al gallardo caballero—. Lo he visto caminar y diría que ha estado una o dos veces en la cubierta de un barco.

—Una o dos veces, tal vez —respondió Christopher—. Pero, ahora, estoy amarrado en tierra. Amenos, por un tiempo. —¿Se aloja en la posada? —Ante el asentimiento del otro, Ben se apresuró a formular la siguiente pregunta—. ¿Ha buscado algún lugar donde establecerse?

¿Tiene usted alguna sugerencia si así fuera?.-preguntó Christopher

Ben fijó sus ojos turbios en el rostro de su acompañante y se reclinó contra el respaldo de su asiento, con las manos entrelazadas sobre el vientre.

—Supongo que un caballero como usted debe pretender una casa lujosa con un lindo parque. ¡Es una lástima! Lord Talbot es el dueño de la mayor parte de las tierras en este lugar. No creo que él quiera desprenderse de ninguna, a menos que a usted le guste la hija y quiera casarse con ella. Claro que eso tampoco es tan simple. Su señoría tiene que conocer primero al hombre, para ver si merece a su niña y, por lo que he oído, es bastante difícil complacerlo. No así a ella, ¡cuidado! —Se rió entre dientes. —Usted seguro agradaría a la joven. La dama tiene buen ojo para los hombres.

Christopher bajó la cabeza y dejó escapar una breve risita. —En realidad, no estoy pensando en casarme, de momento. —Bueno, si así fuera, dado que es usted un amigo, le sugeriría que se apareciera por la casa del alcalde para echarle un vistazo a la hija. Ella es la única en Mawbry capaz de mostrar compasión por el viejo Ben y deslizarle un plato de comida por la puerta trasera cuando él se acerca a visitarla. —Soltó una breve risa detrás de la mano con la que se frotó la nariz—. Por supuesto, al alcalde le daría un colapso si se enterara.

—Si llegara a interesarme seriamente conseguir una esposa, tendría en cuenta su sugerencia. —Christopher bebió otro sorbo de su bebida, y sus ojos verdes brillaron por encima del borde de su vaso.

—¡Ojo!, no recibiría ninguna dote —le advirtió Ben—. El alcalde no tiene medios para pagarla. Ni tampoco tendría oportunidad de obtener tierras, cosa que, probablemente, conseguiría si pusiera sus ojos en la muchacha del viejo Talbot. —Sus ojos enrojecidos observaron el costoso atavío del caballero—. Claro que, quizás, usted no necesite la fortuna de otro. Pero, aunque pueda pagarlas, va no quedan tierras por los alrededores. —Hizo una pausa y levantó un dedo corvo para rectificarse—. Excepto, tal vez, aquel viejo lugar que se incendió unos años atrás. Saxton Hall se llama, jefe, pero ahora está semidestruido, y no es un refugio muy conveniente para un día de tormenta.

—¿Por qué dice eso?

—Allí fueron asesinados los Saxton que no pudieron escapar. Algunos culpan a los escoceses, otros dicen que no. Hace unos cuantos años, el antiguo lord fue asaltado en mitad de la noche y atravesado con una espada. Su esposa y sus hijos lograron escapar y nadie volvió a saber nada de ellos, hasta que... ah... hace ya tres o cuatro años, uno de los hijos regresó para reclamar las tierras. Ah, era un muchacho muy apuesto, sí que lo era. Tan alto como usted, y con unos ojos que podían fulminar a cualquiera cuando estaba enfurecido. Más tarde, apenas el chico logró afirmar los pies sobre la hierba del lugar, la mansión se prendió fuego, y él murió consumido por las llamas. Algunos dicen que fueron los escoceses otra vez. —Ben sacudió lentamente su zaparrastrosa cabeza—. Otros dicen que no.

La historia despertó la curiosidad de Christopher.

—¿Está tratando de decirme que usted no cree que hayan sido los escoceses?

Ben meneó la cabeza hacia uno y otro lado.

—Hay muchos que saben, jefe, y otros que no. No es muy seguro ser de los que saben.

