4

A la mañana siguiente. Aislinn fue rudamente despertada por una fuerte palmada en las nalgas, que le arrancó un alarido de dolor. Sobresaltada, levanto la vista y se encontró cara a cara con Wulfgar, quien estaba sentado en el borde de la cama y la observaba, aparentemente muy divertido. Sonriendo, él le tendió las ropas y miró muy atentamente mientras ella se vestía, deteniendo sus ojos en los pechos tentadores y en los muslos suaves y marfileños antes que ella se pasara la enagua por encima de la cabeza.

—Eres una moza perezosa —bromeó él—. Vamos, tráeme agua y ayúdame a vestirme. Mi vida no es tan regalada y ociosa como la tuya.

Aislinn lo miro con furia y se frotó su maltratado trasero.

—Duermes profundamente —dijo él.

—Espero que tú también hayas dormido bien, milord —dijo ella, echando la cabeza atrás y mirándolo con insolencia— Por lo menos, se te ve descansado.

Wulfgar le dirigió una lenta mirada que pareció traspasar las sencillas vestiduras y le sonrió, con ojos cálidos y brillantes.

—Bastante bien, damisela.

Aislinn enrojeció intensamente y corrió hacia la puerta.

—Traeré el agua —dijo, y se alejó rápidamente

Maida se le acercó cuando ella llenaba un cubo con agua caliente de la olla que colgaba sobre el fuego del salón

—Él atranca la puerta o pone un guardia a vigilar —se lamentó la mujer—. ¿Qué se puede hacer para salvarte de él? Esa bestia no es un hombre fácil para ti. Oí tus gritos, anoche.

—El no me tocó —dijo Aislinn, un poco asombrada—. Toda la noche dormí a los pies de la cama y él ni siquiera me tocó.

—¿Qué clase de hombre podría hacer eso? —preguntó Maida—. Juraría que esto no fue por misericordia. Aguarda hasta la caída de la tarde y él te tomará. Esta vez, no te demores. Huye. Huye.

—No puedo —respondió Aislinn—. Él me encadena a la cama.

Maida gimió de desaliento.

—Te trata como a un animal.

Aislinn se encogió de hombros.

—Por lo menos, no me golpea. —Pero recordó, se frotó las posaderas, y añadió: —Sólo un poquito.

—Hum. Te matará si lo contrarías.

Aislinn meneó la cabeza, recordando el momento en que él la estrechó con fuerza contra su pecho. Ni siquiera encolerizado, él había abusado de ella.

—No, él es diferente.

—¿Cómo lo sabes? Sus propios hombres le temen.

—Yo no le temo —replicó orgullosamente Aislinn.

—¡Tu temeridad será tu perdición! —gimió Maida—. De nada te servirá ser terca y orgullosa como tu padre.

—Debo irme ahora —murmuró Aislinn—. Él está esperando para lavarse.

—Encontraré una forma de ayudarte.

—¡Madre, deja todo como está! Temo por ti. Ese a quien llaman Sweyn cuida como un halcón la espalda de su amo. Te matará si te atreves a intentar cualquier cosa. Y Wulfgar me resulta más aceptable que esos otros chacales.

—¿Pero qué hay de Kerwick? —siseó Maida, mirando hacia donde el joven yacía dormido, acurrucado entre los perros.

Aislinn se encogió de hombros.

—Ragnor puso fin a eso.

—Kerwick no piensa de ese modo. Todavía te quiere.

—Entonces, debe comprender que ahora es un mundo diferente de hace una semana. No somos libres. Ahora, yo pertenezco a Wulfgar, como él. No somos más que esclavos. No tenemos más derechos que los que nos permiten tener.

Maida hizo un gesto de desprecio

—Es extraño oírte decir eso hija, tú siempre eras la más altanera,

—¿Qué nos queda ahora para ser arrogantes, madre? —preguntó Aislinn en tono cansado—. No tenemos nada. Debemos pensar en seguir con vida y en ayudarnos unos a otros.

—Tu sangre es de las mejores estirpes sajonas. Tu padre, un gran señor. No aceptaré que tengas un hijo de un bastardo.

Aislinn miró a Maida y sus ojos relampaguearon de ira.

—¿Preferirías que sea madre de un hijo de Ragnor, el asesino de mi padre?

Maida se retorció las manos, consternada.

—No me regañes, Aislinn. Yo sólo pienso por tu bien.

—Lo sé, madre —suspiró Aislinn, y se ablandó un poco—. Por favor, por lo menos espera un tiempo y veamos qué clase de hombre resulta Wulfgar. Él estaba furioso por la matanza. Quizá sea un hombre justo y magnánimo.

—¡Un normando! —exclamó Maida.

—Sí, madre, un normando. Ahora tengo que irme.

Cuando Aislinn abrió la puerta de la habitación, Wulfgar la miró ceñudo. Estaba a medio vestir.

—Te llevó mucho tiempo, muchacha —gruñó él.

—Perdóname, milord —murmuró ella. Dejó su carga y levantó los ojos hacia él—. Mi madre temía por lo que hubiera podido sucederme anoche, y yo me detuve sólo lo suficiente para tranquilizarla y decirle que no había sufrido ningún daño.

—¿Tu madre? ¿Cuál es ella? No he visto a la dama de la casa señorial, aunque Ragnor dijo que todavía está aquí.

