CAPÍTULO 1

23 de octubre de 1792 Norte de Inglaterra

—¡Casamiento!

Erienne Fleming se apartó de la chimenea y arrojó el atizador sobre el soporte, en un intento por desahogar su fastidio, cada vez más intenso a medida que transcurrían los minutos del nuevo día. Afuera, el viento cabriolaba alegremente, fustigando enormes gotas de lluvia y restos de cellisca contra los cristales de la ventana. Parecía que quisiera mofarse, con su imprudente desenfreno, de la honda opresión que afligía el espíritu de la joven. El desordenado tumulto de nubes oscuras que se agitaban por encima del tejado de la casa del alcalde reflejaba el humor de esta bonita muchacha de cabello oscuro, cuyos ojos lanzaban vivos destellos mientras observaba el fuego que crepitaba en el hogar.

—¡Casamiento!

La palabra volvió a estallar en su mente. Alguna vez, ese mismo término había simbolizado los sueños de una niña; para tornarse, más tarde, en sinónimo de bufonada. No era que ella se opusiera al matrimonio. En absoluto. La escrupulosa educación de su madre la había preparado para convertirse en una excelente esposa para cualquier hombre. Pero su padre se había propuesto desposarla con algún bolsillo acaudalado, sin importar cuán fatua, obesa o demacrada fuese la criatura que se presentara frente a su puerta. Todas las demás cualidades, incluyendo modales, no parecían preocupar al señor Fleming. Ni siquiera eran dignas de consideración. Con sólo ser rico y propenso al matrimonio, cualquier hombre podía convertirse en posible candidato para su hija. Y todos ellos habían resultado ser una muestra lamentable, aunque, probablemente —las cejas de Erienne se arquearon en un súbito gesto de duda—, eran lo mejor que su padre podía reunir, s n el atractivo de una dote razonable. —¡Casamiento! ¡Puaj! —Erienne espetó la palabra con renovado hastío. Rápidamente olvidaba las arrobadas fantasías de la infancia y comenzaba a mirar con desagrado la institución del matrimonio. Desde luego, no era extraño que una joven dama detestara a los pretendientes impuestos por la fuerza, pero, tras la serie de ejemplos que habían desfilado, la muchacha abrigaba pocas esperanzas de que la naturaleza dogmática de su padre mejorara su capacidad de selección en el futuro.

Erienne caminó con paso inquieto hacia la ventana y observó el sendero adoquinado que serpenteaba hacia la aldea. Los árboles que flanqueaban el villorrio se veían como delgados esqueletos oscuros tras la despiadada cortina de lluvia. Su mirada se perdió por el camino vacío, y un dolor lento, semejante a una dispesia, se engendró en su interior al pensar que una hora escasa la separaba del encuentro con otro galán no deseado. No sentía deseos de fingir una amable sonrisa para este nuevo bufón; en cambio, deseaba con ansias —incluso rogaba— que el camino permaneciera libre de viajeros. De hecho, si el hombre tuviese la desdicha de caminar por un puente frágil que se desplomara bajo sus pies, cayendo en el agua y sumergiéndose en el olvido, Erienne no lamentaría la pérdida. Ese hombre era un extraño, una criatura sin rostro, apenas identificable por su nombre, un nombre que la joven acababa de conocer: ¡Silas Chambers! ¿Qué clase de pretendiente sería?

Erienne recorrió con la mirada la modesta sala de su casa y se preguntó qué impresión causaría en el desconocido; si su desdén resultaría demasiado evidente. Si bien la cabaña no era peor que cualquier otra en la ciudad, la austeridad de los muebles denotaba una marcada ausencia de riqueza. De no haber sido la morada adjudicada con el puesto, su padre se habría visto forzado a buscar otra.

La muchacha alisó tímidamente el desgastado terciopelo de su vestido color ciruela. Esperaba que el anticuado estro de la prenda no resultara demasiado obvio. Su orgullo había sido herido con demasiada frecuencia, debido a la arrogancia de petimetres melindrosos que se consideraban superiores a ella y no evidenciaban el mínimo esfuerzo por disimular el hecho. La escasa dote poco suponía para sus bolsillos repletos. Erienne anhelaba demostrar a esos palurdos pertinaces que era mucho más instruida y, sin duda, infinitamente más refinada que todos ellos. Sin embargo, semejante osadía hubiera provocado una severa reprobación por parte de su padre.

Avery Fleming consideraba innecesario, y por demás imprudente, que cualquier miembro del sexo débil recibiera instrucción más allá de las tareas propias de una mujer y, menos aún, sobre el arte de la escritura y las técnicas de hacer números. De no haber sido por la herencia de su madre y la obstinada insistencia de la dama, la joven jamás hubiera sido objeto de una educación tan sólida. Angela Fleming se había preocupado en reservar una parte considerable de su fortuna para la instrucción de su hija. Avery no había osado oponerse, dado el hecho de que él mismo, durante su matrimonio, se había apropiado de la mayor parte de las riquezas para financiar sus propios caprichos. Aun cuando Farrell había gozado de los mismos beneficios, durante el primer año de seminario, el muchacho había declarado sentir un profundo disgusto por «la pomposa predicación y la injusta disciplina impartida por un conjunto de ancianos aburridos». Sin más argumentos, había renunciado a convertirse en un hombre de letras y regresar a casa a «aprender el oficio de su padre», cualquiera que fuese ese oficio.

Los pensamientos de Erienne vagaron a través de los largos meses posteriores a la muerte de su madre, rememorando las innumerables horas que había pasado en soledad, mientras su padre y su hermano se entregaban a la bebida o al juego, en compañía de los vecinos del pueblo; o mientras viajaban a Wirkinton, con los marineros que llegaban al puerto. En ausencia del juicioso raciocinio de Angela, la escasa fortuna de la familia se había consumido rápidamente y, con su pérdida, había sobrevenido un perpetuo período de indigencia que, a su vez, había despertado en Avery Fleming una creciente ansiedad por desposar a su hija. El trance crítico en este proceso se había producido como fruto de un encarnizado duelo, donde el joven Farrell había resultado herido. Las secuelas del suceso ocasionaron la inutilización del brazo derecho del muchacho y, a partir de entonces, Avery parecía agobiado por la necesidad impetuosa de encontrar un esposo acaudalado para su hija.

Un súbito destello de ira brilló en los oscuros confines de la memoria de Erienne, dando vida a sus pensamientos frente al repentino desafío.

—Ahora bien, existe un hombre al que me agradaría conocer —siseó la joven con violencia en el vacío de la habitación—: ¡Christopher Seton! ¡Yanqui! ¡Bribón! ¡Libertino! ¡Truhán!

Cualquier epíteto desagradable parecía encajar. De hecho, unos cuantos títulos que coronaban el linaje de ese hombre revolotearon en la mente de la joven, que saboreaba cada término con satisfacción.

—¡Ay! ¡Si tan sólo pudiera encontrarme con ése cara a cara! Cerró los ojos y visualizó una nariz ladeada y puntiaguda, una melena lacia brotando por debajo del ala de un tricornio, unos labios delgados dibujando una cruel sonrisa socarrona hasta descubrir unos dientes pequeños y amarillentos. Una verruga en la punta de la barbilla hundida completó su creación. Sintió placer al culminar la imagen y colocarla sobre un cuerpo huesudo y demacrado.

