25

WULFGAR recorrió nuevamente las colmas con su mirada y fue como si oyera voces en el fondo de su mente. Inclinó la cabeza para escuchar mejor, y las palabras surgieron claramente. ¡Ragnor! ¡Aislinn! ¡Bryce! ¡Darkenwald! Los nombres salieron juntos y él supo súbitamente dónde se encontraba Ragnor.

El caballo resopló sorprendido cuando él sacudió las riendas haciéndolo dar la vuelta. Le gritó a Bolsgar.

—Quédate aquí y ocúpate de que estos hombres sean sepultados. Lucharon valientemente. Milbourne, quédate con él y retén a diez aquí para cavar. El resto de quienes puedan cabalgar, venid conmigo.

Sweyn, Gowain y quince o más jinetes, algunos de ellos heridos, montaron. Todos estaban ansiosos. Cabalgaron deprisa, sin dar descanso a sus monturas, hasta que entraron en el patio y detuvieron sus caballos frente a la casa. Wulfgar notó rápidamente que de la torre no había salido ningún grito para anunciar su arribo, y que Aislinn no estaba esperándolo. Rechazó sus peores temores, saltó de su silla y le entregó las riendas a Sweyn. Entró corriendo a la casa y la escena que encontró estuvo lejos de lo que él esperaba.

A Wulfgar se le heló la sangre cuando vio los daños. El salón principal estaba en completo desorden y el vigía yacía muerto en la puerta de la torre. Beaufonte estaba tendido en un charco de sangre, mirando al techo con sus ojos que no veían. Sentado en una silla, donde Haylan le atendía cuidadosamente una herida que le corría por el costado de la cabeza hasta el mentón, estaba Kerwick. Todavía empuñaba en la mano el puño quebrado de una espada antigua. Un desconocido yacía cerca de la cima de la escalera con la otra parte de la espada clavada en la barriga. Miderd se retorcía las manos y Maida gemía, agazapada, en un rincón oscuro.

—¡Fue Gwyneth! —medio gritó Haylan—. Esa perra, Gwyneth, les abrió la puerta. Y ahora se ha marchado con ellos. —Un sollozo de ira la estremeció.— Se llevaron a lady Aislinn y a Bryce.

Wulfgar se mostró calmo, hasta tranquilo. Pero su piel se puso pálida y sus ojos adquirieron un tono de acero pulido. Hasta Maida, acurrucada junto a la cuna vacía, vio la muerte en esa mirada.

Haylan siguió hablando, medio gritando y medio sollozando.

—Se llevaron al niño y yo les oí decir que lo matarían si ella les causaba algún problema.

La voz de Wulfgar sonó suave, casi amable cuando habló.

—¿Quién, Haylan? ¿Quién fue el que habló?

Ella lo miró un momento sorprendida y después respondió.

—El que vino con el rey. Ragnor. Estaba con otro caballero y con cuatro soldados. Beaufonte mató a uno antes que lo mataran y el otro fue muerto por la espada de Kerwick. Los demás se llevaron a lady Aislinn y al niño y huyeron.

Haylan se volvió y aplicó cuidadosamente un paño limpio sobre la herida de Kerwick. Mientras tanto, Maida se mecía sobre los talones, gemía y se mesaba los cabellos junto a la cuna. Wulfgar se acercó a Haylan y miró a su herido administrador.

—¿Kerwick?

El joven abrió los ojos y sonrió débilmente.

—Lo intenté, milord, pero ellos eran demasiados. Lo intenté...

—Tranquilízate, Kerwick —murmuró Wulfgar y le apoyó una mano en el hombro—. Has sido castigado dos veces por defender a milady.

Sweyn irrumpió blandiendo su hacha y con una mueca feroz en la cara.

—Mataron al muchacho del establo. Un muchachito desarmado. Le rebanaron la garganta.

Sus ojos se agrandaron cuando vio a Beaufonte, murmuró un juramento y se sintió estremecido de furia. Wulfgar apretó la mandíbula y miró nuevamente a su caballero muerto, pero no dio respiro a Sweyn y emitió sus órdenes con un gruñido.

—Alimenta y frota a mi caballo y al tuyo. —Después de pensar un instante, agregó:— Para la cabalgata, no llevaremos armaduras ni impedimenta. Tenemos que viajar deprisa, livianos.

El vikingo asintió, giró sobre sus talones y se marchó. Wulfgar se volvió hacia Miderd.

—Ve a la despensa —le ordenó—. Corta tiras largas de venado seco. Trae dos sacos pequeños de comida y dos pellejos de agua.

Antes que ella pudiera moverse, él subió la escalera hasta su habitación. Cuando regresó momentos después, no llevaba cota de mallas ni yelmo sino una blanda túnica de piel de ciervo, más un grueso justillo de piel de lobo sostenido por un cinturón del que colgaba su espadón y una daga bien filosa. Sobre sus botas de piel de ciervo, llevaba polainas de lobo, con correas al estilo vikingo. Pasó junto a Haylan y Kerwick, se sentó y después de un momento habló con voz grave y dura.

—Esta es una cosa que yo he demorado demasiado y ahora me golpea dolorosamente. Hasta mi regreso, Kerwick, cuida de esta casa. Bolsgar y mis caballeros te ayudarán.

Miderd se acercó con los alimentos pedidos, que él tomó. Sin decir nada más, se marchó apresuradamente. En los establos, dividió las provisiones con Sweyn y asintió con aprobación al ver que el vikingo estaba vestido como él y que había incluido un buen saco de cebada para cada caballo. Los dos montaron y pronto se perdieron de vista.

Bolsgar había terminado su labor y el campo de batalla quedó en paz. Las tumbas fueron marcadas y él dejó unos veinte caballos, cargados de botín, en los establos y fue corriendo a la casa, donde encontró a Kerwick sentado a la mesa, todavía pálido y demacrado. Haylan estaba atando un vendaje alrededor de su cabeza. Después se le sentó al lado y le tomó una mano.

El anciano sajón escuchó el relato de Kerwick y su rostro se ensombreció de cólera y vergüenza.

—Gwyneth ha sido engendrada por mí y yo tengo que poner fin a esto —murmuró, a medias para sí mismo—. Wulfgar puede perdonar a su hermana, pero yo no. Lo seguiré, y si él vacilara, yo me ocuparé de poner fin a su vida de traidora.

Fue tristemente a su habitación y regresó poco después. Sólo eligió un saco de sal y un fuerte arco para añadir a su espada. Poco después, él también se marchó a Darkenwald.

Ragnor cabalgaba como si Satanás fuera pisándole los talones y se enfurecía con cada demora.. Aislinn luchaba por sostener a Bryce. Sostenerlo quieto en sus brazos y guiar al mismo tiempo a la yegua era una dura prueba para su habilidad. Se quejó amargamente cuando Ragnor castigó a su montura para hacerla galopar, pero supo que él, en su furia, no vacilaría en valerse de su espada si ella le daba motivos.

Siguieron avanzando, dieron un rodeo para evitar a Londres y a posibles patrullas normandas y descansaron sólo unas pocas horas cuando llegó la noche. Se levantaron con las primeras luces, comieron apresuradamente carne fría y un potaje helado y volvieron a montar. Aunque ello le daba poco respiro para descansar, Aislinn se alegró por la brevedad de las detenciones. Los ojos de Ragnor se posaban en ella cada vez más hambrientos y ella conocía los pensamientos de él. De noche no podía escapar a su mirada, aunque Gwyneth se mantenía muy cerca, y al amanecer, cuando ella alimentaba al niño, él siempre encontraba pretextos para acercársele.

Bryce dormía la mayor parte del tiempo en brazos de ella, permitiéndole descansar de a ratos, pero cuando despertaba, lloraba con renovado vigor por esta obligada inactividad. Ragnor se mostraba más salvaje con cada hora que pasaba y hasta Gwyneth, quien había cabalgado en silencio estos muchos kilómetros, empezó a sentir los dardos de la lengua de él. Aislinn se hacía preguntas acerca del hombre. Él podía tener éxito en su plan de llegar a las colinas del norte y llevar allí una vida dura en las tierras desoladas, robando a otros para vivir o uniéndose al príncipe Edgar y sus partidarios, pero todavía estaría Wulfgar.

