CAPITULO 10

UN grito impaciente respondió a la insistente llamada de lord Saxton a la puerta de la casa del alcalde. Luego de un breve sonido de pisadas tambaleantes, el portal se abrió para descubrir a un desaliñado Farrell. El muchacho tenía la mirada abatida y obviamente no se sentía muy bien. Su rostro estaba pálido y unas pequeñas bolsas rojizas enmarcaban sus ojos. Al levantar la mirada, observó sorprendido a la figura negra y, por un instante, pareció olvidar su malestar.

—Tengo algo que discutir con el alcalde —anunció lord Saxton con brusquedad—. ¿Se encuentra él en casa?

Farrell asintió y se apartó de la puerta para permitir la entrada de la aborrecible criatura en la casa. Al ver el landó aparcado en la calle, el muchacho señaló al cochero con un gesto vacilante.

—Quizá su hombre quiera pasar y esperar junto al fuego de la cocina. Es un día espantoso para estar fuera.

—Mi estancia aquí será muy breve —respondió lord Saxton—. Y Bundy parece preferir el frío.

—Llamaré a mi padre —se ofreció el muchacho—. Está tratando de cocinar algo para comer. Creo que mi padre empieza a valorar las cualidades de Erienne.

Una estrepitosa carcajada provino de la máscara. —Demasiado tarde para eso.

Los músculos de las mejillas de Farrell se tensaron, y el muchacho se frotó el brazo inválido.

—Supongo que ahora que usted la ha comprado, ya no la veremos nunca más.

—Eso depende enteramente de mi esposa. Farrell miró la máscara con expresión desafiante. —¿Quiere decir que nos permitirá verla?

—No hay cadenas en las puertas de Saxton Hall. El muchacho soltó una risita irónica.

—Bueno, debe de haber alguna razón por la cual mi hermana aún no se ha escapado. Lo hizo cuando vivía aquí. Y usted no es precisamente... —tragó saliva cuando se percató del insulto que estaba a punto de articular— ...quiero decir...

—Vaya a buscar a su padre —le ordenó lord Saxton de manera tajante. Luego, arrastró su pesado pie hacia la sala y se acomodó en la silla que había junto a la chimenea. Con una mano apoyada sobre el puño del bastón, echó una mirada a su alrededor y advirtió que la casa se encontraba en un lamentable estado. Había ropas diseminadas por todas partes y un montón de platos apilados sobre la mesa. Era evidente que los dos hombres que ocupaban la cabaña no sólo carecían de las aptitudes de Erienne para la cocina, sino también de las prolijas costumbres de la muchacha.

Avery titubeó antes de entrar en la sala, tratando de adoptar una expresión en el rostro que no revelara el temor que le inspiraba su hijo político.

—Ahhh, milord —lo saludó con fingido entusiasmo cuando entró en la habitación—. Veo que se ha decidido a visitarnos. —¡No precisamente! —La frase fue brusca.

El alcalde observó al otro hombre confundido, sin saber cómo reaccionar.

—Supongo que ha venido aquí para quejarse de mi niña. —Alzó una mano para declarar su inocencia—. Cualquier cosa que la muchacha haya hecho, no ha sido culpa mía. Su madre es la responsable. La dama no hizo más que llenar la cabeza de la mocosa con basura, eso es lo que hizo. Todos esos estudios de letras y números... no es bueno para una niña saber esa porquería.

Lord Saxton habló con un tono tan helado como el viento del norte.

—Usted la vendió a un precio demasiado bajo, alcalde. La suma de cinco mil libras no es más que una mínima parte de lo que yo pensaba pagar. —Soltó una breve risa que no reveló ni una leve nota de humor—. Pero se trata de su pérdida, señor. El asunto está zanjado, y yo obtuve lo que deseaba.

Avery se dejó caer lentamente sobre el sillón que tenía a su lado y cerró su boca entreabierta por el asombro.

—¿Quiere decir... que hubiera estado dispuesto... a pagar más por la mocosa?

—Fácilmente hubiese doblado la oferta.

El alcalde lanzó una mirada en derredor, sintiéndose repentinamente desgraciado.

—Pues... yo habría sido un hombre rico.

—Yo no me sentiría muy mal si fuera usted. Probablemente, la fortuna no le hubiera durado mucho tiempo.

Avery miró al otro hombre atentamente, incapaz de comprender el insulto con claridad.