—Pero usted sí lo sabe —le instó Christopher—. Cualquiera con una mente tan brillante como la suya tiene que saberlo. Ben miró de soslayo a su compañero.

—Usted es de veras sagaz, jefe. Tengo mi dosis de inteligencia, es verdad. Y, en otros tiempos, el viejo Ben solía surcar los mares con los hombres más bravíos. La mayoría de la gente piensa que el viejo Ben es un borracho tonto y semiciego. Pero le aseguro, jefe, que el viejo Ben tiene ojos y oídos muy finos para ver y oír todo lo que acontece. —Se inclinó sobre la mesa y bajó la voz hasta hablar en un susurro—. Puedo contarle historias que le pondrían los pelos de punta.

Un sujeto robusto de roja cabellera espesa y desaliñada, atada en una coleta debajo de un tricornio, apareció por la puerta, sacudiéndose el lodo de las botas y las gotas de lluvia del abrigo. Detrás de él, casi pisándole los talones, trotaba otro sujeto de similar comportamiento, cuya oreja izquierda parecía moverse a propia voluntad.

Ben encorvó los hombros, como si quisiera pasar inadvertido a los ojos de los recién llegados, y tragó con ansiedad el resto de su bebida, antes de levantarse furtivamente de su asiento. —Ya debo marcharme, jefe.

Los recién llegados atravesaron el salón hacia la barra, al tiempo que Ben salía inadvertidamente por la puerta y se escabullía apresuradamente por la calle, con los faldones raídos del abrigo aleteando alrededor de sus piernas y echando breves miradas por encima del hombro, hasta desaparecer detrás de una esquina.

—¡Timmy Sears! —exclamó el posadero con júbilo—. Hacía tanto que no nos veíamos, que ya me estaba preguntando si no te habría tragado la tierra.

—¡Y así fue, Jamie!— bramó el pelirrojo— ¡Pero el diablo volvió a arrojarme a la superficie!

El posadero sacó un par de picheles y, tras llenarlos de ale, los apoyó sobre la superficie lisa del mostrador y, con gran habilidad, hizo deslizar uno hasta donde se encontraban los dos hombres.

El sujeto andrajoso, de cabello oscuro y oreja inquieta, interceptó el vaso, relamiéndose con regocijo, lo atrajo hacia sí; estaba a punto de llevárselo a los labios, cuando el rudo brazo de su compañero lo detuvo.

—Maldito seas, Haggie. Desde que te caíste del caballo y te golpeaste la cabeza has perdido tus buenos modales. Nunca te atrevas a tomar algo que me pertenece. Ahora que vas a estar trabajando por aquí, espero que lo recuerdes, ¿entendido?

El hombre asintió servicialmente, al tiempo que Timmy Sears, con sumo deleite, hundía los labios en la espumosa bebida. Haggie observó a su compañero con la boca fruncida hasta que llegó el segundo pichel y, entonces, lo atrapó ansiosamente, disfrutando el placer con igual regocijo.

—¿Qué están haciendo ustedes dos aquí en un día como éste? —inquirió el posadero.

. —Este es el único lugar donde puedo estar a salvo de mi regañona esposa —se burló Sears.

Molly se acercó a él y, acariciándole el pecho, lo miró fijo a los ojos con una sonrisa en los labios.

—Creí que, tal vez, habías venido para verme a mí, Timmy. El hombre estrujó a la camarera en un fuerte abrazo osuno y la revoleó por el aire, hasta que ella lanzó un chillido de placer. Él la volvió a depositar en el suelo y buscó, por un instante, en el bolsillo de la chaqueta para luego, con mirada lasciva, extraer lentamente una moneda, que sacudió delante de los centelleantes ojos de la muchacha. Ella rió con entusiasmo y tomó la pieza con rapidez, deslizándola dentro del escote de su blusa. Luego, se alejó de él bailando, mientras le miraba por encima del hombro con una seductora sonrisa. La hallar, estaba grabada en sus ojos, y no tuvo necesidad de halar, ya que apenas comenzó a subir las escaleras, el hombre se apresuró a seguirla. Haggard Bentworth soltó de inmediato su propio pichel y se tambaleó detrás de la pareja, pero chocó bruscamente contra los talones del pelirrojo, cuando éste se detuvo en el primer peldaño. Sears estuvo a punto de caer de bruces contra los escalones al recibir el fuerte impacto de su compañero, pero logró recuperar el equilibrio. Entonces, se volvió con mirada encendida.