Con el nombre de él en su mente, los ojos se le llenaron de lagrimas. Sólo le quedaba esperar que él pudiera salvarla o rescatarla. Ciertamente, sólo podía esperar que Bolsgar hubiese podido llegar a tiempo para advertirle de la trampa que le habían preparado, y que él siguiera con vida. No podía tolerar la forma en que Ragnor se jactaba de las trampas que había preparado para Wulfgar y sentía un miedo profundo pensando que su marido podía haber muerto.

El sol subió y el camino se puso polvoriento. Bryce despertó y comió nervioso, después lloriqueó cuando su madre no lo acostó para que hiciera una siesta.

Ragnor se volvió en su silla.

—¡Que ese bastardo cese de lloriquear! —gritó.

Aislinn acunó y cantó suavemente a su hijo en sus brazos, hasta que el niño por fin se calmó y se dispuso a hacer su siesta. Habían dejado las tierras bajas de los ríos y entrado en las colmas onduladas, cubiertas de brezos. Pasaron por las ruinas de una pequeña aldea de cabañas derruidas y sin techos. Cuando trotaban lentamente a través de lo que debía de haber sido una plaza, una vieja esquelética salió de las sombras. Había perdido un ojo y el brazo derecho le colgaba paralizado e inútil, mientras con la mano izquierda sostenía un rústico tazón de madera que tendió hacia Ragnor.

—¿Un cobre, vuestra señoría? —dijo la mujer, con una sonrisa crispada—. Un cobre para una pobre vieja...

Ragnor le lanzo un puntapié y ella lo eludió, con sorprendente agilidad para su aspecto famélico. Aislinn se detuvo y la vieja renovó sus pedidos.

—Un cobre, un bocado, vuestra señoría.

Compadecida, Aislinn le arrojó los restos de un trozo reseco de pan, comprendiendo que al hacerlo estaba privándose de comida para ella. Ragnor hizo una mueca burlona y le ordenó que siguiera avanzando. Pero súbitamente, en el borde de la plaza, se detuvo, desenvainó su espada y se volvió hacia Aislinn.

—Ese crío está demorándonos y yo no tengo necesidad de dos rehenes.

Aislinn estrechó con fuerza a Bryce y habló con la determinación de una madre.

—Os lo he advertido, Ragnor. Para matarlo, tendríais que matarme primero a mí y entonces, cuando llegue Wulfgar, no tendrías ningún rehén.

Su mano salió de abajo de la capa de lana, aferrando desesperadamente la pequeña daga. Los otros hombres se apartaron y Ragnor maldijo su estupidez de no haberle quitado antes el arma. Vachel apoyó el brazo en el arzón de su silla y sonrió.

—¿Qué dices, primo? ¿Dejarás que la zorra orgullosa se quite la vida?

Gwyneth conocía mejor a Aislinn y al ver una oportunidad, azuzó a su montura hasta hacerla chocar con la de Aislinn, y le arrebató la daga cuando la otra trató de mantener el equilibrio y aferró temerosa a su hijo. Recobrado el control de su cabalgadura, Aislinn volvió sus ojos furiosos hacia la hermana de Wulfgar.

—¡Traidora! —siseó—. Siempre traidora. Pobre Gwyneth.

Ragnor rió y envainó su espada.

—Ah, paloma mía, ¿nunca te rindes? Yo puedo matar a quien se me dé la gana y tú nada podrías cambiar de eso. Pero he dado mi palabra y a menos que me obligues, no tengo intención de hacer daño al crío. En cambio, lo dejaré con esa vieja y le daré a ella dinero y comida por sus molestias.

—¡No! —exclamó Aislinn—. ¡No podéis hacer eso!

—En aquel bosquecillo hay cabras —dijo él—. A la vieja no le faltará leche. Y si como tú dices, Wulfgar, Sweyn u otros nos siguen, seguramente encontrarán al niño y lo llevarán a su casa.

Aislinn encontró cierta esperanza en esta última afirmación y comprendió que así tendría más posibilidad de escapar, sin la carga del niño. Finalmente, con un profundo sollozo y las lágrimas cayéndole por la cara, entregó su hijo a Gwyneth, quien tomó al crío y lo llevó adonde la vieja estaba, en cuclillas, masticando su trozo de pan. Bryce empezó a gritar con fuerza sorprendente para un ser tan pequeño y aún desde lejos, Gwyneth pareció contenta de dejarlo en brazos de la vieja mendiga. Se la vio reír y regatear, después contó unas monedas, entregó un pequeño odre de vino y una porción de sus provisiones. Volvió a montar y regresó deprisa, mientras la anciana los miraba intrigada.

Ahora el viaje se hizo más rápido. Ragnor exigía a su pandilla como nunca lo había hecho. Pronto los caballos empezaron a resollar y jadear. Se detuvieron en un lugar sombreado, quitaron las sillas a los caballos cansados y las pusieron sobre los de refresco, que Ragnor había tomado de los establos de Wulfgar.

Mientras descansaban, Ragnor y Gwyneth se apartaron un poco y se los pudo ver riendo y hablando, como si estuvieran intercambiando bromas. Cuando los nuevos caballos estuvieron listos y ensillados, Aislinn montó otra vez y observó, con ojos tristes, cómo su yegua rucia moteada era dejada en libertad y se alejaba al trote lento. Ragnor se le acercó a caballo y con una extraña sonrisa, le quitó las riendas de las manos.

—Yo conduciré, paloma mía, por si se te ocurre emprender el regreso sin avisarme.

Partieron lentamente. Gwyneth, Vachel y los otros hombres quedaron más adelantados. Después de unos momentos, él rió en alta voz y se puso a la par de Aislinn.

—Parece que Gwyneth nos ha hecho un bien a los dos —dijo, con una risita. Aislinn lo miró intrigada y él explicó:— Convenció a la vieja de que pronto necesitará a alguien que mendigue para ella y que un muchachito bien entrenado podrá serle de gran ayuda.

Aislinn ahogó una exclamación y sintió un vacío helado en el estómago, pero Ragnor continuó:

—Y antes de dejarla, Gwyneth advirtió a la vieja contra un malvado caballero normando que posiblemente venga en busca del crío.

Rió con ganas y antes que Aislinn pudiera recobrarse, espoleó a su caballo, arrastrándola en pos de él. Ella se aferró a la silla para no caer y cuando estuvieron cerca de los otros, él gritó por encima de su hombro:

—No pienses en saltar, Aislinn. Seguramente te romperías un hueso, y si eso no llegara a suceder, yo te ataría a la silla y eso, paloma mía, sería un poco injurioso para tu dignidad.

Aislinn nada dijo y con los ojos bajos, llenos de temor, vio cómo los cascos de su caballo seguían devorando la distancia que la alejaba cada vez más de Bryce.

Esa noche apenas pudo pasar bocado. La amarraron a un árbol de las muñecas y pronto se hundió en un estupor causado por la fatiga.

Wulfgar y Sweyn cabalgaban lado a lado. Los dos grandes caballos, sin el peso de armaduras y cadenas, galopaban resueltamente. No hablaban salvo en caso de absoluta necesidad, para hacer breves preguntas en aldeas y granjas, y así seguían la huella de los fugitivos. Un observador hubiera podido pensar que la gran hacha jamás abandonaba la mano del nórdico y que el puño del espadón era acariciado constantemente por el caballero normando.

Había en los dos una mortal determinación y una fuerza de voluntad que no hubieran podido negarse. Cuando tenían que detenerse, daban un doble puñado de cebada a los enormes caballos y después bebían y descansaban mientras los hombres masticaban correosos trozos de carne seca y hacían breves siestas al sol.

Bien pasada la medianoche, un campesino inquieto se preguntó por el ruido de cascos de caballo pasando frente a su cabaña. Wulfgar no conocía la fatiga. Estaba bien entrenado para las incomodidades exigidas por la vocación marcial. Cabalgaba suelto en su silla, aunque sus pensamientos corrían precediéndolo. Quizá ahora Aislinn y el niño ya estuviesen muertos. Su mente retrocedía ante la idea, tratando de imaginar la vida sin la risa alegre de Aislinn sonando en sus oídos, y en sus pensamientos sólo encontraba un profundo y negro temor. Como un sol que saliera en mitad de la noche, tuvo conciencia de que amaba a Aislinn más que a su vida. Aceptó el hecho y en ello encontró un poco de solaz.

