10

LA mañana era fría y húmeda, con un viento fuerte que lanzaba la lluvia sobre las colinas y a través de cualquier grieta que tuviera la casa señorial. Pequeñas corrientes de brisa helada se colaban por debajo de las puertas exteriores, trayendo gotas de agua y agitando el aire helado del interior del salón. Aislinn se arropó más profundamente en su chal de lana y con dedos entumecidos de frío cortó un pequeño trozo de pan para masticar, mientras iba hacia el hogar, frente al cual estaban Bolsgar y Sweyn. El fuego, recién avivado, apenas empezaba a calentar la estancia, y ella se sentó en un pequeño escabel junto al sillón de Bolsgar. En los días siguientes a la partida de Wulfgar, había aumentado su afecto por el anciano caballero, porque él le recordaba mucho a su padre. Él era como un cojín que amortiguaba la grosería de Gwyneth y hacía la vida más tolerable cuando esa mujer estaba cerca. Él era amable y comprensivo, todo lo contrario de su hija.

A menudo Aislinn buscaba su consejo sobre cuestiones concernientes a la casa o los siervos, y sabía que la sabiduría de las recomendaciones de él venía de la experiencia adquirida a través de los años. Sweyn también solía pedirle su opinión, y con mucha frecuencia se demoraba en la compañía de Bolsgar para saborear un cuerno de ale y evocar los días en que Wulfgar todavía era considerado un verdadero hijo. Cuando los hombres se entregaban a esos recuerdos, Aislinn se sentaba con ellos y escuchaba en silencio, con gran atención, mientras hablaban del muchacho con afecto y elogiaban sus hazañas. Hablaban con orgullo suficiente para que cualquiera que los escuchara se preguntase si alguno de los dos no había tenido algo que ver con el nacimiento del niño.

En estas ocasiones, Sweyn relataba historias de sus aventuras con Wulfgar y de su vida como mercenarios. Bolsgar escuchaba con evidente ansiedad. A edad temprana, Wulfgar dejó la casa de Sward y él y Sweyn empezaron a ganarse la vida vendiendo sus servicios como soldados. Su reputación creció hasta que sus servicios obtuvieron altos precios y estuvieron en constante demanda. Fue en esta época que el duque oyó hablar de la destreza de Wulfgar con la espada y la lanza y llamó a los dos a Francia para que se le unieran. La amistad entre el caballero y el noble empezó en el primer momento de su encuentro, cuando Wulfgar declaró sin alharaca que él era bastardo y que ofrecía su alianza solamente por dinero. Conquistado por la sinceridad del otro, Guillermo lo indujo a que unieran sus fuerzas y le jurara fidelidad. Lo hizo rápidamente, porque el duque era un hombre persuasivo y Wulfgar encontró en Guillermo alguien a quien podía respetar. Ahora, a los treinta y tres años, Wulfgar llevaba varios años con el duque y su lealtad estaba bien afirmada y probada.

Aislinn miró ahora al nórdico y al anciano caballero que estaban sentados juntos, y supo que si Gwyneth hubiese estado presente, hubiera sido reprendida severamente por perder el tiempo. Mientras mordisqueaba su trozo de pan, Aislinn pensó en la hermana de Wulfgar. Qué distinta era de su padre o su hermano. Wulfgar apenas había desaparecido detrás de la colina y Gwyneth empezó a comportarse como señora de la casa. Trataba a los siervos como a seres inferiores, despreciables, destinados solamente a servirla. Continuamente los interrumpía en sus labores para ordenarles que hicieran cualquier tarea menor. A la mujer parecía enfurecerla que los campesinos acudieran a Aislinn o a Sweyn para pedirles aprobación antes de hacer lo que ella les ordenaba. También se había hecho cargo de la despensa, y administraba parsimoniosamente los alimentos, como si ella hubiera pagado cada grano de trigo. Medía la carne en porciones y protestaba en voz alta cuando alguien dejaba algo junto al hueso. No tenía en cuenta a los pobres siervos que venían y aguardaban hambrientos los restos que les arrojaban desde la mesa. Para Bolsgar y Sweyn se convirtió en una costumbre engañarla y arrojar grandes porciones de carne a los infelices campesinos. Cuando Gwyneth lo advertía, lo tomaba muy a pecho y los regañaba largamente por sus costumbres dispendiosas.

La serenidad de la mañana fue súbitamente quebrada cuando un grito penetrante interrumpió el silencio de la casa. Aislinn se puso de pie sobresaltada, mientras su madre bajaba corriendo la escalera, agitando los brazos como una enloquecida, y llamando a todos los demonios del infierno para que vinieran a llevarse a esta hija de Satán. Aislinn miró atónita a Maida, temiendo que su madre hubiera cruzado los límites de la cordura. Gwyneth apareció en el tope de la escalera, y con una sonrisa relamida en los labios, los miró desde arriba, mientras Maida se ocultaba detrás de las faldas de su hija. Aislinn enfrentó a Gwyneth, quien descendió lentamente la escalera y vino hacia ellos.