—Aquí no, Haggie —vocifero—. No puedes seguirme hasta arriba. Ve a beberte otra cerveza. —Empinó al otro hombre con violencia y se apresuró a seguir a las cautivantes caderas que, para entonces, ya se contoneaban en el extremo superior de la escalera.

Christopher ahogó una risita divertida y entonces, una vez más, advirtió la presencia de una sombra junto a su mesa. Levantó la mirada y enarcó las cejas con expresión interrogante. El hombre de cabello oscuro que había estado sentado junto a la chimenea se encontraba frente a él, con una mano apoyada en el respaldo de la silla que Ben había dejado vacante. El hombre tenía porte de militar, aunque su vestimenta no sustentaba esa apariencia. Sobre su cuerpo robusto y musculoso, llevaba un chaquetón de cuero sin mangas, una camisa gruesa y unos calzones ceñidos que se perdían dentro de unas botas altas de cuero negro.

—¿Me permite acompañarle un instante, señor? —Sin esperar la respuesta, giró la silla y se sentó a horcajadas sobre el asiento. Se abrió la chaqueta para acomodar las pistolas del cinturón y se inclinó hacia adelante, con las manos apoyadas sobre el respaldo—. El viejo Ben le ha estado robando uno o dos tragos, ¿eh?

Sin hacer comentario alguno, Christopher observó a su acompañante, preguntándose qué razón habría tenido el hombre para acercársele. El silencio del caballero debería haber ofuscado al intruso. Sin embargo, el sujeto esbozó una rápida y cautivadora sonrisa.

—Discúlpeme, señor. —Extendió una mano amigable—. Yo soy Allan Parker, el alguacil de Mawbry, designado por lord Talbot para preservar la paz de estas tierras.

Christopher estrechó la mano ofrecida y se presentó a sí mismo, esperando la reacción del otro. El hombre no dio muestras de haber oído el nombre con antelación. Christopher encontró muy extraño el hecho de que la historia de su duelo con Farrell no hubiera llegado a oídos del alguacil.

—Considero que es parte de mis obligaciones advertir a los extraños acerca de Ben. Depende de lo que toma, suele llenarse la cabeza con distintas historias sobre fantasmas, demonios y otras criaturas infernales. No debe ser tomado muy en serio. Christopher sonrió. —Por supuesto que no. El alguacil lo escudriñó con la mirada.

—No recuerdo haberlo visto antes por aquí. ¿Es usted de estas tierras?

—Tengo una casa en Londres, pero uno de mis buques está amarrado en el puerto de Wirkinton, y es por esa razón que he venido hasta aquí. —Christopher suministró la información sin titubeos—. Me quedaré en Mawbry hasta que haya finalizado mis negocios aquí.

—¿Qué negocios son esos, si es que puede saberse?

—Vine a cobrar una deuda y, puesto que el hombre parece no contar con los medios para pagarla, puede que deba quedarme aquí por un tiempo para incentivarlo a encontrar el dinero. De hecho, como están las cosas, es probable que tenga que establecerme temporalmente en Mawbry.

El alguacil echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. —Quizá, le convendría tomar otra cosa en lugar de dinero. Una sonrisa ladeada curvó los labios de Christopher.

—Esa es precisamente mi intención, pero me temo que el hombre se opone tercamente a entregarme lo que deseo. —Bueno, si de veras está pensando en establecer su residencia aquí, es mi deber advertirle que no hay otro lugar para alojarse más que la posada.

