CAPÍTULO 14

LA noche era fría, clara y estrellada. Con el aire helado, el manto de nieve crujía bajo los pies, y había que caminar suavemente para pasar inadvertido en el silencio nocturno.

En un pequeño valle, cerca de la cima de un elevado páramo, se había establecido un campamento. Los faroles estaban encendidos, y una decena de tiendas se hallaban rodeadas de paja y hojas muertas para protegerse del frío. Al final del valle, una cueva de escasa profundidad se encontraba provista de cuñetes de pólvora, cajas de madera y otros suministros. En un lado, una serte de precarios establos guardaban más de una docena de caballos. En el centro del campamento, un par de hombres se hallaban agazapados sobre unos troncos junto a una fogata.

—Pobre Timmy —dijo uno de ellos con un suspiro—. Fue ese jinete de la noche quien lo atacó. Primero le atravesó las entrañas y luego le cortó la garganta.

—Sí —asintió el otro, a la vez que bebía un trago de ale de un pequeño tazón de barro—. Ese diablo malvado se está acercando demasiado. Esa vieja viuda dice que vio al jinete nocturno a menos de tres kilómetros de aquí.

—Será mejor que el capitán nos busque otro escondite. En un negocio como éste, Luddie, no es sensato permanecer demasiado tiempo en un mismo lugar.

—Sí, ya tenemos bastante para una buena borrachera. Incluso sin contar lo que Timmy sacó para gastar en su ramera, nos alcanza para divertirnos en Carlisle. ¿Te acuerdas de aquella linda taberna, Orton? ¿Y de esa dulce pelirroja rolliza que atendía las habitaciones?

Orton inspeccionó los elevados peñascos que los rodeaban; luego, se incorporó y estampó sus entumecidos pies sobre la tierra. Hizo un ademán de cabeza hacia el sombrío claro que indicaba la entrada al oculto valle.

—¿Quién está de guardia?

Luddie se acurrucó bajo su capa oscura.

John Turner. Regresará alrededor de medianoche para despertar a Clyde.

—Entonces, me iré a acostar —declaró Orton, al tiempo que arrojaba un enorme leño al fuego. Un instante después, entró en una de las tiendas y apagó enseguida la luz de la lámpara.

Luddie vigiló durante un momento; luego, se estremeció y se fue a su propia carpa. Una profunda quietud reinó en el campamento. Las lámparas se apagaron una a una, y pronto sólo quedó la tenue luz que emanaba del farol del establo y de las crepitantes llamas del fuego. El conjunto de ronquidos se volvió aún más estridente, y nadie oyó el gruñido emitido a la distancia cuando John Turner fue golpeado por la espalda. Un lazo azotó el aire quieto de la noche al engancharse de la gigantesca rama de un árbol. La figura fláccida fue colgada de los pies, y el hombre comenzó a oscilar como un péndulo para marcar el paso del tiempo.

Una forma negra, vaga, emergió de la oscuridad a la entrada del valle. La figura se detuvo frente al fuego, y las danzarinas llamas lanzaron una luz tenue sobre la forma negra, amortajada, y sobre el majestuoso potrillo de ébano que ésta montaba. Como la espectral calma anterior a una violenta tormenta, el jinete fantasmal aguardó en mortífero silencio.

Su brazo es extendió para arrojar una forma oscura al final de un largo lazo, que aterrizó en el fuego. Hubo un breve chisporroteo y, en un instante, un tejo muerto, quizá de la altura de un hombre, se encendió en llamas blancas, ardientes. El noctámbulo hizo dar vuelta al caballo, sin preocuparse ahora por el ruido. Dio un tirón con el lazo, y el árbol llameante se desplazó, El jinete profirió un estruendoso bramido y taloneó su musculoso corcel, que comenzó a galopar en un amplio círculo, arrastrando el árbol tras de sí. Las ramas rebotaron, se retorcieron, se quebraron y volvieron a rebotar, como si se tratara de una criatura salvaje al límite de sus fuerzas. Los trozos de leña en llamas volaron en todas direcciones, y los refugios de cáñamo pronto se prendieron fuego. El jinete dio una amplia vuelta alrededor de las tiendas, encendiéndolas todas.

El campamento se convirtió en una confusión de bramidos. Los hombres salieron de sus carpas, aullando y gritando, sacudiéndose los trozos de cáñamo chamuscados o llameantes que llevaban adheridos, tratando desesperadamente de salvar el pellejo, o el cabello, o cualquier otra parte del cuerpo que aún quedaba sin quemar.

El jinete nocturno guió su caballo hacia la cueva y arrojó su antorcha sobre los pequeños cuñetes que se hallaban apilados junto al muro,

Los caballos relincharon despavoridos y rompieron sus lazos para escapar, saltando y pataleando, entre los aturdidos hombres del campamento.

El viejo Clyde se encontraba caminando hacia la entrada cuando, súbitamente, se detuvo con horror. Gritó, y la nieve se derritió bajo sus pies, cuando intentó impulsarlos en alguna dirección. Delante de él se hallaba el negro potrillo con su jinete envuelto en la capa oscura y una espada de acero azul pálido en la mano. El fantasma rió y Clyde más tarde juraría que los ojos del jinete lanzaban llamaradas, al tiempo que él gritaba para todos aquellos que desearan escucharlo.