—La que tú llamas vieja y bruja —dijo Aislinn suavemente—, esa es mi madre.

—Esa —gruñó él—. Juraría que ha sido maltratada, que ha sido golpeada con un puño.

Aislinn asintió.

—Soy la única persona que le queda. Se aflige por mí. —Tragó con dificultad.— Ella habla de venganza.

Wulfgar la miró atentamente, ahora muy alerta.

—¿Estás tratando de advertirme? ¿Ella trataría de matarme?

Aislinn bajó nerviosamente la vista.

—Quizás. No estoy segura, milord.

—¿Me dices esto porque no quieres verla muerta?

—¡Oh, Dios no lo permita! —exclamó Aislinn, empezando a temblar—, Nunca me perdonaría a mí misma si sucediera eso. Ella ha sufrido demasiado bajo los normandos. Además, tu duque nos mataría a todos si tú fueras muerto.

Wulfgar sonrió.

—Tendré en cuenta tu advertencia. Yo me ocuparé de ella y le diré a Sweyn que tenga cuidado.

Aislinn soltó un suspiro de agradecimiento y levantó la mirada hacia los ojos de él.

Gracias, mi señor.

—Vamos, muchacha —dijo él, suspirando profundamente—. Ayúdame a terminar de vestirme. Me has dado demasiada charla y ya no tengo tiempo de aprovechar el agua que has traído. Sin embargo, esta noche querré tomar un baño y me enfadaré si entonces me haces demorarme.

La gran sala estaba vacía, con excepción de Kerwick, cuando Aislinn siguió a Wulfgar desde el dormitorio. Su prometido aún estaba encadenado con los perros pero ahora se encontraba despierto. Cuando ella cruzó la estancia detrás de Wulfgar, él la miró intensamente, sin desviar ni un instante sus ojos ansiosos.

Maida vino a servirles y se apresuró a ofrecerles pan caliente, carne y tiernos panales de miel. Wulfgar se sentó a la mesa e indicó a Aislinn que se sentara a su lado. La mirada de Kerwick había permanecido clavada en su ex prometida hasta que Maida trajo la comida. Ahora, su hambre pareció aún más importante. Maida aguardó hasta que Wulfgar se sirvió y le sirvió a Aislinn, y después tomó los restos de pan y se los llevó a Kerwick, guardándose para ella sólo un pedazo pequeño. Cuando se agachó cerca del joven e intercambió con él unos comentarios susurrados, fue evidente que los dos habían encontrado algo en común y que ahora compartían confidencias en su dolor. Wulfgar los estudió mientras comía, y entonces, súbitamente, su cuchillo sonó con fuerza al golpear sobre la mesa, llamando la atención de todos. Aislinn vio un rápido relámpago de cólera que pasaba por las facciones de él y que, enseguida, el rostro de Wulfgar adquiría una expresión pensativa. Sintióse intrigada por lo que pudiera haberlo perturbado, pero la voz de él interrumpió sus pensamientos.

—Vieja bruja, ven aquí.

Maida pareció agacharse todavía más cuando se acercó a la mesa, como si esperara que cayeran más golpes sobre ella.

—Enderézate, mujer —ordenó Wulfgar—. Endereza tu espalda, porque yo sé que puedes hacerlo.

Lentamente, Maida se irguió en toda su altura, que no era mucha. Cuando estuvo enhiesta frente a él, Wulfgar se inclinó hacia delante en su silla.

—¿Tú eras la conocida como lady Maida antes de que tu señor fuera muerto?

—Sí, lord —dijo Maida, moviendo la cabeza como un pájaro. Miró nerviosamente a su hija, quien aguardaba llena de tensión.

—¿Y eras tú —siguió interrogando Wulfgar— la señora de esta casa?

Maida tragó convulsivamente y asintió una vez más.

—Sí, lord.

—Entonces, mujer, no me prestas ningún servicio haciendo la tonta. Te vistes con harapos, disputas tu comida con los perros y te lamentas de tu posición inferior, cuando si exhibieras el coraje de tu marido y defendieras tu jerarquía, ahora podrías vivir como te gustara. Me haces quedar mal ante tu gente— por lo tanto, ahora te ordeno que busques tus ropas y te vistas debidamente, y que laves tu cuerpo y no hagas con este juego más allá de mi tolerancia. Las habitaciones de tu hija serán las tuyas. Ahora, vete.

Cuando ella se marchó, Wulfgar volvió su atención a la comida Pero al levantar la vista, vio que Aislinn lo observaba con una expresión casi tierna en la cara.

—¿Percibo un ablandamiento de tu corazón hacia mí, damisela? —Rió ante la expresión ceñuda de ella— Ten cuidado, muchacha. Te diré la verdad. Después de ti, vendrá otra y luego otra. No hay lazos que puedan atarme a ninguna mujer. De modo que cuida tu corazón.

—Milord, exageras demasiado tus atractivos —replicó ella indignada—. Si algo siento por ti, es odio. Tú eres el enemigo y como tal eres digno de desprecio.

—¿De veras? —Sonrió lentamente.— Entonces dime, damisela, ¿siempre besas tan ardorosamente al enemigo?

Las mejillas de Aislinn se pusieron de color escarlata.