—Ben mencionó una mansión incendiada unos cuantos años atrás. Dijo que el caballero de la casa fue asesinado y que no sabe de ningún otro pariente que haya venido a reclamar las tierras. El hombre enredó nerviosamente una mano en su abundante cabellera oscura.

—Yo mismo fui a inspeccionar el solar al poco tiempo de llegar aquí y, aunque oí rumores acerca de un hombre atrapado en las llamas del incendio, no encontré rastros de ningún cadáver. En cuanto a la mansión, la mayor parte aún existe. Sólo se quemó el ala más moderna, que era la única estructura de madera. El viejo edificio de piedra resistió las llamas. Desde el incendio, la casa ha permanecido vacía... excepto, según dicen algunos lugareños, dos fantasmas que suelen vagar por el lugar; el viejo lord con una espada atravesada en el pecho y el otro, horriblemente quemado y mutilado. —Frunció el ceño y meneó la cabeza con expresión confundida—. Sin embargo, los arrendatarios continúan efectuando sus tareas como si esperaran el regreso de los Saxton. Y, cuando lord Talbot hizo averiguaciones acerca de las tierras, se le informó que la familia aún no había renunciado a los derechos de la propiedad y que los impuestos continuaban siendo pagados.

—¿Quién recoge las rentas?

Allan lo observó por un instante con —¿Dónde dice usted que nació?

—¿Qué tiene que ver eso con mi pregunta? —Christopher suavizó sus palabras con una leve sonrisa.

—Fue sólo por curiosidad —respondió Allan afablemente. —Vengo de Boston, y estoy aquí en busca de mercados portuarios para mis buques. —Enarcó una ceja con actitud expectante.

El alguacil se alzó de hombros y por fin respondió:

—Por el momento, creo que es lord Talbot quien recoge las rentas. Lo hace como favor a la familia, hasta que se resuelva algo acerca de la propiedad de las tierras.

—Entonces, no es él quien paga los impuestos, ¿o sí? —No, puesto que desea la posesión de las tierras. Bueno, sería una tontería de su parte si así lo hiciera.

—Pues entonces, es probable que este lord Saxton no esté muerto —concluyó Christopher, al tiempo que se ponía de pie y se colocaba su largo abrigo.

—He sido el alguacil aquí durante tres años y, en todo ese tiempo, no he visto ningún indicio que evidenciara que el hombre aún siguiera vivo —comentó Alfan. Giró la cabeza para ver pasar un enorme carruaje frente a la ventana, y se incorporó de inmediato—. Aquí llega el coche de lord Talbot. Él sabe más sobre Saxton Hall que cualquier otra persona del lugar. Venga, se lo presentaré. —Alían obsequió a su acompañante con una brillante sonrisa—. Si tiene suerte, puede que tenga oportunidad de conocer a su hija Claudia, si es que la ha traído con él.

Christopher se colocó el sombrero y siguió al hombre a través del portal hacia el otro lado de la calle empedrada. Un enorme, ornado carruaje se había detenido a corta distancia de la posada. Los cocheros se apearon apresuradamente para colocar un pequeño taburete frente a la portezuela, en cuyo centro se destacaba un espléndido escudo de armas. Los elementos decorativos formaban la mayor parte del emblema, ya que el escudo en sí era pequeño y confuso, circunstancia que disimulaba las tres cintas horizontales que indicaban su ilegitimidad. La riqueza del vehículo podría haber desafiado a aquellos de la realeza, al igual que el aspecto de lord Talbot, que, al descender, dio muestras de idéntica suntuosidad con sus brocados, encajes y sedas propios de épocas pasadas. Se trataba de un hombre de mediana edad, aunque bien conservado. Apenas hubo bajado, el lord se volvió hacia la portezuela de su coche, de donde aparecía una esbelta mujer de cabellera oscura con atuendo algo más discreto que el del presunto padre. De lejos, la joven guardaba un sorprendente parecido con Erienne Fleming, pero, tras una observación más detallada, Christopher descubrió que su belleza no era, en absoluto, comparable a la de la hija del alcalde. Sus ojos oscuros eran demasiado redondos y carecían de la profusión de pestañas que orlaban las lagunas de amatista. Si bien sus rasgos no podían ser tildados de vulgares, no eran tan finos y delicados como los de la otra muchacha. Claro que, pensó Christopher, le sería muy difícil encontrar una doncella que igualara o, menos aún, superara los encantos de aquélla que ya había conocido.