—¡Ah, si tan sólo pudiera conocerlo!

Aunque difícilmente lograra salir victoriosa de una riña, conseguiría, sin duda, desmoronar la soberbia compostura de ese hombre. Durante dos semanas, perduraría el sufrimiento de Christopher Seton tras la severa reprimenda de la joven. Entonces, tal vez, lo pensaría dos veces, antes de infligir su venganza a un muchacho torpe e imprudente, o de causar la ruina a un hombre.

—Si yo fuera varón —Erienne adoptó una pose de esgrima y agitó el brazo extendido como si sujetara un afilado espadín—, ¡de esta forma ajustaría las cuentas a ese rufián! —Lanzó al aire una, dos, tres estocadas, para luego atravesar la garganta de su víctima con su arma imaginaria. Limpió cuidadosamente su espada fantasma y la devolvió a la vaina igualmente insustancial—. Si yo fuera varón —se irguió para mirar con aire pensativo a través de la ventana—, me aseguraría de que ese bravucón reconociera el error de su comportamiento y, de allí en adelante, el truhán buscaría su fortuna en algún otro confín de este mundo.

Su mirada capturó su propia imagen, reflejada en los paneles de cristal, y entrelazó las manos en un gesto recatado.

—¡Ay de mí! No soy un mozo pendenciero, sino una simple doncella. —Giró la cabeza hacia un lado y otro para observar sus bucles negros. Luego, sonrió con perspicacia ante la imagen. Entonces, mis armas deberán ser mi ingenio y mi lengua.

Por un breve instante, enarcó una de sus delicadas cejas oscuras, que enmarcaban una mirada maléfica, combinada con una encantadora sonrisa, capaz de congelar el corazón del enemigo más feroz. La profunda aflicción que embargaba a la doncella desencadenaba su ira.

Un ronco bramido de ebrio, proveniente del exterior, interrumpió sus reflexiones.

—¡Erienne!

Ella reconoció la voz de su hermano y corrió hacia el vestíbulo con una acalorada amonestación en los labios. Abrió la puerta con violencia y encontró a Farell Fleming apoyado contra el quicio. El muchacho tenía la ropa sucia y desaliñada; su cabello cobrizo parecía un puñado de pajas enmarañadas debajo de su tricornio. Un breve vistazo bastaba para deducir que había estado bebiendo y jaraneando durante toda la noche y la mayor parte de la mañana.

—¡Erienne, mi bella hermanita! —la saludó él a gritos. A duras penas, logró entrar en el vestíbulo, salpicando, al pasar junto a su hermana, una lluvia de agua fría con la capa empapada.

Erienne lanzó una mirada ansiosa hacia el camino para cerciorarse de que nadie había presenciado ese bochornoso suceso. Se sintió aliviada al advertir que, en esa desdichada mañana, no había una sola alma en las cercanías, con la excepción de un solitario viajero que se acercaba cabalgando en la distancia. Cuando el hombre terminara de atravesar el puente para pasar frente a la casa, ya no tendría oportunidad de ver algo inusual.

Erienne cerró la puerta y se apoyó contra el marco, para observar a Farrell con el ceño fruncido. El muchacho se había cogido al pasamanos con su brazo sano, y luchaba por mantener el equilibrio, a la vez que tiraba inútilmente de las cintas que ataban su capa.

—Erienne, ven a dar una mano al pequeño Farrell con esta rebi... eh... rebelde vestidura. Se resiste a abandonarme a pesar de mis intentos. —Esbozó una sonrisa humilde y levantó el brazo inválido con gesto suplicante.

—Buena hora de regresar a casa —le regañó la joven, ayudándolo a despojarse de la recalcitrante capa—. ¿Acaso no tienes vergüenza?

—¡En absoluto! —declaró él, intentando efectuar una reverencia cortesana. El esfuerzo le hizo perder su precario equilibrio, y comenzó a tambalearse.

Erienne se apresuró a sujetarlo del hombro para enderezarlo, y arrugó la nariz al aspirar el fétido hedor a whisky y a tabaco que emanaba de su hermano.

—Al menos, podrías haber regresado a casa cuando aún estaba oscuro —le sugirió ella con voz áspera—. Dedicas la noche entera a beber y jugar a los naipes, para luego dormir durante todo el día. ¿Acaso no puedes encontrar algo más útil con que matar el tiempo?

—Ha sido la tontería del destino lo que me ha impedido continuar con mi trabajo honesto y ganar mi sustento en esta casa. Debes culpar al canalla de Seton, eso debes. Él fue el que provocó todo esto.

—¡Sé muy bien lo que hizo ese hombre! —replicó ella, irritada—. Pero eso no es excusa para comportarte de esta forma. —Acaba ya con tus reproches, mujer —farfulló él con palabras apenas comprensibles—. Cada día que pasa, te pareces más a una vieja solterona. Es una suerte que nuestro padre se haya propuesto casarte a corto plazo.

Erienne apretó los dientes para controlar su ira. Sujetó con firmeza el brazo de su hermano e intentó conducirlo hacia la sala, pero se tambaleó al recibir todo el peso del muchacho. —¡Malditos seáis ambos! —grito—. ¡Uno peor que otro! Desposarme con el primer hombre acaudalado que aparezca de manera que podáis seguir con la juerga durante el resto de vuestros días. ¡Bonito par de sinvergüenzas!

—¡Conque eso crees! —Farrell sacudió el brazo para liberarse de su hermana y se las ingenió para caminar con bastante destreza hacia la sala. Cuando logró afianzar el paso sobre el piso traicionero, que no cesaba de ondularse bajo sus pies, se volvió para enfrentarse a la joven, a la vez que intentaba acompasar el vaivén de su cuerpo al constante balanceo de la habitación.

—No eres capaz de apreciar el sacrificio que hice para salvar tu honor le reprochó él, tratando de fijar una mirada acusadora sobre el rostro de la joven. La tarea resultó demasiado ardua para su lamentable estado, y decidió rendirse, permitiendo que sus rebeldes ojos vagaran a su placer—. Tanto nuestro padre como yo queremos verte felizmente casada, libre de los bellacos que podría depararte el destino.

—¿Mi honor? —se mofó Erienne, colocando los brazos en jarras para observar a su hermano con una expresión entre tolerante y compasiva—. Permíteme recordarte, Farrell Fleming, que fue el honor de nuestro padre el que intentabas defender, no el mío.

—¡Ah! —De inmediato, la expresión del muchacho se tornó arrepentida y sumisa, como la de un niño que acaba de ser sorprendido en una travesura—. Es verdad. Fue por papá. —Lanzó una mirada hacia su brazo inválido y lo hizo balancear, para atraer la atención de su hermana y despertar en ella tanta compasión como fuera posible.

—Supongo que, en cierta forma, fue también por mí, puesto que llevo el mismo apellido —razonó Erienne en voz alta—. Y, después de las calumnias de Christopher Seton, es difícil hacer caso omiso de los sucios rumores que andan corriendo por allí.