—Estás equivocado, milord— No fue ardor, fue solamente resistencia pasiva.

La sonrisa de Wulfgar se acentuó.

—¿Tendré que besarte otra vez, damisela, para probar que tengo razón?.

Aislinn le devolvió la mirada con desdén.

—Una sierva no puede discutir con su señor. Si tú imaginaste una respuesta, ¿quién soy yo para decir otra cosa?

—Me decepcionas, Aislinn —bromeó él—. Te rindes con demasiada facilidad.

—Se trata de eso, milord, o de sufrir otro beso. 6 algún trato peor, como sufrí la noche pasada. Temo que mis huesos no resistirían ser aplastados otra vez, como parece que te gusta hacerlo. A eso prefiero ceder.

—En otra ocasión, damisela.

Kerwick se retiró a las sombras cuando la gran puerta se abrió y Ragnor entro en la casa, con el aliento enroscándose alrededor de su cabeza como jirones de niebla-se detuvo frente a Aislinn y se inclinó levemente.

—Buenos días paloma mía. Parece que la noche te ha sentado muy bien.

La boca de Aislinn se curvó hacia arriba en una sonrisa burlona. Si él quería hacer este juego de tonterías corteses, ella lo seguiría.

—Si, señor caballero, me ha sentado bien.

Ella sintió la sorpresa de él y se percató de que Wulfgar la miraba divertido. En ese momento pensó que odiaba a los dos hombres por igual.

—Fue una noche fría, para pasarla junto al calor de una muchacha —comentó Ragnor despreocupadamente, mirando a Wulfgar—. Tendrías que probar a esa moza, Hlynn, cuando te canses de dormir con espinas y aguijones en tu cama. —Sonrió y se pasó el pulgar por su labio desgarrado.— Ella hará cualquier cosa que le ordenes sin luchar, y apostaría que sus dientes no son tan agudos.

Wulfgar gruñó.

—Prefiero un juego más movido —dijo.

Ragnor se encogió de hombros, tomó un cuerno y se sirvió una generosa dosis de ale de la jarra mientras Wulfgar seguía en silencio, aguardando que el otro hablara.

—Aaajjj. —Ragnor se aclaró la garganta y dejó ruidosamente el cuerno sobre la mesa.— Los campesinos están dedicados a sus labores, como ordenaste, Wulfgar, y los hombres montan guardia contra ladrones y bandas de saqueadores, y vigilan a los villanos.

Wulfgar asintió indicando su aprobación.

—Pon patrullas para que recorran los perímetros de las tierras. —Pensativo, haciendo marcas con la punta del cuchillo en las toscas tablas de la mesa, continuó: — Que cada grupo tenga cinco hombres que deberán regresar dentro de tres días; y cada mañana, excepto los domingos, envía un nuevo grupo. Que cada grupo tome un camino diferente, uno al este, uno al oeste, uno al norte, uno al sur. Que a cada milla avisen con un toque de trompeta, y con una fogata cada cinco millas. Así sabremos que cada patrulla completa su recorrido, y si no lo hicieran, estaríamos advertidos. Ragnor gruñó.

—Planificas muy bien, Wulfgar, como si siempre hubieras sabido que te harían señor de tierras.

Wulfgar enarcó una ceja, lo miró y nada dijo. El tema de conversación cambió. Aislinn observaba a los dos hombres mientras hablaban, notando las diferencias entre ellos, porque mientras Ragnor era arrogante, se ponía en actitud superior y exigía la adhesión de sus hombres, Wulfgar mostrábase calmo y reservado. Conducía dando el ejemplo más que por órdenes y daba simplemente por descontado que sus hombres lo seguirían. No cuestionaba la lealtad de ellos sino que parecía convencido de que darían sus vidas con tal de no decepcionarlo.

Aislinn estaba todavía pensando en estas cosas cuando levantó la vista y, con una exclamación, se levantó casi por reflejo, porque allí, en la cima de la escalera, estaba su madre, como ella la había conocido durante muchos años, de estatura pequeña, pero llena de majestuoso orgullo. Maida se presentaba ahora ataviada con sus propias limpia con un velo cubriéndole el cabello y ocultando gran parte de su cara hinchada. Bajó hacia ellos con la gracia y desenvoltura que en ella parecían naturales, y el corazón de Aislinn se hinchó de alegría y alivio. Ciertamente, aquí estaba su madre.

Con su silencio, Wulfgar dio su aprobación, pero Ragnor se puso de pie con un rugido y antes que nadie pudiera detenerlo, saltó y aferró el cabello de Maida. El velo quedo en sus manos y Maida, con un alarido, cayo al suelo, nuevamente con esa sonrisa idiota crispándole el rostro. Para Aislinn fue doblemente cruel ver desaparecer a su amada madre y regresar a ese espantajo, porque ahora, con los hombros inclinados y gimiendo misericordia a los pies de Ragnor, ella parecía nada más que una miserable vagabunda vestida con ropas robadas. Aislinn contuvo un sollozo y se desplomó otra vez en su silla mientras su madre lloraba más fuerte.

Ragnor levantó furioso su puño y amenazo a la mujer.

—Te atreves a engalanarte con ricas vestiduras y a pavonearte delante de tus señores como una dama de la corte. Puerca sajona. ¡De nada te valdrá, porque haré que los lobos trituren tus huesos miserables!