—¡Criminales y asaltantes como ustedes no encontrarán refugio en estas colinas! ¡Yo los buscaré dondequiera que vayan, hasta que tengan que dispersarse y huir para conservar la vida!

Clyde aguardó, con los ojos firmemente cerrados. Tenía la certeza de que su fin había llegado y estaba seguro de que el brillante acero le había arrebatado la vida sin que él lo hubiera notado. Luego de un momento, bajó los brazos con que se había protegido la cabeza y volvió a abrir los ojos.

La imagen había desaparecido. Sólo quedaba de ella una carcajada que retumbaba en las paredes del valle.

Clyde se volvió para encontrar a sus amigos boquiabiertos. El hombre sacudió la mano por encima del hombro.

—¿Lo habéis visto? —Su voz, exageradamente aguda por el pánico, se quebró, y volvió a intentarlo—. ¿Lo habéis visto vosotros? Yo lo ahuyenté.

Su mano buscó desesperadamente un arma para sustentar la afirmación. El poste de una tienda incendiada apareció como por arte de magia, y él lo tomó, con el alivio de continuar aún con vida.

Alguien, en el campamento, disparó un mosquete, y el proyectil rebotó en un peñasco, para luego gemir en la quietud de la noche. Entonces, una voz graznó despavorida:

—¡Incendio! ¡Los cuñetes de pólvora! ¡Se han prendido fuego!

Para continuar la aseveración, un brillante destello iluminó la cueva, y una veintena de barriles llameantes comenzaron a rebotar a través del valle. Los caballos corrieron en todas direcciones, y las ropas y las tiendas se desintegraron, formando una confusa masa de escombros húmedos con la nieve y las rocas pulverizadas. Los hombres saltaron, buscando refugio, o con sus manos desnudas, cavaron pequeñas trincheras en la tierra helada, para esta par de los llameantes cuñetes de pólvora que parecían perseguirlos con sed de venganza.

A aproximadamente un kilómetro de distancia, un jinete vestido de negro se detenía en la mitad de un puente, para observar el estrago que él mismo había causado. Un sinfín de rápidos desunes iluminaban el oscuro cielo de la noche. Unas feroces llamas dibujaban perfectos arcos en el aire p ara luego caer. chisporroteando, al tiempo que un hato de caballos galopaba a toda velocidad a través de una colina distante. Incluso desde donde él se encontraba, podían oírse los bramidos de ira y los aullidos de dolor.

El jinete de la noche se rió. El refugio más cercano se hallaba a unos diez kilómetros de distancia, y una larga caminata con el cuerpo casi desnudo en una helada noche de invierno les daría a todos esos bandidos en qué pensar.

Las habitaciones de lord Saxton daban a la parte frontal de la mansión y, desde los cristales romboidales de las ventanas, había una clara visión del camino, que serpenteaba a través del

valle hacia la torre de la entrada. Erienne se había atrevido a visitar las habitaciones en compañía de Aggie para estudiar la necesidad de nuevos muebles y, por primera vez, la joven pudo ver el dormitorio de su esposo, que era algo más reducido que el suyo. Un pequeño gabinete separado proveía intimidad para el baño y el acicalamiento y, al igual que en el cuarto principal, allí todo se hallaba prolijamente en su lugar. Los pies de la lujosa cama endoselada daban sobre una inmensa chimenea, donde un par de sillones isabelinos estaban dispuestos a ambos lados de una pequeña mesa. Cerca de las ventanas, dos altos armarios —asegurados con cerrojo contra la intrusión de extraños— vigilaban ambos flancos de la habitación. Bajo los cristales, descansaba un amplio escritorio, con una lámpara de aceite y un lujoso libro de cuero sobre la lustrosa tapa de madera.

Aggie señaló el volumen y declaró en tono firme:

—Aquí guarda el amo los registros de los arrendatarios. En estas páginas, podrá encontrar una reseña de todos los nacimientos y muertes de aquellos que alguna vez vivieron en las tierras de Saxton. Algún día, señora, el nacimiento de sus pequeñitos estará anotado aquí con puño y letra de su señoría.

Erienne no estaba muy segura de apreciar el recordatorio de sus deberes como esposa, pero no podía culpar a la mujer por el entusiasmo que revelaba cada vez que el tema concernía a la prolongación de la familia. La joven estaba comenzando a aceptar el hecho de que Aggie sentía un extraordinario cariño por su amo, al igual que una amante madre, parecía ciega frente al tenebroso aspecto del lord.

Ese mismo hecho, sin embargo, no era válido para la esposa, que aun sabiendo que él se había marchado una hora antes, no podía sentirse totalmente cómoda en la recámara vacía. Lord Saxton la había sorprendido tantas veces apareciendo sin previo aviso, que la joven nunca estaba muy segura acerca del paradero de su esposo. Ella se había mostrado algo reticente a visitar las recámaras del amo, pero sabía que si continuaba evitándolas, despertaría la curiosidad de los sirvientes.

—Se acerca un carruaje, señora-anunció Aggie desde la ventana.

Erienne caminó hacia donde se encontraba el ama de llaves para mirar a través de los cristales. Sintió una profunda aversión al reconocer el vehículo, y se preguntó qué clase de asunto habría llevado a lord Talbot hasta la mansión y a quién desearía ver el hombre.