—Si no era su intención fastidiarme con quejas, entonces, ¿para qué ha venido?

—He pensado que le interesaría saber que Erienne está bien. —Ah... bien, ella siempre ha sabido cuidarse. Nunca me preocupo demasiado por la niña. Es fuerte... y testaruda.

La mano enguantada se aferró con fuerza a la empuñadura del bastón durante un largo momento, hasta que lord Saxton optó por responder.

—No es común que un padre demuestre tanta confianza en su hija. —Dejó escapar una breve, irónica risita—. Cualquiera podría confundirse e interpretarlo como una falta de interés.

—¿Eh? —Avery quedó momentáneamente aturdido.

—No tiene importancia. —Lord Saxton se puso en pie —Debo marcharme ahora. Tengo que atender unos asuntos en York.

—Ah... señor-comenzó a decir el alcalde y se aclaró la garganta—. Me preguntaba si, tal vez, dado que usted es el esposo de mi hija, le sería posible disponer de unas pocas libras para la pobre familia de la niña. El muchacho y yo no hemos tenido mucha suerte últimamente, y apenas si nos quedan algunas monedas. Tuvimos que vender al viejo Sócrates... y, puesto que usted afirmó que estaba dispuesto a pagar más...

—He fijado una pensión para su hija el caballero con tono brusco—. Si ella desea ayudarlos, puede hacerlo, pero yo no les daré nada sin el consentimiento de mi esposa.

—¿Permite usted que una mujer lleve sus asuntos? —preguntó Avery, sorprendido.

—La familia de mi esposa no es asunto mío —respondió lord Saxton con rudeza.

—Ella se ha vuelto muy mezquina conmigo desde que la vendí.

—Eso, alcalde, es problema suyo, no mío.

Lord Saxton llevaba ya cuatro días de ausencia, aun cuando se había mantenido atareada con las obligaciones' inherentes a su posición en la mansión, Erienne se sentía cada vez más inquieta entre los inmensos muros de piedra. Recordó lo que le había dicho su esposo acerca de montar la yegua del establo cada vez que ella lo deseara. Decidió tomar la palabra del hombre y se vistió con la ropa adecuada para cabalgar, para luego presentarse ante Keats.

Desde su llegada a Saxton Hall, la joven no se había acercado a los establos, aunque la idea de la huida había vagado insistentemente por su mente. El avasallador terror de que él le diera alcance para Luego tener que enfrentarse a la ira del hombre había sofocado tales pensamientos. El único lugar donde ella podría encontrar seguridad era junto a Christopher Seton, pero su orgullo jamás le permitiría rendirse ante él. Si el yanqui en verdad hubiera estado tan interesado en la joven como' había afirmado, entonces, al menos, podría haber elevado alguna queja acerca de la subasta. En cambio, él había aceptado de inmediato el pago de sus deudas, sin expresar ninguna objeción al ver que otro hombre se la llevaba. Cuando Erienne lo había visto por última vez, Christopher le había parecido muy satisfecho con su libertad, y si ella ahora corría hacia él, dispuesta a complacerlo en todas sus demandas, entonces, sólo estaría alimentando su vanidad. Estaba segura de que una relación con ese hombre podría resultar muy excitante, pero algún día tendría que afrontar la realidad de que él sólo intentaba usarla por un tiempo. Todo terminaría en cuanto él se sintiera atraído por otra mujer. Era mejor para Erienne protegerse contra tanto pesar, antes de enamorarse locamente de ese hombre.

Al entrar en el establo, la joven vio a un muchacho de unos quince años que, afanosamente, limpiaba una de las caballerizas. El se irguió al oír el ruido de la puerta, y sus ojos se agrandaron cuando divisó a la dama.

El muchacho corrió al encuentro de su ama, y se quitó el sombrero cuando se detuvo frente a ella. Inclinó la cabeza varias veces en lo que pareció una vacilante reverencia, y la mueca que curvó sus labios hizo sonreír a Erienne.

—¿Tú eres Keats? —preguntó ella.

—Sí, señora —respondió él, al tiempo que efectuaba una nueva reverencia.

—Creo que no nos conocemos. Yo soy...

—Oh, yo sé quién es usted, señora. La he visto yendo y viniendo, y... le ruego me disculpe, señora... pero tendría que ser ciego para no notar a una ama tan hermosa como usted. Erienne rió.

