22

ERA pleno verano y el niño en el vientre de Aislinn crecía juntamente con el castillo. La gente observaba las dos cosas, el aspecto radiante de ella, que parecía vivificar con energía el aire a su alrededor, y el castillo, con la sensación de seguridad que contenía la promesa de Wulfgar de protegerlos.

Sin embargo, apareció una nueva amenaza. Hasta los siervos y los campesinos encontraron bajo la guía de Wulfgar una riqueza que nunca habían conocido y poco después una banda asesina de malandrines y ladrones descubrió las riquezas de estas tierras florecientes.

Wulfgar puso patrullas para que recorriesen los caminos y advirtiesen a los extraños, pero hasta esto resultó inútil y varias veces las familias se vieron obligadas a huir hacia la casa mientras sus hogares eran saqueados y destruidos.

Fue por casualidad que Wulfgar encontró un método más rápido de dar la alarma.

Aislinn se había retirado al fresco refugio de sus habitaciones después de la comida del mediodía, para descansar un poco del bochornoso calor del día de finales de junio. Se quitó su vestido y quedó solamente con la liviana camisa de lino. Sintiéndose un poco desaliñada por el intenso calor, empezó a mejorar su apariencia. Se salpicó agua sobre la cara y la frescura del líquido la reconfortó. Tomó el espejo de plata que Beaufonte había comprado para ella en la feria de Londres y empezó a peinar sus cabellos, pero al oír la voz de Wulfgar abajo en el patio, fue hasta la ventana y se asomó.

Los tres caballeros y Sweyn estaban con él y los cinco vestían su equipo de batalla, pues no querían ser tomados por sorpresa si llegaba otra alarma. Habían regresado de Cregan poco antes de mediodía y ahora descansaban a la sombra de un árbol, antes de partir otra vez para hacer una amplia recorrida por la campiña.

Aislinn llamó varias veces a su marido pero las voces de los otros se imponían a la de ella y él no la oyó. Por fin, frustrada, dio un paso atrás, pero los rayos del sol dieron en la superficie pulida del espejo que ella tenía en la mano y el haz de luz se reflejó y llegó hasta los hombres que estaban abajo. Wulfgar se puso inmediatamente de pie, miró hacia la fuente del resplandor protegiéndose los ojos con la mano y vio a su esposa en la ventana. Aislinn bajó el espejo y rió, contenta de haber llamado por fin su atención, y lo saludó con la mano pues no tenía nada importante que decirle. Con una sonrisa, él respondió el saludo y estaba sentándose una vez más contra el árbol cuando se irguió otra vez y se puso de pie de un salto. Aislinn lo miró intrigada. Él corrió hacia la casa y pronto ella oyó sus pisadas en la escalera. Instantes después, él estuvo a su lado y le arrebató el espejo de la mano.

Wulfgar fue hasta la misma ventana donde había estado ella, experimentó con el espejo y pronto atrajo la atención del grupo de abajo. Rió satisfecho, hizo girar el objeto en sus manos y fue hasta su esposa para besarla en la boca. Como ella pareció sorprendida, él rió por lo bajo y explicó.

—Señora, creo que te has ganado el día. No más patrullas que cansan a los hombres y los caballos por igual. —Levantó el espejo como si fuera un tesoro.— Sólo unos pocos muchachos en las cimas de las colinas con objetos como éste, y tendremos a los ladrones.

Rió y otra vez la besó con ardor antes de salir apresuradamente por la puerta, dejándola desconcertada pero feliz.

Casi una semana después, un grito desde la cima de la torre del castillo hizo que los caballeros se equiparan completamente para la batalla y la aldea quedó casi vacía, mientras los hombres corrían a tomar sus armas. Una señal con un espejo de uno de los vigías había advertido de la proximidad de un grupo de incursores.

Wulfgar salió con su pequeño ejército, muchos de a dos y hasta de a tres en cualquier cabalgadura que pudieron encontrar. Tomaron el sendero que iba hacia el sur, hacia Cregan, que estaba a una hora de marcha al paso y a media hora de galope desde Darkenwald.

La trampa fue montada en una curva encajonada, donde la carga de Wulfgar sería cuesta abajo y tendría así más peso. Los hombres se ocultaron cuidadosamente entre los arbustos y en las laderas para atacar a los incursores con piedras y flechas, y la bien entrenada banda de arqueros de Wulfgar cerrarían la retirada. Así quedó preparada la emboscada.

Wulfgar, Sweyn y los caballeros mantuvieron sus caballos quietos, a buena distancia de la curva. Pronto se oyeron risas y gritos de los bandidos que se acercaban, sin sospechar que su presencia había sido descubierta y el camino bien guardado. Aparecieron los líderes, hablando en voz alta y luciendo el botín de su último ataque. Súbitamente se detuvieron al ver a los cuatro caballeros y al gigantesco nórdico delante de ellos. Sus risas se les congelaron en las gargantas, y detrás de ellos, los otros se acercaron para ver qué sucedía. Wulfgar bajó su lanza y se inclinó hacia adelante sobre su silla. El camino tembló bajo los cascos de los cinco caballos. Los ladrones gritaron y trataron de huir, y el camino se convirtió en una maraña de cuerpos que tropezaban.

Un ladrón, más valiente que el resto, clavó la contera de su lanza en la tierra y sostuvo la punta en alto para recibir la carga, pero la gran hacha de Sweyn silbó y seccionó el brazo del hombre, y la lanza no pudo causar ningún daño. El ladrón gritó y se agarró el muñón con la otra mano; poco después murió cuando la lanza del vikingo le atravesó el pecho. La lanza de Wulfgar atravesó a otro y lo clavó en el suelo. Entonces la larga espada se elevó y dejó una huella de sangre por donde pagaron los cascos del gran caballo.