La joven permaneció junto a la ventana hasta que el coche se detuvo, reacia a correr al encuentro de la visita. Recordaba con demasiada claridad el comportamiento de Talbot en la fiesta, como para desear entretenerlo en ausencia de lord Saxton.

—Caray, señora —Aggie se inclinó hacia adelante cuando una falda abultada se asomó por la portezuela del carruaje—, es la señorita Talbot. Santo Dios, me pregunto qué la trae por aquí.

La sorpresa se reflejó en los encantadores rasgos de la joven, y pronto fue reemplazada por una expresión de desaliento. Erienne se alisó la falda tímidamente. Dado que se había vestido para trabajar, no era éste su mejor traje, pero se resistía a cambiarlo por uno de los exquisitos vestidos que le había obsequiado lord Saxton sólo para impresionar a la otra dama. De alguna manera, la idea le parecía sencillamente vana y presuntuosa.

La joven echó una última mirada a su alrededor y decidió que una alfombra frente a la chimenea haría más acogedora la habitación.

Mientras descendía las escaleras para ir al encuentro de la recién llegada, se percató de que le desagradaba tanto recibir la visita de Claudia como la de lord Talbot. Ninguno de los dos era deseable como amigo.

La visitante había sido conducida a la sala principal, y se encontraba sentada en el sillón de lord Saxton junto a la chimenea cuando entró Erienne. Claudia Talbot se volvió para mirar a su anfitriona, y esbozó una sonrisa burlona al ver el sencillo vestido de lana que llevaba lady Saxton.

—¡Qué bien estás, Erienne! comentó—. Imaginaba que habrías envejecido al menos diez años después de tu boda. Erienne fingió una risita divertida y preguntó:

—¿Qué te ha hecho pensar eso, Claudia?

—Bueno, he oído que lord Saxton es una verdadera bestia, que es terriblemente desagradable el solo mirarlo.

Erienne logró esbozar una sonrisa benévola. —¿Has venido para satisfacer tu curiosidad?

—Mi querida Erienne, he venido a ofrecerte mis condolencias.

—Qué amable de tu parte, Claudia —respondió la anfitriona con dulzura—. Pero has cometido un terrible error. Mi esposo no ha muerto.

—Pobre Erienne —susurró Claudia con un exagerado suspiro de consternación—. Es admirable ver cómo tratas de ser valiente. —Se inclinó hacia adelante ansiosamente y preguntó—: Dime, ¿te pega tu esposo? ¿Es perverso contigo?

Una fuerte carcajada desechó la idea.

—Oh, Claudia, ¿acaso me veo como si hubiera sido golpeada?

—¿Es él tan espantoso como aseguran los rumores?

—En realidad, no puedo responderte esa pregunta —replicó Erienne, encogiéndose de hombros, y luego señaló la mesa que tenía junto a ella cuando entró Aggie con el té.

El rostro de Claudia reveló sorpresa. —Santo Dios, Erienne, ¿por qué no?

—Porque jamás he visto el rostro de mi esposo. —La respuesta fue sencilla—. Siempre lleva puesta una máscara. —¿Incluso en la cama?

Las tazas tintinearon en sus platos cuando Aggie casi tira la bandeja. Tres recuperar la compostura, el ama de llaves colocó el servicio donde su ama le había indicado y preguntó:

—¿Necesita algo más, señora?

Erienne recibió con agrado la interrupción, por breve que fuera. Al menos, le sirvió para aplacar la ira que sentía ante la brusca pregunta de Claudia.

—No, Aggie. Gracias.

Sólo la anfitriona advirtió la mirada dudosa que su ama de llaves lanzó a la visita antes de retirarse diligentemente. Cuando Erienne volvió a encararse a Claudia, su sonrisa divertida, esta vez, fue genuina.

Jamás he visto el rostro de mi esposo, sin importar el momento —declaró, al tiempo que servía el té—. El lo prefiere así. Claudia tomó la taza que le ofrecía su anfitriona y se arrellanó en el respaldo de su asiento.

—Debe de ser terriblemente turbador no conocer el rostro de propio esposo. —Soltó una risita tonta—. Incluso a plena luz del día, no serías capaz de reconocerlo sin su máscara.

—Por el contrario, creo que reconocería a mi esposo de cualquier manera. Camina con una marcada renquera.

—Oh, querida, es mucho más horrible de lo que había imaginado. ¡Una verdadera bestia! ¿Puede lamer su comida, o tú tienes que alimentarlo?

Los ojos azul violáceos lanzaron airadas chispas de indignación, y Erienne tuvo que realizar un tremendo esfuerzo para hablar con voz calma.

—Mi esposo es un caballero, Claudia, no una bestia. La mujer rió con desdén.

—¿Un caballero? Mi querida Erienne, ¿de veras conoces el significado de la Cabra?

—Quizá mudo mejor que tú, Claudia. He visto a los peores hombres y el tratar con ellos me enseñó a juzgar a un caballero por su comportamiento y no por la forma de su nariz. Puede que mi esposo no tenga el agraciado aspecto de un bebé de pecho, pero él es, sin duda, mucho más caballero que la mayoría de los que he conocido.

—Si estás tan orgullosa de él, Erienne, tal vez te agradaría exhibirlo en una fiesta que daremos en casa. Sin lugar a dudas, tu esposo se sentiría mucho más cómodo en un baile de disfraces, pero ésta será una reunión algo más formal. Papá me pidió que te extendiera una invitación a ti y a tu... eh... esposo. —Recorrió brevemente a Erienne con los ojos—. Espero que puedas encontrar algún vestido adecuado para la ocasión.

