CAPITULO 4

LA vibrante luz de la mañana penetró a través de las ventanas del cuarto de Erienne y la sacó de un agitado sueño. La joven refunfuñó y hundió el rostro bajo la almohada: le desagradaba la idea de partir hacia Wirkinton en busca de otro pretendiente. Sabía que su padre no vacilaría en llevar a cabo su plan, en especial luego de haberla encontrado cenando con el yanqui en la posada.

Malhumorada, se levantó de la cama y caminó hacia la cocina. Sólo llevaba puesta una bata raída y temblaba de frío cuando atizó el fuego de la chimenea y colgó la enorme tetera de ara sobre las llamas. De un rincón del cuarto sacó una tina de coge que había pertenecido a su madre y encontró los últimos restos del jabón que Farrell le había comprado. Alguna vez, el muchacho había sido lo bastante considerado como para traerle regalos desde Wirkinton, Va, eso parecía haber sucedido siglos atrás. Cada día que pasma, su hermano se asemejaba más y más a su padre y olvidaba los sanos consejos de su madre.

Sólo en contadas ocasiones, se le permitía a Erienne traspasar los límites de Mawbry o sus alrededores y, aunque la razón del viaje era, indudablemente, muy poco atractiva, la joven decidió acicalarse con cuidado y lucir el mejor atuendo que tenía. En la ciudad portuaria, al menos, nadie estaría harto de verle el vestido de pana morado.

Como cualquier caballero decoroso, Avery dejó a su hija frente a la puerta de la posada, a fin de que ella aguardara la carroza, mientras él efectuaba una visita al bar. Acomodado en su lugar favorito, con un pichel de ale en la mano, el alcalde entabló una conversación con el posadero, sin esforzarse por bajar el tono de voz, al comentar las razones de su viaje a Wirkinton en compañía de su hija. Además del juego y la bebida, el ejercicio de sus cuerdas vocales parecía ser el mayor deleite de Avery. Enfrascado en tal placer, no advirtió la presencia de una alta figura que emergía desde la sombra de una maciza columna. La puerta de entrada se abrió y volvió a cerrarse, pero Avery no le prestó atención, mientras ávidamente aplacaba su sed.

La helada brisa matutina coqueteaba con los delicados bucles de Erienne y jugaba con sus faldas, al tiempo que coloreaba sus mejillas con un fresco tono rosado. De un recato riguroso y melindrosamente pulcra, la joven constituía un espectáculo atractivo para cualquier hombre, y muchos de ellos detenían su marcha para volverse a observar su belleza con descaro. Aquél cuya compañía había sido vedada se detuvo un instante frente a la puerta de la posada, para admirar la encantadora y acicalada figura. El hecho de que la joven se hubiera convertido en una fruta prohibida para él, sólo servía para aumentar su interés.

Christopher avanzó hasta detenerse detrás de la dama. Erienne percibió su presencia, pero, creyendo que se trataba de su padre, tardó en reaccionar. Al volverse, sus ojos se toparon con unas altas y costosas botas negras y entonces se sorprendió. Levantó la cabeza y se encontró observando el rostro apuesto y sonriente del que no cesaba de acosarla.

Christopher la saludó con el sombrero y le sonrió con cortesía. Luego, entrelazó las manos detrás de la espalda y elevó los ojos al cielo, donde un rebaño de nubes lanudas brincaban al compás de la brisa del oeste.

—Un día bastante agradable para viajar —comentó— Aunque sospecho que, más tarde, nos sorprenderá la lluvia. Erienne hizo rechinar los dientes, tratando de contener su irritación.

—¿Ha salido a devorar mujeres con los ojos, señor Seton? —En realidad, no es ése mi principal propósito esta mañana —respondió él con calma—. Aunque sería un tonto si ignorara semejante espectáculo.

Ella no pudo sino advertir el significativo brillo en los ojos del hombre, y preguntó de manera tajante:

—Entonces, ¿cuál es su principal propósito?

—Bueno, estoy aguardando la carroza para Wirkinton. Erienne apretó los labios para reprimir una acalorada réplica. Se sentía azorada ante tamaña coincidencia, pero, puesto que él estaba en todo su derecho, ella no podía oponerse. De pronto, avistó el caballo bayo del yanqui atado al poste, lo cual indicaba que el medio de transporte del hombre acababa de experimentar un precipitado cambio. Erienne sabía que él había salido del salón donde se encontraba su padre, y podía asegurar q e Christopher había oído algún intercambio verbal que lo había impulsado a viajar en carroza. La joven extendió una mano para señalar el animal.

—Usted tiene un caballo. ¿Por qué no lo monta? Christopher esbozó una sonrisa burlonamente simpática.

—Prefiero la comodidad de un coche para los viajes largos. Ella se mofó.

—Sin duda, usted oyó a mi padre comentar que viajaríamos a Wirkinton y se ha propuesto fastidiarnos durante el trayecto. —Señorita Fleming, le aseguro que debo atender un asunto de suma importancia en Wirkinton. —No le aclaró que todo lo referente a ella era de primordial importancia para él—. Si usted cree que no puede tolerar mi compañía, le sugiero que se quede en casa. Yo no lo forzaré a partir.

—Nosotros también tenemos que arreglar unos asuntos en Wirkinton —declaró ella, levantando el mentón con altivez. —¿Otro pretendiente, quizá? —preguntó Christopher amigablemente.

—Usted... ¡Ah! —El intenso rubor de sus mejillas, que nada tenía que ver con el viento, expresó una rápida respuesta—. ¿Por qué no nos deja en paz?

—He hecho una inversión en su familia. Sólo busco lo que es mío o, al menos, alguna recompensa, si acaso la deuda no llegara a saldarse.

—Ah, sí, la deuda —dijo ella con desdén—. El dinero que usted le quitó suciamente a mi padre.

—Querida, yo no tengo necesidad de trampear a nadie. Erienne pateó el piso con furia.

—Señor Seton, puedo ser cualquier cosa, ¡pero no soy su querida!

Una suave risa reveló el deleite de Christopher.

—Usted es lo más digno de querer que he visto en mucho tiempo. —Sus ojos verdes recorrieron el cuerpo de la joven, deslizándose sobre sus redondeados pechos y su delgada cintura, hasta llegar a los pequeños zapatos negros que aparecían por debajo del vestido. Erienne instantáneamente deseó haber soportado la incomodidad de su pesada capa de lana, en lugar de dejarla junto a su bolso, ya que el cuidadoso escrutinio de ese hombre no le dejaba una sola curva sin tocar. De hecho, esa atenta mirada masculina parecía arrancarle cada una de sus ropas. Cuando los ojos verdes volvieron a toparse con los de ella, sus delicadas mejillas brillaban con indignación—. En efecto. —Christopher sonrió—. Es usted muy dulce y, sin duda, deseable.

—¿Suele usted desvestir a las mujeres con los ojos? —inquirió Erienne en tono severo.

—Sólo a aquéllas a quienes deseo.

En un arrebato de ira, Erienne se giró y trató de ignorarlo, pero la tarea le resultó imposible. Ese hombre era tan fácil de desechar de la mente, como un hambriento jaguar de la espalda. Sin embargo, había una forma de protegerse de esa implacable mirada. Tomó la capa y se la extendió sobre los hombros, amenazando silenciosamente a Christopher con los ojos, cuando él se acercó a mudarla.

Christopher se alzó de hombros y se apartó, con una sonrisa en los labios. Concentrada en atar las cintas de su capa, Erienne no advirtió la cercanía del hombre, hasta que él le susurró al oído, provocándole una tibia, electrizante sensación.

—Huele usted como un jazmín en una noche de verano. Erienne se cubrió la cabeza con la capucha, por temor a que él notara su turbación. De ahí en adelante, permaneció en silencio, hasta que la carroza se detuvo delante de la posada. El cochero se apeó, se frotó los labios secos, y anunció a los pasajeros del vehículo que harían un breve descanso. Luego, se volvió y caminó con paso decidido hacia el salón comedor. Un sujeto corpulento y su compañero, alto y delgado, se abrieron paso entre la pareja de jóvenes, obligándolos a apartarse para no ser atropellados.