Todo terminó enseguida. Algunos habían tratado de escapar y ahora yacían en tierra, atravesados por las flechas. Un moribundo dijo que el campamento de los ladrones estaba ubicado profundamente en el pantano, y allí Wulfgar llevó a sus hombres cuando los cadáveres hubieron sido despojados del botín y las armas y arrastrados fuera del camino.

Wulfgar encontró la miserable guarida en medio de turberas. Los ocupantes del campamento habían sido avisados y huyeron internándose más profundamente en el pantano, dejando atrás sus posesiones. Cuatro esclavos desnudos, encadenados al aire libre, habían sido maltratados para diversión de los ladrones. Sus costillas sobresalían por el hambre que habían pasado. Cuando fueron liberados y alimentados, se arrodillaron y agradecieron humildemente. Uno de los esclavos liberados era una muchachita que no había huido lo suficientemente rápido de los ladrones. Otro era un caballero normando, quien había caído herido lejos de allí; los otros dos eran siervos y habían sido secuestrados de una pequeña aldea al oeste de Londres.

Wulfgar y sus hombres sólo se demoraron lo suficiente para registrar las chozas y sacar las pocas cosas de valor que pudieron hallar. Montaron a los cuatro liberados en caballos capturados y enseguida pusieron fuego a todo el lugar, como advertencia a otros ladrones que quisieran ocultarse allí.

La muchacha fue devuelta a su familia entre gritos, de alegría y los otros se quedaron en la casa señorial hasta que recuperaron sus fuerzas para regresar a sus lugares de origen. Darkenwald volvió a dedicarse pacíficamente a sus labores.

Sin embargo, había quienes parecían no poder adaptarse a la vida de allí. Gwyneth se sentía frustrada y llena de rencor, pues se percataba de que era poco más que una huésped y que tenía que vivir de la caridad del lord y la lady de la mansión. Hasta Haylan había cesado de prestarle atención y empezaba a apartarse. Como ya no encontraba más caridad en Gwyneth, la joven viuda se ocupaba de su bienestar y del de su hijo y no se hacía tiempo para conversar y conspirar con la otra mujer. Gwyneth sentíase muy solitaria, pero pronto comprobó que, sin enfrentar directamente a Aislinn, podía obtener algo de venganza llevando a Maida historias muy adornadas sobre la crueldad de Wulfgar para con su esposa, y en cada oportunidad que se le presentaba, se dedicaba a debilitar la cordura ya amenazada de la mujer. Ver a Maida huyendo apresuradamente del camino de Wulfgar producía placer a Gwyneth, y sus ojos claros refulgían cuando una y otra vez atormentaba a la pobre mujer con temores acerca de su única hija. Una buena mentira valía el desgaste de un año y corroía la confianza de la mujer, y con este fin, Gwyneth se afanaba en buscar la compañía de Maida.

Maida vigilaba atentamente a su hija cuando ella venía a la cabaña para atenderla y cuando la veía en las cercanías, buscando señales delatoras de malos tratos. En cambio, la radiante felicidad de Aislinn no hacía más que sumirla en una confusión más profunda.

Los días calurosos de julio transcurrían con lentitud y Aislinn perdió la última traza de esbeltez. Ahora caminaba lentamente y con mucho cuidado, porque los movimientos rápidos no estaban dentro de sus capacidades. De noche se acurrucaba junto a la espalda de Wulfgar y muchas veces los dos fueron despertados por los fuertes movimientos de la criatura. Ella nunca podía ver el rostro de su marido en la oscuridad de su habitación. Con el calor de julio, no había necesidad de encender fuego en el hogar; por lo tanto, ella no podía adivinar el humor de él y se preocupaba pues creía que lo molestaba demasiado, pero los besos de él calmaban sus temores y acallaban sus disculpas. El se mostraba amable con ella y muchas veces su brazo la ayudaba en sus desplazamientos.

En pocos días más, su carga descendió, y ahora hasta sentarse le costaba trabajo. Cuando tomaba las comidas, continuamente debía acomodar su peso para calmar el dolor de su cintura, y apenas picoteaba los alimentos y escuchaba a medias la conversación que flotaba a su alrededor, sin intervenir verbalmente en ella, sólo asintiendo o sonriendo cuando una pregunta o una afirmación le era dirigida.

Ahora, sentada junto a Wulfgar, súbitamente ahogó una exclamación y se llevó una mano a su vientre tenso y redondo, sorprendida por el vigor con que se movía el niño. Wulfgar la tomó del brazo y la miró preocupado, pero ella le respondió con una sonrisa tranquilizadora.

—No es nada, mi amor —murmuró suavemente—. Es sólo que el niño se mueve. —Rió animada.— Se mueve con toda la fuerza de su padre.

Había empezado a pensar más y más en que Wulfgar era el padre de su hijo, incapaz de soportar la idea de que, en cambio, pudiera ser Ragnor, pero supo que había empleado las palabras equivocadas pues Gwyneth hizo una mueca maliciosa.

—A menos que sepas algo que nosotros ignoramos, Aislinn, parece que la sangre de tu hijo está muy en duda. En realidad, podría ser completamente sajón.

Dirigió una mirada perversa a Kerwick, quien la miró sorprendido y enseguida enrojeció al comprender la intención de ella, y en su prisa por tranquilizar a Wulfgar, tartamudeó una lastimosa negativa.

—No, milord, no ha sido así. Quiero decir... —Miró desconsolado a Aislinn y se volvió a Gwyneth, encendido de cólera.— ¡Una mentira! ¡Vos mentís!