Una puerta se cerró detrás de Erienne, y los pasos lentos de lord Saxton atravesaron la sala. Los ojos de Claudia Talbot se agrandaron al descubrir a la gigantesca figura negra que se les acercaba.

Erienne se volvió cuando su esposo se detuvo junto a su sillón.

—Milord, no imaginé que regresaría tan pronto. —Tenemos una invitada-declaró él con su voz potente pero áspera, mientras esperaba una presentación.

Erienne se apresuró a complacerlo y se volvió hacia Aggie, que, aparentemente sin habla por una vez en su vida, continuaba observando boquiabierta al recién llegado.

—La señorita Talbot acaba de invitarnos a una fiesta, milord. —¿Oh? —Los ojos encauchados se posaron sobre la mujer, que tragó saliva, aterrorizada—. ¿Se celebrará la reunión en un futuro cercano?

Claudia asintió nerviosamente.

—Pues... eh... sí... dentro de dos semanas. Lord Saxton se volvió hacia su joven esposa.

—¿Y tienes un vestido apropiado para tal evento? Erienne sonrió.

-Sí, cualquiera de los muchos que usted me ha obsequiado, milord. .

—Entonces, no veo razón para no asistir al baile de los Talbot.

Claudia se pudo de pie y, con una mano delicadamente cuidada en la garganta, habló con tono vacilante.

—De... debo marcharme ahora, pero informaré a mi padre que ambos asistirán a la fiesta. —Sintió que los ojos ocultos tras la máscara podían ver las profundidades más íntimas de su ser, i pulso había mucho de gritar allí ya había hecho temblar su voz, y no osó irresistible rti-

más que una humilde despedida—. Buenos días.

La mujer caminó presurosa hacia la puerta, sin siquiera atreverse a mirar atrás.

—No dejes de repetir la visita, Claudia —le gritó Erienne en tono amable—. Tal vez, cuando tengas algo más de tiempo. Reprimió la carcajada, hasta que oyó el carruaje alejarse por el sendero de acceso. Entonces, se reclinó sobre el respaldo de su asiento y rió con regocijo—. Mi querido Stuart, ¿notó usted la mirada de esa mujer cuando lo vio entrar? Estaba absolutamente aterrorizada.

—Mi querido Stuart —remedó él entre risas—. Es ésa una frase que mi corazón anhelaba oír. ¿Puedo esperar que esté usted tomándome cariño?

Erienne respondió tímidamente.

—Al menos, ya no le temo tanto como antes.

—Entonces, tal vez, debería yo agradecer a su amiga por haber mejorado las relaciones entre nosotros.

La joven arrugó la nariz con disgusto.

—Discúlpeme, milord, pero esa mujer no es amiga mía. Vino aquí porque oyó rumores acerca de usted, y necesita alguna rareza para animar su fiesta. La gente dice que ella y yo nos parecemos, y creo que se siente agraviada por eso.

Lord Saxton se inclinó hacia adelante con las manos apoyadas sobre el bastón y miró a su joven esposa.

—Antes de quedar impedido, yo era considerado por muchos algo así como un calavera. Por lo tanto, mi opinión es experta, Y te aseguro que esa joven siente mucha envidia y, en consecuencia, increíbles celos por ti.

—Pero Claudia lo tiene todo —sostuvo Erienne.

—No todo, mi amor, y necesitará mucho más que belleza Para ser feliz. —Se detuvo un momento, hasta que su esposa se topó con la mirada inexpresiva—. ¿Y tú, mi amor? ¿Qué más necesitarías para ser feliz?

Ella bajó los ojos, confundida, y una repentina ola de calor le sofocó las mejillas. Las palabras que una vez había expresado a Aggie con tanta valentía, ahora se ocultaban tras una pared de inquietud y temor. Había afirmado que sólo deseaba un hombre común, sencillo, por quien ella pudiera mostrar afecto, pero era inútil soñar lo imposible. Tenía que contentarse con el hecho de que ya podía mirar a su esposo sin estremecerse de terror.

La visita de Claudia aún no había sido desechada de la mente, cuando otro carruaje fue visto acercándose a la mansión. Ocurrió poco antes del mediodía de la mañana siguiente, cuando Aggie entró jadeando en el estudio del antiguo lord, donde Erienne se encontraba limpiando cuidadosamente el dorado clavicordio. Dos doncellas habían sido destinadas a la limpieza de los otros artefactos y muebles y, con el trabajo de las tres, la habitación estaba adquiriendo un aspecto elegante.

—Si mis ojos no me engañan, señora, el carruaje alquilado de Mawbry se está acercando por el sendero. Lo he visto una o dos veces y con sinceridad puedo decirle, es un milagro que pueda moverse.

—¿Mawbry? —Erienne se frotó la frente con el dorso de la mano, sin advertir la mancha negra que se dejaba al hacerlo. —¿Quién puede venir a vernos desde Mawbry?

Aggie se encogió de hombros.

—Su padre, quizá. Tal vez extrañe a su hija.

Más probablemente extrañe el dinero, pensó Erienne, al tiempo que se limpiaba las manos en el delantal.

—Yo bajaré a recibirlo.