Cuando Erienne fue a coger su bolso, éste ya se encontraba en las manos de su adversario. La joven levantó las cejas con expresión reprobadora, pero Christopher aguardó con una sonrisa paciente y divertida, capaz de convertir la resistencia en una tonta, trillada farsa. Erienne lo ignoró deliberadamente y se levantó la falda para subir al vehículo, cuando sintió una mano masculina que la tomaba del codo para ayudarla en el ascenso. Christopher arrojó el bolso de la joven al portaequipajes y luego se alejó, forzando a Erienne a estirar el cuello al máximo, en un esfuerzo por averiguar adónde se dirigía, hasta que lo vio regresar conduciendo su caballo. La muchacha se apresuró a acomodarse una vez más en su asiento, recuperando su aire altivo, antes de que él pudiera advertir su interés. Luego de atar las riendas del animal ala parte trasera del portaequipajes, Christopher se subió al carruaje, para tomar asiento directamente enfrente de la dama.

Los otros pasajeros, tras haber satisfecho su sed y sus diversas necesidades, regresaron en tropel a la carroza. Avery fue el último en salir de la posada y, con un estado de ánimo festivo, brincó hasta la portezuela del vehículo. Sin embargo, apenas reconoció a su compañero de viaje, se congeló. Sumamente irritado, pataleó y refunfuñó, hasta que, por fin, sin ninguna alternativa, se sumó al pasaje. Se sentó junto a su hija y le echó una mirada fulminante, evidenciando así su sospecha de que ella había invitado al bellaco.

Las ruedas chapotearon en un enorme charco mientras el coche giraba para tomar el camino, y Erienne se apoyó contra el respaldo para protegerse de las continuas sacudidas. El paisaje de la campiña no logró atraer su atención, ya que la presencia de Christopher Seton se había apoderado de su mente. La implacable mirada de ese hombre no cesaba de rozarla cálidamente. Una sonrisa iluminaba sus ojos verdes y sus labios viriles. Ni aun la presencia de su padre parecía molestarle, ni le inmutaba su ceñuda expresión, que se acentuaba progresivamente, ante la cuidada atención que el yanqui le dispensaba a su hija.

Los otros viajeros estaban encantados con la compañía de Christopher, quien les hablaba y reía con ellos sin reserva. Les relataba historias y experiencias recogidas en sus múltiples viajes y descubría sus blanquísimos dientes al narrar sus anécdotas más humorísticas. A su lado, el hombre corpulento festejaba sus bromas con regocijo, pero la furia de Avery se acentuaba con la más efímera de las sonrisas.

Forzada a observar, Erienne tuvo que admitir, aunque sólo para sí, que el yanqui poseía el encanto, el ingenio y los modales necesarios para desenvolverse con soltura en compañía de cualquiera. De hecho, representaba tan bien el papel de caballero, que podría haber sido el autor del libro de normas hidalgas. Aun así, Erienne tenía el presentimiento de que el hombre sería capaz de comportarse con la misma naturalidad en medio de una tripulación de marineros obscenos y libertinos. El canalla parecía disfrutar de cada aspecto de la vida.

Bajo la sombra de unas largas pestañas, los ojos de la joven recorrieron cuidadosamente el cuerpo del yanqui. Sus imponentes hombros estaban cubiertos con una elegante chaqueta de color azul oscuro, y los calzones, de un claro tono de gris que combinaba con el chaleco, se adherían a los músculos de sus piernas. Una simple mirada bastaba para saber que se trataba de un caballero sumamente viril, incluso sin su refinado atuendo. Irritada, Erienne se percató de que, de ahí en adelante, aquel hombre pasaría a ser el modelo con el que tendrían que competir los siguientes candidatos que se acercaran a solicitar su mano.

A medida que el carruaje avanzaba hacia el sur, la muchacha comenzó a sentirse más relajada, casi complacida por los relatos y las bromas ocasionales del señor Seton. El viaje tenso y formal al que ella tanto había temido, se estaba convirtiendo en un paseo agradable, e incluso llegó a experimentar una leve desilusión cuando llegaron a destino.

Un pequeño letrero, que identificaba a la posada como «La Garra d el León», giraba sobre sus goznes, chirriando y aleteando, como un pájaro aturdido en medio de una fuerte brisa.

Avery mantuvo a su hija a su lado, mientras Christopher y los dance pasajeros se apeaban. Luego, bajó presuroso y llamó a la joven con impaciencia.

—No te demores, niña —le advirtió con rudeza. Inclinó el ala del sombrero contra el viento, y echó una mirada cautelosa a su alrededor, viendo cómo Christopher desataba las riendas de su caballo de la parte trasera del carruaje. Al recordar el incidente de la posada de Mawbry, Avery bajó la voz cuando decidió continuar—. El coche del señor Goodfield ya está aquí, aguardándonos, pero, antes de partir, tengo que reservar nuestras habitaciones en la posada. Así que será mejor que te apresures.

La falta de entusiasmo de Erienne enfureció a su padre, y no bien la joven apoyó los pies sobre el suelo, él la tomó ferozmente del brazo y la condujo a empellones hasta el landó que los esperaba. La niña pataleó y rogó le fuera concedido algo de tiempo para refrescarse, pero su padre ignoró todas las súplicas, temeroso de lo que ese yanqui maleante pudiera llegar a hacer si se demoraban. Tal vez, Avery tenía razón para preocuparse. Mientras acomodaba las riendas sobre el cuello del padrillo, Christopher no cesaba de observar la escena muy atentamente. En particular, advirtió la resistencia de la joven a subir al vehículo.

El cochero se acercó a la maletera y retiró la lona que protegía el equipaje. Con un gesto y una pregunta, Christopher dirigió la atención del hombre hacia el landó.

—Pues ese carruaje pertenece al señor Gocdfield. El comerciante más rico y más viejo de los alrededores —respondió el cochero—, primero, siga por esta ruta; luego, al llegar al cruce de caminos, doble al norte. No puede dejar de verla; es la casa más grande que jamás haya visto.

Como muestra de gratitud, Christopher deslizó una moneda en la mano del cochero, pidiéndole que bebiera un trago de ale a su salud. El hombre rió y le dio las gracias con profusión, saliendo luego disparado hacia la posada.

Erienne titubeó antes de subir al carruaje y se volvió, para encontrar los ojos verdes fijos en su persona. Christopher le regaló una lenta sonrisa y la saludó cortésmente con el sombrero. Avery siguió la mirada de su hija, y se indignó al descubrir el objeto de la atención de la niña. La sujetó con fuerza del brazo y la empujó hacia el interior del vehículo, para luego regresar al otro coche a reclamar el equipaje.

—Deje ya de mirar a mi hija —le advirtió a Christopher con tono amenazador—. Tengo muchos amigos aquí que, con una sola palabra mía, pueden acabar con usted. Después de eso, ya no le quedarán ganas de mirar a ninguna mujer.

El joven devolvió la amenaza con una sonrisa tolerante. —A usted le cuesta aprender, ¿eh, alcalde? Primero, envió a su hijo y ahora, ¿me quiere atemorizar con sus amigos? Tal vez, ha olvidado usted que tengo un buque anclado en este puerto, con una tripulación que ha afilado los dientes luchando contra piratas y corsarios. ¿Acaso desea enfrentarse a ellos otra vez?

—¡Deje en paz a mi niña! —Avery arrastró las palabras a través de sus dientes.

—¿Por qué? —Christopher soltó una risita despectiva—. ¿Porque así usted puede desposarla a cambio de una buena fortuna? Yo poseo fortuna. ¿Cuánto pide por ella?

—¡Ya se lo dije! —rugió Avery—. Ella no es para usted, ¡no importa cuánto pese su bolsillo!