—Sorprendí a tu madre robándome —acusó Gwyneth—. No sólo debemos vivir en la misma casa con los siervos, sino, también, con ladronas. Wulfgar se enterará de esto. Tened bien en cuenta mis palabras.

—¡Mentira! ¡Es mentira! —chilló Maida, y levantó las manos implorantes hacia Aislinn—. ¡Mis huevos de araña! ¡Mis sanguijuelas! ¡Eran míos! Yo se los compré a los judíos. Ahora, todos han desaparecido. —Miró malignamente a Gwyneth.— Yo entré en su habitación para buscarlos.

—¡Mentiras! —exclamó Gwyneth, indignada—. ¿La encontré revolviendo mi habitación y ahora me acusa de ladrona? ¡Esa mujer está loca!

—Mi madre ha sufrido mucho a manos de Ragnor y sus hombres —explicó Aislinn—. Esas cosas las usaba para curar las heridas de todos. Ella las apreciaba muchísimo.

—Yo las arrojé a la basura —dijo Gwyneth, irguiéndose orgullosamente—. Sí, las arrojé. No quiero que tenga esas cosas repugnantes dentro de esta casa. No permitiré que las guarde en mi habitación.

—¡Gwyneth! —estalló Bolsgar, muy enojado—. No tienes derecho a actuar así. Aquí eres un huésped y debes someterte a lo que diga Wulfgar.

—¡No tengo derecho! —exclamó Gwyneth, en una acceso de furia—. Yo aquí soy la única parienta del señor de esta casa. ¿Quién me niega mis derechos? —Sus ojos claros relampaguearon y desafiaron a todos a que replicaran.— Yo me ocuparé de cuidar las posesiones de Wulfgar mientras él esté ausente.

Bolsgar resopló despectivamente.

—¿Cómo cuidaste de lo mío? Mides la comida como si fuera tuya. Wulfgar nos dejó dinero y tú gastas unas pocas monedas de cobre, y guardas el resto. Que yo sepa, nunca te has interesado por el bienestar de nadie.

—Yo sólo cuido que tú no lo derroches —replicó airadamente la hija—. Tú lo gastarías todo estúpidamente, como hiciste con tu oro. ¡Armas! ¡Hombres! ¡Caballos! ¿De qué te han servido? Si hubieras ahorrado, algunas monedas, ahora no tendríamos que mendigar unos mendrugos miserables y este sucio alojamiento.

El anciano gruñó y miró el fuego.

—Si no hubiera sido castigado con dos mujeres regañonas que exigían lo mejor de todo, hubiera podido enviar más hombres con tu hermano y ahora no estaríamos aquí.

—Aja, échanos la culpa a mi pobre madre y a mí. Teníamos que mendigarte hasta unas pocas monedas para comprar un vestido. Mira mi ropa y te darás cuenta cómo nos mantenías —exclamó Gwyneth con voz airada—. Pero ahora estoy aquí y soy la única parienta de Wulfgar. Reclamo los derechos de sangre y me ocuparé de que estos sajones no abusen de mi generosidad.

—No hay derechos de sangre —se atrevió a decir Sweyn—. Cuando él fue expulsado de su casa, tu madre no lo reclamó como hijo. Y después, ella también negó el parentesco.

—¡Ten quieta tu lengua, lacayo servil! —replicó Gwyneth, dirigiendo al vikingo una mirada asesina—. Tú pules la armadura de Wulfgar y guardas su puerta cuando él duerme. Nada tienes que decir aquí. Se hará como diga yo. ¡Esta mujer no traerá sus alimañas a esta casa!

—¡Aaayyy! —gimió Maida—. No puedo tener mi habitación a salvo de ladrones ni siquiera en mi propia casa.

—¡Tu casa! —exclamó Gwyneth, en tono de desprecio y rió sarcásticamente— Por mano de Guillermo, quedas excluida de estas paredes.

Aislinn estalló.

—Por orden de Wulfgar, nosotras nos quedamos a vivir aquí.

La ira de Gwyneth no se aplacaría tan fácilmente.

—¡Vosotras, aquí, sois siervas! ¡De la clase más baja! ¡No podéis ser dueñas de nada! —Apuntó a Maida con un dedo.— Tú, vieja quejosa y llorona, caminas por esta casa como si todavía fueras la dueña, cuando en verdad no eres más que una esclava. Yo no lo toleraré.

—¡No! Ella está aquí por voluntad de Wulfgar —gritó Aislinn furiosa por este ataque sin sentido contra su madre—. Tu hermano hasta impidió a ese canalla de Ragnor que la expulsara de aquí.

La otra mujer curvó los labios en una mueca de desprecio.

—¡No te atrevas a insultar a un caballero normando bien nacido —Nuevamente se dirigió a Maida.— ¿Con qué derecho reclamas un lugar en esta casa? ¿Porque tu hija se acuesta con el lord? —Rió despectivamente.— ¿Crees que eso te da derechos de normanda, vieja bruja? ¿Qué dirás cuando el lord regrese con una esposa y arroje a tu preciosa hija a sus hombres? ¿Qué derechos reclamarás entonces? ¡La madre de una prostituta! Ni siquiera podrás quedarte en estas tierras. ¡Sí! ¡Vete de aquí, desaparece de mi vista! Busca alguna choza donde puedas llevar tu viejo esqueleto, pero márchate. ¡Limpia tu habitación de esas asquerosas alimañas y vete de esta casa! ¡Fuera!