—Discúlpeme, señora, pero ¿no le convendría arreglarse primero? No querrá usted que sus parientes piensen que no es más que una criada aquí.

La joven se miró y descubrió que tanto el vestido, como el delantal, estaban bastante sucios. De inmediato, comenzó a desatar las cintas del delantal y caminó apresuradamente hacia la puerta.

—¿Ha visto usted a lord Saxton?

—El amo y Bundy ya se habían marchado antes de que yo me levantara esta mañana, señora, y no ha habido señales de ellos desde entonces.

—Si lord Saxton regresara, por favor, infórmele que tenemos otra visita.

—Sí, señora. Eso haré.

Erienne había subido las escaleras y se encontraba corriendo

hacia su recámara, cuando una enorme figura identificable como su esposo salió del pasillo que conducía al ala este. La joven ya había pasado, cuando la presencia del hombre la detuvo, pero antes de que ella pudiera volverse, él se le acercó y la tomó de la cintura, haciéndola girar para mirarle.

—¿Adónde te diriges con tanta prisa? —El humor en su voz fue evidente cuando la regañó—: Y parece como si acabaras de salir de un cubo de basura.

—Lo mismo puede decirse de usted, milord —respondió la joven, al tiempo que sacudía el polvo y la telaraña adheridos a la chaqueta de su esposo. Miró hacia el sombrío corredor, y se preguntó cómo había logrado él regresar sin ser visto y encontrarse en un ala donde no había salida al exterior—. ¿Acaso ha desarrollado usted alas últimamente para poder deslizarse sin que nadie lo note? Aggie ha dicho que usted había salido.

—¿Eso ha dicho? Bueno, con lo atareada que está, no me sorprende que no haya advertido mi regreso. ¿Me estabas buscando?

—Se acerca otra visita... y... y creo que puede ser mi padre. —Tu padre, ¿eh? ¿Y piensas que él finalmente ha recuperado la razón y viene a buscar a su hija?

—Lo dudo mucho, milord. Es más probable que haya venido a buscar dinero.

—¿Y crees que debería yo ayudarlo en ese aspecto?

—Me temo que lo perdería en los naipes o permitiría que Farrell se lo bebiera. Probablemente, ambos estén mejor sin su ayuda.

Erienne retiró la mano del brazo de su esposo, y se ruborizó al percatarse de cuán familiar había sido su gesto. Aturdida por su propio comportamiento, la joven se apartó, dando una débil excusa.

—Será mejor que vaya a arreglarme un poco.

Lord Saxton la siguió hasta la recámara y apoyó un brazo sobre el antepecho de la ventana, mientras ella buscaba ropa limen el armario. El vestido que llevaba puesto se abrochaba en espalda y, sin la ayuda de Tessie, no podía desprenderlo. Erienne miró en dirección a su esposo, no muy segura de querer pedirle un favor tan íntimo, cuando se sentía reacia a comprometerse con una familiaridad más allá de la ya establecida entre ambos. El lord la observó con atención, y ella sospechó que él Podía leerle claramente el pensamiento. La joven dejó escapar un tembloroso suspiro y, luego de acercarse a la ventana, se levantó el cabello para presentarle a su esposo la espalda. Ella permaneció en silencio y no se atrevió a mirar por encima del hombro, mientras él se quitaba los guantes y, tras desprenderle el vestido, volvía a colocárselos. Entonces, Erienne se apartó y se encorvó hacia adelante, hasta que el corpiño le cayó sobre los brazos y se deshizo de la prenda.

—¿Te has dado cuenta de que está nevando? —preguntó el lord, admirando el suave contoneo de las caderas de la esposa antes de que desapareciera detrás del cortinaje—. Si la tormenta continúa, es muy probable que nuestra visita deba pasar la noche aquí.

—Me estoy dando prisa —gritó ella, interpretando la afirmación de su esposo como una advertencia. Luego de pasarse una toalla húmeda por el rostro y de cepillarse unas cuantas veces el cabello, Erienne reapareció en paños menores. Con el apresuramiento, no se percató del espectáculo que brindaba al inclinarse para colocarse el vestido. La delicada tela de su enagua se apartó de su pálida piel para descubrir los rosados capullos de sus pechos, provocando una intensa ola de calor en el hombre. Sin advertir la perturbación de su esposo, la joven metió los brazos en las largas mangas de su traje y corrió hacia él para mostrarle nuevamente la espalda, pero, esta vez, lo miró por encima del hombro con una tímida sonrisa en los labios..

Lord Saxton dejó escapar un suspiro entrecortado, al tiempo que se quitaba los guantes. El impuso de efectuar algo más que esa sencilla labor magulló brutalmente su capacidad de control, y una vez finalizada la tortuosa tarea, él tuvo la certeza de ser un hombre que había labrado su propio infierno.

Al descender las escaleras del brazo de su esposo, Erienne sintió que sus nervios se tensaban más y más en cada uno de los peldaños. Por las paredes de la mansión retumbaba la voz de su padre, quien, dirigiéndose a Farrell, hacía alarde de todo aquello que alguna vez había poseído en Londres, y de los numerosos lores que habían prestado oídos a sus sabios consejos.

—Ahhh, todo eso tuve yo y, algún día, volveré a tenerlo, muchacho. Sólo espera y verás. Viviremos en un lugar tan lujoso como éste y tendremos un montón de sirvientes para atendernos. Oh, será maravilloso, Farrell. De veras, maravilloso.