Se inclino para apoderare de ella, pero el puno de Wulfgar golpeo con fuerza sobre la mesa.

—¡Alto! —ordenó él—. No hagas daño a esa mujer, porque ella está aquí y se ha vestido así a mi pedido.

Ragnor retrocedió y enfrentó al otro.

—¡Wulfgar, estás sobrepasándote! ¡Pones a esta vieja bruja por encima nosotros! ¿Esta es la forma que tiene Guillermo de distinguir a los lores que se nos resisten y a todos sus parientes, poniéndolos por encima de nuestros héroes que tomaron el campo y se ganaron el día?. Me privas de mi recompensa, me humillas delante de los patanes sajones y...

—No dejes que la cólera enturbie tu visión, Ragnor —replicó Wulfgar—. Porque seguramente puedes darte cuenta de que esos pobres desdichados ya no toleran ver a su antigua señora reducida a tener que comer como los perros. Por ella, podrían tomar las armas y levantarse contra nosotros. No quedaría más remedio que matarlos, hasta que solamente quedaran ancianos y criaturas de pecho para servirnos. ¿Acaso piensas que nosotros, soldados del duque, deberíamos cultivar los campos y ordeñar las cabras? ¿O es mejor dejar a estos sajones un poco de orgullo, para calmar sus temores y hacer que cumplan nuestras ordenes, hasta que seamos efectivamente dueños de la tierra y para ellos sea demasiado tarde para levantarse en contra de nosotros? Yo no les entrego nada, pero al final ellos pagaran mis impuestos y yo seré quien saldrá ganando. Ningún mártir sufrió jamás en comodidad. Ningún santo murió jamás entre oro y sedas. Esto no es más que un gesto mío hacia ellos. Ella todavía es la señora para ellos. Y ellos no sabrán que ella sólo sirve a mi voluntad.

Ragnor meneó la cabeza.

—Wulfgar, no tengo dudas de que, si Guillermo llegara a morir, tú acabarías demostrando que eres su hermano perdido hace tanto tiempo y que tratarías de abrirte camino hasta la corona. Pero óyeme bien. —Sonrió con expresión venenosa.— Si llegaras a equivocarte, en realidad ruego que así suceda, yo seré quien levantará el hacha que separará tu bastardo corazón de esos labios elocuentes que hablan de virtud y que atraen a los hombres de valía hacia un cruel final.

Con una burlona reverencia, abandonó la estancia. Cuando la puerta se cerró violentamente detrás del caballero moreno, Aislinn corrió al lado de su madre. Trató de calmarla, porque la mujer todavía se agitaba en el suelo y gemía confundida, sin saber que su atormentador se había marchado. Aislinn le rodeó los hombros con su brazo, le sostuvo la cabeza contra su pecho y la acarició mientras le susurraba suavemente al oído.

Con un sobresalto, Aislinn notó que Wulfgar había ido hacia ellas. Levantó la mirada y vio que él observaba a Maida con algo que parecía compasión.

—Llévala a su habitación y cuida de ella.

Aislinn se irguió irritada ante esta orden no pedida, pero él ya le había vuelto la espalda y caminaba a grandes trancos hacia la puerta. Se quedó mirándolo un momento, furiosa porque él podía usar tan fácilmente el orgullo de ellas para sus propios fines, pero volvió enseguida su atención a su madre y la ayudó a ponerse de pie.

Lentamente, llevó a Maida escaleras arriba y a la que hasta hacía poco fuera su propia habitación. Allí, con ternura nacida del amor, calmó lo mejor que pudo los temores de su madre, la metió en la cama y empezó a acariciarle el cabello con hebras de plata, mientras los gemidos de la mujer iban convirtiéndose en sollozos y los sollozos en respiración entrecortada y en un sueño inquieto. La habitación quedó en silencio cuando Maida se tranquilizó, y Aislinn, sin hacer ruido, puso un poco de orden en el lugar, porque la búsqueda de botín por parte de los saqueadores había dejado todo revuelto.

Aislinn fue hasta la ventana y entreabrió los postigos para dejar entrar la tibia brisa de la mañana. Al hacerlo, oyó una voz monocorde y reconoció las palabras que pedían veinte latigazos. Se asomó a la ventana y ahogó una exclamación al ver el panorama que tenía ante sus ojos.

Kerwick, desnudo hasta la cintura, estaba atado al armazón de madera levantado en la plaza del pueblo, y Wulfgar se encontraba de pie a su lado, sin el yelmo, los guantes y la cota de mallas que colgaban de su espada, la cual estaba clavada en el suelo para sostener esas prendas. Así desarmado, pero como un lord, se disponía a administrar el castigo. Tenía un trozo de cuerda del largo de un brazo, que había sido destejido en los dos tercios de su longitud, y con pequeños nudos en los extremos de cada cabo destejido. Cuando terminaron las palabras, la brisa murió y la escena pareció quedar congelada un momento. Después, el brazo de Wulfgar se elevó y cayó con un sonido sibilante, y Kerwick saltó contra sus ligaduras. Un gemido bajo se elevó fugazmente de los aldeanos reunidos, y nuevamente el brazo de Wulfgar subió y cayó. Esta vez el gemido salió de los labios de Kerwick. En el tercer golpe nuevamente él guardó' silencio, pero con el cuarto, un breve grito fue arrancado de sus labios cuando su espalda se volvió de fuego bajo los azotes. Para el décimo latigazo, sus gritos se convirtieron en un estertor y al decimoquinto el desdichado sólo se sacudió convulsivamente contra las ataduras cuando cayó el látigo. Cuando fue aplicado el golpe número veinte, los aldeanos suspiraron aliviados y Aislinn se apartó de la ventana, sollozando, sin aliento, congestionada y mareada, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante todo el castigo.