Wulfgar sonrió aunque su tono no sugirió buen humor cuando se dirigió a su hermana.

—Con tu encanto habitual, has lanzado otra conjetura para nuestro entretenimiento, Gwyneth. Creo recordar que el villano fue Ragnor, y no este pobre muchacho.

La cólera de Gwyneth salió a la superficie cuando replicó, con una mueca de desprecio.

—Te pido que lo pienses bien, Wulfgar. Sólo tenemos la palabra de tu esposa y las vagas afirmaciones de algunos tontos borrachos para apoyar la historia que ella contó, de que Ragnor le puso una mano encima alguna vez. Ciertamente, yo dudo que sir Ragnor la haya siquiera tocado o que pudiera actuar en la forma en que ella lo acusa.

Mientras Aislinn ahogaba una exclamación ante el retorcido razonamiento, Kerwick se atragantó y se puso de pie.

—Maida vio personalmente que su hija era arrastrada por esa escalera —dijo—. ¿Vais a decir que él no le hizo nada?

El rostro de Wulfgar se había puesto duro, y cuando Gwyneth replicó, él la miró sombríamente ceñudo.

—¡Maida! ¡Ja! —exclamó Gwyneth, y levantó una mano con expresión de disgusto—. Esa loca estúpida no es de confiar.

Aislinn se obligó a conservar la calma y murmuró suavemente:

—A su debido tiempo, Gwyneth, se sabrá la verdad. En cuanto a Kerwick, él o yo estuvimos encadenados más allá de la época en que él hubiera podido ser el padre. Eso deja solamente a dos y yo niego al primero, como le niego los buenos modales con que algunas lo tratan.

Gwyneth se volvió furiosa y la miró con odio, pero Aislinn continuó en tono sereno.

—Y yo ruego, Dios mediante, que el tiempo demuestre que Wulfgar es el padre. En cuanto a lo que dices acerca de que el amable Ragnor no sería capaz de maltratar así a una dama, te pido que recuerdes, buena Gwyneth. —Se inclinó hacia adelante y pronunció cuidadosamente cada palabra.— El mismo Ragnor afirmó que él había sido el primero.

La furia de Gwyneth no se calmó con su derrota. Sin pensarlo, aferró un tazón y lo levantó, como si fuera a arrojárselo a Aislinn. Pero Wulfgar, con un fuerte rugido, se puso de pie de un salto y golpeó la mesa con ambas manos. Su cólera paralizó a su hermana.

—Ten cuidado, Gwyneth —dijo casi gritando—. Estás sentada a mi mesa y no permitiré que vuelvas a cuestionar la paternidad del niño. Es mío porque yo lo hice. Te ordeno que procedas con cuidado si quieres seguir viviendo aquí.

La furia de Gwyneth dejó lugar a una amarga frustración. Los ojos se le llenaron de lágrimas y ella se sacudió con los sollozos, pero volvió a dejar el tazón sobre la mesa.

—Wulfgar, lamentarás el día en que pusiste sobre mí a esta zorra sajona y me negaste el poco honor que me quedaba.

Con una última mirada de rencoroso desprecio hacia Aislinn, se puso de pie y subió a su habitación.

Su reserva la abandonó cuando cerró la puerta tras de sí y se arrojó sobre la cama para desahogarse con estremecidos sollozos. Su mente era una confusión de pensamientos atropellados, pero se centraba en un tema candente. Era un destino cruel que su hermano, bastardo normando como era, tuviera que ser quien la despojara de su merecida posición y tomara por esposa a una perra sajona. Pero Ragnor... tembló al recordar su contacto. Ragnor le había prometido mucho más. ¿Aunque era él, en verdad, el padre del hijo de Aislinn? Le quemó el cerebro la idea de que Aislinn estuviese gestando en su seno el fruto de ese bien nacido caballero y que ese hijo pudiera crecer moreno y esbelto, con el rostro de halcón, o tener los ojos negros y soñadores de su amante. Juró silenciosamente que cuando Ragnor regresara, como tenía que hacerlo para sacarla a ella de esta pocilga, se ocuparía de que Wulfgar conociera y sintiera todo el peso de su disgusto.

En el salón, la comida terminó en tenso silencio y cuando Haylan recogía la mesa, Aislinn se puso trabajosamente de pie y enrojeció levemente bajo la mirada divertida de la mujer, que parecía centrada en su abultado vientre. Se volvió avergonzada y rogó a Wulfgar que le permitiera retirarse a su habitación.

—Parece que últimamente me canso con facilidad —murmuró ella.

El se levantó y la tomó del brazo.

—Yo te ayudaré, querida mía.

Lentamente la llevó hasta la escalera y la habitación, donde ella empezó a desvestirse para acostarse. Cuando desprendía su camisa, él se detuvo ante ella y estiró una mano para acariciarle el brillante cabello. Aislinn suspiró, se apoyó en él y Wulfgar se inclinó y la besó detrás de la oreja, donde la piel era suave, blanca y fragante.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Wulfgar.

Aislinn se encogió de hombros y se puso un brazo sobre el vientre.

—Oh, sólo que tienes motivos para odiar a las mujeres —respondió.

Él rió suavemente y le mordió la oreja.

—A algunas mujeres no puedo soportarlas, pero hay otra —cruzó los brazos sobre el vientre redondeado de ella— sin la cual no podría vivir.

Su camisa se abrió y sus pechos llenos, redondeados, se unieron hasta que el profundo valle entre ellos pareció implorar que él lo explorase. Él metió las manos debajo de la prenda y sintió un hambre tremenda en las ingles mientras acariciaba esas curvas suaves y cálidas. Le costó trabajo separarse y dejarla tranquila, y en su interior crecieron dolorosamente sus ansias por que llegara el día en que pudiera satisfacer sus deseos.