—Bueno, muchas gracias, Keats.

El muchacho se ruborizó y, algo aturdido ante su propia desfachatez, señaló una yegua negra con patas blancas que se encontraba en una caballeriza cercana.

—El amo dijo que probablemente usted vendría a buscar a Morgana. ¿Desea que se la ensille, señora?

—Me encantaría.

El muchacho amplió aún más su sonrisa y se volvió de manera jovial. Sacó la yegua de la caballeriza y la condujo ante Erienne para que ella la inspeccionara. El animal parecía tranquilo, amigable y con un porte que hubiera hecho marchitar a Sócrates de vergüenza. Era negra y sedosa, con crin y cola muy largas. Erienne acarició el oscuro cuello del caballo.

—Es bellísima.

—Así es, señora, y es suya. Eso dijo el amo.

La joven quedó sin habla. Nunca antes había poseído un caballo y, ciertamente, jamás había imaginado que podría ser la dueña de un animal con la belleza de Morgana. El regalo la complació y confirmó aún más la generosidad de su esposo. Aunque ella no había cumplido sus promesas, los presentes continuaban afluyendo. Cualquiera que fuera la profundidad de sus cicatrices, ese hombre parecía estar muy por encima de Smedley Goodfield y todo el ejército de pretendientes, que hubieran revelado su avaricia ante el mínimo rechazo de la joven.

—¿Desea que la acompañe, señora? —preguntó Keats, una vez ensillada la yegua.

—No, no es necesario. No tardaré demasiado, y pienso mantenerme cerca de la mansión.

Keats juntó las manos para recibir el esbelto pie de su ama, se sorprendió ante la agilidad de la joven cuando fue impulsada hacia la montura. De hecho, le pareció que apenas una pluma le había rozado brevemente las manos. Cuando Erienne se alejó, el muchacho permaneció junto a la puerta del establo, para asegurarse de que ella no tendría problemas; y luego, regresó a sus tareas, silbando una alegre melodía. Él ya había llegado a la conclusión de que el amo tenía tanto talento para la elección de una esposa, como para la selección de caballos. Cada uno de ellos era una exquisita pieza digna de admiración.

Erienne deliberadamente evitó los escombros del ala este, puesto que le recordaban la inexpresiva máscara de su marido y su propia incapacidad para adaptarse a su condición de esposa.

El aire helado le azotaba el rostro al cabalgar velozmente por los páramos; sin embargo, le resultaba vigorizante; y aspiró su frescura. La yegua era ágil y dócil, y la joven sintió que la tensión que la hala encadenado en las últimas dos semanas comenzaba a esfumarse.

Alrededor de una hora más tarde, se encontraba en un valle de la mansión, en un claro rodeado de árboles. Había aminorado el paso del caballo, cuando el distante ladrido de unos perros atrajo su atención. El corazón de Erienne comenzó a latir con violencia cuando el recuerdo de unos afilados colmillos le atravesó la mente. De pronto, tuvo un terrible presentimiento y, aunque podía ver la mansión detrás de una colina a sus espaldas, la casa se hallaba demasiado lejos como para proporcionarle la reconfortante idea de una segura protección.

Tuvo que luchar contra el pánico cuando condujo a la yegua de regreso por el sendero que atravesaba el valle. Los temores de la joven comenzaron a desvanecerse cuando se acercó al pequeño bosque. En pocos instantes, pensó, podría hallar refugio en la mansión, y se sintió más relajada, sin percatarse de los ojos que la observaban desde los árboles.

Timmy Sears taloneó su caballo, que se echó a correr desde los árboles hacia el sendero donde cabalgaba Erienne, que, al verlo, lanzó una exclamación de horror. La yegua, saltó ante tan inesperado encuentro, y la joven tuvo que luchar para mantener el equilibrio sobre la montura. Sears extendió su gigantesca mano para apoderarse de las riendas de la muchacha, pero ella, irritada por la osadía del pelirrojo, le azotó la muñeca con su fusta.

—¡Aléjese de mí, patán! —Hizo girar a la yegua, hasta que las riendas quedaron fuera del alcance de Timmy, y luego lanzó al hombre una mirada fulminante—. Los cazadores furtivos y sus asquerosos sabuesos no son bienvenidos en estas tierras. ¡Fuera de aquí!

Timmy se lamió la mano lastimada y traspasó a la joven con los ojos.

