23

EL niño fue bautizado Bryce y Aislinn conoció la felicidad, porque el pequeño era despierto y alegre. Un fuerte llanto cuando el hambre le agitaba la barriguita y rápidamente las lágrimas se convertían en murmullos de deleite cuando se prendía vorazmente a su pecho.

Wulfgar no encontraba paz en sus dudas cuando miraba los rizos que rápidamente se volvieron de un color dorado rojizo, o en los ojos profundos y azules del bebé. Maida había presenciado el nacimiento, y durante las primeras semanas no se acercó, pero ahora, cada vez que el niño estaba por ahí, Aislinn sabía que su madre no andaba lejos. No entraba en la casa a menos que así se lo pidieran Aislinn o Wulfgar, pero si el día era templado, ella se ponía en cuclillas junto a la puerta y lo observaba mientras él yacía sobre una piel, frente al hogar. En esas ocasiones, Maida se mostraba retraída y parecía entregada a viejos recuerdos. Sabía que el niño era de su sangre y no podía dejar de considerarlo su nieto. Años atrás, ella había contemplado a su vivaz hijita de cabellos rojos jugando en este mismo salón. Ahora recordaba los tiempos felices, el amor, los momentos de dicha, y Aislinn esperó que, con el paso del tiempo, las cosas malas que habían visto los ojos de su madre se esfumarían y desaparecerían.

Los días largos y calientes del verano se acortaron y septiembre trajo al aire de la noche el primer frío de invierno. Los campesinos miraban cómo maduraban los campos. Bajo la guía de Wulfgar, los sembrados habían sido debidamente cuidados y muchachitos provistos de largas varas se habían encargado de espantar a los pájaros y alimañas. La cosecha prometía ser más abundante que nunca. Kerwick, en sus recorridas, llevaba un registro completo en sus libros, y el espectáculo del joven llegando a caballo con sus libros atados en la silla detrás de él era una cosa común. La gente hasta lo buscaba para que él midiera sus riquezas antes de guardarlas en las despensas o graneros.

Bueyes andaban en círculos para mover las piedras de molino de Darkenwald. La gente venía a este pueblo y trocaba mercaderías que le serviría para soportar el frío del invierno o compraba en la herrería de Gavin las herramientas para preparar los campos para la siembra de la primavera siguiente. Se acercaba el final de la primera cosecha y los últimos sembrados todavía maduraban al sol. Ya los graneros rebosaban y las despensas se llenaban, mientras que trozos de diversas carnes secas y ahumadas y grandes ristras de salchichas colgaban de las vigas. Wulfgar exigía de todo la parte del lord y los grandes depósitos debajo de la casa empezaron a llenarse. Jóvenes criadas recogían uvas y otras frutas para hacer vinos y golosinas, que eran guardados con el resto de las provisiones. Enormes panales de miel eran fundidos en jarras de terracota y la cera que subía era retirada y convertida en velas. Cuando una jarra estaba llena, la última capa de cera era dejada para que se endureciera y sellase el recipiente, que era guardado en las frescas profundidades del sótano. En la casa había una constante actividad, y cuando los rebaños fueron sacrificados y sólo se reservaron los mejores animales para el apareamiento del año siguiente, los olores a matadero y a curtiembre se sumaron a los otros olores del lugar. El ahumadero estaba siempre lleno y la sal era traída laboriosamente a través del pantano con el propósito de hacer salmuera para conservar las carnes.

La mano de Haylan estaba siempre presente y sus habilidades para ahumar y curar conservas tenían mucha demanda, y ella estaba contenta de que su hijo, Miles, hubiese encontrado un amigo en Sweyn. Este buen individuo podía enseñar muchas de las cosas que un muchacho necesitaba saber. En los días que pasaban juntos, Sweyn le enseñaba al jovencito las costumbres de los gansos y otras aves de caza, y cómo lanzar una flecha y cazarlos; de ciervos y venados y dónde podía encontrárselos en el bosque; de zorros y de lobos y cómo armar una trampa, despellejar a los animales y convertir el pellejo peludo en una piel suave y abrigada. Siempre se los veía juntos, y donde iba el nórdico, el muchacho lo seguía.

Los árboles empezaban a mostrar tonos rojizos, cuando una helada precoz e intensa cayó sobre el sur de Inglaterra. Este día, el jovencito había echado de menos a su amigo, porque el vikingo había ido a Cregan por un asunto. Así fue que el joven Miles se aventuró solo para revisar las trampas que había montado y volver a armarlas. Sir Gowain lo vio partir y perderse de vista dentro del pantano. Haylan no notó su ausencia hasta que estuvo servida la comida del mediodía. Fue a los establos y allí le dijeron que Sweyn estaba ausente. Fue a la casa y Gowain, que comía allí, oyó sus preguntas y dijo que había visto al muchacho internarse en el pantano. Kerwick interrumpió su trabajo, y con el caballero normando, salieron para seguir la huella de pisadas en el suelo helado. Lo encontraron donde un pesado tronco había sido preparado para atrapar a un zorro o lobo desprevenido, arrastrarlo hasta un arroyo cercano y retenerlo allí. El muchacho estaba hundido en el agua helada hasta las axilas, temblaba, y ya tenía los labios de color azul. Varias horas llevaba allí, aferrado a una rama para evitar ser arrastrado por la corriente. Había gritado hasta desgañitarse pero no lo oyeron. Cuando lo sacaron del agua helada, el muchacho graznó roncamente:

—Lo siento, Gowain. Resbalé.