Sonrió para sí mismo en la oscuridad y habló con el vikingo que cabalgaba a su lado. Aunque su voz fue suave, hubo en la misma un tono de muerte que hizo que Sweyn tratase de verle la cara en las tinieblas.

—¡Ragnor es mío! Suceda lo que suceda, Ragnor es mío.

Pronto tuvieron un rastro que seguir, los restos fríos de un fuego, la hierba aplastada donde podía haber descansado una mujer. La ansiedad de los dos se hizo más intensa y empezaron a cruzarse sin detenerse con viajeros que venían en sentido contrario y los miraban intrigados.

Entonces, en las tierras quebradas de la costa norte, cerca de Escocia, subieron a una colina y en una loma lejana vieron a un grupo de seis jinetes, con un caballo que era llevado de la brida. Los grandes caballos de guerra parecieron contagiarse de la fiebre de sus amos, y aunque cansados, tensaron sus poderosos tendones un poco más.

En el grupo que iba delante, tres redujeron ligeramente la marcha y se quedaron algo atrás, mientras un caballero y dos mujeres huían. Se acortó la distancia, y los tres vieron una ventaja en el hecho de que los perseguidores eran solamente dos. A un grito de Vachel se detuvieron, desenvainaron las espadas y se prepararon para enfrentar a esos dos.

Cuando los cazadores vieron así a su presa, un grito de guerra largo, ondulante, salido de la garganta de Wulfgar, terminó en una nota que hizo erizar los pelos de un zorro que andaba por allí y lo envió corriendo a su guarida. La gran espada relampagueó en lo alto y zumbó en el viento, el hacha de guerra trazó un círculo sobre la cabeza del vikingo. Al oír el espeluznante grito, Ragnor frenó su caballo y maldijo su suerte pues conocía el alarido de Wulfgar y, peor aún, conocía a Wulfgar.

Los dos guerreros corrieron, sin detenerse, hacia los tres que los aguardaban. Ambos se afirmaron en sus sillas y se inclinaron hacia adelante. Wulfgar apretó fuertemente con sus rodillas los flancos de su caballo, a la distancia de una lanza corta tiró de las riendas y su montura se levantó sobre sus patas delanteras y aplastó al infortunado jinete bajo su propio escudo. Su espada cayó, y el otro perdió la mitad de su brazo antes de poder defenderse. Otro golpe, y su vida terminó.

Con un salto, el caballo se liberó del enredo y giró, pero no fue necesario que lo hiciera, pues Vachel había caído con su pierna destrozada y se arrodilló sobre el polvo, mirando con odio a Sweyn.

—¡Por Beaufonte! —gritó Sweyn, y su hacha cayó. Vachel se desplomó lentamente sobre el polvo y entregó su vida, por su lealtad hacia Ragnor.

Sweyn arrancó su hacha del yelmo de Vachel y gritó su agradecimiento a Odín, pero demasiado pronto. Su gran caballo cayó lentamente de rodillas, con la espada de Vachel clavada hasta la empuñadura entre sus costillas. Sweyn saltó de su silla mientras el animal se retorcía en terrible agonía. El rostro del vikingo reflejó fielmente el dolor que veía. Su hacha subió y cayó, y el leal caballo quedó muerto allí mismo.

Wulfgar se apeó y limpió su espada en la capa del que había caído. Con el pie, puso a Vachel boca arriba. La cara del muerto lo miró con ojos que no veían, marcada por hilillos de sangre que caían desde su frente hasta la mandíbula. La mirada de Wulfgar fue ahora hacia las figuras que se alejaban.

—Tengo que seguir —dijo, y miró a Sweyn en los ojos—. Ocúpate de esto y regresa a Darkenwald. Dios mediante, allí me reuniré contigo, acompañado de Aislinn y el niño.

Sweyn asintió y le hizo una última advertencia.

—Cuidad vuestra espalda.

Se estrecharon las manos, Wulfgar subió a su silla y partió a toda velocidad.

Ragnor había perdido poco tiempo. Cuando el grito de batalla de Wulfgar se apagó, partió nuevamente con las mujeres a toda la velocidad que le permitieron los cansados caballos, a través de las empinadas colmas. Aislinn lo seguía, extrañamente serena. Segura ahora de que Wulfgar vivía, sentía dentro de su pecho una cálida tranquilidad y sus labios se entreabrían en una sonrisa confiada. Ragnor la miró por sobre su hombro y encontró pocos motivos para serenarse en la expresión que vio en la cara de ella.

La tarde transcurría y ellos seguían huyendo a la carrera, los caballos tropezando y jadeando y con los flancos cubiertos de sudor, pero siempre fustigados para que continuaran. Los tres jinetes siguieron, al paso, a lo largo de un acantilado sobre un amplio y sereno brazo de mar que brillaba con reflejos plateados en las sombras que se alargaban. Llegaron a una fractura en la empinada muralla y empezaron un lento y cuidadoso descenso. Ante ellos se extendía un delgado banco de arena que llevaba hasta una isla baja, donde quedaban las ruinas de una antigua fortaleza de los pictos, el antiguo pueblo de Gran Bretaña arrojado hacia Escocia por los británicos y los normandos. El aliento se congelaba y se arremolinaba alrededor de ellos. Las manos de Aislinn, que aferraban las crines de su caballo, quedaron entumecidas por el frío, aunque ella no se atrevió a aflojarlas por temor a caer en el rocoso precipicio.

Por la fractura del acantilado, Ragnor las condujo por el banco de arena hasta las ruinas. Se detuvieron en un gran patio, bordeado en tres lados por una muralla baja de piedra y por el lado del mar por los restos más altos de un templo. En el antiguo patio, levantábase un bloque de piedra con rústicas anillas en sus ángulos, posiblemente un altar donde se ofrecían en la antigüedad sacrificios humanos dentro de los cultos de los paganos.

Ragnor arrebató a Aislinn de la silla y la llevó hasta la piedra, dejando que Gwyneth se apeara sola y atara su yegua con los otros dos caballos. Ragnor ató las dos muñecas de Aislinn a una de las anillas con correas de cuero, y como ella se estremeció de frío, se quitó su capa y la cubrió. Se demoró un momento junto a ella y miró sus facciones con una extraña mezcla de lascivia y respeto, preguntándose cómo hubiera podido ser la vida con esta mujer, si se hubiesen conocido en circunstancias diferentes. Quizá el mundo hubiese sido un lugar fácil de conquistar, con ella a su lado. Sus pensamientos lo llevaron hasta aquella noche lamentable en que la viera por primera vez. ¿Cómo hubiese podido saber él, en aquel entonces, que sus esfuerzos por tenerla iban a llevarlo a la ruina? Ahora Wulfgar, si había logrado escapar a Vachel y los otros, estaría sobre su rastro, como un lobo siguiendo una pista de sangre.

Wulfgar exigió a su caballo hasta el límite de la resistencia del animal y cuando > la bestia se detuvo, jadeante, supo que ya no podía seguir. Se apeó, dio al caballo el resto de la cebada y lo frotó con el saco vacío. Puso el caballo en dirección a Sweyn, le dio una palmada en el anca y el fiel animal partió entre un tronar de cascos. Wulfgar empezó a caminar, masticando mientras tanto un bocado de carne seca y cebada. Se quitó el cinturón y se colgó el espadón de un hombro, de modo que la hoja quedó paralela a su columna vertebral, con la empuñadura bien al alcance, justamente detrás de su cuello. Ahora empezó a andar al trote, siguiendo las pisadas que veía en el terreno endurecido. Ya oscurecía cuando llegó al borde de un acantilado y vio la isla y en ella el resplandor de una hoguera. La marea subía y el banco de arena era angosto. Cuando llegó al mismo, había oscurecido completamente y unos treinta centímetros de agua cubrían la franja de arena. Ragnor lo había planeado bien, pensó. Ahora, sería imposible acercarse en silencio.

Wulfgar se retiró a una roca aguardando la salida de la luna, masticando otro bocado de carne seca mientras miraba cómo la bruma se elevaba desde el agua en la gélida noche. Las negras colmas alrededor del lago parecían sostener con sus hombros encorvados la creciente oscuridad. Trepó al acantilado a fin de poder mirar hacia la plaza y desde allí divisó a las tres figuras a la luz de la fogata. Gwyneth moviéndose cerca del fuego, Ragnor de pie desde donde podía observar el banco de arena, y Aislinn acurrucada bajo los pliegues de una capa, junto a un gran bloque de piedra. Y el niño... ¿dónde estaba?