Las potentes pisadas de lord Saxton atrajeron la atención de Avery, que dio media vuelta para ver a la pareja que acababa de entrar en la sala. Los ojos del alcalde estudiaron brevemente al matrimonio, y su rostro reveló una cierta tensión pasajera al observar el vestido de su hija. Si bien era un traje sencillo, tanto la tela como el corte superaban todo aquello que él pudiera pagar. No era justo que la mocosa gozara de tanto lujo y no lo compartiera con la familia.

—¡Buenos días, Erienne! —la saludó con tono exageradamente fuerte—. El paso del tiempo parece haberte sentado muy bien.

La joven pasó junto a su padre con fría dignidad e inclinó levemente la cabeza en dirección a Farrell, antes de acomodarse en el sillón que su esposo acababa de acercar para ella. Avery se actuó la garganta y se sentó en la larga banqueta que había frente la chimenea.

—Supongo que ambos se estarán preguntando para qué he venido. Bueno, les traigo algunas noticias, eso es. Malas noticias, me temo. Y, dado que usted es ahora pariente mío, milord, pensé que lo mejor sería advertirles.

—¿Advertimos sobre qué? —preguntó lord Saxton.

—Yo y Allan Parker... como usted sabe, él es el alguacil de Mawbry... bueno, los dos estábamos en la casa de lord Talbot el otro día, y yo, por casualidad, los oí hablando... a Allan y a su señoría, quiero decir. Fue apenas un breve intercambio de palabras, usted entiende, antes de que me pescaran escuchando. —Hizo hincapié en el hecho, mirando fijamente a su anfitrión.

—¿Y bien? —La pregunta fue pronunciada con evidente tono de impaciencia.

Avery exhaló un largo suspiro.

—Ellos estaban hablando usted, milord, y decían que pensaban que era usted el jinete nocturno.

Erienne ahogó una exclamación y miró a su esposo, quien, luego de un instante, comenzó a reír.

—Yo también lo encontré divertido, milord —expresó Avery entre risas—. Pues, por lo que sé, usted ni siquiera puede subirse a un caballo, y parece algo lento... —Sacudió una mano para negar su afirmación y se señaló la cabeza—. No lento aquí, ojo, pero como es usted lisiado y todo eso... Bueno, me parece bastante rebuscado eso de creer que usted anda cabalgando por los páramos como un lunático. —Agitó la cabeza enérgicamente—. Le dije eso mismo a su señoría, pero, entonces, él me preguntó quién pensaba yo que era el responsable, y no supe qué decir.

La voz de lord Saxton reveló un acento de humor al preguntar:

—¿Y pudo usted convencer a lord Talbot de mi inocencia? —No sé decirle, pero si puede usted probar dónde estuvo anoche, me gustaría escucharlo.

¿Porqué anoche? —inquirió el anfitrión.

—Ese jinete nocturno volvió a atacar durante la noche, y esta vez dejó el cadáver del viejo Ben estrujado contra la puerta trasera de la posada.

Erienne se llevó una mano a la garganta, impresionada, pero sólo un silencio mortuorio provino de lord Saxton. Luego, casi con calma, él preguntó:

—¿Cómo puede estar usted tan seguro de que fue el jinete de la noche quien asesinó a Ben? ¿Acaso alguien lo vio?

Avery se irguió con actitud autoritaria.

—El maldito asesino liquidó al viejo Ben tal como lo hizo con Timmy Sears. Primero le atravesó el pecho y luego le cortó la garganta, y lo dejó ahí...

Erienne se estremeció y volvió el rostro hacia un lado. —Ahórrese los detalles, hombre —le ordenó lord Saxton con tono severo. Luego, sirvió jerez en una copa y la depositó en la mano de su esposa—. Toma, esto te ayudará.

—Debe de ser algo que comió —declaró Avery entre risas—. Yo no la eduqué para que fuera una tonta debilucha. —Miró al lord con una sonrisa ladeada y divertida—. A menos, claro está, que usted haya hecho crecer algún pequeñito en esa panza.

Lord Saxton se volvió para enfrentarse a su suegro y, de algún modo, la inexpresiva máscara pareció adoptar una expresión amenazadora. Avery inclinó cabeza bajo esa mirada tenebrosa y, luego de aclarar una vez más la garganta, clavó los ojos en el pie que nerviosamente arrastraba sobre el piso de piedra.

Erienne luchó por borrar la horripilante imagen de Ben herido y ensangrentado. Pálida y temblorosa, se volvió hacia su padre y habló con cautela.

—Lord Saxton... estuvo conmigo... anoche. El... no pudo... ser... el jinete nocturno.

El alcalde alzó los hombros con indiferencia.

—No he sido yo quien lo ha pensado. Pero le informaré al alguacil sobre lo que acabas de decirme, que su señoría estuvo aquí, contigo, toda la noche.

Erienne abrió la boca para corregir la afirmación y luego volvió a cerrarla lentamente. Su esposo la miró, como si esperara que ella hablara, y se sorprendió de que no lo hiciera.

Como si quisiera cambiar el tema, repentinamente se dirigió a Farrell:

n-Tengo entendido que era usted un excelente tirador antes de que le hirieran el brazo, señor Fleming. ¿No se le ha ocurrido desarrollar la misma habilidad con la mano izquierda? Podría resultar difícil, pero si es perseverante, es posible aprender a manejar las armas correctamente con uno u otro brazo.