Claudia Talbot se detuvo un instante junto al lord para cubrirse con la capucha aterciopelada de su capa, a fin de proteger su peinado de la persistente llovizna, y luego deslizó una mano enguantada a través del brazo que le ofrecía su padre. Sus ojos observaron a Christopher de manera tan detallada, que él tuvo la certeza de que estaba evaluando sus atributos físicos.

—Caray, Alían-ronroneó ella al acercarse—. Jamás creí que sería capaz de correr a mi encuentro sólo para presentarme a otro hombre. ¿No siente ni una pizca de celos?

El alguacil rió y respondió con idéntico galanteo. —Claudia, confío en que se mantendría fiel a mí, aun cuando conociera a todo un regimiento de hombres. —Revoleó una mano para señalar al caballero que tenía a su lado—. Permítame presentarle a Christopher Seton, de Boston. Un verdadero caballero según la elegancia de sus ropas y, si no es suficientemente cauteloso, otro más a punto de ser abatido por sus encantos. —Es un honor conocerla, señorita Talbot —declaró Christopher, efectuando una cortés reverencia sobre la mano enguantada de la joven.

—Santo Dios, usted es de veras alto —observó ella con tono afectado.

Christopher estaba habituado a tratar con mujeres audaces y de inmediato reconoció el brillo atrevido en esos ojos oscuros. Si deseaba una compañía femenina, allí tenía una franca invitación.

—Y este respetable caballero es lord Nigel Talbot. —Seton... Seton... —repitió lord Talbot con aire pensativo—. Creo haber oído antes ese nombre.

—Tal vez lo recuerde por el altercado que tuve con su alcalde unas pocas semanas atrás —sugirió Christopher.

Lord Talbot le lanzó una mirada curiosa.

—De manera que usted es el que se batió en duelo con Farrell, ¿eh? Bueno, no puedo culparlo por eso. Ese mozalbete ocasiona problemas dondequiera que va.

—El señor Seton está aquí, en Mawbry, por una cuestión de negocios —informó Alían—. Podría estar interesado en adquirir una propiedad en los alrededores.

Lord Talbot dejó escapar una breve risita.

—Entonces, le deseo buena suerte, señor. Es una tarea muy ardua establecer las tierras y contratar a los arrendatarios, pero, a la larga, si logra acumular el poder necesario, obtiene la recompensa. Sin embargo, hay que ser dueño de una fortuna para poder continuar con la empresa.

Christopher sostuvo la mirada penetrante del hombre. —Me preguntaba acerca de Saxton Hall.

—Oh, imagino que usted no querrá ese lugar-sugirió Claudia con dulzura—. Está semidestruido y repleto de fantasmas. Cualquiera de por aquí le dirá que esa casa ha estado plagada de desgracias.

—En realidad, no creo que ningún forastero tenga la posibilidad de adquirir ni la mansión, m las tierras. —Lord Talbot miró al yanqui con expresión calculadora—. ¿Tiene usted alguna ocupación, o sólo se dedica al ocio?

—A decir verdad, un poco de ambas cosas. —Christopher descubrió sus blancos dientes con una rápida sonrisa—. Poseo una flota de buques mercantes que comercian en varios puertos del mundo, pero también suelo dedicarme al ocio.

Los ojos oscuros de Claudia adquirieron un nuevo brillo.

—Usted debe ser muy rico.

Christopher se encogió de hombros con naturalidad. —Puedo permitirme unos cuantos lujos.

—Saxton Hall podría llegar a ser una propiedad muy valiosa con la tenencia de sus tierras, pero me temo que no está disponible. —Lord Talbot esbozó una breve sonrisa—. De ser así, yo mismo la habría adquirido hace mucho tiempo.