Salió corriendo de la habitación y sus sollozos se convirtieron en maldiciones ahogadas. Con el rostro bañado en lágrimas, bajó corriendo y luchó contra el peso de la gran puerta. Sintiéndose una parte del dolor del joven, corrió al lado de Kerwick. Pero él colgaba sin sentido de la armazón de madera y ella giró y enfrentó a Wulfgar con una furia nacida de la frustración.

—¡De modo que tienes que apoderarte de este pobre hombre y sacarlo de entre los perros, para desahogar tus caprichos sobre su espalda indefensa! —gritó—. ¿No basta con haberle robado sus tierras y haberlo convertido en un esclavo?

Wulfgar había dejado caer el látigo con el último golpe, se había vuelto y estaba limpiando la sangre de Kerwick que le manchaba las manos. Ahora habló, con rígido autocontrol.

—Mujer, este tonto trató de matarme en medio de mis propios hombres. Te dije entonces que su destino estaba sellado y que no te entrometieras.

—¿Eres tan encumbrado, milord —dijo ella en tono despectivo— que te vengas con tus propias manos de este hombre que vio maltratar a su prometida ante sus ojos?

Wulfgar no se sentía a gusto y su ceño se ensombreció. Se acercó un paso y habló en tono más duro.

—Fue mi corazón el que quiso él atravesar. Así, es mi brazo el que debe desollarle la espalda y aplicar el justo castigo.

Aislinn levantó el mentón y abrió la boca para hablar, pero Wulfgar continuó.

—¡Míralos! —Señaló con el brazo, abarcando al grupo de aldeanos—. Ahora, ellos saben que cualquier temeridad será castigada y que el látigo puede arrancarles el pellejo como hizo con él. De modo que no me regañes con tus protestas de inocencia, Aislinn de Darkenwald, porque también fue tu juego. Y tú, que ocultaste la verdad, debes sufrir también algo del dolor de él. —Sus ojos grises la atravesaron.— Agradece que tu tierna espalda no sufrirá un castigo similar. Pero de esto puedes aprender que mi mano no se detendrá siempre.

Sin decir más, Wulfgar se volvió a sus hombres.

—Ahora rapad a este tonto —ordenó—. Después dejad que sus compañeros salen sus heridas y lo consuelen. ¡Sí, rapadlos a todos! Que por esta temporada, sigan la moda normanda.

Aislinn lo miró con cierta confusión y sólo entendió el significado de sus palabras cuando el cabello de Kerwick fue cortado y su barba afeitada con una hoja bien asentada.

Un nuevo murmullo se elevó del grupo de aldeanos y los hombres dieron media vuelta para escapar, pero encontraron el camino bloqueado por los normandos y fueron atrapados uno por uno y arrastrados de vuelta a la plaza, donde sufrieron una parte del destino de Kerwick. Algunos se incorporaron abochornados, frotándose los mentones afeitados y los rizos cortados, y huyeron a ocultarse de los ojos de los demás, mortalmente avergonzados porque ahora llevaban la marca de los normandos y habían perdido su gloria sajona.

La furia de Aislinn recobró su tono y ella dejó la plaza para regresar, con paso decidido, a la habitación del lord.

Allí encontró las tijeras de su madre. Había desatado su cabello, y con ira irracional estaba llevando la herramienta a sus brillantes guedejas, cuando la puerta se abrió de repente. Un golpe le adormeció la muñeca, y las tijeras cayeron de sus dedos entumecidos. Lanzó una exclamación de sobresalto cuando una gran mano la aferró del hombro y la hizo volverse. Unos helados ojos de acero la miraron llenos de cólera.

—Me provocas demasiado, muchacha —gruñó Wulfgar—. Y te lo advierto ahora. ¡Por cada rizo que te cortes, el látigo caerá una vez sobre tu espalda!

Las rodillas de Aislinn temblaron y ella se estremeció de miedo, porque no sabía hasta qué tormentosas alturas podía llegar la cólera de él. Era una furia tan violenta que hacía que la de ella pareciera insignificante, y bajo esa garra de hierro, sintió la idiotez de sus actos y sólo pudo susurrar, roncamente:

—Sí, milord. Me rindo. Por favor, me haces daño.

La mirada de Wulfgar se suavizó y sus manos se deslizaron alrededor de ella y la atrajeron con fuerza. Su voz sonó ronca cuando susurró:

—Entonces, ríndete completamente a mí. Ríndete y entrégame todo.

Por un largo momento, sus labios parecieron fundirse bajo el beso apasionado de él, pero aun en este rudo abrazo ella sintió que se ablandaba interiormente y que de esa boca exigente empezaba a difundirse un calor que la invadía rápidamente y la privaba de su voluntad.