Sumida en sus pensamientos, la muchacha volvió a desviar la mirada hacia la hierba mojada que se extendía más allá de los vidrios salpicados de lluvia. No prestó atención a su hermano, que, con suma cautela, avanzaba con repetidos virajes hacia una jarra de whisky que había avistado sobre una mesita lateral. Erienne perdió sus esperanzas al ver que el solitario viejo atravesaba sin dificultad la superficie adoquinada del puente, demostrando así que la estructura aún permanecía intacta. A pesar de la incesante llovizna, el hombre continuaba impertérrito su marcha. No parecía llevar prisa, como si estuviera seguro de contar con todo el tiempo del mundo. La joven dejó escapar un profundo suspiro: ojalá esa afirmación fuese igualmente válida para ella. Se volvió para mirar a Farrell e, instantáneamente, pisó con furia contra el suelo. El muchacho había tomado un vaso y trataba de quitar el tapón de la jarra.

—¡Farrell! ¿No crees que ya has bebido bastante?

—En efecto, fue el honor de nuestro padre el que intentaba defender —masculló él, sin detener su labor. Le tembló la mano al verter el líquido en la copa. Los recuerdos del duelo no cesaban de obsesionarle. Una vez y otra, oía el ensordecedor estruendo de su propia pistola, mientras veía la expresión atónita y horrorizada del juez, de pie, inmóvil, con el brazo en alto sujetando el pañuelo. La imagen había quedado grabada en la mente del muchacho. Aun así, recordaba haber sentido una extraña mezcla de horror y regocijo, al ver trastabillar a su oponente. La sangre no había tardado en aparecer entre los dedos de Seton, y Farrell había aguardado impávido el colapso de su enemigo. Sin embargo, el hombre se irguió, y el incipiente alivio que había embargado al joven por un breve instante fue arrasado por una inmensa ola de sudor helado. La tontería de disparar antes de la señal se volvió contra él, y el arma de Seton se levantó lentamente hasta detenerse en el centro de su pecho.

—Desafiaste a un hombre mucho más experimentado que tú... y todo por un simple juego de naipes —le amonestó Erienne.

El zumbido en los oídos de Farrell impidió que oyera las palabras de su hermana. Paralizado por la escena que, con lentitud, comenzaba a desplegarse en su mente, el muchacho sólo podía ver el cañón de la pistola que apuntó hacia él aquella mañana, sólo podía oír los atronadores latidos de su corazón, sólo podía sentir el terror desgarrador que aún continuaba atormentándolo. En aquella fría mañana, el sudor había hecho arder sus ojos, pero el pánico no le había permitido siquiera pestañear, temeroso de que el menor movimiento pudiera llevar aparejada una bala mortal.

Presa del terror, Farrell había articulado un violento bramido de cólera, impotencia y frustración, para luego levantar el brazo y apuntar su arma vacía al enemigo, sin advertir que la mira de la otra pistola ya se alzaba por encima de su cabeza.

Una segunda explosión había quebrantado la paz de aquel amanecer, para enterrarse bajo un torrente de ecos y convertir el colérico bramido de Farrell en un agudo chillido de agonía. El desgarrador impacto le había atravesado el brazo, causándole un punzante dolor, que retumbaba una y otra vez en su cerebro.

Antes de disiparse la nube de humo, el muchacho se había desplomado sobre el césped helado y cubierto de rocío, retorciéndose y gimiendo, acosado por un dolor intolerable. Una silueta alta se había aproximado hasta detenerse justo detrás de la figura arrodillada del cirujano que le atendía el brazo. A pesar de su obnubilante dolor, Farrell había logrado reconocer el contorno de su oponente contra la velada luz del sol naciente. La compostura de Christopher Seton lo había abochornado. Con increíble calma, el hombre intentaba detener el flujo de su propia sangre con un pedazo de trapo plegado debajo del hombro de la chaqueta.

En medio de su intolerable dolor, Farrell había llegado a comprender que su sucia jugada había comportado mucho más que la derrota en el duelo. Toda su reputación estaba hundida, tras ese golpe devastador. Nadie aceptaría el desafío de un cobarde, y el muchacho no lograba encontrar un refugio seguro donde librarse de la condena de su propia mente.

—Ha sido la estupidez del muchacho lo que ha causado la herida. —Las palabras de Seton llegaron a él para atormentarlo y arrancarle un plañido de desesperación. El hombre había definido el suceso con precisión—. Si él no hubiera disparado su pistola, yo no habría descargado la mía.

El juez había pronunciado su réplica con el mismo tono apagado y distante.

—Él disparó antes de que yo diera la señal. Usted podría haberle mata o, señor Seton, y nadie se hubiera atrevido a cuestionárselo.

Seton había respondido con un gruñido. —Amigo, yo no soy un asesino de niños.

—Puedo asegurarle, señor, que su inocencia en este asunto es irrefutable. Sólo le sugiero que desaparezca, antes de que el padre del muchacho venga a causarle problemas.

Al parecer de Farrell, el juez había sido demasiado indulgente. El deseo de dejar en claro que él no estaba dispuesto a ser tan benevolente había asaltado al muchacho, y una serie de juramentos groseros se había escapado de sus labios, descargando toda su ira sobre el hombre, en lugar de aceptar la realidad de su propia cobardía. Para su desazón, los insultos no habían arrancado más que una leve sonrisa desdeñosa de los labios de su oponente, quien se había marchado sin prestarle mayor atención, como si se hubiese tratado de un niño que merece ser ignorado. La dolorosa imagen se desmoronó para dar paso a la cruda realidad. Farrell observó la copa llena que tenía delante de sí, pero apenas pudo levantarla y, menos aún, fue capaz de mantener el brazo alzado lo suficiente como para llevarse el whisky a los labios.

—Ahora, lamentas tu terrible derrota. —Las palabras de Erienne, por fin, lograron atraer su atención.— Y, aparecer, te has propuesto arruinar el resto de tus días. Estarías mucho mejor si hubieras dejado en paz al yanqui, en lugar de hacerte el gallito ultrajado.

—Ese hombre es un mentiroso y por eso le reté a duelo. —Farrell miró a su alrededor en busca de un refugio, hasta que divisó un acogedor sillón a su alcance—. Quise defender el honor y el buen nombre de mi padre.

—Defender, ¡bah! Has quedado inválido por el esfuerzo y el señor Seton aún no ha retirado una sola palabra de la acusación. —¡Ya lo hará! —exclamó Farrell—. Ya lo hará, o yo... o yo... —Tú, ¿qué? —inquirió Erienne, ofuscada—. ¿Perderías el otro brazo? Lograrás que te maten si te empeñas en desafiar a un hombre con la experiencia de Christopher Seton. —Alzó una mano en un gesto de aversión—. El hombre te dobla la edad y a veces pienso que también la inteligencia. Fuiste muy tonto al provocarlo, Farrell.

—¡Maldita seas, mujer! Sin duda, creerás que el sol sale y se oculta para tu inigualable señor Seton.

—¡Qué dices! —gritó Erienne, espantada ante la acusación de su hermano—. ¡Jamás he visto a ese hombre! Las únicas cosas que conozco de él son meros rumores que he oído y, ciertamente, no puedo confiar en la exactitud de tales chismorreos.

—Yo también los he oído declaró Farrell con desdén. Todas las reuniones o charlas de mujeres se centran alrededor de ese yanqui y su incalculable fortuna. En los ojos de todas puede verse el brillo de las monedas del hombre, pero, sin tanta riqueza, no es mejor que otro cualquiera. ¿Y hablas de su experiencia? ¡Ja! Probablemente, yo tenga tanta como él.