—¡No! —gritó Aislinn—. ¡No se irá! El mismo Wulfgar la puso en esa habitación. ¿Acaso desafías sus órdenes?

—No desafío nada —replicó Gwyneth—. Sólo me ocupo de su bien.

—¿Aislinn? —El susurro llegó suavemente y la muchacha bajó la vista hacia su madre, que le tiraba del vestido.— Me iré. Buscaré mis cosas. Ahora son muy pocas.

Hubo lágrimas en los ojos de Maida cuando habló, y un flujo caótico de emociones le cruzó la cara. Cuando Aislinn abrió la boca para hablar, la anciana meneó la cabeza, fue hasta la escalera, y la subió lentamente, con los hombros hundidos por la derrota. Aislinn miró a Gwyneth con silenciosa furia y apretó los puños mientras la otra sonreía provocativamente.

—Hay veces, Gwyneth —dijo lentamente Bolsgar— en que sencillamente me enfermas. Su hija lo miró radiante de triunfo.

—No entiendo por qué lamentas su partida, padre. La vieja ya nos ha molestado lo suficiente con sus harapos y su cara atormentada.

Él le volvió la espalda y clavó la vista en el fuego rugiente del hogar. Sweyn hizo lo mismo pero después de un momento se levantó y salió del salón. Aislinn siguió mirando furiosa a Gwyneth, quien se sentó en la silla de Wulfgar y empezó a pellizcar delicadamente una pierna de cordero que Hlynn había puesto allí.

Maida descendió las escaleras con una piel desgarrada sobre la espalda y un pequeño envoltorio en los brazos. Se detuvo en la puerta y dirigió una mirada implorante a su hija. Aislinn se envolvió apretadamente en su chal para protegerse del frío, salió afuera y siguió a su madre. Juntas, tiritaron cuando el viento del norte acarició sus cuerpos escasamente cubiertos y una bruma helada les humedeció los cabellos.

—¿Adónde iré, Aislinn? —gimió Maida, retorciéndose las manos mientras cruzaban el patio—. ¿No deberíamos marcharnos antes de que Wulfgar regrese, y buscar un refugio lejos de aquí?

—No. —Aislinn meneó la cabeza. Era difícil hablar con calma cuando hubiera querido arrancarle los cabellos a Gwyneth y descargar sobre ella su cólera.— No, madre mía. Si nos marchamos, la gente sufrirá y no tendrán a nadie para que les cure sus males. Yo no puedo traicionarlos y dejarlos a merced de Gwyneth. En todo caso, hay guerra. No es época para que dos mujeres anden vagando solas.

—Wulfgar nos arrojará de aquí si regresa con una novia —insistió Maida—. Y no estaríamos mejor que si nos fuésemos ahora.

Aislinn levantó la mirada hacia el horizonte distante y pensó en la ultima noche que había pasado en brazos de Wulfgar. Casi podía volver a sentir sus manos sobre ella, acariciándola, tocándola, excitándola hasta que parecía que cada uno de sus nervios gritaba por él Sus ojos se pusieron soñadores y blandos. El recuerdo de esos juegos le producía un torturante calor en los pechos y los muslos y dentro de ella crecía un hambre abrasador. ¿Pero qué haría él? ¿Realmente, él había sido de ella, o sería dejada de lado por otra mujer no bien regresara? Una fugaz visión de Wulfgar abrazando a alguna mujer apasionadamente, se alzó ante ella y la deliciosa excitación que estremecía su cuerpo juvenil quedó aplastada por una oleada de furia. Con todos los hombres que habían deseado su mano e implorado a su padre que los considerase dignos de ella, ahora debía ser la querida de uno que odiaba a las mujeres y desconfiaba de ellas. Casi rió en voz alta. Qué ironía haber estado tan orgullosa de quienes sufrían por ella y ser, ahora, la esclava de un extranjero normando que declaraba que podía olvidarla tan fácilmente como quien descarta un guante. Sin embargo, había habido una innegable necesidad del guantelete. Aislinn ahora se calmó, pensando en eso. Una leve sonrisa asomó a sus labios y una nueva confianza arraigó en ella. Aun si regresaba con alguna buscona para llevársela a la cama, ¿podría olvidar tan fácilmente a Aislinn? Él había disfrutado mucho la última noche que pasaron juntos. Ella lo sabía pese a su inexperiencia, de modo que ese recuerdo debía traerlo de regreso, sin ataduras.

Tomó el camino que llevaba a una cabaña vacía, desocupada por las muertes de un padre y un hijo que habían luchado con Erland contra Ragnor y perdido la vida en esa batalla. Pero Maida se estremeció cuando Aislinn la tomó del brazo para conducirla al interior de la cabaña.

—¡Los fantasmas! —gritó—. ¡Tengo miedo de los fantasmas! ¿Qué me harán, ahora que estoy sola, sin nadie que me proteja? ¡Me llevarán con ellos y me harán daño! ¡Yo lo sé!