Bolsgar había ocupado su sillón acostumbrado frente al hogar y Sweyn se le acercó, mientras el anciano miraba pensativo el fuego mortecino. Kerwick y los demás se retiraron, incómodos por lo que había pasado y ansiosos por marcharse. Sweyn conocía a Wulfgar pero también conocía a Bolsgar y adivinaba su estado de ánimo. La irascible disposición de Gwyneth amargaba profundamente a su padre, quien no sabía cómo tratarla.

Desde arriba llegó el ruido de una puerta al abrirse y cerrarse. Bolsgar levantó la vista y el nórdico lo miró a los ojos y rió mientras intercambiaban un pensamiento silencioso. Wulfgar había preparado su cama con la ansiosa lujuria de un soltero y ahora, bien alimentado, encontraba ese mismo colchón incómodo y nada de su agrado. Los dos contuvieron su hilaridad y levantaron la vista cuando Wulfgar apareció en la cima de la escalera, con expresión ceñuda pero con movimientos retozones y animados. Sin preocuparse de los dos, Wulfgar fue hasta el barril, se sirvió una copa de ale, la vació de un golpe y se sirvió otra. Después fue a sentarse junto a Bolsgar y los tres quedaron largo rato mirando el fuego hasta que Wulfgar murmuró dentro de su copa y Sweyn lo miró intrigado.

—¿Hablasteis, Wulfgar?

Wulfgar bajó la copa y la golpeó sobre el brazo del sillón.

—Sí, dije que este casamiento es un asunto infernal. Si hubiera desposado a una mujer flaca y sosa como Gwyneth, entonces no tendría que preocuparme por no poder dar rienda suelta a mis impulsos.

Bolsgar sonrió por encima de su hombro.

—¿Qué decís vos, Sweyn? ¿Creéis que el ciervo correrá en busca de otra cervatilla?

—Quizá, mi lord —dijo el nórdico, y rió por lo bajo—. El atractivo de la caza siempre es más fuerte que el llamado del amor verdadero.

—Yo no soy un ciervo en celo —dijo Wulfgar—. Hice mis votos con mi propia boca y por propia voluntad. Sin embargo, siento intensamente la trampa del matrimonio, y con una esposa hermosa, es aún más difícil. Me duelen los riñones cuando la miro y no encuentro forma de calmarme. Buscaría otra, pero mis votos me obligan a otra cosa y debo acostarme a su lado lleno de deseos, pero odiando el mero pensamiento.

Bolsgar se puso serio y trató de calmar las ansias del hombre más joven.

—Ten paciencia, Wulfgar —dijo amablemente—. Así es la vida, y verás que el premio es digno del sacrificio.

—Tus palabras no terminan de convencerme —dijo Wulfgar—. No puedo aceptar que alguien tan hermoso traiga nada más que dolor. Siempre debo desenvainar mi espada para cuidar de su honor. Todo mozalbete con un poco de plumón en sus mejillas queda embobado con la sonrisa de ella. Vaya, hasta Gowain sonríe como un idiota ante la menor atención de ella y aún pienso en Kerwick y los recuerdos que pueda tener.

Bolsgar sintióse picado porque Wulfgar cuestionó el honor de Aislinn, y expuso lo que consideraba la verdad.

—Qué dices, Wulfgar —lo regañó—. Me temo que no trataste bien a la dama. Ella no pidió que ningún caballero normando fuera a golpear a su puerta ni que se apropiara del lecho de su madre, ni a nadie pidió que la encadenasen allí. —Sonrió tristemente.— Oí decir que la encadenaste, ¿es verdad?

Wulfgar se sorprendió de la creciente cólera del otro y hasta Sweyn sintióse decepcionado por haber fracasado en enseñar al joven una aceptación más fácil de las responsabilidades.

—No me reprendas así —estalló Wulfgar—. Por lo menos, ella tiene la tranquilidad de saber quién es la madre, mientras que yo nunca podré estar seguro y quizá tenga que criar a un niño que no es mío.

—Entonces no te pongas en contra de lady Aislinn —replicó Bolsgar secamente.

—Sí —murmuró Sweyn, asintiendo con la cabeza—. Milady no ha tenido oportunidad de decir nada en todo esto y ha pasado por todo con más dignidad que nadie. Si esto volviera a suceder, con mis dientes te mantendría apartado de ella.

Wulfgar rió despreocupado.

—Cuidad de vosotros mismos —dijo, desdeñoso—. Los dos habéis salido tarde en defensa de ella. Ni siquiera los viejos tontos están a salvo de sus encantos. Ella puede seducir a...

Wulfgar sintió que lo tomaban fuertemente de la parte delantera de su túnica. El enorme puño de Bolsgar lo hizo levantarse de su asiento con una rapidez que pocos otros hombres hubieran podido lograr. Vio que el otro hacía su puño hacia atrás y allí lo mantenía. La cólera de Bolsgar desapareció lentamente. Su rostro se aflojó. Su brazo cayó delante de Wulfgar.

—Una vez te golpeé encolerizado —suspiró el anciano—. Y no volveré a hacerlo jamás.

Wulfgar echó la cabeza atrás para reírse de la tristeza del comentario de Bolsgar pero súbitamente todo el salón pareció estallar dentro de su cráneo. El polvo se asentó lentamente alrededor de su largo cuerpo tendido sobre los juncos del suelo. Sweyn se frotó los nudillos y después levantó la vista y vio que Bolsgar lo miraba sorprendido.