Lo envolvieron bien y lo llevaron a toda prisa hasta la cabaña de su madre, pero aun arropado con las gruesas pieles y puesto delante de un fuego crepitante, siguió temblando sin parar. Kerwick quiso llamar a Aislinn, pero Haylan lo tomó de un brazo y le dijo que no.

—Esa es una bruja —chilló—. Lanzará un hechizo sobre él. No, yo misma lo cuidaré.

Pasaron las horas y la frente del muchacho se puso caliente y su respiración se convirtió en un ruido sibilante dentro de su pecho, mientras al pobrecito cada aspiración le costaba más trabajo. Pero Haylan, aún así, no quiso que la dama de la casa señorial viniera a su cabaña, y se opuso terminantemente a los otros, en actitud abiertamente desafiante.

Ya estaba oscuro cuando regresó Sweyn, quien al enterarse de la noticia, corrió con su caballo hasta la cabaña de Haylan, se lanzó de la silla, abrió violentamente la rústica puerta y se agachó junto al muchacho. Tomó la mano del jovencito entre las suyas y sintió la fiebre que aquejaba al enfermo. Se detuvo apenas un momento y se volvió hacia Gowain, quien lo había seguido hasta aquí.

—Trae a Aislinn —ordenó.

—¡No, no lo permitiré! —gritó Haylan, afligida y desesperada, pero todavía movida por la sed de venganza—. ¡Ella es una bruja! —Con más vehemencia, continuó:— Ella lanzó un hechizo sobre vuestro Wulfgar para atarlo a sus faldas, para que ninguna otra le llamara la atención. Digo que es una bruja. No quiero que venga aquí.

Sweyn se volvió, medio agachado, y su voz salió enérgica, con una especie de gruñido.

—Haylan, vos denigráis a una santa por vuestra causa perdida, pero os perdono eso. Conozco a este muchacho y he visto morir a otros como él a menos que sean bien atendidos. Hay una que tiene la capacidad para hacerlo y haré que venga aquí. Vos poco me importáis, pero a este muchacho voy a salvarlo y no puedo verlo morir mientras vos condenáis a otra. Si intentaseis detenerme, os enviaré al infierno montada en mi hacha. Ahora, haceos a un lado.

El se levantó, Haylan lo miró a los ojos y lo dejó pasar.

Aislinn estaba jugando con Bryce frente al hogar de su habitación mientras que Wulfgar contemplaba desde su sillón cómo el niño saltaba a horcajadas en la esbelta cintura de su madre. El cabello de ella se derramaba en brillante despliegue sobre la piel de lobo, y Wulfgar sintió un fuerte deseo de tocarlo.

Fuertes golpes en la puerta hicieron que Bryce dilatara los ojos y se mordiera el labio. Su madre lo abrazó tiernamente, y cuando Wulfgar respondió al llamado, la puerta se abrió violentamente e irrumpió Sweyn.

—Lady Aislinn, perdonadme —tronó él—. El muchacho, Miles, cayó al agua y ahora tiene fiebre y escalofríos. Respira con dificultad y temo por su vida. ¿Nos ayudaréis?

—Naturalmente, Sweyn.

Se volvió y se detuvo confundida, con Bryce todavía en sus brazos. Giró hacia Wulfgar, quien se había puesto de pie, y le puso al hijo en los brazos.

—Wulfgar, tómalo, por favor. No puedo llevármelo conmigo. Atiéndelo bien, y si llora, llama a Miderd.

No le dejó alternativa y su voz sonó más autoritaria que la de Guillermo. Se echó la capa sobre los hombros, tomó su bandeja de pociones y un saquito con hierbas y en un abrir y cerrar de ojos se marchó con Sweyn.

Wulfgar quedó mirándolos, sosteniendo al hijo que no pudo aceptar ni rechazar. Bajó la vista hacia el niño quien le devolvió la mirada con una seriedad e intensidad que hizo sonreír a Wulfgar. Trató de hacerlo jugar sobre su pecho como había hecho Aislinn, pero la amplitud de su pecho y su vientre plano y duro no eran tan confortables y sólo consiguió hacer lloriquear al chiquillo. Wulfgar suspiró, se sentó en su silla y puso al regordete querubín sobre su regazo. Allí el niño pareció contento. Aferró las mangas de la camisa y pronto estuvo trepado sobre el pecho de Wulfgar sin demostrar temor por el salvaje caballero normando, mientras tironeaba de las cintas que ataban la camisa a la altura del cuello.