—No. —Aislinn trató de calmar los temores de su madre.— Aquí sólo vivieron amigos nuestros. Ellos no regresarán para hacer daño a la viuda de Erland.

—¿Crees que no? —gimió Maida. Con una súbita confianza infantil, siguió a Aislinn más cerca de la cabaña.

La mísera vivienda estaba separada del resto de la aldea, cerca de un bosquecillo que a su vez bordeaba el pantano. Aislinn empujó la puerta y medio se ahogó con el olor mohoso, fétido del lugar.

—Mira, madre. —Señaló el interior.— Es una vivienda sólida y sólo necesita una mano inteligente para ordenarla y convertirla en un hogar.

El interior estaba a oscuras, y Aislinn se esforzó por acallar sus propios temores y mantener su actitud ligera y animosa. Las dos pequeñas ventanas tenían pellejos aceitados que dejaban entrar menos luz que frías corrientes de aire y cada pisada levantaba polvo del suelo de tierra reseca, sobre el que había dispersos unos pocos tallos de junco. Un rústico fogón ocupaba casi toda una pared y contra la otra había una sólida armazón de cama de madera de roble cubierta con un colchón roto y viejo. Una tosca silla de madera estaba junto a una mesa cerca del hogar y allí Maida se dejó caer, desesperada y desamparada, y empezó a entonar una canción doliente mientras se balanceaba de atrás adelante en su asiento.

Aislinn sentía la misma ansiedad que sabía que aquejaba a su madre. Fue cansadamente hasta la puerta, apoyó un hombro en el marco y miró hacia afuera, al día destemplado y triste. Sabía la batalla que sería enfrentar a Gwyneth y exigir que su madre fuera instalada nuevamente en la habitación que Wulfgar le había destinado. Era como si Gwyneth estuviese poseída por algún demonio, que la azuzaba con agudas espuelas de vanidad y de celos y que no la dejaba descansar ni encontrar placer en la amabilidad.

Aislinn emitió un suspiro, meneó la cabeza y se arremangó sus largas mangas, pensando que ella tendría que tomarse el trabajo de convertir a esta choza sucia en un lugar adecuado para vivir. Encontró yesca y pedernal en una pequeña repisa sobre el hogar y pronto ardieron las llamas para combatir las tinieblas y el frío de la habitación. Arrancó ropas sucias de unos ganchos de madera donde habían sido dejadas por los desafortunados hombres y las arrojó al fuego, junto con vellones de lana vieja y podrida y algunas prendas de cuero, donde fueron rápidamente consumidas, sin duda que con una multitud de insectos. Arrugó la nariz de disgusto ante el mal olor del colchón y lo arrancó de la cama de madera. En el transcurso de las semanas, la comida se había secado y endurecido como roca en el fondo de los tazones de madera, donde había sido abandonada cuando sonó desde la torre la alarma ante la proximidad de los normandos. Mientras limpiaba los restos, Aislinn pensó en Gerford y su hijo. Mientras la mayoría de las familias tomaban sus alimentos en cortezas de pan duro, éstos habían tenido imaginación suficiente para fabricarse utensilios de madera. La ausencia de su habilidad artesanal se sentiría mucho en Darkenwald, porque los dos habían sido muy ingeniosos para fabricar herramientas, vajilla y otros objetos útiles. Ahora su madre disfrutaría de este pequeño lujo, aunque le faltaran las otras comodidades a las que estaba acostumbrada.

Mientras Aislinn trabajaba, Maida seguía sentada, entonando su canción sin palabras y hamacándose suavemente. Parecía indiferente a todo lo que la rodeaba. Hasta cuando la puerta se abrió, haciendo sobresaltar a Aislinn, Maida no se movió de su silla.

Kerwick y Ham llenaban el vano, con los brazos cargados con mantas y pieles.

—Pensamos que estas cosas podrían serle útiles —dijo Kerwick—. Las tomamos de su habitación, cuando Gwyneth nos ordenó que la limpiásemos para usarla ella. Si a tu madre la llamarán ladrona, también tendrán que hacerlo con nosotros.

Aislinn los invitó a entrar y cerró la puerta.

—Sí, a todos nos pueden llamar ladrones, porque yo no quiero verla con frío y hambrienta.

Kerwick miró el humilde interior.

—Thomas ahora hace tiendas y colchones para los normandos Veré si— tiene un jergón que le sobre.

—¿Quieres pedirle, también, que venga y ponga goznes en esta puerta? —preguntó Aislinn—. Me temo que esa madera no podría detener al más pequeño animal.

Kerwick la miró fijamente.

—¿Te harás tu cama aquí, con tu madre? —Pareció preocupado y afligido.— No sería prudente, Aislinn. Hay más que temer de tipos ruines como Ragnor y esos otros normandos, que de cualquier animal estúpido. Los hombres no harán daño a tu madre, porque temen que esté loca, pero a ti...

Aislinn se volvió parar mirar a Ham, quien estaba cubriendo el piso con tallos frescos de junco.