—Entonces, será mejor que salde su deuda, alcalde, porque no quedaré satisfecho hasta que lo haga. —Christopher montó su caballo y, con un suave taloneo, el animal salió al galope ligero, dejando atrás la mirada furibunda del alcalde.

Un abrumador sentimiento de depresión embargó a Erienne al ver, por primera vez, a Smedley Goodfield. Era un hombre anciano y arrugado, con el tamaño y el aspecto de un enano enjuto. Su espalda encorvada y sus hombros deformes fueron un lastimoso recordatorio del sarcasmo que la joven había lanzado a Christopher. Fuera lo que fuera lo que ella había dicho entonces, ahora tenía la certeza de que Smedley Goodfield sería el último hombre del mundo que elegiría como esposo.

Poco después de llegar, su padre había sido alevosamente invitado a contemplar los jardines, sin ofrecerle ninguna otra alternativa al respecto. Por otro lado, Erienne fue llamada a sentarse en el sofá, junto a Smedley. Ella se negó y, en su lugar, escogió una banqueta frente a la chimenea. No obstante, pronto descubrió que, con esa actitud, sólo había logrado invitar al anciano a acompañarla. No bien él se sentó a su lado, la joven tuvo que luchar para impedir que las manos deformes invadieran la intimidad de sus ropas. En su torpe ansiedad, Smedley le des ró el corpiño del vestido y, a juzgar por lo recatado del escote, acciones del viejo no aparentaban ser accidentales. Ante semejante ultraje, Erienne se deshizo de aquellas huesudas manos y se puso de pie, tratando de sujetarse el corpiño, al tiempo que se cubría con la capa.

—¡Me marcho, señor Goodfield! —Se esforzó por no levantar la voz—. ¡Que tenga un buen día!

Su padre se encontraba caminando ansiosamente por el vestíbulo, cuando la vio salir hecha una fiera. Se produjo una breve disputa cuando él trató de forzarla a regresar a la sala.

—¡No permitiré ninguna de tus malditas impertinencias! ¡Yo decidiré cuándo nos marchamos! —gruñó, hundiéndose el pulgar en el pecho—. ¡Y eso no ocurrirá hasta que hayamos arreglado el asunto de tu casamiento!

El rostro de Erienne se convirtió en una rígida máscara, mientras ella luchaba por reprimir la furia que la quemaba por dentro. Respondió a su padre de una manera lenta pero enfática.

—¡El asunto ya está arreglado! —Respiró hondo varias veces, intentando serenarse—. Sólo atándome de pies y manos lograras retenerme aquí. Y, aun así, será mejor que busques alguna forma de silenciarme, porque gritaré tantos insultos contra ese viejo inmundo, que nos arrojará a ambos a la calle. Ya he tenido bastante de esas manos pegajosas y libertinas. —Se abrió la capa para mostrar su vestido desgarrado—. ¡Mira lo que ha hecho! Era mi mejor vestido, y lo ha destrozado.

—¡El te comprará diez trajes más! —gritó Avery con desesperación. No podía permitir que la joven se marchara, no cuando estaba en juego su libertad. ¿Qué importancia podía tener un vestido desgarrado cuando el hombre deseaba casarse con ella? La mocosa sólo lo estaba poniendo difícil—. Si te retiras de esta casa, te advierto que tendrás que marcharte a pie. El señor Goodfield tuvo la amabilidad de mandarnos a buscar en su carruaje, y no tenemos otra forma de regresar.

Erienne levantó el mentón y caminó decidida hacia la puerta. —Tal vez, tú aún no estés dispuesto a partir, padre, pero yo sí.

—¿Adónde vas? —inquirió Avery .

—Tal como te he dicho —respondió ella por encima del hombro—, ¡me marcho!

Avery se encontró en un dilema. No se le había ocurrido que su hija pudiera partir sin él; al menos, no en un lugar desconocido. Comenzó a abrigar la sospecha de que la joven sólo estaba intentando probarlo y, en realidad, no tenía intención de marcharse sola. Soltó un resoplido burlón. Le demostraría a esa mocosa que él era un hombre de palabra.

—Tendrás que regresar a la posada sin mí, niña. Yo me quedaré con el señor Goodfield...

La puerta se cerró en su cara, dejándolo balbuceando con asombro. Estaba a punto de seguir a la insolente para arrastrarla de regreso a la casa, cuando el bastón de Smedley golpeó imperiosamente el suelo, exigiéndole atención. Avery caminó inquieto hacia el sonido, mientras intentaba encontrar alguna excusa que explicara la actitud de su hija y apaciguara el ultrajado orgullo del comerciante. Nunca antes se habían agitado tanto los pensamientos de Avery en un lapso tan breve.

Erienne caminó por el sendero que la alejaba de la mansión del comerciante. Su mente estaba alborotada y su cuerpo, rígido por la furia que sentía. Había soportado las atenciones de un interminable desfile de candidatos provenientes de todos los rincones de Inglaterra. Había tolerado el hecho de que su padre juzgara a los pretendientes de acuerdo con su fortuna y su disposición para cancelar las deudas. Había aceptado ser utilizada como medio para sosegar a los acreedores del alcalde, ansiosos por recuperar su dinero. Pero complacer a un anciano decrépito por temor a ofenderlo... ¡Eso era demasiado!

Sintió un hormigueo en todo el cuerpo cuando recordó las garras de los numerosos candidatos y sus interminables picardías: un roce accidental sobre sus senos, una caricia furtiva sobre sus muslos, una descarada presión de caderas contra su trasero, y unos burlones ojos lascivos como respuesta a sus miradas furibundas.

De pronto, se detuvo, cerrando las manos en un puño y haciendo rechinar los dientes. Sabía muy bien lo que le depararía la tarde si regresaba a «La Garra del León». Su padre llegaría lloriqueando, en compañía de Smedley Goodfield, y la forzaría a acordar un arreglo compatible con el comerciante. Desde luego, Smedley se sentaría a su lado para manosearla y aprovecharía cualquier oportunidad para acariciarle las caderas o acercársele con su sonrisa ladeada y susurrarle al oído algún comentario libidinoso. Luego, cacarearía con júbilo ante la reacción horrorizada de la muchacha o, si ella no se inmutaba, interpretaría su calma como un estímulo para proseguir.

Erienne se estremeció con repugnancia. Sabía que su padre temía a la prisión de deudores, y ése era el último lugar donde ella deseaba verlo. Pero también sabía que ya no podría seguir rebajándose de la manera en que él pretendía.

Su pánico se tornó aún más intenso cuando imaginó al anciano comerciante, aguardándola en la posada con su sonrisa nerviosa, congraciadora. Volvió a pensar en ese rostro enjuto, esos ojos colorados e inquietos, esa mano huesuda y salvaje que le había desgarrado el vestido con atolondrado frenesí...

De pronto, divisó un monolito de piedra con una flecha que indicaba el camino hacia Mawbry, y una idea comenzó a gestarse en su mente. Wirkinton y «La Garra del León» se encontraban a sólo unos pocos kilómetros hacia el sur. El viaje a Mawbry sería largo; la caminata le llevaría todo el resto del día y parte de la noche. El viento no cesaba y el aire se tornaba cada vez más helado, pero ella llevaba puesta su capa más gruesa y no había nada en la posada que le fuera indispensable. De hecho, su equipaje no sería más que una carga y, si regresaba, sería carnada tierna para las aficiones de Smedley Gocdfield.

Erienne tomó la decisión, y el deseo de llegar a Mawbry antes de medianoche la impulsó a apresurar la marcha. Sus zapatos no eran adecuados para caminar sobre el ripio y, a menudo, tenía que detenerse para retirar las piedras. Aun así, tras una hora de caminata, se sintió complacida y no se arrepintió de haber evitado otro encuentro con Smedley. Sólo cuando unas nubes comenzaron a oscurecerse y a arremolinarse, le asaltó el primer asomo de duda. Una incidental gota de lluvia la golpeo en el rostro y, con la fuerza del viento, la capa se enrolló alrededor de sus piernas y pareció empeñada en impedirle el avance.