Aislinn abrió la puerta de la cabaña y encontró su camino bloqueado por Haylan, quien agitaba una rama de muérdago, como si quisiera espantar a una bruja. Sin detenerse, Aislinn la hizo a un lado y fue rápidamente junto al muchacho. Haylan recuperó el equilibrio y se adelantó para protegerlo, pero Sweyn entró en ese momento en la habitación y una vez más la empujó a un lado. Esta vez, quedó sentada donde cayó y miró atontada, mientras Aislinn empezaba a moverse por la habitación.

Aislinn se apoderó de una olla poco profunda, revolvió el fuego y llenó a medias el recipiente con ascuas ardientes; después lo puso cerca de la cama, con una olla más pequeña, llena de agua, sobre las brasas de la primera. Cuando se elevaron los primeros vapores, sacó varias hierbas de su saquito, las aplastó entre sus manos y las echó dentro de la olla con agua, a la que añadió una sustancia blanca y espesa que traía en una botella. Inmediatamente la habitación se llenó de un olor denso y picante que producía escozor en los ojos y la nariz. Preparó una mezcla de miel con varias pizcas de un polvo amarillo y un poco de la infusión de la olla que hervía, después levantó en su brazo la cabeza del muchacho, le echó un poco de la mixtura en la boca y le masajeó la garganta hasta que él tragó. Después lo recostó delicadamente, mojó un paño en agua fría y le enjugó la frente afiebrada.

Así fue pasando la noche. Cuando la frente de Miles se ponía caliente, Aislinn la refrescaba con un paño frío. Cuando su respiración sé volvía difícil y áspera, ella tomaba la sustancia lechosa y se la frotaba en el pecho y el cuello. De tanto en tanto, tomaba una cuchara y le metía en la boca un poco de la infusión hirviente. Dormitaba de a ratos, pero despertaba cuando el muchacho jadeaba o se movía.

Rompía el alba cuando Miles empezó a estremecerse y temblar. Aislinn lo arropó con todas las pieles y mantas que encontró en la casa y ordenó a Sweyn que avivara el fuego al máximo, hasta que todos quedaron brillantes de sudor. El muchacho se puso rojo y congestionado, pero siguió temblando tanto que apenas podía respirar.

Haylan no se había movido de su lugar y de tanto en tanto musitaba una oración. La voz de Aislinn también susurraba una plegaria, implorando la ayuda de un poder más grande que ella. Pasó una hora. Ahora amanecía. Cada uno velaba a su modo.

Entonces, Aislinn se detuvo y miró fijamente. Había un asomo de transpiración en el labio superior de Miles y una gota de sudor en su frente. Aislinn lo tocó y vio que tenía el pecho mojado. Pronto el muchacho estuvo empapado en sudor. El temblor cesó. Su respiración todavía era entrecortada y áspera pero a cada momento se hacía más regular. Su color se aclaró hasta un tono normal, y por primera vez desde que Aislinn entró en la cabaña, el enfermo durmió pacíficamente.

Aislinn se levantó, suspiró y se frotó la espalda dolorida. Reunió sus pociones y hierbas y se detuvo frente a Haylan, quien la miró con ojos enrojecidos y con un temblor en los labios.

—Ahora tendrás nuevamente a tu Miles —murmuró Aislinn—. Yo me marcharé para atender al mío, porque hace tiempo que ha pasado su hora de comer.

Aislinn fue hasta la puerta y se llevó una mano a los ojos para protegerlos del resplandor del sol. Sweyn la tomó del brazo y la llevó de regreso a la casa señorial. El no habló ni tampoco ella, pero supo que tenía un amigo en este nórdico enorme y robusto.

Entró en el dormitorio y encontró a Wulfgar y a Bryce tendidos sobre la cama, todavía dormidos. La mano del bebé estaba enredada en el pelo de Wulfgar y sus piernecitas atravesadas sobre su robusto brazo; Aislinn se quitó las ropas y las dejó donde cayeron. Después, estirándose por encima de Wulfgar, atrajo hacia ella a su pequeño hijo. Sonrió a su marido que despertaba, y antes de poder hablar, cerró los ojos y pronto se quedó dormida.

Fue casi una semana después que Haylan se acercó a Aislinn en el salón, donde ella estaba alimentando silenciosamente a su hijo. Era un momento tranquilo porque los hombres estaban afuera en sus ocupaciones y las mujeres se encontraban solas en el salón.

—Milady —dijo Haylan, tímidamente.

Aislinn levantó su mirada desde su hijo.

—Milady —empezó otra vez Haylan. Se detuvo, aspiró profundamente y continuó con precipitación—. He comprendido que he estado desacertada y he sido injusta con vos. Creí las palabras maliciosas que otra me dijo, hasta llegar a creer que erais una bruja, y traté de apartar de vos a vuestro lord. —Se detuvo, se retorció las manos y las lágrimas temblaron en los ángulos de sus ojos.— ¿Puedo rogaros que me perdonéis? ¿Perdonaréis mi locura y disculparéis mi estupidez? Os debo mucho que no podré pagaros.