—Luego de que hayamos comido algo, le mostraré unas cuantas piezas que poseo —prosiguió—. Alrededor de diez o doce años atrás, Waters fabricó una pistola con bayoneta a resorte. Es un arma realmente extraordinaria.

Farrell reveló más entusiasmo del que había logrado reunir en los últimos dos meses cuando respondió:

—¿Y usted cree que yo podría disparar algo así?

—Puede que hoy le sea difícil, pero si trabaja para fortalecer el brazo, con el tiempo, podría llegar a manejarla sin dificultad. Desde luego, necesitará usted una mente lúcida y una mano firme.

Conforme avanzaba el día, los vientos invernales soplaron a través de los páramos, barriendo la nieve para formar esculturas semejantes a las olas congeladas de un mar blanco, obstaculizando así el paso de los carruajes. Los hogares encendidos calentaron la mansión al caer la noche, y las lámparas de aceite brindaron la luz necesaria para conducir a los huéspedes a sus habitaciones. Cuando por fin el silencio reinó en la casa, Erienne se colocó una delgada bata sobre el camisón y fue a golpear ligeramente a la puerta de lord Saxton.

—Milord, soy Erienne —dijo la joven en voz baja a través del sólido panel de madera—. ¿Puedo pasar?

—Un momento, por favor, querida —respondió él.

r Luego de un instante, las lentas pisadas se acercaron a la m y ésta se abrió para descubrir a su esposo con una larga de pana roja. La máscara y los guantes estaban en su lugar, y la pesada bota asomaba por debajo del forro.

—¿Le molesto, milord? —preguntó Erienne con timidez. —Sí, pero no por la razón a la que tú te refieres.

Aun cuando se sintió aturdida por esas palabras, ella se dispuso a explicar la causa de su visita.

—Quería agradecerle todo lo que ha hecho hoy por Farrell. Lord Saxton se apartó de la entrada y movió el brazo hacia el interior de la recámara invitando a la joven a pasar. Erienne obedeció y caminó hacia la chimenea. Sin advertir la transparencia de sus ropas contra la luz del fuego, ella extendió ambos brazos hacia el calor de las llamas. Su esposo tomó asiento entre las sombras, donde podía deleitarse con la esbelta belleza de la joven, sin arriesgar su estoico comportamiento.

Erienne haló con tono suave por encima del hombro, sabiendo que él se encontraba allí, aun cuando no pudiera verlo. —Hoy noté una chispa de vida en Farrell, cosa que temía no volver a ver jamás en mi hermano. Incluso llegó a reír durante cena.

—Tu padre está ciego frente a las necesidades del muchacho.

—Es usted demasiado amable al expresarlo de ese modo, Stuart. Si mi padre insiste en minar la confianza de Farrell, mi hermano no será mejor que lo que fue Ben. —Sacudió la cabeza con tristeza y se secó las lágrimas que le enturbiaban la visión—. Pobre Ben, era un anciano digno de compasión. —Ahogó u sollozo y enseguida se secó las mejillas húmedas—. Alguna gente de Mawbry lo echará de menos.

De las sombras, emergió una pregunta.

—¿Por qué has permitido que tu padre creyera que yo había pasado toda la noche contigo?

Erienne se encogió de hombros.

—No creí necesario explicar nuestro... nuestro arreglo. Sé que usted no asesinó a Ben, como también he llegado a la conclusión de que no fue usted quien mató a Timmy Sears. Esos fueron crímenes efectuados por un cobarde, y si algo aprendí desde el día de la boda, milord, es el hecho de que usted no es un cobarde. —Soltó una carcajada—. Si hay un cobarde en esta familia, ésa soy yo.

Él habló con voz áspera y susurrante.

—Gracias por tu confianza y me alegra que utilices el término «familia». Tal vez, en un futuro cercano, lleguemos a convertirnos en una verdadera familia.

Erienne se volvió vacilante hacia su esposo, cuya respiración se detuvo cuando la silueta de la joven quedó perfectamente delineada a través de la diáfana tela de sus ropas. La mirada del lord se posó en las curvas de las caderas de su esposa, y observó fascinado el juego de las llamas entre las esbeltas piernas, al tiempo que ella se le acercaba.

—¿Stuart? —Erienne se detuvo frente a él, y entonces los ojos tras la máscara se elevaron para toparse con el rostro sonriente de la joven—. Gracias, Stuart.

Ella se inclinó hacia adelante y posó levemente la mejilla sobre la capucha de cuero y luego salió rápidamente de la habitación. Transcurrió mucho tiempo antes de que su señoría pudiera regular la respiración y extinguir el fuego que lo consumía por dentro.

La nieve se derritió, y Avery Fleming regresó a su cabaña al día siguiente, tan pobre como cuando se había marchado. No había encontrado la oportunidad de abordar ni a su hija, m a su

esposo, en el tema de un préstamo. En consecuencia, había decidido retirarse tristemente de la mansión. Farrell, en cambio, se había entusiasmado con la habilidad de su anfitrión con las armas, y había elegido permanecer hasta el fin de semana. Ya n

sentía la necesidad de entregarse a la bebida mientras practicaba con las pistolas. Aunque el cargarlas le resultaba difícil, con el empleo de los dientes, los muslos y una mano que, hasta el momento, había considerado inútil, lograba hacerlo sin ayuda, príneipalmente, porque lord Saxton se negaba a brindársela.