Él apartó los labios y la miró intensamente, con ojos brumosos e inescrutables. Entonces ella fue arrojada de espaldas sobre la cama. A largas zancadas, él fue hasta la puerta, se volvió y la miró, esta vez con desaprobación.

—¡Mujeres! —exclamó con un bufido, y cerró violentamente la puerta tras de sí.

Aislinn quedó mirando fijamente la puerta y se sintió más confundida de lo que había parecido estar él. Estaba pasmada por su propia reacción. Su mente giraba sobre sí misma en total desconcierto. ¿Qué clase de hombre era él, que ella podía odiarlo tan intensamente y encontrar, al mismo tiempo, placer en sus abrazos? Sus labios respondían a los de él en contra de su voluntad, y su cuerpo se rendía casi gozosamente a la fuerza más grande de él.

Wulfgar salió de la casa y ladró una orden a sus hombres mientras Sweyn se le acercaba con la cota de mallas y el yelmo.

—La muchacha es briosa —comentó el vikingo.

—Sí, pero aprenderá —dijo Wulfgar en tono cortante.

—Los hombres hacen apuestas sobre quién será el domado —dijo lentamente Sweyn—. Algunos dicen que será el lobo a quien le arranquen los colmillos.

Wulfgar lo miró ceñudo.

—¿Qué saben ellos?

Sweyn asintió y lo ayudó a ajustar la cota de mallas.

—Ellos no entienden como yo tu odio hacia las mujeres.

Wulfgar rió y estiró una mano para apoyarla en el robusto hombro de su amigo.

—Que hagan apuestas, si eso les divierte. Tú y yo sabemos que una doncella puede ser a menudo devorada de un solo bocado antes que pueda meter su mano en la boca del lobo.

Wulfgar levantó la cabeza y estudió el horizonte, más allá del pueblo.

—Ahora vámonos. Tengo deseos de ver esta mi tierra prometida.

La casa señorial quedó silenciosa, con sólo un grupo reducido de hombres de Wulfgar para custodiarla. Aislinn se sintió un poco más cómoda con menos miradas dirigidas hacia ella. Silenciosamente, se dedicó a curar heridas. Wulfgar había dicho a sus hombres que acudieran a ella para atenderse sus lesiones, y Aislinn pasó la mayor parte del día en esa tarea. Hacia el atardecer, ya había limpiado y cauterizado con alivio la última herida, porque el desagradable olor a piel chamuscada y la vista de carnes abiertas habían terminado por afectarle el estómago. Sin embargo, pese a todo eso, pensaba en alguien que necesitaba su atención y se preguntaba dónde lo habrían llevado. Poco tiempo después, lo averiguó. Dos siervos trajeron a Kerwick a la gran sala y lo depositaron suavemente entre los perros. Los podencos se agruparon a su alrededor, ladrando y tirando de sus cadenas, y Aislinn los apartó frenéticamente.

—¿Por qué lo dejáis aquí? —preguntó a los campesinos, girando para enfrentarlos.

Apenas reconoció, con el pelo cortado y las caras afeitadas, a dos hombres nacidos en la aldea y que le llevaban a ella unos veinte años.

—Fueron órdenes de lord Wulfgar, milady. No bien fueran saladas sus heridas y él volviera en sí, teníamos que traerlo aquí, con los perros.

—Vuestros ojos os engañan, por lo que veo —dijo ella con un poco de cólera, señalando a Kerwick, quien todavía yacía inconsciente.

—Milady, se desmayó cuando veníamos con él hacia aquí.

Aislinn los despidió con un ademán de impaciencia, se arrodilló junto a su prometido y empezó a derramar abundantes lágrimas.

—Oh, Kerwick, que tengas que sufrir a causa mía...

Recordando con miedo la clara advertencia de Wulfgar sobre la capacidad del látigo para desgarrarle su propia carne, Aislinn examinó la obra del normando y sintió un nuevo pavor que crecía en su interior y le conmovía los sentidos.

Ham vino con hierbas y agua, y con el rostro bañado en lágrimas. Con el pelo bien corto, su juventud era todavía más evidente. Cayó de rodillas junto a ella y le entregó lo que traía, sin apartar la vista de la espalda lacerada de Kerwick. Cuando estaba preparando la mixtura y convirtiéndola en un oloroso ungüento, Aislinn se detuvo para apartar de sus ojos un mechón de cabellos y vio la expresión dolorida de Ham. El muchacho sintió la mirada de ella y bajó la cabeza.

—Lord Kerwick siempre fue bueno conmigo, milady —murmuró el muchacho—. Y ellos me hicieron presenciar esto. Nada pude hacer para socorrerlo.

Aislinn se inclinó y empezó a extender el denso ungüento sobre la carne herida de Kerwick.

—Ningún hombre de sangre inglesa hubiera podido hacer nada. Esto fue una advertencia de ellos para todos nosotros. Su justicia caerá rápidamente y con dureza. Seguramente, matarán a la próxima persona que los ataque.

La cara del joven se crispó en un momento de odio.

—Entonces, dos pagarán con sus vidas. El que asesinó a vuestro padre, y este Wulfgar, que os ha deshonrado y que ha hecho esto a lord Kerwick.

—No te dejes dominar por la locura —advirtió Aislinn.

—La venganza será dulce, milady.