Aislinn tendió una mano y atrajo a la joven viuda hacia una silla al lado de la suya, sonriendo amablemente.

—No, Haylan, nada tengo que perdonar —la consoló—. Tú nada me hiciste ni perjudicaste mi causa. —Se encogió de hombros y rió suavemente.— De modo que no temas. Yo comprendo muy bien tu situación y sé que no fue culpa tuya. De modo que seamos amigas y no nos lamentemos por lo que ya ha quedado atrás.

La viuda sonrió agradecida y admiró al regordete bebé que mamaba con voracidad del pecho de su madre. Hubiera hablado de su hijo cuando tenía esa edad, pero Wulfgar entró, sin aliento por una dura cabalgata.

Haylan se levantó y se marchó. Wulfgar fue hasta su esposa, miró desconfiado a la viuda y después echó a Aislinn una mirada inquisitiva.

—¿Está todo bien, mi amor?

Aislinn lo miró a la cara y vio su preocupación. Rió ligeramente.

—Por supuesto, Wulfgar. ¿Qué crees que pueda sucederme? Estoy muy bien.

Él ocupó la silla junto a ella, estiró hacia adelante sus largas piernas y las apoyó en un taburete bajo.

—Parece que en este salón a menudo hay palabras duras —dijo pensativo, acariciándose la mejilla—. Gwyneth siempre pasa por alto cualquier amabilidad que podamos demostrarle y trata de hacernos encolerizar. Es un misterio para mí por qué se aísla de nuestra compañía y sé recluye interminablemente en su habitación. ¿Por qué actúa de ese modo, cuando si se mostrara más amable, nosotros también lo seríamos con ella?

Aislinn sonrió y lo miró con ojos llenos de amor.

—Hoy estás muy pensativo, milord. Raramente te interesas en el alma de una mujer.

El se volvió hacia ella y su mirada se animó al contemplar la belleza serena de su esposa.

—Últimamente veo que una mujer es algo más que pechos sonrosados y caderas provocativas. —Sonrió lentamente, sus ojos la recorrieron con pasión de pies a cabeza, y su mano se apoyó atrevidamente en el muslo de ella.— Pero de las dos cosas, del amia y del cuerpo, juro que el último contiene más placer para un hombre.

Aislinn rió regocijada y enseguida contuvo el aliento cuando él la besó cálidamente en el cuello, poniendo fuego en todos sus nervios.

—El niño... —susurró ella, sin aliento, pero él la silenció con un beso en la boca y ella se sintió demasiado débil para resistirse. Un ruido fuera de la puerta los hizo separarse bruscamente, y Aislinn, con las mejillas encendidas, se levantó para poner su hijito dormido en la cuna junto al hogar. Wulfgar se puso de pie y se acercó al fuego, como si quisiera calentarse las manos. Entró Bolsgar, trayendo al hombro un saco con codornices para el festín que estaba planeado para el día siguiente. Los saludó calurosamente y fue a entregar las aves a Haylan, mientras Wulfgar lo miraba, fastidiado por la interrupción. Últimamente, parecía que siempre había alguien que exigiera la atención de Aislinn o la de él. Se había tomado un tiempo después del nacimiento del niño, no queriendo insistir demasiado, pero ahora parecía que cada momento que pasaba trabajaba contra él. Si no era el niño que lloraba para que le dieran de comer, algún siervo venía en busca de Aislinn para que lo curase o a consultar algún asunto con el lord. Después, cuando por fin parecía llegado el momento y ellos quedaban solos en sus habitaciones, él veía los hombros de ella caídos por el cansancio y sabía que tendría que aguardar un poco más.

Por sobre su hombro la vio moverse, siguió con la vista el suave meneo de sus caderas y sus ojos adquirieron una expresión hambrienta. Ella se había puesto esbelta como antes, pensó, pero tenía ahora una plenitud que hablaba de una mujer y ya no más de una muchacha.

¿Esta tenía que ser su suerte? ¿Tenerla siempre al alcance de la mano y, sin embargo, nunca más disfrutar con ella la intimidad que antes compartían? ¿Esto era el matrimonio? ¿Tener más a menudo entre ellos a un bebé que encontrar un momento para compartir las pasiones penosamente contenidas? Suspiró y dirigió la vista al fuego. Viene el invierno, pensó. Ella no podía estar con el bebé para siempre. Primero, él la había tomado en un rápido, lascivo momento. No podía confiar en que haría lo mismo otra vez.

Aislinn levantó los ojos y vio a Maida de pie en la puerta, espiando tímidamente el interior. Notó que su madre estaba bien lavada, que se había peinado y que tenía ropas limpias. Se sintió feliz pensando que su madre podría amar a su nieto y que así abandonaría sus enloquecidos sueños de venganza. No podía imaginar un remedio mejor que un niño pequeñito.