Erienne trepó obstinadamente otra colina, pero, al llegar a la cresta se detuvo, cuando encontró dos caminos que se unían para lucio abrirse en direcciones opuestas. Ninguno le resultaba familiar, Y la posibilidad de tomar el camino equivocado debilitó su confianza. Poco a poco, las nubes se convertían en una masa desordenada, confusa, que ocultaba el sol y, con él, todo indicio que pudiera señalarle el camino.

Tembló al recibir los azotes de un viento cada vez más frío, pero el aire helado le reveló su proveniencia: sonrió con determinación y retomó la marcha por lo que esperaba fuera el camino hacia el norte.

—¡Casamiento! —se burló en voz baja. Estaba comenzando a detestar la palabra.

Se inclinó para quitarse otra piedra del zapato, pero, al mirar accidentalmente por encima del hombro, se detuvo y comenzó a enderezarse con lentitud. Detrás de ella, sobre la colina, dibujado en el horizonte como un malvado brujo rodeado de vapores negros y turbulentos, había un hombre montado en un caballo oscuro. El viento azotaba su capa, dándole alas a su fi y, al observarlo, Erienne sintió un terror súbito y arrebatador. Había oído múltiples historias de asesinatos y estupros ocurridos en las rutas y caminos de Inglaterra del Norte, de bandidos que despojaban a sus víctimas de fortuna, virtud o vida, y estaba segura de que este hombre constituía una amenaza para ella.

Erienne comenzó a retroceder, y el extraño puso al trote su corcel. El brioso animal corveteó de costado durante un instante, brindando a la joven una clara visión de ambos. Erienne contuvo la respiración, y su ansiedad pronto se desvaneció, cuando reconoció al magnífico, brillante potrillo y al hombre que lo montaba.

¡Christopher Seton! La sola mención de ese nombre le hizo hervir la sangre con indignación. Sintió una necesidad imperiosa de gritar. De todos los hombres del mundo, ¿por qué tenía que ser él el que había trepado a la colina?

La joven intentó apartarse del camino y Christopher apresuró el galope de su caballo. El potro era ágil y no tardó en acortar la distancia entre ambos, levantando nubes de polvo, mientras seguía a la niña a través de la suave hierba que se extendía al costado de la ruta. Erienne trató de esquivar al perseguidor, levantándose las faldas por encima de las rodillas para correr en dirección opuesta. Christopher se apeó del caballo y, con sólo dos largas zancadas, llegó hasta la muchacha y la tomó entre sus brazos.

—¡Suélteme, asqueroso patán! ¡Suélteme! —Erienne pataleó y golpeó el imponente pecho masculino en un frenético esfuerzo por liberarse.

—¡Quieta, muchachita atrevida, y escúcheme! —le ordenó él con tono severo y ofuscado—. ¿Acaso no comprende lo que podría sucederle en esta ruta? Las bandas de pillos y asaltantes que merodean por estos lados la verían a usted como un exquisito bocado. La usarían para entretenerse una o dos noches... si acaso lograra sobrevivir. ¿No se le ha ocurrido pensarlo?

Erienne rehusó a aceptar la lógica advertencia, y sacudió la cabeza.

—Insisto en que me suelte, señor. —Sólo cuando esté dispuesta a razonar. Ella le lanzó una mirada fulminante. —¿Cómo ha sabido dónde me encontraba? Los ojos verdes brillaron con desenfado.

—Su padre y ese despojo humano fueron a buscarla a la posada. El alcalde se enfureció al no encontrarla. —Christopher soltó una breve carcajada—. Después de ver a Smedley, supuse que usted había decidido escapar, antes de soportarle de nuevo, y estaba en lo cierto. Dejó usted una clara serie de huellas en su prisa por huir.

—Es usted un engreído, señor Seton, si cree complacerme con su protección o su compañía.

—No necesita ser tan formal, Erienne —bromeó él con una sonrisa pícara—. Puede llamarme Christopher, o querido, o mi amor, o cualquier otro apodo cariñoso que le parezca adecuado. Los ojos de Erienne lanzaron chispas de indignación.

—Mi deseo —dijo con voz tajante— es ser liberada en este instante.

—Como guste, milady. —Christopher retiró el brazo con el que sostenía las rodillas de la joven, de manera que las piernas de ella se deslizaron sobre sus firmes contornos. El contacto con ese cuerpo hizo estremecer a Erienne y, enseguida, visualizó la imagen de un hombre desnudo, bañado conos rosados rayos del sol naciente.

—¡Quíteme las manos de encima! —le ordenó, tratando de ocultar el rubor de sus mejillas. Ninguna dama pundonorosa sería capaz de permitir que semejante imagen echara raíces y floreciera en su mente—. No necesito la ayuda de nadie para mantenerme en pie.

Christopher la tomó de la cintura y la depositó sobre un peñasco que se levantaba a un costado del camino.

—Quédese aquí-le dijo—, hasta que regrese con mi caballo. —No soy una niña para que me esté dando órdenes —protestó ella—. ¡Soy una mujer madura!

Él enarcó una ceja y la estudió con detalle. Los ojos verdes parecieron quemar a Erienne, aun debajo de su gruesa capa. —Bueno, ésa es la primera verdad que le oigo decir.

La joven se sonrojó y se envolvió con la prenda.

—¿Alguien le ha dicho alguna vez lo detestable que es?

Los bancos dientes de Christopher brillaron detrás de una sonrisa ladeada.

—Hasta el momento, mi querida, cada uno de los miembros de su familia.

—Entonces, ¿por qué no nos deja en paz? —preguntó ella con rudeza.

Él rió, se alejó para recoger las riendas de su caballo y comentó por encima del hombro:

—Como están las cosas, Erienne, estoy comenzando a pensar que su padre nunca logrará desposarla. —Condujo el potrillo hasta donde se encontraba la joven—. Sólo me gustaría asegurarme de que no voy a perder totalmente mi dinero.

—¿De veras piensa que tiene algún derecho sobre mí? —preguntó ella con tono despectivo—. ¿Como el derecho de fastidiarme y atormentarme con su presencia?

Christopher se encogió de hombros.

—Tengo tanto derecho como cualquiera de los otros candidatos. De hecho, con las dos mil libras que me debe su padre, probablemente tenga más. Me pregunto si alguno de sus gallardos admiradores accederá a desprenderse de esa suma. —Dejó escapar una risita burlona—. Tal vez, hasta lleguen a colocarla a usted sobre una plataforma, para que cada uno pueda hacer sus ofertas. Eso, sin duda, ahorraría a su padre mucho tiempo p esfuerzo en su búsqueda de un esposo magnánimo para su hija.

Erienne abrió la boca para expresar su objeción ante semejante sugerencia, pero fue silenciada abruptamente, cuando él la alzó entre sus brazos y la depositó sobre la montura de su caballo. Luego, montó detrás de ella, sin darle otra alternativa a la joven más que aceptar la compañía del yanqui.

—¡Esto es ultrajante, señor Seton! —exclamó ella, ofuscada—. ¡Haga el favor de bajarme!

—Por si no se ha dado cuenta, cariño, estamos a punto de empaparnos —le dijo con calma, al tiempo que las primeras gotas de lluvia comenzaban a mojarlos—. Puesto que no puedo dejarla aquí sola, tendrá que venir conmigo.