—Yo no tengo esos escrúpulos —explicó Sweyn y señaló con un movimiento de cabeza al desmayado—. Esto le hará bien.

Bolsgar se agachó y tomó a Wulfgar de los tobillos, mientras que Sweyn lo levantaba de los hombros. Juntos lo llevaron a su habitación. Bolsgar llamó ligeramente a la puerta y cuando Aislinn respondió semidormida, empujó y abrió. Entraron. Ella se sentó, sorprendida, y se frotó los ojos.

—¿Qué ha sucedido? —tartamudeó Aislinn, con los ojos dilatados y fijos.

—Bebió demasiado —gruñó Sweyn, y arrojó sin ninguna ceremonia a Wulfgar sobre la cama.

Aislinn miró al vikingo con expresión desconcertada.

—¿Vino? ¿Ale? Vaya, hubiera sido menester todo un pellejo y la mitad de la noche para...

—No cuando se lo bebe con una lengua tonta —interrumpió Bolsgar.

Ella se inclinó sobre su esposo, le tocó la cara y sus dedos sintieron rápidamente la hinchazón que aumentaba en un costado del mentón.

Unió las cejas, intrigada.

—¿Quién lo golpeó? —preguntó, encrespada.

Sweyn se frotó los nudillos otra vez y sonrió.

—Fui yo —dijo tímidamente.

Aislinn cambió su expresión de desconcierto por otra más divertida, pero antes que pudiera preguntar más, Bolsgar se inclinó hacia adelante y habló con gentileza.

—Estaba actuando como una criatura y nosotros no pudimos encontrar una vara para castigarlo.

Con eso, el anciano hizo una seña al vikingo y ambos se marcharon, dejando a Aislinn observando confundida a Wulfgar. Finalmente, ella se levantó, le quitó la ropa y lo dejó sobre la cama, desnudo en la tibieza de la noche de verano.

El estallido de un trueno pareció llenar la habitación y Wulfgar se sentó sobresaltado, medio listo para presentar batalla, y miró rápidamente a su alrededor. Entonces comprendió que era solamente una tormenta de verano que llegaba desde el mar y se dirigía tierra adentro. Se tendió de espaldas, cerró los ojos y escuchó los suaves sonidos que siguieron: las primeras grandes gotas sobre las piedras de afuera y enseguida el tamborileo más rápido de la lluvia contra los postigos y la súbita ráfaga que los sacudió. El aliento fresco de la brisa de verano que le acarició el cuerpo desnudo fue un bienvenido respiro después de los días calurosos y húmedos que habían tenido que soportar.

Sintió que un peso se posaba sobre la cama, abrió nuevamente los ojos y vio el rostro preocupado de Aislinn sobre el suyo. El cabello de ella caía como un sedoso torrente de la cabeza y parecía enmarcar ese rostro perfecto. Profundos lagos de color violeta lo atraparon en sus honduras y provocaron una sonrisa pese a su cráneo dolorido. Levantó una mano, la deslizó detrás de los rizos sedosos y atrajo ese rostro para saborear la frescura silvestre de esos labios, mientras la cabellera de Aislinn formaba una cortina de color cobrizo alrededor de los dos.

Aislinn se sentó y sonrió.

—Temí por tu salud, pero veo que te encuentras bien.

Wulfgar puso sus brazos debajo de su cabeza, se estiró como un animal grande y elástico, arqueó su espalda contra la cama y volvió a aflojarse cuando se rozó con los dedos la mandíbula y siguió lentamente el borde de la misma. Arrugó la frente y se incorporó, con un brazo apoyado en una rodilla.

—Sweyn debe de estar envejeciendo —murmuró, y cuando ella lo miró intrigada, se apresuró a explicar:— La última cara que él acarició así quedó casi destrozada.

Ella rió suavemente un breve momento y le trajo una fuente con carnes, pan tibio y miel fresca en panales. Apoyó su cuerpo recargado en el de él, tomó un bocado de la fuente y se lo puso en los labios. Wulfgar vio la ternura de sus atenciones. Ella lo miraba con ojos líquidos y cálidos y él no pudo resistirse. Una vez más la besó en la boca, ahora con la suavidad de una abeja posándose en los pétalos de un capullo para saborear el néctar del interior. Aislinn se tendió en el apoyo que le brindaban el brazo y la rodilla levantada de él y se sintió rodeada por la fuerza de esos tendones de acero. Sin embargo, había en su vientre una tensión que le impedía serenarse y que la hizo preguntarse si le habría llegado el momento.

Wulfgar vio la preocupación en los ojos de ella y su expresión pensativa.

—¿Acaso Satán te atormenta con un recuerdo ingrato? —preguntó suavemente. Le puso una mano sobre el vientre—. Me puso mal pensar que, aunque el niño fuera mío, ha sido engendrado no por amor sino por la brutalidad de mi lujuria cuando te tomé. Quisiera que sepas que estoy dispuesto a aceptarlo como propio, quienquiera que sea el padre. Llevará mi nombre y mis armas y jamás será arrojado de mi casa. Sería lamentable que, pese a todo eso, sintiera la falta del amor maternal.

Ella levantó la mirada hacia él, sonrió amablemente y pensó en la crueldad que él había tenido que sufrir.

—No temas, Wulfgar. Él es el único del todo inocente y yo lo amaré lo mismo. Lo sostendré en mis brazos y lo criaré con el mayor cuidado hasta que sea hombre. —Suspiró profundamente.— Es sólo una duda de mujer a medida que se aproxima el momento. Tantas cosas fuera de mi alcance tendrán influencia en su vida. ¡Pero, sabes, podría ser una hija, no un hijo! —Estiró un brazo que apoyó en el hombro de él y jugó con un rizo de su pelo leonado.