Aislinn levantó una mano para llamar a su madre, y con una rápida mirada en dirección a la espalda de Wulfgar, la mujer entró y fue a acurrucarse junto a la cuna, tratando de hacerse lo más pequeña posible para escapar al ojo del normando. Wulfgar le prestó poca atención. En cambio, su mirada siguió a Aislinn que cruzó el salón y fue a buscar a Haylan por un asunto relacionado con la comida del día siguiente.

Se había planeado un día de fiesta y regocijo para celebrar las buenas cosechas. Una cacería de jabalí vería a los caballeros y a sus damas a caballo al mediodía, para matar o arrojar a las bestias de los campos. Sería un acontecimiento divertido y todos lo esperaban impacientes.

Mientras Wulfgar seguía ante el hogar, los caballeros y Sweyn entraron a servirse un cuerno de ale y brindar por el día siguiente. Sin otra cosa en qué ocuparse, Wulfgar se les unió, y cuando regresó Bolsgar, se formó un grupo muy alegre. Pasó la tarde, llegó la noche y después la madrugada y sus voces todavía se oían en el salón mientras Aislinn se revolvía sobre la cama de su habitación, fastidiada por la tardanza de Wulfgar. Ella no podía saber que cada vez que él quería separarse de los hombres, una mano lo hacía volver y otra le llenaba nuevamente la copa.

Los sonidos que hacía Bryce pidiendo su desayuno despertaron a Aislinn. Abrió los ojos y comprobó que Wulfgar ya estaba levantado y vistiéndose nuevamente para el día. Quedó un momento admirando su cuerpo musculoso y su pelo leonado, pero los gritos del niño se hicieron insistentes y no tuvo alternativa. Se levantó, se puso una camisa suelta y fue a sentarse frente al hogar para alimentar a la criatura. Bryce se calmó con el pecho de ella y ella levantó los ojos para encontrar los de su marido y sonrió con cierta picardía.

—Milord, ¿es que encuentras la bebida más de tu gusto que antes? Juro que el gallo cantó antes que vinieras a la cama.

Él sonrió.

—Ciertamente, querida, cantó dos veces antes que la almohada sintiera el peso de mi cabeza cansada, pero no fue porque yo así. Lo quisiera. Mis caballeros siempre me detenían con historias de tiempos idos y yo nada podía hacer salvo quedarme y soportar el dolor.

La vista de ella hizo que la sangre de Wulfgar corriera encendida por sus venas, pero del salón de abajo llegaban fuertes ruidos y pronto sus hombres vendrían a buscarlo si él no se presentaba enseguida. Suspiró, depositó un ligero beso en la frente de Aislinn, se puso su justillo de cuero y salió de la habitación para reunirse con el grupo de abajo.

Cuando Aislinn bajó, le pareció que entraba en un manicomio. Las risas y los gritos llegaban desde todos los rincones. El ruido al principio la ensordeció y ella no pudo encontrarle sentido. Bryce se aferró con fuerza a su madre, algo asustado por el estrépito.

Aislinn tendió una piel cerca del fuego, donde él podría estar abrigado, y ver lo mismo los movimientos a su alrededor. Tuvo cuidado de ponerlo cerca de donde estaba Wulfgar con sus caballeros y los mercaderes de los pueblos, a fin de que ellos pudieran vigilarlo y protegerlo de los perros que solían vagar por el salón. Los perros ladraban y corrían entre las piernas de los presentes, y los olores de cocina llenaban la estancia. Se hacían apuestas sobre caballos, sobre el primer jabalí, el jabalí más grande y quién sería el primero en arrojar su lanza. Gowain, el más joven de los caballeros, sufría muchas pullas por su cara bonita, especialmente cuando Hlynn era presa de accesos de tontas risitas cada vez que se le acercaba. Bromas groseras se lanzaban de un extremo al otro del salón. Los hombres reían y las mujeres chillaban cuando sus traseros eran rozados al pasar. Aislinn hubiera tenido que soportar lo mismo si hubiera sido esposa de cualquier otro que no fuese Wulfgar. Aunque muchos se sentían tentados, los hombres mantenían una distancia respetuosa, sin deseos de probar la punta de la espada de él.

Cerca del hogar, surgieron enérgicas maldiciones del grupo de hombres mientras un gran podenco huía de abajo de sus pies con aullidos de dolor causado por una patada bien aplicada. La voz de Wulfgar se oyó fuerte y clara.

—¿Quién cuida a estos podencos? Invaden el salón sin ser molestados y pueden morder los tobillos de nuestros huéspedes. ¿Quién cuida a estos podencos?

Nadie respondió y su voz se hizo más fuerte.

—¿Kerwick? ¿Dónde está Kerwick administrador de la casa? Ven aquí.

Kerwick enrojeció y fue hasta donde estaba Wulfgar.

—¿Sí, milord?

Wulfgar lo tomó de un hombro, y levantando un cuerno hacia el grupo de hombres que estaban con él, habló en tono cargado de humor.