Lentamente, la noche fue iluminándose y una gran luna anaranjada se elevó para colgarse sobre un páramo. Wulfgar supo que había llegado la hora y sonrió. Echó la cabeza atrás y emitió su grito de guerra, un gemido largo y espeluznante que se elevó en el viento de la noche y rebotó en los acantilados, para terminar en un aullido de furia.

Abajo, en las ruinas, Ragnor se sobresaltó y levantó la cabeza. El grito aullante que resonaba a través del lago lo paralizó, como si sólo pudiera oír el anuncio de muerte que contenía. Aislinn, junto a la piedra, levantó la vista para clavarla en las tinieblas, más allá del fuego. Conocía el grito de batalla de Wulfgar, pero ese gemido la hizo estremecerse. Le recordó a un gran lobo negro que la había mirado fijamente por encima de otra fogata, con una sabiduría que no parecía propia de su especie.

Gwyneth soltó una exclamación y se volvió hacia Ragnor, con expresión asustada y fantasmagóricamente pálida, pero cuando el último eco del grito de guerra de Wulfgar se apagó, la cara de Ragnor se crispó en una mueca de desprecio. Con pasos largos y furiosos, se acercó a Aislinn y sacó de su cinturón un cuchillo corto. Aislinn contuvo el aliento y lo miró en abierto desafío, esperando sentir esa hoja afilada clavándosele en el pecho, pero Ragnor, con un rápido movimiento, cortó la correa que sujetaba una muñeca y le liberó una mano. Ella levantó la vista hacia él, preguntándose qué seguiría a continuación, pero él le echó una sonrisa cruel, envainó el cuchillo y la hizo ponerse de pie. La estrechó contra su pecho cubierto por la cota de mallas y sus ojos oscuros se clavaron hondamente en los de ella. Sus manos se movieron lentamente, acariciándole la mejilla, como si estuviera en un momento de trance, hechizado por la belleza de ella. Aislinn no ofreció resistencia sino que permaneció flácida en los brazos de él. Ragnor la tomó del mentón. Sin consideración hacia Gwyneth, quien los miraba boquiabierta, besó a Aislinn en la boca y la obligó a entreabrir los labios. Ella levantó una mano, con intención de apartarlo, pero él no la soltó. Sus labios se demoraron sobre los de ella, como si no quisieran separarse.

—El no te tendrá, paloma. Lo juro —murmuró él roncamente—. El no te tendrá.

Gwyneth se le acercó por detrás y su rostro cansado luchó para recomponerse en una sonrisa atrayente.

—Ragnor, amor mío, ¿qué hace que le des a ella tus favores? ¿Tratas de provocar la ira de mi hermano? Ten cuidado, amado mío. Él está suficientemente furioso, para que tengas que acariciar a su perra delante de sus ojos.

Ragnor echó la cabeza atrás y su risa resonó en los acantilados. Lentamente, el sonido murió, dejando sólo silencio sobre la tierra. Se puso a espaldas de Aislinn, la atrajo hacia él y sus ojos recorrieron la oscuridad, más allá del banco de arena.

—Wulfgar, ven a ver a tu compañera —gritó él.

Quitó la capa de los hombros de Aislinn y dejó que la prenda cayera en un montón a sus pies. El fuego proyectó su luz vacilante sobre su esbelto cuerpo envuelto en el vestido de terciopelo, y con deliberada lentitud, que hizo soltar una exclamación a Aislinn, empezó a acariciarle los pechos, como si quisiera torturar al hombre que debía de estar observando desde alguna parte de la oscuridad, en los acantilados.

—Mira, Wulfgar, bastardo de Darkenwald —gritó Ragnor hacia las tinieblas—. Ella ahora es mía, como lo fue antes. Ven a buscarla, si puedes.

Nuevamente le respondió el silencio y Aislinn sólo pudo oír el sonido de la respiración agitada de Ragnor contra su oído. Con un ahogado sollozo de furia, luchó, pero en vano, porque él la sujetaba con salvaje crueldad. Ragnor rió malignamente y sus manos se volvieron a mover, ahora hacia su esbelta cintura, y después, con más atrevimiento, bajando a lo largo de los muslos de ella.

—¡Ragnor! —La protesta llegó de Gwyneth, quien adivinaba la intención de él y lo miraba dolorida—, ¿También quieres torturarme a mí?

—Quieta —replicó él—. ¡Déjame tranquilo!

Sus caricias se hicieron más audaces y su mano bajó hasta el vientre de Aislinn, mientras ella se retorcía indignada.

—¿Tendré que tomarla delante de tus ojos, bastardo? —gritó, con una carcajada.

No hubo respuesta de Wulfgar, sólo el oprimente silencio. Por un momento, Ragnor siguió con sus lascivas caricias hasta que finalmente comprendió que nada lograría con ello. Wulfgar no permitiría que la furia lo arrastrase a una acción temeraria.

—Acabaré con esto más tarde —dijo burlonamente al oído de Aislinn—. Pero primero, está el asunto de la muerte de tu esposo.

Se apartó un paso de ella y le ató la muñeca a otro ángulo de la piedra donde también había una anilla, de modo que ahora ella quedó de frente al fuego, pero con los brazos separados.

Gwyneth, con voz que quería ser seductora, trató de acercarse amorosamente a Ragnor, pero él la apartó con un gruñido.

—Fuera, perra —exclamó con voz cargada de veneno y mirándola con desprecio—. He saboreado la miel del Paraíso. ¿Crees que me conformaré con los favores de una perra escuálida como tú? Lleva tu cuerpo flaco a las calles, si sientes alguna necesidad.

Las facciones de Gwyneth delataron la desesperación que sentía. Ella lo miró, incapaz de creer en las palabras de él.

—Ragnor, debes pensarlo mejor. Pronto te enfrentarás con Wulfgar y es de mala suerte llevar a la batalla el beso de una mujer mal dispuesta. Déjame que te dé una prenda de buena suerte para que lleves al combate.

Abrió los brazos en su ansioso ruego, pero Ragnor la rechazó, furioso.

—¡Silencio! —ordenó él.

Ragnor fue hasta el fuego y arrojó más leña a las llamas, mientras miraba hacia las colinas, pero Gwyneth sollozó y corrió hacia él, tratando de abrazarlo.

—No, amor mío —lloriqueó ella—. Has encontrado en mí una amante dispuesta. ¿Todavía buscas a esta mujer que es de otro? Llévate mi amor contigo.

Ragnor la apartó disgustado con un empellón, pero ella trató de acercársele otra vez. Con una maldición, él levantó la rama que tenía en la mano y la golpeó en la cabeza. Gwyneth retrocedió tropezando y medio cayó contra la pared, donde su cabeza golpeó con un ruido apagado, ominoso. Una mancha oscura quedó sobre la piedra cuando ella resbaló hacia abajo y cayó sobre manos y rodillas, con la cabeza colgando entre sus brazos. Gimió suavemente y Ragnor arrojó el palo, que rebotó contra la pared y la golpeó en la espalda.

—Márchate, flaca repulsiva —dijo él en tono despectivo—. Ya no tengo necesidad de ti.

Gwyneth se arrastró hasta el portal de piedra y desapareció más allá, en la oscuridad. Ragnor la vio marcharse y lanzó en su dirección una última mueca de desprecio antes de volverse para observar la línea de la costa, en busca de alguna señal de Wulfgar. Como antes, nada vio. Ningún sonido, ningún movimiento que delatara su presencia.

Ragnor empezó a caminar de un lado a otro, deteniéndose de tanto en tanto para mirar a la distancia cuando sentía la proximidad de Wulfgar. Con un juramento, saltó sobre su silla y empezó a hacer una amplia recorrida fuera de las ruinas, inclinándose sobre su caballo a fin de distinguir cualquier huella que su enemigo hubiera podido dejar. Frenó súbitamente su caballo cuando tropezó con un tronco empujado contra la costa y vio una huella mojada que llevaba a un montón de bloques de piedra caídos. Se detuvo un breve momento antes de cargar con su caballo hacia el extremo alejado de la isla.