Wulfgar sonrió.

—Lo que Dios quiera, mi amor. Fundaremos una dinastía para que sea dueña de estas tierras, y si es una niña, querría que tuviera tu hechicera belleza para tentar a todos los hombres, como tú me tientas a mí. —Volvió la cabeza y la besó en el brazo.— Has alterado mis costumbres y mi forma de vida. Cuando yo no hubiera formulado ningún voto que atara mi destino, me hiciste cantarlos con mi voz más firme con tal de no perderte. Cuando admití que no me gustaba hacer regalos a las mujeres, vos nada pediste; pero yo me jugaría la vida para poder calzar tus pies, y lo haría con gusto. —Rió melancólicamente.— Dejé de trazar fronteras para construir mi vida en el interior y ahora me entrego a ti para que guíes tiernamente mis pies errantes y cuides de mi alma indefensa.

—Wulfgar —lo regañó ella—. ¿Qué gran caballero normando se arrodilla y deja que una tonta esclava sajona lo tome de los cabellos y lo sacuda de un lado a otro? Bromeas y te burlas de mi fea cara de bruja.

Pese a sus palabras, se inclinó y apoyó sus pechos hinchados sobre el pecho de él. Lo besó suavemente en los labios donde su boca se demoró un momento, después lo miró a los ojos, como si allí esperase encontrar la respuesta.

—¿Hay algo nacido del amor dentro de mí? —murmuró suavemente Aislinn—. Quiero sentir tus brazos a mi alrededor y deseo que me toques. ¿Qué es esta locura que me ata completamente a ti? Soy más una esclava que una esposa, y sin embargo, no quiero otra cosa. ¿Qué dominio tienes sobre mi voluntad que hasta cuando luchaba contra ti, rogaba que te impusieses y nunca me dejaras sola?

Wulfgar levantó la cabeza y sus ojos grises parecieron casi azules cuando la miró a los ojos.

—No importa, querida. Mientras tú y yo estemos consagrados a un solo propósito, disfrutemos de ese placer. —La miró y arrugó el entrecejo.— Ahora, deja que me levante, o nuevamente me veré obligado, en contra de tu voluntad...

Aislinn rió alegremente y se apartó.

—¿En contra de mi voluntad? No, nunca más. Pero si en el camino encuentras un bebé, sé amable con él a fin de que no se ofenda.

Wulfgar se levantó riendo a carcajadas, se vistió y dejó la habitación, perseguido por la voz cantarina de ella que entonaba una alegre melodía. Sonrió para sí mismo y sintió impaciencia por verla con el niño en brazos, porque ella tenía una voz agradable que calmaba y reconfortaba. Salió de la casa, cruzó el patio lleno de charcos y al levantar la vista hacia el cielo, vio que ya estaba despejado.

El sol estaba alto y era mediodía cuando Wulfgar regresó al salón. Bolsgar y Sweyn estaban sentados a la mesa, y cuando él se les unió, los dos se recostaron en sus asientos y lo miraron, un poco inseguros de su humor. Wulfgar se sentó en su lugar habitual, les devolvió las miradas, se pasó un dedo por la mandíbula y después la movió hacia arriba y abajo y los lados, como para ver si funcionaba.

—Creo que una muchachita me besó con fuerza anoche —comentó secamente—. O quizá un anciano o un niño me golpeó.

Bolsgar rió por lo bajo.

—Un beso gentil, ciertamente. Ni siquiera fuiste capaz de decir buenas noches. ¡Vaya! Te dormiste tan de repente que el pobre Sanhurst trabajó toda la mañana para llenar el agujero en el piso.

El y Sweyn rieron a carcajadas, pero Wulfgar no pareció encontrarlo divertido y suspiró pensativo.

—Es injusto que tenga que soportar a dos caballeros ancianos, quienes en su lejana juventud solían darme de golpes si mis palabras llegaban a irritarlos. No solamente tienen las cabezas reblandecidas, me temo que la fuerza también ha huido de sus brazos.

Wulfgar miró directamente a Sweyn, quien se dio una palmada en el muslo.

—Si queréis pulsear conmigo pese a mi avanzada edad, podría romperos el brazo —replicó el vikingo—. Os golpeé suavemente, mozalbete, para no arruinar la belleza de vuestra cara.

Wulfgar rió porque había conseguido fastidiar al vikingo.

—Temo más a tu lengua que a tu fuerza —dijo—. El golpe estuvo bien dado y yo no tenía motivos para denigrar a mi dama. —Se puso serio, y murmuró:— Como en mi juventud, me gustaría poder recoger las palabras dichas en medio de la cólera, pero eso no puede ser. Os pido perdón a los dos y olvidaré el puñetazo.

Los miró, aguardando alguna señal. Bolsgar intercambió una mirada con Sweyn, después ambos asintieron, le alcanzaron un jarro de ale, levantaron los suyos y los tres bebieron en un brindis no formulado.

Un momento después Wulfgar se volvió y vio que Aislinn bajaba cautelosamente la escalera. Rápidamente se puso de pie y corrió a ayudarla, provocando sonrisas en sus hombres que al verlo recordaron los primeros días de Wulfgar en Darkenwald, cuando todo lo que sucedía entre la pareja eran peleas.

Wulfgar condujo a Aislinn hasta una silla junto a la de él, y a sus ansiosas preguntas ella respondió que se sentía bien. Sin embargo, pronto una sorda presión en su vientre se convirtió en un dolor lacerante que la tomó de sorpresa y la dejó sin aliento. Esta vez, cuando el rostro preocupado de Wulfgar se volvió hacia ella, asintió y le tendió una mano.