—Buen Kerwick, tu amistad con los podencos es conocida por todos, y conociéndolos tan bien, tú debes ser nombrado jefe de la jauría. ¿Te crees capacitado para este trabajo?

—Sí, milord —replicó prestamente Kerwick—. En realidad, tengo una cuenta que ajustar. ¿Dónde está el látigo?

Un gran látigo le fue entregado y él lo levantó y lo hizo restallar.

—Creo que ese mestizo colorado fue el que clavó sus dientes en mi muslo. —Se frotó el lugar, recordando la mordedura en una noche fría.— Os juro, milord, que ése hoy cazará bien o sentirá la mordedura de esta excelente arma.

Wulfgar rió satisfecho.

—Entonces, está arreglado, mi buen jefe de la jauría. —Palmeó al joven con fuerza en la espalda.— Sácalos de aquí. Ponles las traillas y ocúpate de que tengan hambre para la cacería. No necesitaremos podencos con las barrigas llenas arrastrándose entre los árboles.

Los hombres rieron y se hizo un brindis. Ciertamente, era sorprendente ver cuánto ale se necesitaba para mantener a estas voces ricas y llenas.

Bryce lloriqueó cerca del hogar y Aislinn apartó a empujones hombros anchos y pechos amplios para llegar hasta él. Wulfgar le abrió camino con una tiesa, decorosa reverencia, doblando su brazo ante él, pero cuando ella se inclinó para levantar a la criatura que lloraba, la mano de él descendió sobre su trasero con una lasciva familiaridad que hizo enderezar a Aislinn con más rapidez de la que había pensado.

—¡Milord! —exclamó y giró con el bebé apretado contra su pecho.

Wulfgar retrocedió y levantó una mano con fingido temor, aumentando las carcajadas de sus compañeros. Aunque irritada por esta caricia en público, ella no pudo contener la risa.

—Milord —dijo ella gentilmente, con los ángulos de la boca levantados en una sonrisa traviesa—. Haylan está en el otro extremo del salón. ¿Quizá confundiste mi cuerpo deforme con el cuerpo más hermoso de ella?

Ante la mención del nombre de la viuda, Wulfgar perdió parte de su alegría y miró inquisitivamente a su esposa. Pero la chispa de humor que vio en los ojos de ella lo tranquilizó.

Levantaron los jarros y bebieron otra vez hasta que Bolsgar se detuvo y quedó boquiabierto. Los otros se volvieron, siguieron la dirección de su mirada y vieron a Gwyneth bajando delicadamente la escalera, completamente ataviada para la inminente cacería. Sé unió al grupo que estaba cerca del hogar. Gwyneth miró de soslayo a Aislinn con el bebé y se dirigió a Kerwick.

—¿Sería demasiado esperar que hicierais preparar un caballo para mí? —le preguntó al joven.

Él inclinó la cabeza y miró a Wulfgar para excusarse, antes de alejarse. Entonces Bolsgar se adelantó e hizo una profunda reverencia delante de su hija.

—¿Acaso milady piensa unirse hoy a los campesinos? —preguntó en tono burlón.

—Por cierto, querido padre, no me perdería esta alegre diversión por todos los tesoros de Inglaterra. Últimamente he estado muy aburrida y quisiera salir para dedicarme a un ejercicio civilizado. Es el primero que veo en este lugar.

Habiendo reprochado así a todos su rusticidad, se volvió, se acercó a la mesa y probó las comidas que allí habían sido preparadas.

El resto de la mañana pasó mayormente entre enloquecidos preparativos para la cacería y también para el festín. Antes del mediodía, Aislinn tomó a su hijo y fue a su habitación donde lo alimentó y lo puso a dormir, dejándolo al cuidado de Hlynn. Cuando se reunió nuevamente con el grupo, llevaba un vestido de colores amarillo y castaño, especialmente confeccionado para el deporte de la caza. Los comensales tomaron en su mayoría la comida y el pan de pie, porque había pocos lugares para que se sentaran. Una banda de juglares viajeros entró al patio para entretener a la gente con música alegre. Fueron sacados los caballos, y Gwyneth encontró pocos motivos para alegrarse, porque el que Kerwick había elegido para ella era la pequeña yegua roana que había llevado a Aislinn a Londres. Era un animal robusto y de buen andar, pero carecía de las piernas largas y gráciles de la rucia moteada de Aislinn.

La partida de caza se puso en movimiento. Kerwick tenía en sus manos tantas traillas como perros lo seguían, y el joven tenía mucho que hacer para tenerlos a raya. Los perros sentían la excitación de la caza y ladraban y se lanzaban dentelladas unos a otros mientras eran llevados detrás de la partida de cazadores.