—Para ser una mujerzuela vendida en una subasta, te has vuelto muy arrogante desde que te has casado con su señoría. —Cualquiera que haya sido mi situación, Timothy Sears replicó ella—, siempre he tenido más clase que usted. Tiene usted la costumbre de pisotear despiadadamente a la gente, y ha transgredido los límites de las tierras de mi esposo con demasiada frecuencia.

—Esta vez, no sólo me meteré en sus tierras, milady.

Un escalofrío de terror trepó por la columna de Erienne, mientras que un nudo helado se atascó en la boca de su estómago. Había oído suficientes historias acerca de Timmy Sears como para saber que se hallaba frente a un peligroso, indómito bribón. Impulsada por un instinto de conservación, hizo girar a la yegua. Timmy estaba preparado para eso. Taloneó su caballo y alcanzó a la joven, antes de que ella pudiera escapar. Se aferró a la brida de la yegua para impedirle avanzar, pero Erienne aún conservaba la fusta en la mano y, encarnizadamente, azotó el brazo y rostro del pelirrojo.

Timmy lanzó una maldición y giró el brazo con violencia, asestando un fuerte golpe en los hombros de la joven. Erienne quedó sin aliento, pero luchó por mantenerse en la montura a pesar de los brincos de la yegua. Sears extendió los brazos para tomar a la joven y le desgarró la manga al tratar de empujarla fuera del caballo.

Erienne volvió a blandir el látigo, esta vez con más furia que terror. Estaba resuelta a no dejarse vencer por ese tosco sujeto. La fusta alcanzó la mejilla del pelirrojo, y luego la joven golpeó el flanco de su yegua, haciéndola retroceder. Timmy casi se cae del caballo, antes de que la brida de Morgana se desprendiera de su gigantesca mano. Erienne clavó los talones a ambos costados de su yegua, y ésta echó a correr a toda velocidad.

—¡Perra! —rugió Sears, mientras perseguía a la joven—. ¡Me las pagarás!

De pronto, un disparo llenó el aire con el estruendoso sonido de una explosión. Asustada, Erienne se agachó en la montura, creyendo que Timmy le estaba disparando.

Entonces, por el rabillo del ojo, Erienne vio a otro jinete cabalgando desde los árboles hacia el claro, y reconoció a Bundy. El hombre estaba cargando su mosquete, al tiempo que se le acercaba.

—¡Ven aquí, bastardo! —gritó—. ¡Acércate y déjame llenarte el pellejo de plomo!

Timmy Sears vio al hombre maniobrar el cargador de su arma y supo que estaba listo para volver a disparar. El pelirrojo no se detuvo un sólo instante. Se inclinó sobre la montura y azotó los flancos de su caballo con el sombrero, en un frenético esfuerzo por eludir el tiro que, sabía, no tardaría en llegar. Otra fuerte explosión atravesó el aire, y Timmy se sintió aliviado al escuchar, una fracción de segundo más tarde, el eco del ensordecedor estampido. Cacareó con regocijo al oír el bramido de una violenta maldición detrás de sí, pero, sabiendo que el otro no tardaría en recargar su arma, se lanzó a la carrera, sin siquiera volverse para descargar un escarnio. Ya tendría otra oportunidad de deleitarse con la mujerzuela, y entonces sí, la muchacha pagaría esto con creces.

Erienne se volvió para observar la huida de Timmy Sears. Lo último que vio de él fueron los faldones de la chaqueta volando sobre la cima de una colina. La joven exhaló un profundo suspiro de alivio.

Bundy detuvo su caballo junto a ella y le preguntó con ansiedad:

—¿Está usted bien, señora? ¿La lastimó ese pillo?

La muchacha había comenzado a temblar como una reacción nerviosa y apenas pudo asentir con la cabeza.

—Ese Timmy Sears es un perverso —declaró él, mirando hacia la colina por donde había desaparecido el pelirrojo. Luego, dejó escapar un suspiro de desaliento—. Su señoría no hubiera fallado.

Erienne fue incapaz de articular una pregunta con sus labios temblorosos.

—Es una suerte que el amo y yo hayamos regresado justo a tiempo, señora.

j-¿Ha regresado lord Saxton? —logró por fin balbucear la oven.

—Sí, y cuando advirtió que usted no estaba, me mandó a buscarla. No le gustará cuando le cuente lo que ha sucedido. No le gustará en absoluto.