—No osarás jactarte de haber lastimado levemente a esos dos infelices —replicó ella, irritada—. Sin duda, estaban más atemorizados que heridos y, a la larga, has resultado ser tan tonto como ellos.

—¿Tonto, yo? —Farrell trató de enderezarse para exteriorizar su irritación ante semejante insulto, pero un fuerte eructo pareció desinflar su orgullo, y volvió a desplomarse sobre la mesa, mascullando murmullos de autocompasión—. Déjame en paz, mujer. Has decidido atacarme en un estado de debilidad y agotamiento.

—¡Ja! Querrás decir de embriaguez —le corrigió ella con aspereza.

Farrell se dejó caer en el sillón. Cerró los ojos y reclinó la cabeza sobre el respaldo acolchado.

—Apoyas al bellaco en contra de tu propio hermano —gimió—. Si nuestro padre te oyera...

Centelleantes chispas de indignación brillaron en los ojos de Erienne. Con sólo dos pasos, llegó hasta donde se encontraba su hermano y le cogió por las solapas de la chaqueta. Se forzó a afrontar el hedor rancio que emanaba de la boca del muchacho y se inclinó hacia él.

—¿Es que acaso osas acusarme? —Le sacudió hasta que los ojos de Farrell giraron confundidos—. ¡Te lo explicaré sencillamente, hermano! —Espetó las palabras en un tono sibilante y regañón—. Un extraño navegó asta estos mares para azorar a todos con el tamaño de su buque mercante y, al tercer día de su llegada al puerto —sacudió a Farrell una vez más para recalcar los hechos—, acusó a nuestro padre de hacer trampas con los naipes. Fuera verdad o mentira, no tenía necesidad de proclamarlo a los cuatro vientos, provocando tal pánico entre los mercaderes de Mawbry y Wirkinton, que incluso ahora nuestro padre teme que lo arrojen a prisión por las deudas que no puede pagar. Y para salir de este apuro se ha propuesto desposarme con algún potentado. No creo que al acaudalado de Seton le preocupen los estragos que ha causado en esta familia. No dudo en condenar al hombre por todo lo que ha hecho. Pero tú, mi querido hermano, eres también responsable, por cometer la tontería de rebatir sus acusaciones tan acaloradamente, sin advertir que un fracaso en tus intentos por consolidar tus negativas sólo logra fortalecer la causa del enemigo. Al lidiar con esa clase de hombres, se debe obrar con calma e inteligencia, no con inútiles baladronadas.

Farrell observó a su hermana, atónito ante el feroz ataque descargado contra su persona, y Erienne se percató de que el muchacho no había oído nada de lo que ella acababa de explicarle.

—¡Bah! ¡Es inútil! —Dio un violento empujón a su hermano y se alejó, disgustada. Por lo visto, ningún argumento resultaría efectivo para hacer entender al muchacho la estupidez de su comportamiento.

Farrell lanzó una mirada al rebosante vaso de whisky y se relamió, deseando que su hermana se dignara a alcanzarle la bebida.

—Puede que seas un par de años mayor que yo, Erienne —se sentía terriblemente débil, tenía la boca seca como algodón y hablar le exigía un tremendo esfuerzo—, pero ésa no es razón para regañarme como si fuera un niño. —Arrugó el mentón y comenzó a mascullar para sí de una manera displicente—. Así fue como me llamó... ¡niño!

Erienne caminó inquieta frente al hogar, tratando de encontrar el argumento que pudiera modificar los razonamientos de su hermano, hasta que un leve sonido la detuvo y se volvió, para encontrar la cabeza de Farrell caída laxamente sobre su pecho. El primer resoplido suave se convirtió rápidamente en un claro y sonoro ejemplo del arte de roncar y, de inmediato, la muchacha tomó conciencia del craso error que había cometido al no conducir a su hermano directamente hacia su dormitorio. Silas Chambers podría llegar en cualquier momento, y Erienne se vería profundamente herida en su orgullo ante la sonrisita socarrona del pretendiente. Su única esperanza se cifraba en que su padre regresara pronto, aunque eso, también, podría llegar a resultar un arma de doble filo.

De pronto, advirtió que el lento repiqueteo de cascos de caballo que había oído hacía un instante en el exterior, acababa de detenerse frente a la casa. Aguardó tensa alguna señal que le indicara los movimientos del viajero, hasta que la fatalidad lanzó su primera marca cuando unas pisadas resonaron sobre los peldaños de la entrada, seguidas por un fuerte golpe a la puerta.

—¡Silas Chambers! —El corazón le dio un vuelco. Miró ansiosamente a su alrededor y se retorció las manos con desesperación. ¿Cómo podía ser que ese hombre llegara en un momento tan inoportuno?

Corrió frenéticamente hacia Farrell e intentó despertarlo, pero sus mejores esfuerzos ni siquiera lograron interrumpir el ritmo de los ronquidos del muchacho. Lo tomó entre sus brazos, tratando de levantarlo, pero ¡ay!, era como intentar alzar un pesado saco repleto de piedras. El peso muerto de su hermano se desplomó y cayó al suelo con violencia. En un instante, el cuerpo de Farrell quedó convertido en una desaliñada pila de huesos, al tiempo que los insistentes golpes del visitante continuaban retumbando por toda la habitación.

Poco pudo hacer Erienne, excepto aceptar la realidad. Tal vez, Silas Chambers no merecía tanta preocupación, incluso era probable que ella llegara a agradecer la infortunada presencia de su hermano. Aun así, se resistía a prestarse al ridículo que, con seguridad, recaería sobre su familia tras esa inoportuna visita. Decidió, al menos, disimular la presencia de su hermano, ocultándolo detrás de una silla y cubriéndole el rostro con una pañoleta, a fin de amortiguar el fuerte tronar de sus ronquidos. Entonces, con suma calma, se alisó el cabello y el vestido, tratando de aplacar los últimos vestigios de ansiedad. De algún modo, todo saldría a las mil maravillas. ¡Así tenía que ser! Los golpes se reiteraron, al tiempo que Erienne caminaba hacia la puerta. Apoyó una mano en el pasador, adoptó una pose femenina y abrió. Por un breve instante, el espacio pareció cubrirse enteramente con una inmensa extensión de tela oscura y empapada. Los ojos de la muchacha viajaron con lentitud desde unas costosas botas de cuero negro, sobre un larguísimo tramo de redingote hasta llegar al rostro que se ocultaba bajo el ala mojada de un sombrero de piel de castor. Y, entonces, ella contuvo la respiración. Era un rostro masculino y, sin duda, el más apuesto que había visto en muchos años. Ante la primera mirada e la joven, unas leves arrugas cincelaron la frente del viajero, y sus rasgos se tornaron pavorosamente severos y amenazantes. Un gesto de tensión, casi de ira, pareció reflejarse en la marcada línea de su mandíbula, en sus pómulos salientes, en su perfil ligeramente aguileño. Sin embargo, el toque de gracia no tardó en iluminar las facciones y plegar las diminutas arrugas a ambos lados de sus ojos. Unos ojos entre verdes y grisáceos, llenos de vida, que, descaradamente, revelaron la aprobación de su dueño al recorrer los femeninos contornos de la muchacha. Una lenta sonrisa se unió a la chispa de sus ojos concentrados en absorber las fuerzas que sostenían las piernas de la joven.