—¡Yo no iré a ningún lado con usted! —gritó Erienne. —Pues yo no estoy dispuesto a permanecer aquí, bajo la lluvia, mientras discuto con usted. —Taloneó al potrillo y el animal arrancó a todo galope, silenciando las protestas de la joven. Ella comenzó a chocar contra el robusto pecho del hombre y, por su bien, tuvo que acceder a que él la rodeara con su brazo. Aun cuando le hubiera agradado resistirse, se sentía agradecida por la protección que le brindaban los poderosos brazos de ese hombre. La lluvia no tardó en penetrar a través de su capa y empaparle el corpiño desgarrado de su vestido. Erienne levantó los ojos hacia el cielo, pero las enormes gotas le hicieron volver el rostro para buscar refugio en el imponente pecho de Christopher. El la miró y la cubrió con su propia capa para protegerla, pero, en el siguiente instante, todo el torrente de agua pareció desatarse sobre ambos. Ráfagas heladas cayeron sobre ellos, empapándoles la ropa hasta congelarlos. El viento y la lluvia no cesaban, azotándolos desde todos los ángulos.

De pronto, a través de la densa cortina de agua, divisaron la inconfundible figura de un edificio que se levantaba en la distancia. Christopher aceleró la marcha de su corcel para cabalgar, por entre los árboles, en dirección a la casa. Los troncos desnudos no los protegían de la tormenta, sino que se precipitaban sobre ellos, arrebatándoles las vestiduras, como si quisieran impedirles el paso.

A medida que se acercaban, la confusa figura se convertía en un viejo establo abandonado. A su lado se levantaba una cabaña destruida que, al carecer de techo, no parecía proveer refugio ni a las criaturas más pequeñas. Las puertas del establo se encontraban abiertas, y una de ellas pendía de una vieja bisagra oxidada. A pesar de su lamentable estado, el granero ofrecía bastante más protección que la cabaña.

Christopher se apeó del caballo frente al edificio y extendió los brazos para alzar a Erienne. El viento abultaba la capa de la joven, enviando una ráfaga de aire helado que penetraba a través e su empapado vestido. Ella tembló incontrolablemente, mientras él la llevó al interior del establo. Luego de depositarla en el suelo, echó una mirada a su alrededor.

—No es tan acogedor como «La Garra del León», pero, al menos, nos servirá de refugio para protegemos de la tormenta —declaró. Se quitó la capa mojada y miró a la joven, enarcando una ceja con expresión curiosa—. Parece usted un conejo empapado.

Erienne alzó el mentón con arrogancia y le lanzó una mirada helada. Un violento temblor le impidió responder con suficiente encono, pero, aun así, hizo el intento:

—S-supongo que cr-cree que Claudia se vería me-mejor en un mo-momento así.

Christopher rió al imaginar a Claudia tratando de lucir elegante bajo su fino sombrero de ala ancha chorreándole sobre el rostro.

—No debe sentir celos de ella —respondió con naturalidad—. Fue a usted a quien perseguí hasta Wirkinton.

—¡Ajá! Ent-entonces lo ad-admite. —Desde luego.

Erienne lo miró estupefacta, sin poder encontrar ni una réplica ante tan súbita confesión.

Christopher soltó una leve risa y se volvió, para conducir al potrillo hacia el interior del establo. Erienne se acurrucó, envuelta en sus ropas empapadas, y él abrió su redingote y se lo arrojó para cubrirla. Luego, se volvió para desensillar al caballo y le aconsejó por encima del hombro:

—Será mejor que se ponga eso antes de que pesque un resfriado.

Ella se cubrió con su propia capa y volvió el rostro. No deseaba herir su orgullo, descubriendo su vestido desgarrado. —Ahórrese sus galanterías, señor Seton. No me interesan en absoluto.

Christopher volvió la cabeza para mirarla con el entrecejo —¿Está tratando de convencerme de que es usted una tonta? —Tonta o no, no me pondré su abrigo.

—Sí lo hará —declaró él de manera tajante. Se quitó la capa y el chaleco y los arrojó sobre unas tablas—. Trataré de armar una fogata para que podamos secamos.

Se aseó por todo el establo, estudiando los enormes agujeros del techo. Sin lugar a dudas, contaba con una variada selección de chimeneas y un buen suministro de leña; sólo faltaba encender el fuego. A ese fin, la yesquera que llevaba consigo sería suficiente.

Sin poder controlar el temblor de sus piernas, Erienne se arrodilló lentamente sobre el suelo. Podía ver los movimientos de Christopher, que no cesaba de juntar y cortar leña para la fogata, pero la idea de un fuego tibio le parecía muy distante. Se sentó, apesadumbrada, con el cabello empapado chorreando sobre su espalda. Sus manos y mejillas estaban entumecidas y su nariz, rola y congelada. Incluso sus zapatos se hallaban empapados.

Cuando vio la primera llama ardiendo en la oscuridad, se encontró demasiado helada y aterida como para aproximarse al calor. Tembló incontrolablemente, hasta que Christopher se le acercó.

Ella mantuvo la mirada gacha, demasiado cansada para seguir luchando contra ese hombre y, quizá más pertinentemente, demasiado temerosa para deslizar los ojos sobre los ceñidos calzones mojados que atrapaban su masculinidad.

—¿No quiere acercarse al fuego? —preguntó él con dulzura. Erienne sacudió la cabeza, tan entumecida por el frío, que no logró pronunciar una respuesta. Tenía su orgullo, y prefería que la consideraran porfiada antes que débil. No tuvo en cuenta que Christopher, Seton no era un hombre que se dejara vencer tan fácilmente. El se inclinó para levantarla y luego la alzó entre sus poderosos brazos. Ella balbuceó una protesta a través de sus dientes apretados, temerosa de convertirse en una masa temblorosa si intentaba hablar. A pesar de su débil negativa, los brazos de Christopher continuaron brindándole tibieza y protección. Un instante después, él la depositó junto al fuego y comenzó a desatarle las cintas de la capa. Aterrorizada, Erienne se aferró a la prenda y trató de apartarse, al tiempo que sacudía violentamente la cabeza.

—¡N-no! ¡Déjeme en paz!

—Si usted misma no se ayuda, Erienne, alguien más tiene que hacerlo.

Apartó las manos de la joven y le desprendió la camisa, para luego arrojarla al piso. Observó con asombro los deshilachados jirones del vestido, que revelaban los delicados, pálidos senos, apenas cubiertos por la tela mojada de la enagua. Erienne unió ansiosa los pedazos desgarrados del corpiño, resistiéndose a encarar la mirada inquisidora de Christopher.

—Puedo comprender el anhelo desenfrenado de Smedley —le dijo con tono irónico—. Pero, ¿la ha lastimado?

—¿Acaso eso podría importarle? —preguntó ella, azorada ante el encono de Christopher.

—Claro que sí —respondió él con brusquedad—. Todo depende de si su padre puede pagar sus deudas o no. Además, he adquirido el hábito de acudir en su rescate y, puesto que, al parecer, necesita usted con frecuencia mis servicios, no tengo intenciones de detenerme justo ahora.

Sin más preámbulo, la hizo volverse y, para el horror de la joven, comenzó a desprenderle el vestido. Ella luchó con violencia para sujetar el corpiño sobre su pecho, mientras trataba de apartarse. El corsé presionó sus senos, hasta que casi escaparon por encima del escote de la enagua, y entonces Erienne supo que, sin el vestido, nada podría protegerla de esos curiosos ojos verdes.

Christopher era más resuelto... y mucho más fuerte. El vestido y el corsé pronto cayeron a los pies de la muchacha. Sólo entonces, logró Erienne recuperar su libertad.

—¡Déjeme en paz! —exclamó, alejándose del fuego. Trató de cubrirse con las manos, ya que la enagua húmeda se había convertido en una película transparente que modelaba las curvas de su femenina figura.

Christopher la siguió, para envolverle el tembloroso cuerpo con su redingote.

—Si pudiera ver más allá de su bonita nariz, se daría cuenta de que sólo estoy tratando de ayudarla. —La estrechó con fuerza entre sus brazos—. A pesar de su furia, está tan fría y tan pálida como un témpano. —Sus ojos verdes brillaron al mirarla—. Y, como le dije antes, debo proteger mi capital.

—¡Es usted un salvaje! ¡Un bribón! —bramó ella, indignada. Él se rió.

—Sus apodos me cautivan, cariño.