Una vez más reinó el silencio. Sólo era interrumpido por el nervioso agitarse de los otros dos caballos que estaban atados en la plaza. Aislinn contuvo el aliento mientras trató de oír algún sonido indicador de la presencia de Wulfgar, y entonces, desde la oscuridad a espaldas de ella, oyó que la voz de su marido se elevaba en tono de provocación.

—Ragnor, ladrón de Darkenwald. ¡Ven y prueba mi espada! ¿Tu negro corazón hará para siempre la guerra a las mujeres y los niños? Ven ahora y pelea como un hombre.

El corazón de Aislinn latía aceleradamente.

—¡Wulfgar! —resonó la voz de Ragnor en la oscuridad—. Muéstrate y yo te enseñaré otra cosa, bastardo. Déjame saber que no estás a mis espaldas.

Aislinn oyó una exclamación de sorpresa de Ragnor cuando

Wulfgar pareció levantarse del suelo y mostrarse como un espectro amenazador en las tinieblas de la noche. Él desenvainó la larga espada y la blandió sobre su cabeza.

—¡Ven, ladrón! —Su voz sonó claramente y él empezó a avanzar al trote—. Ven y prueba mi acero, ¿o debo remover todas las rocas hasta encontrarte?

En respuesta al desafío, el caballo de Ragnor surgió de la oscuridad, más allá del fuego. Aislinn gritó aterrorizada, porque en ese espacio pequeño, el animal parecía venir hacia ella. Luchó con sus ataduras hasta que sangraron sus muñecas, pero se olvidó de su miedo y contuvo sus gritos para no distraer a Wulfgar.

Ragnor blandió una maza en el extremo de una cadena, con púas mortales, cuando cargó contra su enemigo. Debía aprovechar el momento mientras gozara de la superioridad de sus armas. Wulfgar esperó hasta que la maza se elevó para golpear y después se arrojó hacia la derecha, a través de la línea de marcha que llevaba el caballo. La bola con púas silbó en el aire, donde había estado él. Wulfgar cayó golpeando el suelo con su hombro y rodó. Entonces, cuando el caballo pasaba sobre él, lo golpeó en los garrones con su espada. El filo seccionó los tendones y el animal aulló de dolor, cayó y quedó en el suelo, imposibilitado de incorporarse.

Ragnor se apeó y se volvió blandiendo su maza. No era arma para usar contra un enemigo diestro con la espada y la arrojó hacia Wulfgar, quien la eludió fácilmente, pero dio a Ragnor la oportunidad de desenvainar su espada y prepararse para el combate. Sus ojos relampaguearon cargados de odio cuando vio al otro, y ganó confianza al ver que Wulfgar no llevaba armadura y sólo tenía su espadón. El más leve toque de su espada sería mutilante, y Ragnor tuvo la visión del gran Wulfgar mendigando en las calles. Rió, levantó su escudo y se preparó para el encuentro. Ragnor giró, pero Wulfgar se movió rápidamente hacia un lado y dejó una gran melladura en el borde del escudo del caballero moreno.

Ragnor sólo pudo separar las piernas y soportar la fuerza de los golpes de la espada empuñada con ambas manos contra su escudo y golpear cuando Wulfgar se le acercaba. Wulfgar lanzaba una lluvia constante de acero, más para hostigar que para dañar. El peso de la armadura y el escudo empezaban a hacerse sentir en su contrincante. Como en el campo del torneo, Ragnor no podía encontrar una abertura en el frente que le presentaba su enemigo. Sintió el mismo malestar en su vientre y supo que esto no era un torneo sino una batalla a muerte. Disminuyó la velocidad de sus golpes, empapado en sudor debajo de la cota y la túnica de cuero. Wulfgar tomó su espada con ambas manos. Ahora se encontraron frente a frente, a pocos centímetros uno del otro, pero la espada de Ragnor siempre encontraba la hoja de Wulfgar y no podía llegar más allá.

Ragnor vio que Wulfgar empezaba a sufrir tanto como él por el esfuerzo. Wulfgar no llevaba armadura y por lo tanto tenía que parar todos los golpes con su espada y tratar de alcanzar al enemigo. Retrocedió ante el renovado ataque de Ragnor que lo alcanzó en una pierna momentáneamente expuesta. El golpe fue bloqueado en parte, pero atravesó la polaina y la bota y la herida empezó a sangrar. Ragnor rugió, creyendo su éxito cercano, y levantó su espada mientras Wulfgar caía de rodillas. Aislinn se estremeció de terror por su marido, pero Wulfgar vio la intención de Ragnor. Todavía agazapado, levantó la espada de plano sobre su hombro para desviar el golpe. La espada del otro cayó al suelo. El justillo y la túnica de Wulfgar fueron cortados por la fuerza del golpe detenido por su propia espada y de su hombro empezó a manar sangre, pero pudo golpear a su vez y Ragnor se tambaleó hacia atrás, con el brazo abierto hasta el hueso.

Ragnor aulló, se tomó su brazo y saltó sobre el fuego. Soltó un juramento y enseguida se puso pálido cuando vio que Wulfgar se le acercaba con la espada preparada. Vio la muerte ante sus ojos y huyó.

Corrió hacia la abertura de la pared y allí, se detuvo. De su garganta salió un sonido desgarrante. Extendió los brazos para apoyarse en la pared. Aislinn miró inquisitivamente a Wulfgar, quien esperaba, preparado para seguir luchando. El se le acercó rápidamente y le cortó las ligaduras, sin dejar de vigilar al otro, quien seguía apoyado en el portal de piedra.

Ragnor se apoyó en la pared y lentamente se volvió para mirarlos, con la boca abierta por la sorpresa. Las miradas de Wulfgar y Aislinn siguieron la dirección de la de él, donde la empuñadura enjoyada de la daga de Aislinn asomaba sobre su pecho. La hoja, larga y delgada, había penetrado limpiamente entre los eslabones de la cota. Él la tomó con su mano sana, se la arrancó del pecho y un chorro de sangre brotó por la herida. Levantó los ojos hacia ellos, con expresión de incredulidad.

—Ella me mató, la perra —dijo.

Sus rodillas se doblaron lentamente y él cayó hacia delante con la cara contra el suelo, y quedó inmóvil. Un movimiento en la oscuridad, detrás de él, atrajo la atención de los otros. Gwyneth surgió tambaleándose de las tinieblas. Una fea herida se abría en su sien ella tenia el rostro pálido y ceniciento cuando bajó la vista hacia el cuerpo de Ragnor. Se volvió, y los miro con una máscara macabra. Un hilillo, de sangre le caía de un oído y otro de la nariz. Tenía los ojos en blanco, y su triste expresión parecía implorar que la perdonaran.

—Él dijo que me amaba y tomó todo lo que pude darle, después me arrojó a un lado como a una sucia...

Sollozó y dio un paso hacia ellos, pero tropezó y cayó, para quedar inmóvil, estremecida por profundos sollozos. Aislinn se arrodilló junto a ella y puso la rubia cabeza sobre su regazo.

—Oh, Aislinn, he sido una tonta —suspiró Gwyneth cuando sus ojos se encontraron con los de la otra—. Sólo escuché a mi vanidad y mis deseos. Perdóname, porque te herí cruelmente en mis ansias de tener una posición valiosa y honores. Nunca podría haberlos tenido. ¿Cuál es el destino de una bastarda?

Wulfgar se acercó y miró fijamente a su hermana. Ella levantó la vista hacia él y sonrió tímidamente, como si hubiera hecho una broma de dudoso gusto.

—No podía soportar la idea de caminar a tu zaga y recibir los malos tratos del mundo, aunque tú les supiste enseñar que un bastardo puede ser un hombre de honor. —Tosió, y de sus labios brotó un hilillo rojo.— Nuestra madre habló para herir a tu padre y empezó una mentira interminable, Wulfgar. —Cerró los ojos y aspiró profundamente.— En su lecho de muerte, ella me hizo prometer que yo diría la verdad y pondría las cosas en su lugar, pero no pude hacerlo. Fui una cobarde. De modo que ahora, por fin, lo sabrás. —Abrió mucho los ojos y lo miró una vez mas.— Tú no eres bastardo, Wulfgar, sino hijo legítimo de Bolsgar —Sonrió cuando él la miró sorprendido.— Sí, fuimos yo y nuestro hermano muerto quienes hubiéramos debido llevar ese título. Falsworth y yo fuimos engendrados por el amante de ella cuando Bolsgar libraba batallas por el rey. Perdóname, Wulfgar.