El día era agradable y todos, con la excepción de Gwyneth, se divertían y bromeaban. Aislinn cabalgaba junto a Wulfgar y reía de su ingenio rápido, cubriéndose los oídos cuando él entonaba una canción obscena. La mano de Gwyneth era pesada con las riendas y la pobre yegua se encabritaba y sufría con el freno. Los cazadores dejaron el camino y pronto subieron una colina y allí, ante ellos, al borde del bosque, pudieron ver un rebaño de cerdos salvajes con varios jabalíes de buen tamaño. Kerwick saltó de su caballo y se apresuró a soltar los perros. Los podencos salieron disparados y sus ladridos fueron señalando su avance. Su misión era acorralar a esas grandes bestias del bosque, malignas, con largos y peligrosos colmillos asomando de sus fauces. Los perros los contendrían hasta que llegaran los jinetes. Este no era un trabajo fácil y requería coraje enfrentar a un jabalí que cargaba. Las lanzas eran cortas, porque gran parte de la caza se hacía entre vegetación espesa, y a una distancia de un brazo detrás de la punta, había una barra cruzada firmemente asegurada, para impedir que el jabalí, siempre un animal difícil de matar, cargara contra el cazador y destrozara la mano que sostenía la lanza.

Cuando entraron en el bosque, Aislinn y Gwyneth quedaron bastante más atrás, Aislinn se rezagó porque no estaba-acostumbrada a esta violenta actividad. Frenó su yegua y se encontró junto a Gwyneth, quien había cortado una gruesa rama y estaba golpeando cruelmente a su montura, a fin de hacerla obedecer las indicaciones de sus riendas. Cuando la pequeña yegua sintió la presencia de Aislinn junto a ella se calmó y Gwyneth cesó de castigarla, comprendiendo que con su actitud estaba traicionándose y revelando su perversidad. Avanzaron un trecho a la par y Aislinn trató de olvidar el mal trato inferido al animal y por fin trató de hacer un comentario ligero. En el aire había una fragilidad otoñal y del suelo se elevaba un fuerte olor a hojas caídas, debajo de los árboles de brillante colorido.

—Es un día maravilloso —suspiró Aislinn.

La respuesta de Gwyneth fue breve.

—Lo sería si yo tuviera una montura adecuada.

Aislinn rió.

—Te ofrecería la mía, pero he llegado a apreciarla demasiado.

Gwyneth hizo una mueca ante la gentil reprimenda.

—Siempre logras quedarte con lo mejor, especialmente cuando se trata de hombres. Sí, ganas dos veces lo que pierdes.

Aislinn sonrió.

—No —dijo—. Diez, o cien veces, se puede decir, puesto que perdí a Ragnor, también.

Fue demasiado. Gwyneth, ya muy picada, montó en cólera.

—Zorra sajona —estalló—. Ten cuidado con el nombre que degradáis.

Levantó la rama y hubiera golpeado con ella a Aislinn, pero ésta se apartó a tiempo y el golpe cayó en el flanco de la yegua. Desacostumbrada a este trato rudo, la rucia moteada se lanzó hacia la densa vegetación de debajo de los árboles. Había corrido unos pocos metros cuando dio contra un arbusto espinoso y se retorció por el súbito dolor de los pinchazos, haciendo que a Aislinn se le escaparan las riendas de las manos. La yegua resbaló, medio cayó y enseguida se alzó sobre las patas traseras, haciendo que Aislinn cayera al suelo.

Aislinn golpeó la tierra y quedó atontada, tratando de sacudirse la niebla de la cabeza. Una forma oscura, recortada por el sol, se detuvo sobre ella y vagamente Aislinn reconoció a Gwyneth sobre su montura. La mujer rió y enseguida espoleó a su montura y se alejó. Pasaron largos momentos hasta que Aislinn se incorporó, pero dio un respingo al sentir el dolor en su muslo. Se lo frotó y comprobó que sólo se trataba de un golpe fuerte. Se puso de pie y salió de entre los espesos arbustos.

Su yegua estaba a cierta distancia, con las riendas colgando de su cabeza. Ella intentó acercársele pero el animal, asustado por el dolor que sentía donde las crueles espinas se habían clavado en su pecho, retrocedió. Aislinn le habló suavemente tratando de tranquilizarla. Cuando estaba a punto de lograrlo, hubo un ruido entre los arbustos, a sus espaldas. La yegua relinchó y huyó como si el mismo diablo la persiguiera pisándole los talones.

Aislinn se volvió y vio a un gran jabalí que se abría paso entre la vegetación, hacia donde ella estaba, resoplando y gruñendo al sentir el olor de quienes recientemente lo habían obligado a correr. Y aquí olió el desamparo y el miedo de alguien a pie. Pareció sentir el dolor de ella y volvió sus ojillos malignos para mirarla, mientras relampagueaban sus largos colmillos. Aislinn retrocedió y miró a su alrededor, buscando algún refugio. Vio un roble con una rama que ella podía alcanzar y se dirigió hacia allá. El jabalí la siguió con un fulgor vengativo en sus ojos. Pero Aislinn comprobó que no podía levantar su pierna herida lo suficiente para alcanzar la rama. Trató de saltar, pero sus dedos no pudieron aferrarse y ella cayó contra el grueso tronco y quedó allí quieta mientras la bestia se detenía, pues ya no veía movimientos delante de ella. El jabalí bufó y desgarró el suelo con sus colmillos, lanzando al aire grandes trozos de musgo y de hierba. Súbitamente, cuando sacudía su cabeza de lado a lado, vio el color brillante de la capa de ella. Gruñó furioso y empezó a avanzar, lanzando dentelladas contra las ramas que rozaba al pasar y arrancando las hojas.