—Papá, tú te adueñarías de toda Inglaterra, si el rey te lo permitiera —bromeó Claudia, palmeando el brazo de su padre. Él le sonrió con pesar.

—Lo necesito para satisfacer tus caprichos.

—Lo cual me recuerda, papá, que prometí a la modista que pasaría a escoger la tela para mi nuevo vestido. Puesto que tú debes arreglar unos asuntos con tu alcalde, Yo me procuraré mi propia escolta. —Curvó los labios con picardía al toparse con la mirada de Christopher—. ¿Me permite el atrevimiento de pedirle que me acompañe, señor Seton?

—¡Claudia! —le reprochó su padre, sorprendido—. ¡Acabas de conocer al caballero!

—Papá, todos los jóvenes aceptables de los alrededores te tienen pavor —protestó Claudia, como si continuara una vieja rencilla—. Si yo no tomo la iniciativa, moriré como una vieja solterona.

Christopher esbozó una sonrisa divertida al mirar al padre de la joven. El hombre parecía anonadado por la audacia de su hija. —Con su permiso, señor.

Lord Talbot asintió con resignación, y una leve risa escapó de los labios de Allan cuando Christopher ofreció decorosamente el brazo. Complacida, Claudia lo tomó y caminó junto a él, con la cabeza erguida y una expresión triunfal en los ojos. Con ese hombre como escolta, ella volvería a gozar de la envidia de todas las mujeres de Mawbry. Al advertir la presencia de una solitaria figura femenina en una de las ventanas de la casa del alcalde, experimentó una emoción especial. Claudia detestaba las comparaciones que constantemente surgían entre ambas mujeres y de las cuales ella resultaba perdedora en cuanto a belleza se refería. Incluso sentía un delicioso regocijo cada vez que alguien hablaba de los lamentables candidatos que el alcalde había presentado a su hija. El deseo más íntimo de Claudia era ver a la otra mujer unida en matrimonio con una horrible bestia.

—Al parecer, Claudia ha encontrado otro hombre a quien cautivar con sus encantos —comentó Allan con humor.

Lord Talbot gruñó con falso pesar.

—Casi desearía que su madre hubiera vivido unos años más.

Teniendo en cuenta lo rezongona que era esa mujer, comprenderá usted mi desesperación.

El alguacil rió y sacudió la cabeza hacia la casa del alcalde. —Claudia dijo que usted tenía que arreglar unos asuntos con Avery. ¿Desea que le acompañe?

Lord Talbot rechazó la oferta.

—No. Este es un asunto personal. —Hizo un ademán para indicar a la joven pareja que acababa de partir—. Lo que podría hacer por mí es vigilar a esa desvergonzada jovenzuela. No me agrada la idea de tener a un yanqui en la familia.

Allan sonrió.

—Haré lo que pueda, señor.

—Pues, entonces, no le demoraré más.

Lord Talbot caminó con paso decidido hasta la casa del alcalde y golpeó la puerta con Vaso plateado de su lujoso bastón. La llamada no fue atendida de inmediato; comenzaba a preguntarse si habría alguien en casa, cuando la puerta se abrió levemente. Erienne espió a través de la rendija, y habría experimentado un gran alivio al descubrir que no se trataba de Silas Chambers si el lord hubiera sido de su agrado. No lo era.

Lord Talbot empujó la puerta con el báculo, forzando a Erienne a retroceder un paso.

—No me espíes a través de rendijas, Erienne. —Sus labios se curvaron en una sonrisa, al tiempo que sus ojos recorrían descaradamente el cuerpo de la joven—. Me gusta ver a las personas cuando les hablo. ¿Está tu padre en casa?

Confusa y súbitamente nerviosa, Erienne hizo una pequeña reverencia y se apresuró a contestar:

—Oh, no, señor. Está en algún lugar de la aldea. No estoy segura, pero imagino que, en unos momentos, estará de vuelta. —Bueno, entonces, si me permites, entraré para esperarle junto a la chimenea. Ha sido un día atroz.