Tosió otra vez.

—Oh, Señor, perdonad mis pecados. Perdonad mi... —Con un largo suspiro, se aflojó y murió.

Wulfgar se arrodilló y la miró en pensativo silencio. Aislinn limpió cuidadosamente la sangre y la tierra del rostro finalmente sereno de Gwyneth. Cuando él habló, su voz sonó ronca y suave.

—Espero que haya encontrado la paz. Que se sepa que yo la perdono. La mayor parte del pecado perteneció a nuestra madre, y en su retorcido deseo de venganza, a todos nos torturó.

La voz de Aislinn sonó más cortante.

—La perdonaré sólo si podemos arreglar esto. Ella dio nuestro hijo a una vieja pordiosera, una que mendigaba entre las ruinas de una aldea.

Wulfgar se levantó, con el rostro crispado por la cólera. Fue hasta donde estaban los dos caballos restantes, tomó una silla del suelo, pero súbitamente recordó las aves de rapiña que llegarían con el amanecer. No podía soportar la idea de que los huesos de su hermana quedaran expuestos y blanqueándose sobre la arena. Dejó nuevamente la silla en el suelo y con un suspiro se dirigió a Aislinn.

—Una noche más no hará ninguna diferencia —dijo.

Extendió las pieles en el suelo, lejos de los dos que yacían cerca del portal, se tendió junto a Aislinn y se tapó con ella con las pieles, para protegerse del viento frío que silbaba entre las piedras derruidas. Aislinn apoyó su cabeza en el hombro de él y encontró consuelo en los brazos fuertes que la rodeaban. Agotados, pronto se quedaron dormidos.

Las primeras luces del alba atravesaron las brumas del este para encontrarlos despiertos, y mientras Aislinn preparaba la comida, Wulfgar cavó dos tumbas poco profundas en la arena endurecida. Sepultó a Ragnor con su silla, su escudo y su espada y a Gwyneth con las manos sosteniendo la pequeña daga que formó una cruz sobre sus pechos, y la capa de pieles cubriéndole los hombros. Las tumbas fueron tapadas y Wulfgar trabajó para poner pesadas piedras sobre cada una, a fin de protegerlas de los lobos. Estuvo largo tiempo buscando palabras, pero no las encontró. Por fin, se volvió, y ahora con prisa, ensilló los caballos. Calmaron su hambre, después él ayudó a montar a Aislinn y saltó sobre la silla del otro caballo. Wulfgar abrió la marcha, vadeando a través del banco de arena.

Cabalgaron sin pensar en ellos mismos, urgiendo a sus monturas a lo largo del camino y a la mayor velocidad posible, hasta que llegaron a la aldea en ruinas. Revisaron bien todo el lugar y encontraron una choza de madera, pero las cenizas del hogar ya estaban frías. No había huellas del rumbo que podía haber tomado la vieja al abandonar el pueblo. Hicieron un recorrido más amplio y se detuvieron en cada aldea, pero aunque algunos conocían a la mendiga, nadie la había visto en los caminos.

Pasó el segundo día y se detuvieron al anochecer, después de haber hecho otra recorrida en círculo completo. Aislinn gimió de desesperación y se desplomó lentamente al suelo, sollozando con tremenda congoja. Wulfgar se inclinó, tiernamente la levantó y la rodeó con sus fuertes brazos. Los lamentos de ella se apagaron contra las pieles de él. Wulfgar le alisó suavemente el cabello y la besó. De todas las pruebas que Aislinn había conocido, ésta era la única que la quebrantaba. Ya no tenía más espíritu, más voluntad o-deseos de vivir. Había quedado sin fuerzas y ahora estaba flácida en brazos de él, llorando contra su pecho fuerte.

Pasó largo rato hasta que las lágrimas dejaron de brotar. Le dolía el pecho de tanto sollozar y también la garganta. Wulfgar la levantó gentilmente en brazos y la llevó al refugio que ofrecía una pared semiderruida, donde la hizo sentarse. Trabajó hasta que logró encender un pequeño fuego para combatir el frío de la noche que se cernía. El cielo, al oeste, estaba rojo como la sangre, pero sobre sus cabezas se arqueaba y adquiría un color azul profundo, y cuando Wulfgar levantó la mirada, vio que las estrellas frías y brillantes aparecían una por una. Bajó la vista hacia Aislinn, quien estaba sentada, mirando al fuego como atontada. Se arrodilló, le tomó las manos entre las suyas y si hubiera podido le habría dado sus propias fuerzas. Ella lo miró con sus ojos violetas y en ellos él no vio nada más que agonía por la pérdida.

—Mi hijo, Wulfgar —gimió ella—. Quiero a mi hijo.

Un sollozo desgarrado le sacudió los hombros y él se sentó junto a ella y la atrajo sobre su regazo, hasta que ella se calmó en sus brazos. Él estuvo largo rato mirando fijamente el fuego y cuando habló, su voz fue tierna y baja.

—Yo sé poco de amor, Aislinn, pero mucho de cosas perdidas. Nunca pude encontrar la ternura de una madre. El amor de un padre me fue arrancado cruelmente de mis brazos doloridos. He atesorado mi amor con el celo de un avaro, y ahora todo arde en mi interior.

La miró a los ojos que ahora lo observaban atentamente. Sus ojos grises tenían la límpida inocencia de la juventud. Él le alisó un rizo cobrizo que le caía sobre la mejilla.

—Primer amor —susurró suavemente él—. Amor de mi corazón, no me traiciones. Toma lo que puedo darte y hazlo parte de ti. Lleva dentro de ti mi amor, como hiciste con el niño, después tráelo a la vida con un grito de alegría y una vez más lo compartiremos. Te ofrezco mi vida mi amor, mi brazo, mi espada, mis ojos, mi corazón. Tómalos todos. No me dejes la menor porción. Si los rechazas, entonces soy muerto y vagaré por los páramos aullando como una bestia.

Aislinn ahora sonrió y él la besó tiernamente en los labios.

—Habrá otros hijos, quizá una hija, y nadie dudara de quién es el padre.

Aislinn le echó los brazos al cuello, y con un suave sollozo, murmuró:

—Te amo, Wulfgar. Abrázame con fuerza. Abrázame todo el tiempo.

Él le susurró suavemente al oído:

—Te amo, Aislinn. Bebe de mi amor. Deja que mi amor sea tu fuerza.

Ella se apoyó en el brazo de él y le acarició la mejilla.

—Vamos —dijo Aislinn, medio implorando—. No puedo quedarme aquí otra noche. Vamos a casa, a Darkenwald. Tengo necesidad de sentir mis cosas a mí alrededor.

—Sí —dijo él, y se levantó y empezó a apagar el fuego.

Cuando se acercaban a los caballos, Aislinn sonrió tristemente y se frotó las nalgas doloridas.

—Nunca volveré a disfrutar de una cabalgata como antes —murmuró.

Wulfgar se detuvo y la observó pensativo.

—Hay una embarcación que vi cuando calmaba-mi sed. Aja, eso facilitará considerablemente nuestra situación. Ven, no está muy lejos.

La tomó de la mano, tomó las bridas de los caballos y fueron hasta un cercano bosquecillo de sauces. Separó las ramas colgantes y le mostró, debajo de ellos, un bote largo y angosto tallado de un solo tronco. Se inclinó graciosamente.

—Vuestra barca real, milady. —Ella lo miró intrigada y él sonrió.— Esta corriente de agua se une con la que atraviesa el pantano cerca de Darkenwald.

Ella lo miró, aliviada de no tener que sentarse otra vez en la silla de montar. Él asintió y soltó los caballos, después de poner las sillas en la proa del bote. Sentó a Aislinn en el medio, donde ella pudiera reclinarse cómodamente en la silla, y la cubrió con su capa. Empujó la embarcación dentro del agua, subió y se sentó cerca de la popa, después levantó el corto remo y se introdujeron en la rápida corriente.

El tiempo cesó de transcurrir. Aislinn durmió un rato y después despertó brevemente, sintiendo los impulsos regulares que hacían avanzar al bote. Levantó la mirada hacia los sauces que se mecían contra el cielo, como si sollozaran angustiados al mundo. Vio las estrellas entre las ramas desnudas de un roble y la luna que se levantó de color sangre y después dorado, cada vez más pálida a medida que se elevaba sobre el páramo. Nuevamente cayó en un sueño inquieto. Así pasó la noche. Un momento de sueño, otro momento despierta y Wulfgar siempre impulsando al bote por la corriente.