La sentó junto al fuego y luego se arrodilló para quitarle los zapatos. Erienne ahogó una exclamación de asombro, cuando las manos masculinas se deslizaron por debajo de sus enaguas para desprenderle las ligas. A pesar de sus denodados esfuerzos, él le quitó las medias y las apoyó sobre una piedra junto a la fogata.

—Sería un placer para mí despojarla también de la enagua —dijo Christopher con una sonrisa diabólica—. Por lo tanto, debe agradecerme el que le haya permitido conservar algo de su recato.

-No vaya usted a pensar que es mejor que el señor Goodfield —le advirtió ella con furia. Aunque ya comenzaba a sentir más calor y podía hablar con mayor claridad, la ira le impedía experimentar la mínima porción de gratitud—. Me ha arrastrado hasta este lugar desértico para imponer su voluntad. Créame, señor, ¡mi pare se enterará de esta ofensa!

—Como usted quiera, Erienne, pero le advierto que no logrará amedrentarme con amenazas de su familia. Además, lo que estoy haciendo es por su propio bien. Si desea que alguien resulte herido debido a su obstinado orgullo, entonces, usted tendrá que cargar con las culpas, no yo.

—Supongo que cuando hirió a mi hermano, también lo hizo por su propio bien.

Christopher soltó una breve risa.

—Su hermano sabe muy bien lo que sucedió. Pídale que se lo cuente. O puede preguntárselo a los testigos que asistieron al duelo. No necesito defenderme ante usted, ni ante ningún otro miembro de su familia.

—Y, desde luego, usted es el pobre inocente. Por mi bien, señor Seton, no puedo creer semejante cosa.

Los ojos de Christopher brillaron bajo la luz del fuego cuando esbozó una sonrisa.

—Nunca he dicho que fuera un inocente, cariño, pero tampoco soy un perverso villano.

—De ser así, yo no esperaría que lo admitiera —replicó ella con frialdad.

—Soy una persona bastante honesta. —La cautivante sonrisa regresó a sus labios y se tornó aún más amplia cuando ella lo miró con expresión incrédula—. Pero, claro, hay momentos en que es necesario ocultar la verdad.

—¿Está tratando de decirme que miente cada vez que se le antoja?

—No es eso en absoluto lo que intento decirle.

—Pues entonces, explíquemelo —lo instó ella, lanzándole una mirada helada.

—¿Por qué habría de hacerlo? —se mofó Christopher con una sonrisa en los labios—. De todos modos, no me creería. —Tiene usted razón. Jamás creería una sola palabra suya. —Entonces, le sugiero que trate de dormir. Pasaremos aquí toda la noche, y no veo razón para seguir molestándola con mis mentiras.

—¡Yo no me quedaré en este lugar! ¡No con usted! —Sacudió la cabeza con violencia—. ¡Nunca!

El la observó con una expresión medio reprobadora, medio sonriente.

—¿Acaso prefiere regresar a la tormenta?

Erienne se volvió, rehusándose a responder. No deseaba abandonar el confort de ese refugio, pero tampoco podía confiar en ese hombre. El solo verlo bastaba para prevenirla. Sólo le faltaba un arete en la oreja para convertirse en un pirata bravucón. La camisa blanca abierta hasta la cintura revelaba el firme, musculoso pecho con su ensortijado vello. Con sus hombros anchos y su cintura delgada, su sonrisa diabólica y su cabello oscuro, cayéndole húmedo sobre el rostro, podría haber representado al bucanero más apuesto.

—Puesto que se niega a responderme, debo dar por sentado que ha decidido quedarse. ¡Bien! —Su tono burlón se tornó más evidente cuando ella le lanzó una mirada fulminante—. Si cesa la lluvia durante la noche, veré si puedo llevarla a casa antes del amanecer. Dado que su padre se encuentra aún en Wirkinton y su hermano, probablemente, esté durmiendo otra de sus borracheras —se abstuvo de hacer cualquier comentario acerca de Molly—, nadie tiene por qué enterarse de que usted ha pasado la noche aquí, conmigo.

—¡Cómo se atreve usted a difamar a Farrell! —Unas chispas de indignación brillaron en los ojos de Erienne— ¡Cómo se atreve!

—No debe sentirse insultada, cariño —dijo él con una sonrisa—. No sería capaz de juzgarla a usted por los vicios de su hermano.

—¡Es usted un sinvergüenza! ¡Un verdadero sinvergüenza! ¡Farrell no sería así si usted no le hubiera disparado!

—¿De veras? —Christopher la miró con expresión incrédula—. Según los rumores que he oído, su hermano ya había tomado un mal camino antes de conocerme.

Recogió las ropas de Erienne y comenzó a extenderlas junto al fuego. Cualquier protesta por parte de la joven fue silenciada por sus movimientos, puesto que se le veía muy familiarizado con los intrincados detalles de las prendas. Avergonzada, ella se acurrucó en un ovillo y se cubrió con el redingote hasta el cuello. Transcurrió un largo rato antes de que lograra calmar su irritación. Permaneció inmóvil, exhausta, contemplando el chisporroteo de las llamas, hasta que los párpados comenzaron a pesarle y sus fuerzas la abandonaron, para dar paso a un profundo sueño.

Erienne se despertó sobresaltada con la molesta sospecha de que la estaban observando, y sintió un leve pánico al no poder reconocer los alrededores. Una vela bañaba el pequeño lugar con una tenue luz dorada, y el calor del fuego encendió sus mejillas.

Más allá de la luz, unas sombras oscilaban en un muro impenetrable de intensa oscuridad. Unos enormes tablones de madera rústica trazaban un dibujo desconocido sobre su cabeza, demasiado bajo y oscuro para formar parte de su propio dormitorio. Debajo de la áspera cobija que la cubría, sintió una tela húmeda adherida a su piel y, al pasarse la mano, recordó que se trataba de la enagua... la única prenda que Christopher Seton le había dejado, luego de despojarla del resto.

Todo le volvió a la memoria de repente, y se sentó boquiabierta, buscando al bellaco con los ojos. Lo encontró sentado con la espalda apoyada contra un poste, lo suficientemente cerca como para inquietarla. Los ojos verdes no dejaban de observarla y cuando bajaron ligeramente, ella les notó un significativo brillo, que le reveló su propio estado de semidesnudez. El redingote se le había deslizado hasta la cintura y, cuando bajó la mirada, advirtió con horror que ningún detalle de su pecho quedaba libre a la imaginación. Su pálida piel brillaba bajo la tenue luz del fuego y los delicados capullos rosados de sus senos presionaban contra la tela de la enagua. Anonadada, Erienne volvió a cubrirse con el abrigo.

—¿Cuánto tiempo ha estado usted allí, observándome mientras dormía? —le preguntó.

Una lenta sonrisa curvó los labios de Christopher. —Lo suficiente.

Ella no estaba de humor para juegos. —¿Lo suficiente para que.

Él la quemó con la mirada.

—Lo suficiente para llegar a la conclusión de que usted vale mucho más que cualquier deuda.

Erienne observó a Christopher sorprendida, sin percatarse de su propio aspecto, con el cabello desaliñado cayéndole sobre los hombros.

—Señor Seton, supongo que usted no me considerará una indemnización por una deuda impagada. Si es así, le diré que ha perdido una buena parte de razón.

—Si su padre logra lo que se propone, eso es exactamente en lo que se convertirá usted. Será comprada y vendida por una miseria.

—Yo no diría que dos mil libras son precisamente una miseria —se mofó ella—. Y, además, si no fuera por usted, yo no tendría que casarme. Al menos, no por una fortuna.

Christopher se encogió de hombros con naturalidad.

—Su padre no necesita buscar un esposo rico. Su compañía a cambio de dos mil libras es un trato justo para mí.

—¡Mi compañía! —Erienne rió cáusticamente—. Usted se refiere a la compra de una amante, ¿no es así?

—Sólo si usted lo desea, dulzura. Jamás he forzado a una dama.