—Sin duda, ignoras que Sweyn tiende, de noche, su jergón delante de mi puerta. Como su señor, él tiene poca confianza en las mujeres. El no me dejaría venir aquí.

Kerwick suspiró aliviado.

—Está bien. No podría descansar sabiéndote aquí, y Wulfgar me colgaría del árbol más alto como advertencia para los otros hombres si tratara de protegerte, porque seguramente pensaría mal.

—Sí —murmuró Aislinn—. Él espera traición de todas las mujeres.

Los ojos azules de Kerwick le sostuvieron un momento la mirada. Después, soltó un suspiro apesadumbrado.

—Debo irme antes que el vikingo se entere de que estoy aquí. No quisiera que Wulfgar se disgustara por esta simple reunión.

Los dos se marcharon y Aislinn una vez más se puso a trabajar para crear cierta atmósfera hogareña en la choza, a fin de disipar los temores de su madre. Era media tarde cuando Thomas llegó riendo a la cabaña y depositó ante ella un jergón nuevo y mullido. Ella lo tomó y lo puso donde había estado el viejo colchón, y elevó las cejas cuando llegó a su nariz el olor a trébol y hierba seca.

—Sí, milady —dijo el antiguo vasallo con una risita—. Me detuve en el establo para llenarlo y algún caballo normando pasará hambre esta noche.

Aislinn rió alegremente y juntos pusieron el colchón sobre cama, donde ella lo cubrió con pieles y mantas hasta que quedó preparada una cama abrigada para su madre. Thomas se quedó lo suficiente para reparar la puerta, reemplazó las gruesas tiras de cuero aceitado que servían de goznes y comprobó que el tablero encajara bien en su marco y que fuera posible cerrarlo desde el interior.

La oscuridad ya se cernía sobre la tierra cuando Aislinn asintió, aprobando las comodidades de la cabaña. Su madre había comido y dormía sobre la cama cuando ella se marchó y regresó a la casa, en busca de comodidades para sí misma. Tenía mucha hambre, porque lo único que había comido ese día era el pan que mordisqueara por la mañana.

Ham estaba limpiando perdices que había cazado Sweyn esa tarde, y cuando ella entró, el muchacho saltó y abandonó su tarea. Gwyneth estaba cómodamente sentada ante el hogar con su labor de aguja y Bolsgar aguzaba ociosamente una corta rama.

—Milady —dijo el muchacho, con una sonrisa—, os he guardado comida. La traeré.

Gwyneth levantó la vista de su trabajo.

—Los que llegan tarde, deben soportar su hambre hasta la próxima comida. —Su voz imperiosa sonó claramente mientras ella daba otra puntada.— La puntualidad es una virtud que tiene su recompensa, Aislinn. Te conviene saberlo.

Aislinn le volvió la espalda y habló directamente a Ham, sin hacer caso de Gwyneth.

—Tengo mucha hambre, Ham, y comeré ahora. Tráeme comida.

Ham sonrió, asintió y se apresuró a complacerla. Aislinn ocupó su lugar habitual en la mesa del lord y sostuvo serenamente la mirada a Gwyneth.

La boca de Gwyneth se curvó en una mueca de desprecio.

—No eres la esposa de mi hermano —dijo—. Aunque puedes haberte ganado algo de su confianza por ser su ramera, tú no eres aquí sino una esclava, de modo que no te des aires como si fueras algo más.

Ham tocó a Aislinn en el brazo antes que ella pudiera replicar y ella volvió su atención a él. El muchacho le puso adelante comida suficiente para satisfacer a dos personas con apetito. Aislinn no cuestionó la lealtad de él hacia ella, pues sabía que ese acto podía atraer muy bien sobre Ham la maliciosa atención de Gwyneth. Sonrió agradecida y aceptó la comida.

—Es extraño que tantas mujeres sajonas hayan caído presas de los normandos y tú te hayas salvado, Gwyneth —dijo Aislinn, como si estuviera pensando en voz alta, y sus ojos recorrieron lentamente a la otra de pies a cabeza—. Pero quizá no sea tan extraño —agregó.

Aislinn dirigió toda su atención a la comida, indiferente a la cólera de la otra. De la silla de Bolsgar salió una risita y Gwyneth se puso de pie de un salto. Hirviendo de ira, ella escupió las palabras hacia la espalda de su padre.

—Por supuesto, tú te pones de parte de esta puerca sajona y en contra de tu propia hija. El duque Guillermo debería arrojaros a todos vosotros al arroyo, donde pertenecen.

Frustrada y furiosa, subió corriendo la escalera y cerró violentamente la puerta de su recién adquirida habitación, la misma cómoda estancia que Maida había desocupado esa mañana.