La mente de Wulfgar estaba en blanco. El hijo que estaba empezando a amar ahora estaba perdido para él, y quizá nunca más volvería a ver esos cabellos dorados o a oír esa risa alegre. Sus pensamientos empezaron a atormentarlo y él se esforzó más con el remo en la esperanza de encontrar cierto alivio, hasta que el dolor de sus brazos calmó un poco el dolor de su espíritu.

La primera luz grisácea del amanecer dibujó un roble familiar sobre una colina bien conocida, una aldea dormida y enseguida la gran casa señorial irguiéndose oscura en medio de la niebla, y más allá, en una altura, el castillo de Darkenwald, casi terminado. El bote rozó la arena y Wulfgar entró en el agua para arrastrarlo hasta la costa. Regresó, tomó a Aislinn en brazos y la llevó hasta donde pudiera pisar terreno seco. La tomó de la mano y la condujo por el sendero que serpenteaba entre los árboles. Ahora el sendero le resultaba familiar. En otra mañana de noviembre, más templada quizá, él lo había seguido con su caballo hasta que encontró a una rubia doncella bañándose en el agua fría. Así pasaba el tiempo, con alegrías para curar las heridas, o con el dolor que arrancaba la alegría de sus corazones.

Aislinn suspiró y levantó la vista hacia la luz del amanecer. Sintió un doloroso vacío en su interior. Llegaron a la casa, Wulfgar abrió la puerta y ella entró detrás de él.

Se detuvieron y miraron sorprendidos a su alrededor, atónitos por la luz y el ruido del lugar. Parecía que no faltaba nadie. Bolsgar y Sweyn hablaban en voz alta con Gowain y Milbourne; y Kerwick, sentado en una silla frente al hogar, era cuidadosamente atendido por Haylan. Su pierna y su cabeza estaban vendadas, pero él parecía sentirse muy animado. Cuando sus ojos encontraban a los de Haylan, había un mutuo suavizarse de las miradas. Y en un rincón oscuro, con la espalda vuelta hacia los demás, estaba Maida, quien no se dio por enterada del arribo de Aislinn y Wulfgar.

Toda la escena parecía completamente fuera de lugar para una casa que debía estar silenciosa y de duelo, especialmente a esta hora temprana. Aislinn y Wulfgar no quisieron romper la alegría general con la mala noticia que traían y se acercaron al hogar, hasta que Bolsgar los vio y los saludó con jovialidad.

—De modo que por fin estáis aquí —dijo el anciano—. ¡Bien! ¡Bien! Los vigías os vieron llegar desde la torre. —Volvió su mirada a Aislinn y después de un rápido examen sacó sus propias conclusiones.— Bien, hija, veo que ese bellaco no te ha hecho daño. —Miró a Wulfgar y levantó una ceja.— ¿Lo mataste, espero? He llegado a disfrutar la compañía de esta muchacha y sufriría, mucho si ese bribón volviese a amenazarla.

Wulfgar meneó la cabeza y antes que pudiera explicar, Sweyn se puso de pie.

—¿Qué es esto? —rugió el vikingo—. ¿No puedo dejaros a los jóvenes para que cumpláis una simple hazaña? —Su risa rugió en su garganta y él le dio a Bolsgar una fuerte palmada en la espalda que lo dejó sin aliento.— Voy a pensar que dos deben emprender la caza y terminar con este asunto. Quizá esta vez no encontréis una excusa para demoraros.

Wulfgar miró a uno y a otro, incapaz de comprender, mientras el comentario de Sweyn hacía que en su mente surgiera otra pregunta.

—Aja —dijo Bolsgar con jovial sarcasmo—. Y yo no confiaría en vos para que ayudéis en la matanza, pues parecéis tener la inclinación a no ahorrarme ningún trabajo.

Sweyn intervino:

—Vaya, viejo caballo de guerra sajón. ¿No visteis, que yo tenía las manos ocupadas manteniendo a ese semental en celo lejos de las yeguas que Ragnor dejó en libertad? Cuando os pasé en el camino, nada pude hacer excepto agitar la mano.

El nórdico se volvió hacia Wulfgar y explicó.

—Acampé de noche y el gran caballo me despertó a la madrugada pasándome el morro por la cara. —Rió, miró brevemente a Hlynn quien calentaba algo en el fuego, y continuó en alta voz.— Vaya, al principio soñé que era una hermosa doncella que me acariciaba, pero entonces ese semental maloliente resopló en mi cuello y pareció que lo único que podía hacer era llevarlo de regreso hasta esos animales que encontré a lo largo del camino. —Sweyn rió a carcajadas.— Todos resultaron yeguas y ese bruto caballo tuyo, Wulfgar, casi me mató en su celo, especialmente cuando encontramos esa rucia moteada de lady Aislinn. —Señaló a Bolsgar.— Ahora, este pícaro sajón dice que yo lo abandoné cuando él estaba en apuros.

—Una mala excusa —gruñó Bolsgar—. Sabíais que yo iba más cargado.

Wulfgar miró inquisitivamente a su padre.

—¿Qué carga llevabais?

El anciano se encogió de hombros.

—Era un poco de equipaje que vosotros dejasteis atrás.

Sweyn interrumpió, sin prestar atención a la curiosidad de Wulfgar.

—¿Pero qué sucedió con ese bellaco Ragnor? ¿Escapó a los climas del norte con Gwyneth?

Wulfgar meneó nuevamente la cabeza.

—No —murmuró—, se mataron uno al otro.

Bolsgar meneó tristemente la cabeza y su voz, cuando habló, sonó más ronca.

—Ah, Gwyneth. Pobre muchacha. Quizá ahora esté en paz.

Un breve silencio llenó la estancia, y Aislinn se apoyó, cansada, en Wulfgar, quien le puso un brazo sobre los hombros. Ella sintió el calor de hogar, pero algo le faltaba. Había en ella un vacío que no armonizaba con la alegría y las risas de los demás. Miró a su alrededor y vio a Haylan y Kerwick en íntima compañía, Miderd y Hlynn que trabajaban con las ollas para preparar el desayuno, y Maida, todavía acurrucada en un rincón.

Sweyn tosió y rompió el silencio.

—Sepultamos al buen Beaufonte.

Gowain se levantó de su silla y asintió.

—Sí, lo sepultamos. Pero nosotros tres y el fraile tuvimos que luchar para impedir que el vikingo lo pusiera en un bote y lo incendiara.

—Ciertamente —rió Milbourne—. Pusimos a nuestro amigo a descansar, pero la forma de observar el duelo de Sweyn parecía bastante peculiar.

—Sí —admitió Bolsgar—. En realidad, todo fue acompañado por grandes cantidades de ale y de vino para combatir el frío del invierno.

—Eso fue para honrar a un querido amigo —murmuró Wulfgar, y miró a Sweyn—. Ahora descansad, porque mañana debemos salir nuevamente a recorrer los caminos con Gowain y Milbourne, en busca de una anciana con un brazo paralizado.

—¿Para qué necesitas a esa vieja? —preguntó Bolsgar—. Te robará hasta el último centavo.

Wulfgar lo miró sorprendido.

—¿Tú la conoces? —preguntó ansiosamente, y notó que Aislinn se había puesto tensa al oír las palabras de su padre. ¿Era esperar demasiado que Bolsgar pudiera llevarlos hasta la mendiga, y quizá también hasta el niño?

—Tuve tratos con ella —replicó Bolsgar—. Ella me vendió un bulto de equipaje a instancias mías y tuve que regatear, porque no quería desprenderse de ese bulto. Pero con un puñado de monedas de plata y enseñándole mi espada, logré persuadirla.

Wulfgar lo miró lleno de sospechas.

—¿De qué equipaje hablas?

Bolsgar llamó por encima de su hombro.

—¡Maida!

—¡Si! —respondió la otra, un poco picada por haber sido llamada tan rudamente.

—¡Traed el equipaje aquí! Debemos enseñar a estos dos a no ser tan descuidados con su equipaje. ¡Sí, traed a mi nieto!