Lord Talbot pasó rápidamente al vestíbulo y se detuvo un instante para quitarse la capa y el tricornio y entregárselos a la joven, antes de continuar andando hacia la sala, dejando atrás a Erienne, que, fastidiada, cerró la puerta y colgó los artículos empapados en el perchero. Cuando ella entró en la sala, el hombre ya se encontraba acomodado en un sillón, frente al hogar encendido. Había cruzado las piernas, y los faldones de su levita caían a ambos lados, descubriendo unos finos calzones de seda gris, que hacían juego con las medias. Sus ojos brillaron cuando apareció la joven, obsequiándola con una sonrisa que intentaba ser paternal.

—Mi querida Erienne, has hecho una tarea magnífica al administrar esta casa desde la muerte de tu madre. Espero que hayas sido feliz aquí. Tu padre, ciertamente, parece haberse adaptado bien al trabajo. Sin ir más lejos, apenas el otro día...

Él continuó con un interminable torrente de palabras, sin apartar la mirada de la niña, que no dejaba de moverse por toda la habitación. El lord prosiguió sin detenerse, no porque se sintiera incómodo, sino, más bien, para aliviar la tensión de la joven, que parecía bastante turbada por su presencia. Al fin y al cabo, era una mujer de lo más deseable. Nunca le había dejado de sorprender el hecho de que un hombre como Avery Fleming hubiera sido capaz de procrear semejante beldad.

Erienne escuchaba con desinterés el constante zumbido del hombre. Conocía muy bien la reputación de Nigel Talbot. Sus hazañas habían sido objeto de numerosas burlas entre los chismosos del lugar, desde que los Fleming se habían mudado a Mawbry. Por esta razón, la joven insistía en pasar, una y otra vez, junto a las ventanas de la calle, dé manera que cualquier curioso (y Erienne sabía que habría unos cuantos) pudiera ser testigo de su intachable inocencia.

—Prepararé algo de té mientras aguardamos —dijo ella con vacilación. Avivó el fuego, echando otro trozo de leña, y colgó una tetera de agua en el gancho de la chimenea.

Nigel Talbot observó a la joven con creciente ardor. Habían transcurrido varias semanas desde su viaje a Londres, donde se había entretenido con mujeres sensuales, acicaladas, en sus apartamentos lujosamente amueblados. Era una verdad sorprendente que hubiera pasado por alto una fruta tan fina de su propia huerta, pero, teniendo en cuenta la actitud sumisa y recatada de Erienne, era fácil comprender por qué no se había fijado en ella con anterioridad. Las atrevidas atraían de inmediato la atención; sin embargo, no siempre eran ellas las elegidas. Erienne Fleming era de primera calidad y, sin lugar a dudas, virtuosa.

Se imaginó a la joven en enaguas y corsé, con busto rebosante y diminuta cintura, y su cabello oscuro brillando sobre sus delicados hombros color crema. Entonces, los ojos de Talbot se engrandaron al advertir la oportunidad que tenía delante de sí. Desde luego, ése era un tema muy delicado y debía ser planteado con cautela. No estaba en sus planes proponer matrimonio, pero, sin duda, Avery no sería tan tonto como para despreciar la cuantiosa suma que él estaba dispuesto a ofrecerle a cambio de la hija.

Lord Talbot se puso de pie y adoptó su pose más heroica: la mano izquierda, apoyada informalmente sobre el bastón y la derecha, sujeta a la solapa de su chaqueta, de manera que la joven pudiera admirar su figura masculina. Una mujer más experimentada hubiera observado con descaro aquello que él estaba ansioso por mostrar, en vez de mantenerse ocupada con tareas insignificantes.

—Mi querida, querida Erienne...

Su incipiente pasión lo hizo hablar con mayor potencia de la que hubiera deseado, y el elevado volumen de sus repentinas palabras sobresaltó a la muchacha. La taza y el plato que ella tenía en las manos se tambalearon y estuvieron a punto de caer. Nerviosa, Erienne apoyó la vajilla sobre la mesa y, entrelazando sus dedos temblorosos, se giró.