-y sin duda, ha probado a muchas.

La sonrisa de Christopher fue tan serena como su voz. —Un caballero jamás revela sus secretos, cariño. Erienne sacudió la cabeza.

—Usted se valora demasiado.

—Mi madre hizo lo que pudo, pero yo también colaboré. —Su sonrisa se hizo aun más evidente—. Siempre he tratado de adaptarme a las circunstancias.

j-Quiere decir que ha logrado convertirse en un sinvergüenza por esfuerzo propio —dijo ella con firme convicción. —Sí, Erienne, pero nunca se aburrirá conmigo. Eso puedo jurárselo.

La calidez de esa voz masculina sofocó las mejillas de Erienne, quien, al pronunciar las siguientes palabras, habló con sumo cuidado y lentitud, como si estuviera instruyendo a un alumno retrasado.

—Señor Seton, le estaría inmensamente agradecida si me llamara señorita Fleming.

Él soltó una carcajada grave y profunda.

—Creo que, después de compartir una cama y de pasar la noche juntos, podríamos tratarnos con mayor intimidad, al menos cuando estamos solos. Ahora, mi amor, me agradaría que considerara las múltiples ventajas de las que podría gozar si me permitiera ser su pretendiente. No soy tan anciano como mis antecesores. Soy fuerte y honesto. Jamás he osado abusar de las mujeres. —Ignoró la leve burla de la joven—. Y poseo suficiente fortuna como para vestirla a usted elegantemente, de acuerdo con su belleza. En cuanto a mi aspecto... —se señaló a sí mismo con la mano—, usted misma puede apreciarlo.

—Tengo la clara sensación de que me está usted haciendo una propuesta comercial, señor Seton —afirmó Erienne, irritada. —Sólo estoy tratando de que aprecie usted mis valores, mi amor.

—No lo intente. Sería una pérdida de tiempo. Yo siempre lo odiaré.

—¿En serio, mi querida? —Enarcó las cejas con expresión interrogante—. ¿Acaso me odia más que a Silas Chambers? ¿O mas que a Smedley Goodfield, quizás?

Ella volvió el rostro, sin atreverse a responder la pregunta. Creo que no. —El se contestó a sí mismo—. Sospecho que preferiría que un verdadero hombre diera calor a su cama, en lugar de uno de esos tontos decrépitos con quienes su padre pretende desposarla. Ellos han dejado atrás su juventud y, aunque se esfuercen por cumplir con los deberes íntimos de un esposo, es bastante improbable que logren hacer algo más que babear con impotencia.

Las palabras de Christopher tiñeron de brillante tono rosado las mejillas de Erienne.

—¿Cómo se atreve a insultarme con sus estúpidas proposiciones, como si fuera usted un espléndido regalo para la feminidad? Tal como le dije, señor Seton, Preferiría casarme con un ogro, ¡antes de compartir una cama con usted!

Christopher expresó su respuesta con voz sumamente calma y, sin embargo, tuvo en Erienne un efecto tan desgarrador como los alaridos amenazadores de su padre.

—¿Desea que le demuestre cuán insinceros son sus insultos? Ella se levantó, envolviéndose desesperadamente con el redingote. De pronto, sintió terror de encontrarse a solas con ese hombre y de lo que él pudiera hacer si se proponía ultrajarla. Sin embargo, decidió que no le daría el placer de verla acobardada por sus amenazas.

—Es usted muy arrogante, señor, si cree que alguna vez me arrojaría yo a sus pies, cautivada por sus encantos. Christopher se incorporó con un rápido y ágil movimiento. Al ver esa sonrisa seductora y ese imponente pecho semidesnudo, Erienne se percató de la tontería que había cometido al desafiara ese hombre. Él no había hecho más que declarar que no era un caballero, capaz de lograr todo lo que se propusiera. Y bien podría proponerse poseerla.

Ella retrocedió, sujetándose el abrigo sobre los hombros, mientras Christopher avanzaba con pasos deliberadamente lentos y una sonrisa diabólica en los labios. Al acercarse, sus botas pisaron el dobladillo del redingote, deteniendo abruptamente el retroceso de la joven. Erienne luchó por liberarse, pero él continuó avanzando, hasta que ella soltó el redingote y corrió hacia el otro lado del establo, profiriendo un desgarrador alarido. El frágil muro no le ofreció ningún refugio para protegerse contra el avance de ese hombre, y miró a su alrededor en busca de un arma, pero no logró encontrar nada útil a mano.

¡Apártese de mi! —Echó una mirada salvaje en derredor y pronto descartó la idea de esquivarlo. Tal como lo había demostrado en anteriores ocasiones, Christopher era tan ágil como fuerte. Se detuvo frente a ella, y sus imponentes hombros masculinos limitaron el mundo dula joven a un espacio oscuro y reducido. Erienne lo golpeó con furia, pero al intentar apartarlo, sólo logró desprenderle la camisa. Él le apretó la cintura con sus poderosos dedos.

—Orgullosa y tonta —le dijo con un tono burlón, al tiempo que la quemaba con los ojos.

Erienne trató de apartarse, pero él la estrechó con fuerza contra sí. Al siguiente instante, los labios de Christopher se apoderaron de los de ella con un beso ardiente. Su boca, exigente, implacable, se retorció sobre la de la joven para saborear lentamente su dulzura. Erienne intentó volver el rostro, temerosa de que su voluntad y su odio se derrumbaran ante ese ataque sensual. Se sintió atrapada en un torbellino de pasión, con la cintura fuertemente sujeta por el poderoso brazo de aquel hombre y sus delicados senos apretados contra el musculoso pecho. Christopher le deslizó la mano por la cadera, para atraerla hacia sí, hasta que ella no pudo dejar de advertir la evidencia de su fogosa pasión.

Cuando la boca de él descendió por su cuello, Erienne percibió que sus sentidos se enardecían en una bola de fuego que seguía las seductoras caricias de esos labios masculinos. No podía respirar, ni liberarse de los besos húmedos, acalorados. Sacudió la cabeza lentamente para expresar una débil negativa, deseando que él se detuviera antes de que ella llegara a consumirse. Luego, la boca de Christopher se posó sobre sus pechos, y contuvo el aliento, al recibir una arrolladora ola de calor que le quemaba sus tensos pezones. Con su recato ultrajado, intentó apartarse, con la certeza de que desfallecería si no lograba detener a ese hombre. —Christopher... ¡no!

El soltó una breve risa y se apartó, dejándola en medio de una total confusión. Erienne se apoyó exhausta sobre la pared, tratando de recuperar el aliento. Se cubrió el pecho con las manos álo pudo mirarlo, como si ella, él y el mundo hubieran enloquecido. Ninguna tontería virginal podría borrar la maravillosa expresión de su rostro, ni apaciguar los caóticos latidos de su corazón.

—Conténtese con sus ancianos pretendientes, Erienne Flesi si es que puede. O afronte la verdad de lo que he dicho. Aturdida, Erienne observó como daba media vuelta y se dirigía hacia el potrillo, que había comenzado a resoplar nerviosamente. Se sentía muy confundida por sus propias emociones. Lo que acababa de aprender con respecto a Christopher Seton eran como un ratón royendo el interior de un muro: amenaza de un peligro venidero, pero imposible de detener en el presente.

Chtistopher salió del establo y, durante un largo rato, esperó en silencio. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, para captar el más leve murmullo y, entonces, llegó: un sonido suave, confuso a lo lejos, como una sombra atravesando la quietud de la noche o como un lento golpeteo de cascos de caballo, sólo que mucho más suave, como si...

Regresó corriendo al establo y comenzó a recoger las ropas que se encontraban tendidas junto a la fogata.

—Vístase. Tenemos que marcharnos. Se acercan unos jinetes, puede que sean unos cuantos, y los caballos tienen los cascos cubiertos. —Le arrojó la ropa a la joven—. Dudo de que algún hombre honesto salga a cabalgar a esta hora de la noche y de esa forma.