Aislinn levantó la cabeza y Wulfgar miró sorprendido a su padre. Maida se levantó y los miró de frente, sosteniendo en sus brazos un pequeño envoltorio. Al ver la cabecita adornada con rizos cobrizos, Aislinn dio un grito de felicidad, los ojos se le llenaron de lágrimas y ella corrió hacia su madre para tomar al niño en sus brazos. Lo apretó con fuerza, giró extasiada en círculos y todos la miraron con amplias sonrisas. Wulfgar rió cuando Bryce soltó un grito de protesta por ser abrazado con tanta fuerza.

—Amor mío, ten cuidado. El no puede soportar tantas caricias.

—¡Oh, Wulfgar! ¡Wulfgar! —gritó ella alegremente, se acercó a él y no encontró más palabras para decir.

Wulfgar sonrió tiernamente, sintió como si lo hubiesen aliviado de una pesada carga y tomó al niño de los brazos de su madre y lo levantó en el aire, con gran alegría de Bryce. El crío reía regocijado, pero Maida se acercó, cloqueando como una gallina clueca.

—Este niño lamentará tener un padre como vos. Tened cuidado con mi nieto.

Wulfgar la miró, dudando de la cordura de ella, y sostuvo a Bryce con más cuidado. Pero vio en Maida una nueva firmeza mental y de cuerpo y adivinó la belleza que no había notado antes. Las cicatrices de su cara habían desaparecido y ahora se la veía radiante y saludable. Supo que en su juventud, ella debió de ser casi tan bella como Aislinn.

—¿Por qué estáis segura de que yo soy el padre? —preguntó él.

—Claro que es tu hijo —interrumpió Bolsgar—. Tal como tú eres mi hijo.

Wulfgar lo miró inquisitivamente, pero el anciano estiró un dedo y descubrió una nalga de Bryce, donde se veía una marca rojiza.

—Esta es una marca de nacimiento mía... si aceptas mi palabra, pues no estoy dispuesto a mostrarte mi trasero. Cuando traía al niño hacia aquí, hubo necesidad de cambiarle la ropa y no bien vi la marca, supe que tú eres mi hijo y él es tu hijo.

Wulfgar pareció perplejo.

—Pero yo no tengo esa marca —dijo.

Bolsgar se encogió de hombros.

—Tampoco la tenía mi padre —dijo—, pero su padre sí, lo mismo que cada uno de los nietos.

—Gwyneth nos dio la noticia de que yo soy tu hijo legítimo —murmuró Wulfgar—. Y nuestra madre dijo a Gwyneth en su lecho de muerte, que ella y Falsworth habían sido engendrados por otro.

Bolsgar suspiró profundamente.

—Quizá, si yo hubiese dejado menos sola a tu madre, ella habría estado contenta. Ahora, parece que a todos os fallé lamentablemente.

Wulfgar le puso una mano en un hombro y sonrió.

—He ganado un padre pero he perdido la simpatía de Guillermo. Sin embargo, el cambio me parece muy conveniente.

En brazos de Wulfgar, Bryce miraba con curiosidad a su alrededor mientras se mordía un dedo. Maida se acercó al niño y después miró al padre.

—Nunca hubo dudas de que él salió de vuestra simiente, Wulfgar. ¿No podéis distinguir a una virgen cuando la tenéis?

—¿Qué es esto? —preguntó Wulfgar—. ¿Habéis enloquecido otra vez, mujer? Ragnor...

Maida rió y se volvió para mirar a su hija.

—Este hizo bien lo que Ragnor no supo hacer, ¿eh? Y ese pícaro normando decía tener lo que nunca tuvo, ¿eh, hija?

—Madre —imploró Aislinn.

Maida levantó un pequeño envoltorio que colgaba de su ceñidor y lo agitó ante los ojos de su hija.

—¿Sabes qué es esto?

Aislinn miró un momento el saquito, se sintió un poco perpleja y súbitamente rió.

—Oh, madre, ¿cómo pudiste atreverte?

Sus risas provocaron una expresión de desconcierto en Wulfgar.

—Aislinn, ¿qué tiene ella ahí? —preguntó él.

—Una hierba para dormir, amor mío —sonrió Aislinn, y lo miró con ojos lleno de adoración.

—¡Sí, es verdad! —admitió Maida—. La noche que ella y Ragnor iban a acostarse, yo eché una poción en el vino. ¡Para él! ¡Sólo para él! Pero él hizo que Aislinn también bebiera. Yo estaba en la habitación y él no lo sabía. Él trató de violarla. Le desgarró la ropa y la arrojó a un lado. —Señaló la escalera.— Él cayó sobre ella... sobre la cama. —Maida rió regocijada.— Pero antes que su cuerpo llegara a tocarla, ambos quedaron profundamente dormidos, hasta que por la mañana, yo la desperté con las primeras luces del día, y huimos. —Se encogió de hombros.— Yo lo hubiese matado, pero temí que sus hombres se arrojaran sobre mi hija y la asesinaran.

Wulfgar siguió mirando ceñudo a la mujer.

—Tuvo que haber otras señales —dijo.

—Yo me llevé las pruebas —rió Maida, con los ojos brillantes—, La camisa desgarrada de vuestra noche con ella, con las manchas de la virginidad.

—¡Madre! —interrumpió Aislinn, súbitamente colérica—. ¿Por qué me dejaste todos estos meses con la duda?

Maida se volvió hacia ella y levantó orgullosamente el mentón, mostrando una sombra de la belleza que había sido una vez y que había transmitido a Aislinn.

—Porque él era normando y tú hubieras corrido a darle la noticia. —Se encogió de hombros.— Ahora es solamente medio normando, y la otra parte, sajón.

Wulfgar echó la cabeza atrás y rió a carcajadas. Después de un momento, se calmó y murmuró:

—Pobre Ragnor, nunca lo supo.

Aislinn fue hacia él y Maida tomó el niño de sus brazos Wulfgar abrazó a su esposa. Sus ojos recorrieron el salón, y él sintió la calidez y la amistad del lugar que Aislinn siempre había conocido. Miró a los caballeros, Milbourne y Gowain, quienes habían luchado a su lado en lo más fiero de la batalla; Sweyn, quien lo había criado desde la infancia; Bolsgar un padre recobrado; Maida, Miderd, Hlynn, Ham su sirviente Sanhurst, Haylan y Kerwick, todos amigos. Sonrió y cuando miró a los dos últimos, rió por lo bajo.

—Tienes mi licencia para desposar a la viuda, Kerwick. El castillo estará terminado en pocos días y tendremos un festín y celebraciones. Será buen momento para que os caséis.

Kerwick echó una mirada a Haylan y sonrió.

—Sí, milord, si puedo levantarme y moverme para entonces.

Haylan miró a Wulfgar y a Aislinn.

—Se levantará —murmuró, con los ojos negros brillantes—. Porque si no lo hace, para entonces tendrá otra herida.

Wulfgar rió y llevó a Aislinn hacia el portal. Salieron al fresco aire de la mañana. Ella se estremeció levemente cuando la brisa le levantó la capa y él la abrazó para darle calor. Caminaron juntos cruzando el patio en dirección al castillo. Cuando él la llevó bajo las ramas de un viejo roble, sonrió, la abrazó con fuerza y se apoyó en el grueso tronco. La besó en la mejilla y el cuello.

—Nunca pensé que amaría a una mujer tanto como te amo —suspiró él—. Tienes mi mundo en la palma de tu mano.

Aislinn rió y frotó su cara en la piel de lobo del justillo de él. Se volvió en sus brazos, apoyó la espalda en el pecho de él y miro hacia el castillo, que se levantaba como un gran centinela de la tierra.

—Será un lugar seguro para nuestros hijos —murmuró Wulfgar.

—Sí, para nuestros muchos hijos —dijo ella, y señaló la torre más alta del castillo, donde había sido instalada una veleta—. ¡Mira!

Un enorme lobo de hierro había sido forjado por el martillo de Gavin y ahora giraba con la brisa de la mañana, como buscando una pista de sangre. Wulfgar lo observó un momento.

—Que él busque los vientos de la guerra —dijo suavemente— Yo he encontrado mi paz, aquí contigo. Ya no saldré más en busca de batallas. Yo soy Wulfgar de Darkenwald.

La hizo volverse en sus brazos y sus dos sombras se unieron en una sola, a la luz del nuevo sol.

Darkenwald tenía un lugar para todos.

FIN