Esta vez no se trataba de un anciano enclenque, ni de un petimetre jactancioso, reconoció Erienne, sino de un hombre enérgico y viril en cada fibra de su ser. Decir que este candidato superaba ampliamente sus expectativas era, ciertamente, subestimar la realidad. Se preguntó qué razones podría tener un hombre como ése para recurrir al trueque a fin de encontrar una esposa.

El extraño se apresuró a quitarse el sombrero en un gesto de cortesía, descubriendo una abundante melena cobriza. Su voz, masculina y sonora, era tan agradable como su aspecto.

—Usted es la señorita Fleming, supongo.

—Mmm, sí. Erienne. Erienne Fleming. —Su lengua parecía desusadamente torpe, y temió que la traicionara. Su mente comenzó a trabajar con rapidez, generando pensamientos totalmente opuestos a sus anteriores ideas. ¡El hombre era casi perfecto! ¡Sin ningún defecto aparente! Empero, la duda persistía. Si, en verdad, estaba dispuesto a casarse, ¿cómo había podido alcanzar una edad madura, sin ser antes atrapado por, al menos, una docena de mujeres?

¡Tenía que haber una falla!, bramó el sentido común de Erienne. Conocía a su padre: sin duda, existía una falla.

Aun cuando su mente no cesaba de operar, su lengua, repentinamente activa, se le adelantó.

—Por favor, pase, señor. Mi padre me advirtió que vendría. —¿En serio? —El hombre pareció asimilar la aseveración de la joven con cierto asombro. La mueca sutil de sus labios se transformó en una divertida sonrisa cuando miró a la muchacha con incredulidad—. ¿Usted sabe quién soy yo?

—¡Por supuesto! —afirmó ella con una alegre sonrisa—. Lo hemos estado aguardando. Por favor, pase.

Él atravesó el umbral, y una ligera expresión aturdida le arrugó la frente. Con cierta reticencia, entregó su sombrero, su fusta de montar y sus guantes a la muchacha.

—Usted me sorprende, señorita Fleming —comentó—. Esperaba ser recibido con resentimiento, no con amabilidad. Erienne retrocedió mentalmente ante el sentido de esas palabras. No había imaginado que la indiscreción de su padre pudiera llegar a revelar la renuencia de su hija a contraer matrimonio. ¿Cómo podía haber creído su progenitor que ella rechazaría a un candidato tan apuesto e increíblemente superior a los demás pretendientes?

Con una fingida sonrisa de felicidad, la joven expresó cautelosamente su preocupación.

—Supongo que mi padre le habló de mi renuencia a conocerlo a usted.

El hombre esbozó una sonrisa comprensiva.

—Sin duda, usted me habrá imaginado como una horrenda bestia.

—Me alegra sobremanera descubrir que no lo es —acotó ella, y enseguida temió que sus palabras hubieran expresado demasiado entusiasmo. Rechinó los dientes, deseando que él no la considerara una jovenzuela atrevida; aunque, reconoció, su declaración había sido exageradamente modesta.

A fin de ocultar sus mejillas sonrojadas, Erienne se volvió para cerrar la puerta. Al pasar junto al hombre, un fuerte aroma masculino afectó sus sentidos hasta el punto de aturdirla. Ciertamente, no encontraba allí ninguna imperfección.

Con dedos diestros y ágiles, él desprendió los botones de su redingote y se despojó de la prenda. Por mucho que lo trató, Erienne no pudo descubrir ningún defecto en esas espaldas, delgadas caderas y larguísimas piernas. La ostentosa masculinidad encerrada en los ceñidos calzones ofrecía claras muestras de la virilidad de ese hombre, y, al recordar súbitamente la razón de la visita, la joven su ruborizó, como si ya hubiese estado desposada.

—Permítame su abrigo —le ofreció ella, intentado aplacar el temblor de su voz. El corte elegante de las ropas era digno de tanta admiración como su dueño. Sin embargo, en alguien de menor estatura, habrían perdido una considerable porción de su actual encanto. La chaqueta verde oscuro cubría un moderno chaleco corto de un claro tono tostado que armonizaba con el color de los calzones. Las elegantes botas de cuero enmarcaban los musculosos contornos de las pantorrillas. Si bien las vestimentas eran distinguidas y costosas, él las lucía con una desenvoltura varonil que no mostraba indicios de la menor presunción.

Erienne se volvió para colgar el redingote de uno de los ganchos que había junto a la puerta. Afectada por el contraste entre el frío del exterior y la calidez del interior, sacudió las gotas de lluvia que bañaban la refinada tela de abrigo, y se dirigió al hombre con un comentario.

—Debe de haberle resultado difícil la cabalgadura en un día como éste.

Los ojos verdes del viajero recorrieron ligeramente a la muchacha y, al toparse con los de ella, le regalaron una cálida sonrisa.

—Difícil, quizá, pero fácilmente tolerable, luego de ser recibido por tan increíble belleza.

Tal vez, ella debería haberlo amonestado por acercársele tan desmesuradamente. Era en extremo difícil sofocar el estallido de placer y, al mismo tiempo, aparentar indiferencia. Se reprendió a sí misma por sus inadecuados pensamientos, pero su mente había comenzado a asumir el hecho de que, en realidad, estaba agasajando al hombre que, por primera vez, satisfacía cada uno de sus deseos. Con seguridad, abría alguna falla. ¡Tenía que haberla!

—Mi padre regresará en cualquier momento —le informó con gazmoñería—. ¿Desea aguardar en la sala?

—Me agradaría, si no tuviera inconveniente —replicó ella y algunos asuntos de importancia que deseo discutir con su padre.

Erienne se volvió para indicarle el camino, pero se paralizó al entrar en la habitación contigua. El zapato de Farrell se proyectaba impertinentemente por debajo de la silla que ocultaba al muchacho. La joven se sintió aturdida ante su propia estupidez, pero se percató de que era demasiado tarde para desviar los pasos de su invitado. En un intento por distraer la mirada del hombre, :e obsequió con su sonrisa más dulce cuando caminó hacia el canapé.

—Me di cuenta de que venía atravesando el río desde el norte. —Se hundió en los almohadones y, con un ademán, le indicó a su huésped que tomara asiento— ¿Vive cerca de aquí?

—Poseo una casa en Londres —respondió él, apartando los faldones de su abrigo para sentarse en la misma silla que ocultaba parcialmente el cuerpo de Farrell.

El aplomo de Erienne tambaleó ligeramente, cuando imaginó cuán ridícula se sentiría si el hombre llegaba a descubrir el indigno cúmulo de huesos que se diseminaba detrás de su espalda.

—Yo... eh... estaba a punto de preparar algo de té —declaró con nerviosismo—. ¿Le apetecería una taza?

—Después de una cabalgata tan desafortunada, lo disfrutaría inmensamente. —Su voz era tan suave como el terciopelo —Pero, por favor, no se moleste usted por mí.

—Oh, no. No es ninguna molestia, señor —le aseguró la joven con premura—. Aquí no solemos recibir visitas con demasiada frecuencia.