Nigel Talbot se había convertido en un hombre prudente, dejando atrás los impetuosos años de su juventud. Retrocedió e hizo un nuevo intento, esta vez con mayor cordialidad.

—Mis disculpas, Erienne. No fue mi intención asustarte. Sólo que estaba pensando que nunca te había mirado con detención. —A media que hablaba, lord Talbot se acercaba cada vez más a la muchacha—. Nunca me había percatado de tu increíble belleza.

Extendió una larga, delgada y acicalada mano, y la apoyó sobre el brazo de Erienne. Ella intentó retroceder, pero el borde de la mesa la detuvo.

—Vaya, querida, estás temblando. —Observó los ojos dilatados y atemorizados de la joven, y sonrió con ternura—. Pobre Erienne. No temas, querida. No te lastimaría por nada del mundo. Es más, mi deseo más íntimo es que lleguemos a conocernos... mejor... mucho mejor. —Sus dedos apretaron ligeramente el brazo de la muchacha para brindarle confianza.

De pronto, les interrumpió una violenta maldición proveniente del piso superior, seguida por un golpeteo que descendía por las escaleras. Lord Talbot se apartó de Erienne, al tiempo que Farrell apareció tambaleándose por la puerta. El muchacho estuvo a punto de caer de bruces, pero logró detenerse. Sus ojos giraron una y otra vez, mientras intentaba recuperar el equilibrio. Llevaba puesta una camisa abierta hasta la cintura y unos calzones indecorosamente desprendidos. Los dedos de sus pies se crisparon al pisar los fríos tablones de madera. Cuando logró fijar la mirada en los ocupantes de la sala, dejó caer la mandíbula ante el inesperado impacto.

—¡Lord Talbot! —Se frotó la sien con su mano sana y enredó los dedos en su despeinada cabellera—. Su señoría... —balbuceó, acentuando la «i» de una manera inusual. Masculló una breve disculpa, y comenzó a manosear torpemente los botones de los calzones—. No sabía que usted estaba aquí...

Lord Talbot se esforzó en demostrar una actitud comprensiva. Un leve tic que reflejó un extremo del bigote fue el único indicio que delató sus verdaderos sentimientos.

—Espero que te encuentres bien, Farrell.

El joven se pasó la lengua por los labios, como si una ardiente sequedad le quemara la boca, y se cerró la camisa cuando se topó con la mirada penetrante de Erienne.

—Sólo he bajado por un trago... —se aclaró la garganta al ver la mirada amonestara de su hermana, y agregó—: de agua. —Avistó la humeante tetera sobre el fuego—. O, quizá, té. —Ya estaba recuperando el control de sí mismo, y conocía muy bien los deberes de un anfitrión—. Erienne —adoptó un tono paternal—, ¿serías tan amable de servirnos una taza de té? Estoy seguro de que lord Talbot se ha estado muriendo de sed. —Un espeso trago de saliva confirmó, en silencio, su aseveración. Todo hombre necesita una buena bebida caliente para aclarar la garganta en una fría mañana.

Por primera vez, Erienne se sintió complacida ante la presencia de su hermano.

—Farrell —dijo, sonriendo con dulzura, mientras obedecía las órdenes del muchacho—, hace ya un rato que pasó el medio día.

La furia de lord Talbot contra Farrell era infinita, pero difícilmente podría despedir al muchacho de la sala, para regalarse la vista con la hermana. Era obvio que el joven estaba dispuesto a quedarse para impresionar a su invitado con sus excelentes modales, pero lord Talbot conocía los límites de su paciencia, y decidió que una discreta retirada en ese preciso instante sería lo más sensato. Al fin y al cabo, tenía mucho que pensar acerca de la hija del alcalde, antes de arriesgarse a efectuar cualquier movimiento.

—No me quedaré para el té —anunció en tono brusco y agitado—. Con seguridad, mi hija se estará preocupando por mi retraso. Dado que parto hacia Londres por la mañana, veré al señor Fleming a mi regreso. Sin duda, el asunto puede esperar.