—¿Quieres ayudarme a subir a mi habitación? Me temo que no podría llegar sola.

El se puso de pie, hizo a un lado la mano de ella y la levantó en brazos. Mientras subía con ella la escalera, dio por encima de su hombro una brusca orden que puso en movimiento a los hombres que lo miraban.

—Traed a Miderd a mi habitación. El momento ha llegado.

Entre los caballeros y Kerwick se produjo una alocada agitación, y al ver la confusión, Bolsgar se levantó de su sillón y fue inmediatamente a la tarea. Wulfgar subió la escalera de a dos peldaños por vez, sin que le molestara la carga que llevaba cuidadosamente en brazos. Abrió la puerta de un puntapié y llevó a Aislinn a la cama donde ella misma había nacido. Sus brazos se apartaron lentamente y Aislinn preguntó si la tensión que veía en la cara de él, era causada por el estado de ella o por un pensamiento más profundo sobre el niño y el padre. Le tomó una mano para reconfortarlo, se la llevó a la mejilla y Wulfgar se sentó cuidadosamente junto a ella y la miró con expresión preocupada. Aquí se enfrentaba con una situación para la cual su entrenamiento y experiencia no lo habían preparado, y conoció todo el peso de la impotencia y el desamparo.

La dolorosa contracción volvió y Aislinn apretó con fuerza la mano de él. Wulfgar estaba bien familiarizado con los sufrimientos de la guerra y tenía muchas cicatrices para probar su valor y su despreocupada aceptación del dolor. Pero esta niña delicada le causaba un miedo espantoso por la agonía que ella estaba sufriendo.

—Suavemente, milady —aconsejó Miderd desde la puerta, y fue al lado de Aislinn—. Guardad vuestras fuerzas para lo último. Las necesitaréis entonces. Por las señales, con éste tendréis que trabajar largo rato. El niño encontrará el camino, de modo que descansad y reservaos para luego.

La mujer sonrió y Aislinn respiró más fácilmente, pero la cara de Wulfgar súbitamente se puso desencajada y demacrada. Miderd le habló con amabilidad al notar su desazón.

—Milord, ¿queréis hacer que llamen a Hlynn? Aquí hay mucho que hacer y yo me quedaré con milady. —Miró hacia el hogar, y al verlo apagado, dijo, cuando él se retiraba:— Y decid a Ham y Sanhurst que traigan leña y agua. Hay que llenar la olla.

Así Wulfgar fue despedido de la habitación y no volvió a tener oportunidad de acercarse a su esposa. Permaneció silenciosamente en la puerta, observando cómo las mujeres atendían a Aislinn. Siempre había a mano paños fríos para enjugar la cara de Aislinn, pues el calor de julio, sumado al del mego, se hacía sentir en la habitación. Él observó y aguardó, y Aislinn, en los momentos de descanso, le dirigió una sonrisa ocasional. Cuando llegaron los dolores, quedó empapado de sudor, y a medida que pasaban las horas, empezó a preguntarse si todo andaría bien. Sus preguntas a menudo quedaron sin respuesta pues Miderd y Hlynn estaban dedicadas por completo a los preparativos.

En un momento empezó a atormentarlo una preocupación y sintió miedo de que el niño fuera de piel oscura y de cabellos negros. La visión lo torturó hasta que no pudo soportarlo. Que la hermosa y adorable Aislinn —diera a luz un niño evidentemente de Ragnor le hacía doler el pecho. Recordó haber oído hablar de mujeres muertas durante el parto. Sería un triunfo para Ragnor si el niño era suyo y se llevaba a Aislinn de este mundo para siempre. ¿Pero y si el niño era de él y ella moría? ¿Sería eso mejor? Trató de imaginar su vida sin ella después de todos estos meses de dicha pasados al lado de su esposa y su mente quedó en blanco. Nubes oscuras parecieron impedirle todo razonamiento. El cuarto se volvió sofocante. Cada vez más asustado, huyó.

El gran caballo se sobresaltó cuando Wulfgar le echó la silla sobre el lomo. La bestia resopló y retrocedió cuando le pusieron el freno en la boca y Wulfgar saltó sobre su lomo.

Cabalgando en su gran semental, Wulfgar se lanzó al galope a través de la campiña, sin aminorar la carrera hasta que el viento se llevó los jirones de confusión de su cabeza. Por fin, hombre y bestia se detuvieron sobre una pequeña colina, debajo de la altura donde estaba creciendo el castillo. Mientras el caballo jadeaba ruidosamente, Wulfgar miró la construcción que cada día estaba más alta. Aun ahora, cuando la tarde moría, los hombres se esforzaban por poner unas cuantas piedras más antes que la oscuridad los obligase a detenerse. Él estaba asombrado por la ambición de la gente por verlo terminado. Trabajaban sin protestar y a menudo, después de terminar otras tareas, traían alguna piedra para cortarla y colocarla. Pero era para la defensa de ellos tanto como para la de él, y él comprendía muy bien esas ganas de trabajar después de la matanza que Ragnor había desencadenado sobre ellos. Todos estaban tan decididos como él a no permitir que eso volviera a suceder. Miró la torre donde un día residirían él y Aislinn. Su construcción progresaba más lentamente que las murallas, pero cuando estuviera terminada sería una fortaleza inatacable en la cual ningún enemigo podría entrar.

Excepto la muerte...

Se volvió, sabiendo que no sería tan agradable sin Aislinn para compartirla con él. Negros pensamientos invadieron su mente y ya no se contentó con estar quieto y meditar. Dio media vuelta con su caballo, agitó las riendas y cabalgó hasta los límites de sus tierras.