—¡No! ¡No debes buscar semejante cosa! —gritó Aislinn, preocupada— Mi padre murió como un héroe,' en combate, y con su espada en la mano. A no pocos de ellos se los llevó consigo. Sí, sus canciones serán cantadas hasta mucho después que este invasor se aleje de nuestra tierra. Y en cuanto a estos azotes, fue la cosa más benigna, porque Kerwick, seguramente, con su acción temeraria se jugó la cabeza. Wulfgar no me deshonró, fue el otro, Ragnor. Aquí hay un motivo para vengarse, si lo hubo alguna vez. Pero óyeme bien, Ham. La venganza me corresponde a mí y yo la buscaré, y por todo lo que es sagrado, derramaré la sangre de ese normando. —Se encogió de hombros, y nuevamente habló con lógica— Pero hemos sido derrotados, y por un tiempo debemos resignarnos. No hay que lamentar las perdidas de ayer, sino buscar las ganancias de mañana. Ahora vete, Ham, y no hagas que tu espalda sufra por tu estupidez.

El muchacho hizo ademán de hablar, pero después se rindió ante la sabiduría de ella y se retiró de la habitación. Aislinn volvió nuevamente a su tarea y se encontró con los ojos azules de Kerwick, que la miraban fijamente.

—¡Locura! ¡Temeridad! ¡Tontería! Fue tu honor lo que yo traté de salvar —dijo él.

Trató de moverse, pero se retorció de dolor y renuncio.

Aislinn quedó conmovida por el amargo rencor de él y no trató de defenderse.

—Buscas tu venganza de una manera extraña. Entras casi gozosamente en la habitación de él y sin duda que tratas de matarlo tendiéndote debajo de su cuerpo. ¡Maldición! ¡Maldición! —gimió roncamente—. ¿Tu promesa nada significa? ¡Tú eres mía! ¡Eres mi prometida!

Otra vez trató de moverse pero volvió a desplomarse en el suelo.

—Oh, Kerwick —dijo Aislinn suavemente—. Escúchame. Quédate quieto, por favor. —Lo empujó con fuerza.— La poción pronto calmará el dolor y empezará a sanar tus heridas, pero me temo que ninguna medicina podrá calmar la herida que me causa tu lengua. Fui tomada contra mi voluntad. Escucha mis palabras y no te enfades tanto. Estos son caballeros bien armados, y tú ahora no eres más que un sirviente, sin una espada para hacer valer tu voluntad. A fin de que tu cabeza no caiga sobre el polvo de la plaza, te ruego que no busques lo que ahora debe ser hecho por la herramienta de un cobarde. Sabes que los castigos de ellos serán severos, y yo no quiero verte sufrir por la poca honra que me queda. Nuestro pueblo necesita una voz que obtenga algo de justicia y yo no los dejaré sin nadie que interceda por ellos. Ahora hazme caso. No me hagas cavar otra tumba al lado de la de mi padre. No puedo cumplir promesas rotas contra mi voluntad ni voy a obligarte a tomar una novia deshonrada. Yo cumplo mi deber cuando veo que es necesario. Se lo debo a estos pobres infelices que aceptaron a mi padre como señor y cumplieron hasta el final las órdenes de él. Si puedo aliviar sus sufrimientos en pequeño grado, aunque sea, lo haré de buena gana. De modo que no me juzgues con demasiada dureza, Kerwick, te lo ruego.

Kerwick sollozó lastimosamente.

—¡Yo te amaba! ¿Cómo puedes dejar que otro hombre te abrace? Sabes que yo te deseaba como cualquier hombre desea a la mujer que ama, sin embargo, sólo se me permitía soñar que te tenía en mis brazos. Tú me rogaste que no te deshonrara antes de nuestra boda y yo, como un tonto, accedí. Ahora has elegido a ese como amante, tan fácilmente como si él fuera un enamorado al que conoces desde hace tiempo. Cómo me hubiera gustado tomarte como era mi deseo. Quizá, entonces, habiéndote poseído, podría expulsarte de mi mente. Pero ahora, sólo puedo atormentarme pensando en el placer que das a mi enemigo.

—Te ruego que me perdones —murmuró Aislinn suavemente—. No sabía que te lastimaría tan dolorosamente.

El no pudo soportar la amabilidad de ella y sepultó el rostro entre la paja y sollozó roncamente. Aislinn, muy apesadumbrada, se levantó y se alejó, pues comprendió que no podía calmar más el dolor de él, ni el de su espalda ni el de su alma. Dios mediante, quizá el tiempo hiciera lo que ella no podía hacer.

Llegó un leve sonido desde la puerta y Aislinn levantó la vista y vio a Wulfgar de pie, con las piernas separadas, los guanteletes en la mano, mirándola con sus ojos grises. Bajo esa mirada, ella se ruborizó y se preguntó, inquieta, qué podía haber alcanzado a oír él, pero se tranquilizó enseguida al recordar que el normando no entendía la lengua sajona.

Dio media vuelta y subió corriendo la escalera, sintiendo que los ojos de él la seguían, y sólo se sintió más tranquila cuando estuvo a salvo detrás de la puerta de la habitación.