Las noches se hicieron más largas y los días se volvieron fríos y desapacibles. Los árboles desnudos elevaban sus doloridas ramas hacia el aire helado y suspiraban con penosa agonía cuando el viento de norte soplaba sobre el páramo. Cuando los vientos cesaban, la niebla subía desde el pantano para envolver a la aldea mientras los charcos y estanques adquirían una costra de hielo delgado. Las lloviznas se convertían en diminutos copos de nieve, que caían sobre el suelo y transformaban los senderos del pueblo en charcos de lodo helado donde uno se hundía hasta los tobillos. Pieles de oso, lobo y zorro cubrieron las prendas de lana de los pobladores. La casa olía a carnes de animales recién cazados y la curtiembre lanzaba su hedor a los vientos a medida que se necesitaban más pieles. Aislinn se aseguró que Maida estuviera cómoda en su pequeña cabaña. Le había enviado más pieles y Kerwick le llevaba diariamente leña para el hogar. Para Aislinn, se convirtió en parte de su ritual de todos los días visitar a su madre y ocuparse de su bienestar, y cuando cruzaba de regreso la aldea, atendía las enfermedades de su gente. Pese a las atenciones de su hija, Maida se volvió más retraída y silenciosa y su aspecto degeneró hasta parecerse al de una vieja arrugada. Aislinn empezó a oír historias acerca de la voz monótona de Maida que entonaba sus cánticos a los espíritus hasta altas horas de la noche, y que a veces hablaba con compañeros de su juventud muertos hacía tiempo como si ellos le respondieran, y como si su marido estuviese con ella compartiendo la cabaña.

Gwyneth alentaba todas las historias que oía y cuando veía a Maida y creía que Aislinn no estaba escuchándola, deslizaba insidiosas sugerencias sobre que el lugar estaba hechizado. Contaba a Maida todas las historias, pero retorcía las palabras para que pareciera que los pobladores de la aldea fueran maliciosos y odiaran a la pobre mujer. Maida se hundía aún más en su depresión y Aislinn encontraba a su madre cada vez menos capaz de enfrentar la realidad.

La desdichada mujer dedicaba su atención a la confección de misteriosas pociones que, según declaraba, harían que los normandos abandonaran el suelo inglés. A Aislinn le parecía inútil discutir con ella y tratar de hacerle comprender la inutilidad de sus esfuerzos.

Era un día desapacible, con densas nubes grises que derramaban alternadamente chubascos de lluvia helada y esponjosa nieve que un viento caprichoso arrojaba con fuerza contra los postigos o la cara. Ham se cubrió sus mejillas enrojecidas y volvió la espalda a las ráfagas cegadoras, agradecido por la buena temporada de caza y las abrigadas pieles que la misma producía. Ahora él tenía envueltos brazos y piernas con esas pieles que sujetaba con tiras flexibles de cuero de ciervo, y una gran piel de lobo cosida a su rústica túnica, que le ayudaba a mantener el calor del cuerpo. Bajo la piel, Ham aferraba las hierbas medicinales que Aislinn le había pedido que trajera de la cabaña de su madre. Habiendo hecho el camino de regreso a la carrera, ahora se detuvo para recobrar el aliento al abrigo de una cabaña.

—¡Eh, tú! ¡Ham!

Se volvió al oír su nombre y vio a Gwyneth, envuelta en una larga capa, de pie en la puerta de la casa señorial.

—¡Ven aquí! ¡Deprisa! —ordenó ella, con un ademán imperioso.

Inmediatamente, él obedeció.

—Tráeme más leña para mi habitación —dijo la mujer cuando él llegó frente a ella, al pie de la escalinata—. El fuego está muy débil y este caserón infernal está demasiado frío.

—Perdonadme, milady. —Ham se inclinó cortésmente.— Pero tengo una tarea de cierta urgencia que me encargó mi ama y debo cumplirla. Cuando haya terminado, os traeré leña para la noche.

Los ojos de Gwyneth se pusieron fríos, porque ella sólo vio insolencia en los modales del muchacho.

—¡Patán grosero! —exclamó—. ¡Hablas de una tarea estúpida mientras yo me estoy helando! Harás ahora lo que te ordeno.

—Pero milady Aislinn me pidió...

—Pero tu lady Aislinn —interrumpió Gwyneth, encolerizada—, no es más que la ramera de lord Wulfgar. ¡Cómo hermana de él, yo soy la señora de esta casa y te ordeno que traigas la leña ahora!

Ham la miró con preocupación, pero no tenía ninguna duda de cuál era su obligación.

—Milady Aislinn está esperando —replicó tercamente—. Os traeré la leña muy pronto.

—Mendigo despreciable. —La voz de Gwyneth sonó baja y despectiva, cargada de un odio que retorcía cada palabra.— Haré que te arranquen el pellejo de a poco.

Dos de los hombres de Wulfgar se habían acercado y Gwyneth se volvió hacia ellos.

—Agarrad a este estúpido y atadlo al potro de tormento. Quiero que sea azotado hasta que se vean los huesos de su espalda.

Ham palideció intensamente al oír esas palabras y los hombres parecieron dudar si debían obedecer o no. Sabían que esta mujer era hermana de Wulfgar, pero dudaban que el lord aprobase un castigo tan salvaje por un delito tan leve. Ellos habían servido lealmente a Wulfgar, sin cuestionar jamás su autoridad. ¿Ahora tendrían que respetar las exigencias de la hermana y cumplir sus órdenes sin cuestionarlas?