—Pero, ¿qué me dice de ésta? —Para la desazón de la muchacha, el hombre extendió un brazo hacia Farrell—. ¿Un pretendiente rechazado, quizá?

—¡Oh, no, señor! El no es más que... quiero decir... es mi hermano. —Se alzó de hombros, derrotada. Tenía la mente demasiado embotada como para encontrar una réplica pronta y aguda. Además, ahora que el secreto había sido revelado, tal vez lo mejor sería recurrir a la verdad, dado que no existía ninguna otra lógica explicación—. Anoche, él... mm... bebió algo de más, y estaba tratando de conducirlo a su dormitorio, cuando usted llamó.

Una controlada expresión divertida jugó en el rostro del hombre cuando se levantó de su asiento. Se arrodilló junto al muchacho, retiró la pañoleta y enarcó una ceja. Los ronquidos continuaban imperturbables v, al levantar los ojos hacia la joven, el humor del hombre se había tornado evidente. Blanquísimos dientes brillaron detrás de una amplía sonrisa.

—¿Necesitará ayuda para cumplir la tarea?

—¡Oh, desde luego, señor! —La sonrisa de Erienne hubiera sido capaz de hechizar a un fantasma—. Le estaría sumamente agradecida.

Él se incorporó con tanta agilidad que ella casi lanza una exclamación de sorpresa. El hombre se quitó la chaqueta y la colocó con cuidado sobre el respaldo de una silla. El chaleco había sido diseñado meticulosamente para ceñir el pecho piramidal que se abría desde una cintura delgada. Cuando levantó a Farrell del suelo, la tela de su camisa se estiró por un instante, descubriendo los tensos músculos de sus brazos y hombros. El peso que ella apenas había logrado mover colgaba naturalmente de la espalda del extraño. El se volvió para mirarla con expresión curiosa.

—Le agradecería que me indicara el camino, señorita Fleming.

—Llámeme Erienne, por favor —sugirió ella, pasando junto al hombre para satisfacer su petición. Una vez más, la proximidad de ese fresco aroma varonil embotó sus sentidos; caminó con prisa hacia el pasillo, deseando que él no hubiera notado el rubor que había coloreado sus mejillas.

Al subir las escaleras, se sintió abrumada por una cuidadosa mirada que —lo sabía instintivamente— no cesaba de estudiarla. Sin embargo, no se atrevió a volverse, por temor a ratificar el dictado de sus instintos. Sin duda, de haber confirmado la admiración de ese hombre al observar sus bamboleantes caderas y su delgada cintura, su incipiente rubor se hubiera intensificado.

Corrió hacia la habitación de Farrell para retirar las cobijas de la cama, y el extraño la siguió para depositar el cuerpo del muchacho sobre la mullida suavidad de las sábanas. Erienne se inclinó sobre su hermano para aflojarle el corbatín y la camisa, y el corazón le dio un vuelco cuando, al incorporarse, advirtió, una vez más, la exagerada proximidad del invitado.

—Creo que su hermano estaría más cómodo sin la camisa y las botas —comentó él, echando una mirada a la joven para descubrir sus blancos dientes con una súbita sonrisa—. ¿Me permite que yo mismo se las quite?

—Oh, desde luego —respondió ella, complacida ante la amabilidad del caballero—. Pero tenga cuidado con su brazo derecho; está inválido.

El hombre la miró con expresión sorprendida. —Lo siento. No lo sabía.

—No tiene por qué lamentarse, señor. Me temo que, en gran parte, él mismo causó su desgracia.

Él alzó las cejas, maravillado.

—Usted es muy comprensiva, señorita Fleming. Erienne rió para disimular su confusión.

—Mi hermano no opina lo mismo.

—En general, todos los hermanos suelen disentir. —Su sonrisa volvió a brillar cuando la muchacha levantó la mirada; su mirada viril se posó sobre cada uno de sus delicados rasgos, hasta que se detuvo en la suavidad de sus labios color carmesí.

Erienne se sintió aturdida, atrapada entre los márgenes del tiempo. Absorta en sus propios pensamientos, advirtió que los discos ocultos tras esas oscuras pestañas eran de un color verde cristalino, con un dejo de gris en los bordes. Brillaban con una calidez que hacía ruborizar sus mejillas y acelerar los latidos de su corazón. Se reprochó mentalmente su falta de aplomo y donaire, propios de una dama de alta alcurnia, y se apartó del extraño para merodear por la habitación, permitiendo que él atendiera a su hermano. Puesto que el hombre parecía desenvolverse con soltura, no le ofreció su ayuda, prefiriendo gozar de la seguridad que le otorgaba la distancia. El silencio se prolongó hasta convertirse en tenso, y Erienne decidió reanudar el breve intercambio verbal.

—El día ha sido atroz hasta el momento.

—Ajá —asintió él con la misma originalidad—. Un día de lo más atroz.

El profundo timbre de su masculina voz retumbó en el pecho de la muchacha, que decidió abandonar la búsqueda de los posibles defectos de ese hombre. Comparado con la heterogénea colección de candidatos que le habían precedido, él era lo más cercano a la perfección que ella y sus sentidos podían llegar a imaginar.

El hombre desvistió a Farrell hasta dejarlo en calzones, y se distanció de la cama, llevando la camisa y las botas en las manos. Erienne se le acercó para tomar las prendas y se estremeció cuando los dedos masculinos rozaron los suyos deliberadamente. Una súbita corriente de calor electrificó todo su cuerpo. No tardó en recordar las caricias torpes y empalagosas de sus pretendientes anteriores, que jamás habían llegado a afectarla tan profundamente como ese leve contacto. .

—Me temo que el mal tiempo perdurará hasta la primavera —se apresuró a afirmar con nerviosismo—. Aquí, en el norte, suele Mover copiosamente en esta época del año.

—Sin duda, la primavera será bien recibida —asintió él con un ligero movimiento de cabeza.

La brillante conversación logró encubrir el activo trabajo racional. La idea de que ese hombre pronto se convertiría en su esposo obsesionaba los pensamientos de Erienne, cuya mente no cesaba en su labor de descubrir qué circunstancias lo habrían llevado a solicitar su mano. Teniendo en cuenta la selección que su padre le había presentado últimamente, ella se habría considerado afortunada si Silas Chambers hubiera tenido tan sólo un aspecto aceptable y hubiera sido algo más joven que un anciano; pero era mucho más que eso. Era difícil creer que sus más caras esperanzas pudieran verse satisfechas en la figura de este hombre.

En un intento por serenar sus emociones y poner una distancia prudente entre ella y el extraño, atravesó el cuarto y habló por encima del hombro, mientras acomodaba la ropa de su hermano.

—Puesto que viene de Londres, no dudo de que usted notará una marcada diferencia en estos climas norteños. Nosotros advertimos el cambio cuando nos trasladamos hace tres años.

—¿Acaso vinieron por el clima? —preguntó él con un brillo divertido en sus ojos verdes y cristalinos.

Erienne rió.