Con un sollozo, se arrojó sobre la cama para dar rienda suelta a su dolor, y sintió como si todas las penas del corazón del mundo fueran ahora de ella. Kerwick no podía comprender su elección, por qué había tomado al lord normando. Él la consideraba una perra que se arrastraba a los pies del bastardo y se entregaba, para escapar a unos pocos sufrimientos. Lloró más fuerte cuando pensó en ese normando y, sus desprecios, y golpeó la almohada con las manos, llena de rencor odiándolo con todo su ser.

Él cree que me tiene aquí para satisfacer sus caprichos, protestó en silencio. Pero el lobo tiene mucho que aprender, porque aún no me ha tenido y jamás me tendrá mientras yo pueda burlar su simple lógica normanda. Y antes, será domado.

Tan absorbida estaba Aislinn en sus pensamientos, que no oyó que se abría y cerraba la puerta de la habitación y se sobresaltó violentamente cuando Wulfgar habló.

—Pareces decidida a hacer desbordar el canal con tus lágrimas.

Ella se volvió, y de un salto salió de la cama y lo miró con furia Cesó de sollozar cuando se volvió hacia él y alisó su cabellera en desorden Sus ojos todavía estaban enrojecidos por el llanto, pero esto fue parcialmente disimulado por los relámpagos de ira que brotaron de sus pupilas.

—Mis problemas son muchos, lord Wulfgar, pero en su mayoría parecen originarse en ti —dijo despectivamente—. Mi padre asesinado mi madre maltratada como una esclava, mi hogar saqueado y mi honra brutalmente destruida. ¿Acaso no tengo motivos para llorar?

Wulfgar la había seguido con la mirada y ahora una sonrisa hizo desaparecer la dureza de su rostro. Puso una silla frente a ella y se sentó. Mientras la observaba, empezó a golpearse los muslos con los guanteletes.

—Acepto que hay motivos para las lágrimas, de modo que llora y no temas ningún mal de mí. Ciertamente, veo que en estos momentos tienes mas fortaleza que la mayoría de las mujeres. Soportas bien tu carga. —Rió con ligereza.— En realidad, la desdicha parece llevarse de acuerdo contigo. —Se levantó y se le acercó, hasta que ella tuvo que levantar el mentón para mirarlo a los ojos-Porque, en verdad, arpía mía, te pones más hermosa a cada momento. —Su rostro se endureció —Pero hasta una joven hermosa debe conocer a su amo. —Levantó sus guanteletes y los dejó caer a los pies de ella— Recógelos, y sabe que, al hacerlo, eres mía. Como estos guantes, eres propiedad mía y de nadie más.

Los ojos de Aislinn relampaguearon rebeldes.

—No soy una esclava —afirmó con altanería— ni un guante que puede ser usado y después arrojado a un lado sin pensarlo dos veces.

Él enarco las cejas y sus labios se curvaron en una sonrisa lenta sardónica. Sus ojos eran como acero frío, como arietes contra la fortaleza de la voluntad de ella.

—¿No eres mía, damisela? Yo podría hacerlo. Sí, podría. Podría montarte en este momento y cabalgar entre tus muslos, y después partir a mis tareas sin pensar en ti. Te colocas demasiado alto, porque ciertamente, eres una esclava.

—No, lord —dijo Aislinn quedamente, pero con una suave determinación que hizo vacilar la resolución de él—. Una esclava está más allá de la muerte y no ve otro camino fuera de la miserable obediencia. Si se llega a eso y no me queda otro camino, no vacilaré en elegir esa liberación.

Wulfgar puso su ancha mano debajo del mentón de ella, la atrajo hacia sí y la sostuvo inmóvil frente a él. Sus ojos se suavizaron y adquirieron un tono gris tormentoso, y su frente se arrugó un momento cuando pudo sentir la resistencia pasiva de ella.

—Sí —murmuró suavemente él—. No eres esclava de ningún hombre, creo. —Retiró la mano y se volvió, con movimientos súbitamente bruscos.— Pero no te extralimites, damisela. —La miró por encima de su hombro.— A fin de que yo no lo piense dos veces y resuelva hacerte una demostración en sentido contrario.

Ella enrojeció bajo la mirada fija de él.

—¿Y en ese momento, lord, qué sucederá? —replicó ella—. ¿Seré solamente una hembra más para tu placer, por un tiempo, y después me olvidarás, como a sus guantes? ¿Ninguna mujer ha perdurado en tus pensamientos?

Wulfgar rió suavemente.

—Oh, ellas han jugado y levantado sus faldas. Pero yo me he solazado con ellas y ninguna sobrevivió mucho en mi recuerdo.

Aislinn vio cercana su victoria y curvó suavemente sus cejas, imitando la actitud despreocupada de él.

—¿Ni siquiera tu madre? —preguntó burlonamente, y creyó haber, ganado la discusión.

Inmediatamente se sintió transida de miedo. El rostro de él se ensombreció, sus ojos relampaguearon. Y mientras él temblaba de ira, ella creyó que un golpe tremendo caería en cualquier momento sobre ella.

Aislinn quedó confundida. La transformación de él h-No —dijo él, con los dientes apretados—, ¡Menos que todas, esa noble dama!

Giró sobre sus talones y abandonó la habitación con pasos largos y furiosos.

Aislinn quedo confundida. La transformación de él había sido tan repentina que ella supo, sin lugar a dudas, que esa madre no encontraría amor en su hijo bastardo.