Aislinn sintió que el pánico la dominaba. No tenía ningún arma, ninguna forma de defenderse. Había visto las largas heridas que esos terribles colmillos dejaban en las piernas de los hombres y en los perros. Retrocedió contra el árbol, buscando el refugio que el mismo pudiera ofrecerle, y cuando el jabalí avanzó hacia ella, no pudo reprimir un grito. Su voz resonó entre los árboles y pareció enfurecer aún más a la bestia. Ella se llevó las manos a la boca para no gritar otra vez.

Hubo un sonido a sus espaldas y el jabalí volvió la cabeza para ver qué cosa nueva lo amenazaba. La voz de Wulfgar sonó baja y suave.

—Aislinn, no te muevas. Si valoras tu vida, no te muevas. Quédate quieta.

Se apeó de su caballo, trayendo la lanza consigo. Se agachó y así avanzó, mientras cada uno de sus movimientos era atentamente observado por el jabalí, que ahora permanecía silencioso, aguardando. Él avanzó hasta que estuvo a la par de Aislinn, pero a varios metros de ella. Aislinn hizo un movimiento y el jabalí volvió la cabeza.

—Quieta, Aislinn —le advirtió nuevamente la voz de Wulfgar—. No hagas ningún movimiento.

Wulfgar siguió adelantándose hasta que la lanza quedó a una distancia del jabalí aproximadamente igual al doble de su longitud.

Entonces, él afirmó la contera en el suelo y puso una rodilla en tierra, manteniendo la punta cuidadosamente apuntada. El jabalí chilló furioso y se encogió sobre sus patas traseras. Nuevamente desgarró la tierra con sus colmillos y empezó a arrojar trozos de barro con sus patas delanteras. Después, se agazapó y enseguida cargó. Wulfgar, con su poderoso grito resonando entre los árboles, sostuvo la punta de su lanza apuntada al hocico. La bestia aulló de dolor cuando la larga, fina cabeza de acero le atravesó el pecho, y quedó empalado en el arma. Casi arrancó la lanza de las manos de Wulfgar, pero él resistió con su peso y los dos lucharon y se revolcaron a través del claro hasta que la sangre vital del gran cerdo se acabó. El animal quedó quieto, dio una sacudida final y murió. Wulfgar, sobre sus manos y rodillas, dejó caer la lanza y quedó un momento arrodillado, jadeando por el esfuerzo de la lucha. Finalmente volvió la cabeza hacia Aislinn y ella, con una exclamación sollozante, trató de mantenerse de pie pero cayó cuan larga era. El se levantó y corrió hacia ella.

—¿Estás herida? ¿Dónde? —preguntó ansiosamente, y se inclinó sobre su esposa.

—No, Wulfgar —lo tranquilizó ella y sonrió—. Pero me caí de mi caballo. La yegua dio contra unos arbustos, se asustó y yo caí. Me golpeé la pierna.

Él le levantó las faldas y sus dedos rozaron suavemente el magullón. Sus ojos se elevaron lentamente hacia los de profundo color violeta. Ella entreabrió los labios y respiró agitadamente. Tendió un brazo y le puso la mano detrás de la nuca para atraerlo hacia ella. Lo rodeó con ambos brazos, él la abrazó, y se perdieron en la violencia de su pasión.

Él la levantó, olvidado del magullón de ella, y la llevó hasta un denso grupo de árboles, donde tendió su capa en un pequeño claro tapizado de hojas. Allí la depositó y se acostó junto a ella.

Fue mucho más tarde, cuando el sol ya estaba bajo en el cielo, que oyeron voces lejanas y ruidos entre la maleza. Poco después aparecieron Sweyn y Gowain. Miraron a su alrededor y descubrieron a Wulfgar y Aislinn acostados juntos debajo del gran roble, descansando como si el día estuviera destinado a los amantes. Wulfgar se incorporó sobre un codo.

—¿Adónde vais? ¿Sweyn? ¿Gowain? ¿Por qué lleváis tanta prisa?

—Milord, perdona. —Gowain tragó con dificultad.— Creímos que lady Aislinn había sufrido un accidente. Encontramos a su yegua...

Otro ruido de cascos y Gwyneth apareció. Miró la escena, luchó para reprimir una mueca de frustración, apretó los labios y se marchó.

—Nada sucedió —dijo Aislinn con una sonrisa—. Sólo me caí de mi montura. Wulfgar me encontró y nosotros... descansamos un poco.