¡Sus tierras!

Las palabras resonaron sólidas dentro de su cabeza. Si la otra parte de su vida quedara arrumada, por lo menos tendría ésta. Recordó al caballero anciano y canoso que Aislinn sepultó la primera vez que él la vio. Quizá el anciano ahora hubiera tenido esos sentimientos. Aquí estaba su tierra. Aquí él moriría y yacería junto a esa otra tumba, en la colina. Quizá un lord más poderoso vendría y lo mataría, pero aquí se quedaría él. No más vagabundeos. Que Aislinn le diera lo que quisiera, bastardo o legítimo, varón o niña. Él lo aceptaría como propio, o si sucedía lo peor, los sepultaría debajo del roble sobre la colina. Una extraña paz se apoderó de él y ahora se sintió capaz de enfrentar cualquier cosa que el destino le deparase.

El caballo redujo el paso y su amo se percató de que tenía a Darkenwald delante de él. Había recorrido sus tierras y ahora regresaba mientras el sol se hundía más allá de los páramos del oeste. Se detuvo junto a la tumba de Erland y se apeó. Allí se puso en cuclillas y contempló la aldea más abajo. Cuando la oscuridad tendió sobre él sus alas de cuervo, él siguió allí, conciente de la falta de actividad de la gente.

"Todos ellos", pensó, "dependen ahora de mí. No debo fallarles". Miró pensativo la tumba que tenía —a su lado. "Sé cuáles eran tus pensamientos, anciano. Sé lo que pasó dentro de tu cabeza cuando saliste a enfrentar a Ragnor. Yo habría hedió lo mismo".

Estiró una mano y arrancó una flor silvestre que crecía allí, y la puso junto a las que Aislinn había dejado el día anterior.

"Descansa, anciano. Yo haré todo lo que pueda por ellos, y Aislinn también. Dios mediante, sentirás los pies de muchos nietos pasando por aquí, y cuando yo venga a descansar en este lugar, te tomaré de la mano como un amigo".

Aguardó debajo del árbol, sin ganas de descender y enfrentar las miradas inquisitivas de los demás. Aparecieron las estrellas mientras él contemplaba la casa iluminada allí abajo. La gente entraba y salía, de modo que supo que el acontecimiento aún no había tenido lugar. Las primeras horas de una nueva mañana lo sorprendieron allí. Entonces, un alarido lo hizo ponerse de pie de un salto.

Se le erizaron los pelos de la nuca y un sudor frío le corrió por la espalda.— Quedó paralizado por el temor. ¿Había sido un grito de Aislinn? Oh, Dios, qué tarde había llegado a conocer la ternura de una mujer. ¿Ahora tendría que perderla? Pasaron largos momentos, hasta que oyó los gritos potentes y saludables de un recién nacido.

Esperó un poco más mientras la novedad pasaba de la casa a las cabañas. Vio que Maida se deslizaba entre las sombras hacia su cabaña. Otros se marcharon y por fin la casa quedo a oscuras. Finalmente él se levantó y llevó el cansado caballo hasta el establo. Pasó en silencio por el salón vacío, subió la escalera hasta su habitación. Empujó la puerta y la abrió lentamente. Vio a Miderd sentada ante el hogar, con el bebé en sus brazos. Miró a través de la oscuridad en dirección a la cama, distinguió la silueta de Aislinn. Estaba inmóvil y silenciosa, pero él pudo ver el lento subir y bajar de sus pechos. Duerme, pensó él y sonrió, agradecido.

Suavemente se acercó a Miderd y ella destapó al niño para que él pudiera verlo. Era un muchacho, arrugado, más parecido a un viejo que a un bebé, y sobre su coronilla crecía una mata brillante de cabellos rojos.

No estaba aquí la respuesta. Wulfgar sonrió para sí mismo. Pero, por lo menos, no tenía el pelo negro.

Se volvió, fue hasta la cama y permaneció silenciosamente a su lado, tratando de ver la cara de Aislinn. Cuando se inclinó, advirtió que ella tenía los ojos abiertos y lo observaba atentamente. El se sentó a su lado y cuando ella levantó una mano, la tomó entre las suyas. Así permaneció un momento, pensando que nunca le había visto los ojos tan cálidos y tiernos. Su cabello se extendía sobre la almohada y le cubría los hombros en espléndido desorden. Una sonrisa asomaba a los bordes de su boca, aunque su cara estaba pálida y demacrada. La lucha por traer al niño al mundo había dejado sus huellas sobre las hermosas facciones, pero las mismas brillaban debajo de una serena fortaleza que hizo que él se sintiera orgulloso. Ciertamente, ella era una esposa capaz de ponerse junto a un hombre y enfrentar cualquier cosa que la vida pudiera depararles.

Se inclinó y la besó tiernamente, y pensó pedirle perdón. Se incorporó apoyándose en sus brazos para que ella pudiera mirarlo mientras él hablaba, pero cuando se separó, ella suspiró y cerró los ojos, mientras una serena sonrisa se extendía lentamente sobre su cara. Él guardó silencio y Aislinn se durmió bajo la mirada de él. Ella había esperado hasta que lo vio, entonces el agotamiento la venció y se entregó a un merecido descanso. El se inclinó nuevamente y la besó otra vez en los labios. Enseguida, abandonó la habitación.

Wulfgar se dirigió a los establos y se improvisó una cama en el heno de dulce aroma. El caballo resopló disgustado por la intromisión. El guerrero normando miró por sobre su hombro a su poderoso semental y le ordenó silencio.

—Será sólo por esta noche —le aseguró, y se durmió.