Erienne obedeció presurosa y se estaba atando las cintas del corsé, cuando Christopher se le acercó y le apartó las manos para completar él mismo la tarea.

—Esto es lo menos que puedo hacer, milady —le susurró al oído.

Erienne reprimió su cólera en silencio, y se colocó el vestido. —¿Está seguro de que oyó a alguien acercarse? Christopher la cubrió con el re dingote, sin darle tiempo para abrocharse el vestido, y la empujó hacia el caballo. —Si duda de mí, ¡quédese! Pronto lo averiguará.

Erienne aceptó la respuesta por el momento y se hizo a un lado, cuando él cogió el cubo p madera que había usado para dar de beber a su potrillo. Corrió hacia el fuego y lo extinguió; luego, echó tierra sobre las humeantes brasas hasta que quedaron totalmente apagadas y la oscuridad volvió a reinar en el destruido granero. Christopher cogió las riendas y arrojó las dos capas, su chaleco y su levita sobre la montura. Luego, sacó el potrillo del establo y lo condujo hacia un matorral que había a cierta distancia del camino. Erienne no se separó ni por un instante de la cola del animal, mientras se internaban en la tenebrosa oscuridad. Aguardaron en las sombras, hasta que el sonido amortiguado de cascos se acercó. Una voz grave gritó, y la banda se detuvo en medio del camino. Enseguida, un trío de jinetes dobló hacia el establo.

—Te digo que huelo a humo —insistió uno de los hombres en voz baja—. Y he cabalgado lo suficiente por este camino, como para saber que éste es el único lugar de donde puede provenir.

—Tu hombre ha desaparecido, y es inútil que lo busques en cada rincón o rendija. Has dejado que se te escapara de las manos, eso os lo que has hecho.

El jinete que había llevado la delantera se apeó del caballo, entró en el establo y se detuvo junto a la puerta para echar una mirada escudriñadora. Luego, regresó a montar su corcel.

—Si ha estado alguien, ya se ha marchado.

—Ahora, puedes descansar en paz, Timmy —gritó uno de los jinetes— Nadie se va abalanzar sobre ti en la oscuridad. —Cierra ya ese pico, desgraciado. Si he vivido todo este tiempo, ha sido por ser precavido, por eso.

—Regresemos con los otros —dijo el primer hombre—. Todavía nos queda un largo camino por delante.

Cuando los bandidos retornaron al camino, Erienne dejó escapar la respiración, que, hasta ese momento, había contenido inconscientemente. Agradeció que sus instintos la hubieran impulsado a seguir a Christopher, en lugar de permanecer en el granero. Mientras aguardaban que los jinetes se alejaran, se le ocurrió que podría haber quedado a la merced de esos pillos si Christopher Seton no se hubiera encontrado a su lado.

Cabalgaron hasta Mawbry, atravesando la neblina húmeda y grisácea que envolvía los páramos y las laderas rocosas. La bruma serpentea alrededor de añejos troncos de robles y cubría el zigzagueante camino, hasta hacerles creer estar nadando en un mar de densos vapores, apartado del mundo real.

Inquieta por la presencia del hombre que cabalgaba a sus espaldas, Erienne trató de sentarse erguida, pero el viaje era largo y se sentía agotada. El redingote le servía de abrigo y, a pesar de sus intentos por conservar la distancia, se encontró reclinándose repetidamente sobre él. Empero, no bien rozaba ese pecho ancho, musculoso, se incorporaba de inmediato y, una vez más, trataba de reforzar su débil estado de ánimo.

—Relájese, Erienne —la amonestó Christopher finalmente—. Pronto podrá deshacerse de mí.

Esas palabras trajeron a la memoria de Erienne la abrumadora sensación de pérdida que había experimentado al verlo marcharse de la casa o alejarse del patio trasero. El recuerdo del apasionado beso hizo el tormento aún más intolerable. Con otros hombres que sólo habían intentado robarle una mínima caricia, ella había experimentado una inmediata aversión. Pero con Christopher había sido diferente, y temía estar destinada a recordar ese ardoroso abrazo durante el resto de sus días.

La luz del amanecer comenzaba a filtrarse por entre la neblina cuando avistaron Mawbry. Christopher rodeó la pequeña aldea rumbo a la casa del alcalde y detuvo el animal frente a la puerta trasera. No se oía ningún ronquido desde la ventana abierta del cuarto de Farrell, y Erienne supo que su hermano aún no había regresado Se apeó del caballo ayudada por el brazo de Christopher y, una vez en el suelo, le arrojó el redingote, para luego alejarse presurosa, pero la pregunta de él la detuvo.

—¿No va a invitarme a pasar?

Erienne se volvió ofuscada y encontró, tal como había sospechado, la divertida y burlona sonrisa desafiándola. —¡Claro que no!

Christopher dejó escapar un suspiro de fingida desilusión. —¡Así es la gratitud una mujer veleidosa!

—¡Veleidosa! —exclamó ella—. ¿Se atreve a llamarme veleidosa? ¡Pues usted es un engreído... bufón! Es un... un... Christopher taloneó su potrillo y se alejó galopando ágilmente por el sendero, dejando atrás sus estruendosas risotadas. Erienne estampó el pie contra el suelo y lo observó enfurecida, mascullando tenebrosas amenazas entre dientes. Nunca había conocido a un hombre que se deleitara tanto en fastidiarla, y se sentía muy lastimada por su rotunda derrota frente a él.

Avery regresó a media tarde y Erienne, al verle llegar por el sendero con pasos largos e irritados, se retorció las manos con preocupación. Farrell aún no había vuelto a casa y, afortunadamente, no podía relatar nada del retorno de su hermana. Aun así, ella había aguardado ansiosa durante todo el día, temerosa de la posible reacción de su padre. Esbozó una sonrisa falsa cuando lo vio atravesar la entrada y cerrar violentamente la puerta detrás de él. Al ver a su hija en la sala, Avery le echó una mirada colérica, al tiempo que se quitaba la chaqueta.

—Conque ya estás en casa, ¿eh? Y yo, preocupado durante todo el trayecto, pensando que algún sinvergüenza te había llevado a su guarida.

Erienne no se atrevió a revelar cuán cercana a la verdad era la suposición de su padre. Desde su partida, Christopher se había apoderado de sus pensamientos y hubiera recibido con agrado la bendición de olvidarlo.

—Diablos, niña. No entiendo qué te sucede. Despotricas contra Smedley Goodfield porque te manosea, cuando sabes muy bien que tiene todo el derecho de hacerlo si vas a ser su esposa.

La joven experimentó una inmediata sensación de repugnancia.

—Esa es precisamente la razón por la que me marché. No podía tolerar la sola idea de casarme con ese hombre. —¡Aaah! —Avery la miró con los ojos entornados—. Conque tienes tus pretensiones, ¿eh? Ese canalla de Seton te manosea y tú no dices ni una sola palabra. Pero viene un buen hombre

Con intenciones de casarse, y armas un escándalo porque te puso las manos encima. Deja ya de volar con tus fantasías y entiende que Christopher Seton no tiene intenciones de desposarte. —Soltó una risita burlona—. Eso sí, él estaría muy dispuesto a tender su imponente cuerpo sobre el tuyo para gozar de un momento de placer Por supuesto, si resulta que quedas embarazada puedes estar segura de que te abandonará con un pequeño en el vientre y ningún esposo en el brazo.

Erienne se ruborizó ante la crudeza de esas palabras. Incapaz de afrontar la expresión desdeñosa de su padre, se volvió para decir en voz baja:

—No te preocupes por el señor Seton. El es el último hombre al que elegiría

Ella misma percibió una nota de insinceridad cuando repitió esa afirmación.

—¡Ja! —se mofó Avery incrédulamente—. ¡El primero, quizá! ¡Pero no el último! Apuesto a que el viejo Smedley estará al menos, uno o dos lugares por debajo de tu elegante señor Seton.