La vacilación de los hombres enfureció aún más a Gwyneth. Su brazo flaco se extendió para señalar al afligido sirviente.

—¡En nombre de Wulfgar, y como yo soy su única pariente, tenéis que obedecerme! Agarrad a éste y buscad el látigo más grueso y pesado.

Los hombres sabían muy bien que Wulfgar habitualmente se reservaba para sí el derecho de juzgar en cuestiones relacionadas con los sajones. El no tenía todavía título real de las tierras y era, en realidad, un encargado cuidador, un señor de la guerra. Por lo tanto, según las jerarquías militares, era Sweyn quien debía asumir la autoridad en ausencia de Wulfgar. Pero como el vikingo no estaba presente, ninguno de los dos podía encontrar coraje para contradecir a Gwyneth o desobedecer sus órdenes. De modo que, con gran reticencia, se adelantaron para obedecer y se apoderaron del muchacho.

Aislinn levantó a la niñita en su regazo y la estrechó para darle calor. La laboriosa respiración de la pequeña entraba y salía con un ruido sibilante entre los accesos de tos. Las hojas de alcanfor que traería Ham serían hervidas para que produjeran un vapor de aroma penetrante y colocadas junto a la cama, para aliviar los padecimientos de la niñita y permitirle descansar. ¿Pero dónde estaba Ham? El tiempo pasaba lentamente y Aislinn estaba intrigada por la tardanza del muchacho. Mentalmente, recorrió el camino de ida y de vuelta y calculó que ya había pasado un tiempo más que suficiente. El siempre había sido un muchacho bueno y diligente, rápido para obedecer, y ahora Aislinn empezó a preocuparse por su prolongada ausencia. Juró silenciosamente que si él se había demorado innecesariamente mientras esta criatura luchaba por respirar, ella misma lo traería tirándole de las orejas.

La respiración de la niñita se regularizó un poco y Aislinn entregó la frágil criatura a la madre y se envolvió apretadamente en sus pieles para salir al exterior y averiguar por qué Ham se demoraba tanto. Cerró la puerta tras de sí, se arrebujó contra las ráfagas heladas, levantó la mirada y vio a los dos normandos que arrastraban hacia el potro a Ham, quien protestaba desesperado.

Momentos después, los hombres encontraron bloqueado su camino por una silueta pequeña con las piernas separadas y los brazos en jarras. Largas guedejas flotaban libremente y se agitaban en el viento como orgullosos pendones alrededor de su cabeza. Los ojos de color violeta relampaguearon y las palabras francesas salieron atropelladamente de sus labios.

—¿Qué significa esto? —preguntó Aislinn—. ¿Qué tontería os traéis entre manos, normandos, para apoderaros de este muchacho que estaba cumpliendo una orden mía, y arrastrarlo hacia el potro en medio de esta tormenta de invierno?

Uno de los hombres respondió débilmente.

—Lady Gwyneth le dio una orden y él no obedeció.

Aislinn golpeó el lodo helado con el pie y trató de controlar su ira.

—¡Soltadlo, estúpidos! —gritó—, ¡Soltadlo ahora mismo, o yo me ocuparé de que antes que acabe esta luna, los dos mueran por el acero de lord Wulfgar!

—¡Alto! —La voz de Gwyneth desgarró el aire como un chillido—. Tú nada tienes que decir en esto, Aislinn.

La joven se volvió para enfrentar a la mujer que se acercaba y esperó hasta que la tuvo delante.

—De modo, Gwyneth —la voz de Aislinn sonó claramente entre el aullido del viento—, que has asumido la autoridad de Wulfgar. ¿Y ahora piensas privarlo de uno de sus siervos más útiles?

—¿Útil? —escupió Gwyneth—. Este holgazán me desobedeció deliberadamente.

—Qué curioso —replicó Aislinn—. Yo no tengo esos problemas con él. Quizá tus modales lo confunden. El no está acostumbrado a los chillidos de una urraca.

Gwyneth pareció a punto de ahogarse de rabia.

—¡Urraca! ¡Tú, la ramera de un bastardo! ¡Insolente buscona sajona! ¡Te atreves a criticar mis modales! En ausencia de Wulfgar, yo soy la señora de esta casa y nadie lo podrá discutir.

—Nadie duda de lo que tú querrías ser, querida Gwyneth. Pero si lo eres o no, hay que preguntárselo a Wulfgar.

—¡No es necesario preguntar! —replicó la otra—. Yo soy su hermana y tú no eres pariente de él.

Aislinn levantó orgullosamente el mentón.

—¡Aja, no soy parienta de él! Sin embargo, conozco su forma de pensar más que tú. Él administra justicia rápidamente, seguramente, y no locura, como predicas tú, porque él conoce el valor de tratar amable y bondadosamente a sus siervos.

Gwyneth resopló furiosa.

—Ciertamente, me resulta difícil comprender cómo tuviste tiempo para averiguar su forma de pensar, con la prisa que tenías para meterte en su cama. —Sus ojos se entrecerraron hasta que fueron dos hendiduras pálidas, bordeadas por pestañas rojizas.— ¿O es que sientes que puedes doblegar su mente según tu voluntad?