Cuando llegó el momento de partir, Farrell ya había adquirido el aspecto de un hombre nuevo. Frente a la insistencia de Erienne, el muchacho se había sumergido en una tina de agua caliente, mientras sus ropas eran lavadas y arregladas. Luego, él se sentó frente a la chimenea envuelto en una toalla, mientras su hermana le peinaba el cabello y le afeitaba la escasa pero desagradable pelusa del mentón, ignorando alegremente todas sus protestas. Las prendas regresaron al muchacho almidonadas y cuidadosamente remendadas y, por primera vez en varias semanas, sus botas se vieron negras y lustradas.

A su regreso a la aldea, hubo muchos en Mawbry que no lo reconocieron cuando descendió del carruaje de los Saxton. Sus compinches de, juerga silbaron maravillados, pero gruñeron su decepción cuando averiguaron que el amigo no llevaba consigo ni una sola moneda para gastar. Todos lanzaron exclamaciones incrédulas cuando Farrell declaró que buscaría algún trabajo en que ocuparse, y luego se sorprendieron aún más cuando el muchacho anunció que, en aproximadamente tres semanas, repetiría su visita a Saxton Hall, respondiendo a la invitación del propio lord Saxton.

Apenas faltaban tres días para la fiesta de los Talbot, y Erienne aún continuaba indecisa sobre la selección de su atuendo. Deseaba lucir las esmeraldas, pero el vestido que mejor combinaba con el collar era el que más claramente descubría su busto. La idea de entretener a lord Talbot y a sus invitados con semejante espectáculo era, desde luego, inaceptable. Los otros trajes eran suficientemente lujosos, pero no constituían el marco adecuado para la alhaja, ya fuera por el color discordante, o por la inadecuada línea del escote. Aun cuando la idea de desecar el uso de la gargantilla le resultaba desalentadora, parecía ser la única solución a su dilema.

Requerida su presencia en la recámara de lord Saxton, Erienne, nerviosa, golpeó a la puerta de la habitación de su esposa. Inmediatamente, una voz desde el interior le ordenó que pasara La joven respiró hondo, giró el picaporte y se lanzó a la guarida del león.

Primero que vieron sus ojos fue una inmensa caja atada con cintas de raso que se encontraba sobre la cama. Lord Saxton acababa de levantarse de su escritorio. Obviamente, había estado trabajando en sus cuentas, porque tenía un libro de balances delante de sí y se estaba poniendo el último de sus guantes.

—Pasa, querida. Tengo algo para ti.

Erienne se sintió más relajada, y logró esbozar una sonrisa serena cuando cerró la puerta tras de sí.

Él señaló con la mano una caja.

—Bundy ha ido hasta Mawbry para recibir el carruaje que venía desde Londres, y ha traído esto de regreso. Anne lo envió... a petición mía.

—Pero qué...

—Ábrelo. —Su tono fue suave, pese a la aspereza de su voz. Erienne se sintió como un niño sorprendido con un regalo. Era una experiencia tierna, agradable, llena de tensión, y trató de prolongarla al máximo, desatando las cintas con cuidado, para luego levantar la tapa. Entonces, observó con asombro el contenido de la caja, temiendo estropear con sus manos el delicado encaje o el exquisito satén color marfil del fabuloso vestido.

—Es hermoso, milord. —Miró a su esposo con ojos tiernos y dulces, y sacudió la cabeza lentamente—. Usted ya me ha dado tanto... ¿Cómo puedo aceptar más cuando yo ni siquiera he...?

—Hago sólo lo que me complace —la interrumpió él—, y me complace ver a mi mujer vestida acorde con su belleza. ¿De verdad te gusta?

Erienne sonrió y extendió los brazos para levantar el traje con sumo cuidado.

—Milord, usted conoce demasiado bien a las mujeres y sus preferencias. ¿Cómo podría dejar de gustarme esta hermosura? Es el vestido más encantador que haya visto jamás e, indudablemente, que haya poseído.

La joven alzó el vestido delante de sí y fue a mirarse al enorme espejo del cuarto de vestir. El corpiño de satén estaba recubierto de encaje, con festones bordeando el escote. Las mangas de encaje abultadas terminaban en el codo, adhiriéndose al corpiño por debajo de los brazos hasta dejar los hombros descubiertos. Una ancha faja verde iba atada a la cintura, terminando en dos largos lazos que caían en la parte posterior de la falda de encaje y satén, que llegaban hasta la pequeña cola del traje.

Lord Saxton le habló a sus espaldas.

—He dejado que Aggie se encargara de los detalles y, como de costumbre, no me ha decepcionado. —Su esposa dio media vuelta para mirarlo, y él se apoyó sobre el bastón e inclinó¡!' cabeza hacia la cama—. Hay algo más en la caja que he creído que podrías necesitar.

Erienne dejó el vestido y fue a inspeccionar el paquete. Sobre una suntuosa capa de pana verde, había un par de medias de seda blancas, una delicada enagua y unos zapatos de satén color crema adornados con hebillas de plata repujada.

—Ha pensado usted en todo, milord.

El respondió con una breve inclinación de cabeza. —Eso he intentado, señora.