—Si se habitúa usted a la humedad, es bastante agradable vivir aquí. Es decir, siempre que pueda ignorar los alarmantes rumores sobre los salteadores de caminos y las bandas de asaltantes escoceses. Ya oirá de ellos si permanece por estos lugares más tiempo. Lord Talbot protestó tan ferozmente contra las bandas escocesas que saqueaban los poblados de la frontera, que enviaron a mi padre como alcalde y, luego, nombraron un alguacil para preservar el orden en las tierras más remotas. —Extendió las manos en un gesto de incertidumbre—. Suelo oír numerosos rumores acerca de terribles escaramuzas y de bandidos que asaltan y asesinan en las rutas a los ricos que viajan en sus carruajes. Pero, de momento, lo máximo que han hecho mi padre y el alguacil ha sido atrapar a un cazador furtivo que merodeaba en las tierras de Talbot. Incluso, en ese caso, el hombre no era escocés.

—Sofocaré la necesidad de alardear acerca de mis antepasados escoceses, no sea cosa que me confundan con un salteador de caminos o bandido similar.

Ella lo miró con súbita preocupación.

—Tal vez, convendría que ocultara ese hecho a mi padre. Se altera sobremanera cuando se traba en discusiones acerca de los clanes escoceses e irlandeses.

Su compañero inclinó la cabeza ligeramente para acusar recibo de la advertencia.

—Trataré de no ofuscarlo indebidamente con tamaña revelación.

Ella abrió el camino para abandonar la habitación, hablando por encima del hombro.

—Puedo asegurarle que no se trata de un rasgo familiar. Yo no tengo razones para detestarlos.

—Eso es muy alentador.

Erienne se sintió algo turbada por la calidez de esa voz, y no prestó la debida atención a las escaleras. Al pisar el primer peldaño, tropezó y se tambaleó peligrosamente el borde del precipicio. La respiración se le congeló en la garganta, pero, antes de que pudiera reaccionar, un largo brazo le rodeó la cintura y de un tirón la resguardó del peligro. Presa contra el ancho y firme pecho del hombre, Erienne ahogó una agitada exclamación de alivio. Finalmente, temblorosa, levantó la mirada, y se topo con aquellos ojos verdes que buscaban, preocupados, los de ella; hasta que, poco a poco, la inquietud se disipó para dar paso a un brillo intenso y ardoroso.

—Señorita Fleming...

—Erienne, por favor. —Fue un susurro ahogado y distante. Ninguno de los dos pudo oír el ruido de la puerta que se abría, m las voces masculinas que se entremezclaban en el piso inferior. Ambos se hallaban atrapados en la intimidad de su propio universo y podrían haber permanecido allí, imperturbables, durante varios instantes más, si un colérico bramido no los hubiera arrojado bruscamente a la realidad.

—¡Vaya! ¿Qué significa todo esto?

Aún en medio de su confusión, Erienne se apartó de su compañero y miró hacia el pie de la escalera, desde donde su padre y otro hombre la observaban con idéntico asombro. Los ojos cada vez más dilatados y oscuros de Avery Fleming bastaron para desbaratar la compostura de la joven; pero lo que realmente la impresionó fue el desagradable rostro del extraño huesudo y demacrado que acompañaba a su padre. Ese hombre se ajustaba con exactitud a la imagen que ella había creado de Christopher Seton. Sólo le faltaba la inmensa verruga del mentón para encarnar al enemigo imaginario.

La desenfrenada ira de Avery Fleming sacudió los muros de la casa.

—Te he preguntado qué significa todo esto. —No le dio tiempo para responder, antes de continuar con su vehemente reprimenda—. Te dejo sola unos pocos instantes y, al volver, te encuentro pavoneándote con un hombre en mi propia... ¡Usted! —Avery arrojó el sombrero al suelo y los escasos pelos que le quedaban se le pusieron de punta—. ¡Maldición! ¡He sido traicionado en mi propia casa! ¡Y por mi propia hija!

Con el rostro rojo de vergüenza, Erienne se apresuró a bajar las escaleras para tratar de calmar a su progenitor.

—Por favor, padre, permíteme explicarte...

—¡Ahhhh, no tienes por qué hacerlo! —gruñó él con escarnio—. ¡Puedo verlo todo con mis propios ojos! ¡Traición, eso es lo que es! ¡Y de mi propia hija! —Extendió un brazo para señalar despectivamente al hombre que descendía por los peldaños y agregó—: ¡Nada menos que con este maldito bastardo!

—¡Padre! —exclamó Erienne, azorada ante semejante insulto—. Este... —También ella señaló al que bajaba las escaleras—. Este señor es el caballero que tú mismo enviaste. Silas Chambers, según tengo entendido.

El extraño de rostro desagradable dio un paso al frente e inclinó la cabeza con expresión aturdida. Golpeó su sombrero para atraer la atención de los presentes y comenzó a tartamudear:

—Yo... y-yo s-soy... qui-quiero de-decir... él... é-él n-no es.. ¡uf!

Esto último fue una abrupta exhalación provocada por Avery cuando dio un paso adelante y agitó los brazos en un gesto de total desagrado. El hombre enjuto fue hecho a un lado, al estallar la cólera del padre.

—¡Tú, mocosita insensata! ¿Es que acaso has perdido la razón? ¡Ese no es Silas Chambers! —Extendió violentamente el pulgar sobre el hombro del demacrado—. ¡Este es tu hombre! ¡Este! —Luego, arqueó las piernas y señaló con un dedo regordete al hombre que se hallaba en los peldaños—. ¡Aquél! ¡Aquel cerdo sin padre...!

Erienne se apoyó contra la pared y cerró los ojos con fuerza. Ya podía adivinar las siguientes palabras de su padre.

—...¡Él fue el que destrozó el brazo del pobre Farrell! ¡Él es tu señor Seton! ¡Christopher Seton, ése es!

—¿Christopher Seton? —Los labios de Erienne se movieron sin emitir ningún sonido. Abrió los ojos y buscó el rostro de su padre, como si esperara encontrar en él la negativa de lo que acababa de oír. Su mirada se desvió hacia el extraño desgarbado, y la verdad fue muy clara. Ese hombre no era demasiado diferente del resto de los candidatos que su padre le había estado presentando.

—¡Tú, niña estúpida! —prosiguió Avery con vehemencia—. ¡Este es Silas Chambers! ¡No ese truhán engreído con el que te estabas abrazando!

Una azorada expresión de horror atravesó el rostro de Erienne cuando lanzó una mirada a los cristalinos ojos verdes. Christopher sonrió con compasión.

—Le pido mil disculpas, Erienne, pero creí que lo sabía. Como recordará, yo mismo insistí en preguntárselo.

La desazón en el rostro de la joven cedió su lugar a un feroz arrebato de ira. ¡Había sido vilmente embaucada! Y su orgullo exigía una venganza.

Extendió un brazo para lanzar una violenta bofetada sobre la bronceada mejilla de Seton.

—¡Esto es de parte de la señorita Fleming para usted!

El se frotó la mejilla dolorida y rió suavemente, con los ojos aún cálidos y chispeantes. Erienne no pudo tolerar esa cautivante mirada y le dio la espalda. Christopher Seton la admiró por un instante, antes de desviar la atención hacia el padre.

—He venido para averiguar los pormenores de una deuda que usted prometió saldar, señor. Me pregunto cuándo puedo esperar que tal acontecimiento tenga lugar.

Avery hundió tímidamente la cabeza entre los hombros y su rostro enrojeció de repente.

Evitó la mirada inquisidora de Silas y masculló algo acerca de pagar la deuda lo antes posible.

Christopher caminó hacia el vestíbulo para tomar su redingote y luego regresó tras colocar nuevamente el abrigo en su lugar.

—Desearía que pudiera ser algo más preciso a ese respecto, señor alcalde. No me agradaría tener que abusar de su hospitalidad con demasiada frecuencia, y usted prometió pagarme en el plazo de un mes. Como habrá advertido ese mes ya ha transcurrido.

Avery cerró los puños con violencia, pero no se atrevió a apartarlos de ambos lados de su cuerpo por temor a que el menor movimiento pudiera ser interpretado como un desafío.

—Más le valdrá que se mantenga alejado de esta casa, señor Seton. No permitiré que corteje a mi hija. Ella está a punto de casarse y no quiero que usted interfiera en la boda.

—Ah, sí, oí algunos rumores al respecto —asintió Christopher con una sonrisa sarcástica—. Desde el primer momento de conocerla, me sorprendió que usted no hubiera tenido éxito; aunque me parece bastante injusto que la joven tenga que pagar durante el resto de sus días por una deuda de su padre.

—¡Mi hija no es asunto suyo!

Si bien Silas Chambers había brincado tras cada uno de los gritos ofuscados de Avery, el rostro ligeramente sonriente de Christopher había permanecido impávido. Sin dar muestras de la menor perturbación, replicó:

—Detesto pensar que la joven se verá forzada a desposarse a causa de una deuda de la cual soy acreedor.

Avery ahogó una exclamación de sorpresa.

—¿De veras? No estará pensando en olvidar la deuda, ¿o sí? La carcajada de Christopher disipó la ilusión.

—¡De ninguna manera! Pero como tengo ojos, me doy cuenta de que su hija podría ser una encantadora compañera. Estaría dispuesto a prolongar el plazo de la paga, si usted me permitiera cortejarla. —Se encogió de hombros con naturalidad Quién sabe lo que podría ocurrir más adelante.

Avery casi se atragantó ante semejante sugerencia.

—¡Chantaje y corrupción! ¡Preferiría verla muerta, antes que enredada con tipejos como usted!

Christopher lanzó una mirada a Silas, que estrujaba nerviosamente el sombrero contra su pecho. Cuando —volvió los ojos hacía el alcalde, su sarcasmo fue sutil, aunque directo.

—Desde luego, imagino que sí.

Avery se encolerizó ante tamaño escarnio. Sabía que el aspecto de Silas no era muy agradable, pero el hombre poseía una considerable fortuna. Además, sería mejor para su hija evitar el matrimonio con un apuesto libertino, que no haría más que agobiarla con una sarta de mocosuelos malcriados. Chambers era bastante apropiado para las necesidades de la joven. Claro que, luego de haberla visto con el demonio de Seton, podría llegar a titubear antes de proponer casamiento, por temor a recibir mercadería corrupta.

—Hay un sinfín de candidatos que, de muy buena gana, estarían dispuestos a pagar el precio de la novia —insistió Avery, por si acaso Silas abrigaba alguna duda—. Todos hombres lo suficientemente sabios como para imaginar los tesoros que esa joven podría ofrecerles, e incapaces de injuriar su linaje.

Christopher se volvió hacia Erienne para obsequiarle una sonrisa ladeada.

—Supongo que esto significa que ya no seré bienvenido en este lugar.

—¡Márchese! ¡Y no vuelva a pisar el umbral de esta casa! —gritó ella, luchando por reprimir unas lágrimas de ira y humillación. Sus labios se curvaron con desprecio y sus ojos ardieron indignados—. Si fuera un trapacero jorobado y maltrecho el único otro hombre sobre la tierra, con seguridad ¡lo escogería a él antes que a usted!

Christopher deslizó la mirada por la armónica figura de la joven.

—En cuanto a mí, Erienne, de encontrarla a usted derribada ante mis ojos, jamás osaría cruzar por encima de su cuerpo para alcanzar la más rebosante res al otro lado del camino. —Sonrió con ironía cuando volvió a mirarla a los ojos—. Sería una tontería mortificarme a mí mismo, sólo para defender mi orgullo.

—¡Fuera! —La palabra abandonó los labios de la joven con resentimiento, al tiempo que su brazo se extendía en dirección a la puerta.

Christopher hizo una breve, burlona reverencia y caminó hacia la percha de donde colgaba su redingote. Avery sujetó con violencia el brazo de su hija y la sacudió hacia la sala.

—Ahora me dirás qué diablos ha sido todo esto —siseó el alcalde con furia—. Yo salgo en medio de una terrible tormenta, arriesgando mi delicada salud, para ir en busca de tu enamorado y, al regresar, ¡te encuentro arrojándote a los brazos de ese tipejo! .

—¡Silas Chambers no es mi enamorado! —le corrigió Erienne en un apremiante susurro—. El no es más que otro hombre, a quien has traído para que me inspeccionara, como si yo fuera un caballo en exposición. Además, ¡no me estaba arrojando a los brazos de nadie! Sólo tropecé, y Silas... el señor Seton me sujetó para que no cayera. .

—¡Vi muy bien lo que intentaba hacer ese miserable! ¡Te estaba manoseando, eso hacía!

—Por favor, padre, baja la voz —le suplicó ella—. ¡No fue lo que tú piensas1

A medida que se desarrollaba la disputa y el tono de voz de Avery se elevaba, Silas Chambers retorcía su tricornio con lastimosa incertidumbre. Presa del pánico, el hombre descarnado, de cabello opaco y rostro vulgar no cesaba de lanzar repetidas miradas hacia la sala.

—Creo que la discusión los mantendrá ocupados durante un largo rato —declaró Christopher, mientras se colocaba el redingote. Cuando Silas le miró, él señaló con la cabeza a los dos pendencieros que reñían en la sala—. Una copa de ron le ayudará a serenarse. O, tal vez, prefiera usted acompañarme a comer algo en la posada. Puede regresar aquí más tare, si así lo desea.

—Bueno... eh... creo que... —Los ojos de Silas se dilataron cuando oyó un estruendoso bramido proveniente de la habitación contigua, y tomó una pronta decisión—. Creo que aceptaré, señor. Muchas gracias. —Sacudió con torpeza su tricornio, súbitamente agradecido por cualquier excusa que le permitiera abandonar cuanto antes el lugar.

Christopher ocultó una sonrisa divertida y abrió la puerta, cediendo el paso al otro hombre. Al recibir el viento helado y la persistente lluvia sobre el rostro, Silas se estremeció y levantó con premura el cuello de su abrigo. Su nariz enrojeció instantáneamente y pareció encenderse como la luz de un enorme fanal. Se colocó un arde guantes raídos y se cubrió la garganta con una bufanda deshilachada. Christopher arrugó la frente con expresión escéptica. Si ese hombre poseía una fortuna, no había muchos indicios que evidenciaran el hecho. Su aspecto era el de un contable esforzado que vive de la mezquina limosna de un miserable patrón. Sin duda, sería interesante ver hasta dónde podía el hombre escarbar en su bolsillo, en caso de entablarse una contienda para ganar la bella mano de Erienne Fleming.