—Si pudiera —repuso Aislinn—, entonces ese hombre sería merecedor de eso. Pero dudo que la mente de Wulfgar pueda ser doblegada con tanta facilidad.

—¡Bah! Una ramera tiene talentos para castrar a cualquier hombre con un menear de caderas sin que él se dé cuenta de nada. —Gwyneth tembló violentamente de cólera mientras su mirada recorría de pies a cabeza el cuerpo bien formado de Aislinn. No podía sacarse de la mente la imagen de Wulfgar acariciando a esta joven fuera de su dormitorio, la mañana que se marchó, o el torturante pensamiento de que Ragnor pudiera haber hecho lo mismo.— ¡Hombres! Siempre correrán detrás de una ramera regordeta que ría tontamente a cada movimiento e ignorarán a la dama esbelta y honesta que piensa que no es decente exhibir tan provocativamente su sexo.

—¡Ja! ¿Tú te jactas de ser una dama esbelta? —rió Aislinn, y levantó una ceja, desafiante—. Vaya, una rama de sauce tiene eso que tú podrías envidiar.

—¡Zorra! —graznó la otra—. Se dice que las formas de una mujer se llenan y redondean bajo el toque de un hombre, y veo que tú debes de haber conocido a muchos.

Aislinn se encogió de hombros.

—Si así fuera, entonces tú, querida Gwyneth, no has conocido el toque de nadie después del de tu madre.

Gwyneth enrojeció intensamente y no pudo responder enseguida.

—¡Basta! —dijo por fin—. Estoy cansada de tus insolencias y no quiero quedarme aquí, con este frío. —Se dirigió a los dos normandos, quienes no se atrevían a mirarla.— Llevaos ahora mismo al siervo y descubridle la espalda para azotarlo. Yo me ocuparé de que en el futuro haga más caso de las palabras de una dama.

—¡No! —gritó Aislinn. Giró hacia los normandos, y en tono lastimero, imploró: —Una niñita yace gravemente enferma y se necesitan hierbas para calmar sus sufrimientos. —Señaló a Ham.— El no ha cometido ninguna falta, él trae esas hierbas que yo le pedí. Dejad que vayamos los dos a cuidar de esa niñita enferma, y cuando Wulfgar regrese, yo plantearé la cuestión ante él y aceptaré la justicia que él decrete, cualquiera que sea.

Gwyneth vio la incertidumbre en las caras de los hombres y sintió que perdía terreno.

—¡No! ¡Esto sería inútil! Castigadlo ahora mismo para que él recuerde y en el futuro sea más obediente.

Aislinn se volvió hacia la mujer y extendió los brazos.

—¿Pondrías esta cuestión por encima de la vida de una criatura? ¿Prefieres ver muerta a la niña con tal que el muchacho sea castigado?

—Nada me importa una criatura sajona —replicó Gwyneth, despectivamente—. Que la insolencia del siervo tenga su merecido castigo, y no sigas oponiéndote a mi voluntad, perra. Sí, te ordeno que te quedes y presencies el castigo, a fin de que nunca más te atrevas a desafiar mis órdenes.

—Tú no tienes derecho a dar órdenes aquí —gritó Aislinn.

Gwyneth se volvió lívida de furia.

—Niegas mis derechos, ramera, pero como única pariente de Wulfgar, yo soy la única que puedo hablar en su ausencia. Y aquí tú no eres más que una sierva, su esclava que no tiene otra salida que soportar su peso de noche, según su capricho. ¿Dices que yo no puedo dar órdenes aquí? Bueno, eres tú quien carece de derechos y quien deberá sentir lo que le sucede a alguien que desobedece a sus superiores. —Sus ojos claros relampaguearon al pensar en la suave carne de Aislinn desgarrada por los golpes del látigo. —Sí, también tú aprenderás a obedecer. —Extendió un brazo hacia la joven.— ¡Agarradla! ¡Ponedla junto al patán insolente!

Las palabras francesas fueron entendidas por el muchacho, quien había aprendido mucho desde la llegada de los normandos.

Ham luchó violentamente con los hombres.

—¡No! ¡A ella dejadla!

Los hombres sólo podían contemplar boquiabiertos a la mujer enfurecida. El castigo a una muchacha sajona en sí no era nada, pero cuando esa mujer pertenecía a Wulfgar, el asunto era completamente diferente. Este castigo podía tener severas repercusiones y ellos mismos, seguramente, las sufrirían en no pequeño grado. Quizás la hermana de Wulfgar era temeraria, pero ellos pensaban de otro modo.

—¡Agarradla! —chilló Gwyneth, que ya no podía seguir tolerando la demora.

Ham se soltó de los hombres y huyó cuando uno de los normandos se adelantó, más con la intención de proteger a la joven que de hacerle daño.

El hombre le apoyó una mano en el hombro, pero Aislinn, tomando equivocadamente ese movimiento, giró rápidamente, dejando su capa en la mano del hombre.

—¡Ten cuidado con las ropas, torpe! —estalló Gwyneth, mostrando su codicia—. Y quítale el vestido. Yo lo necesito.

—¿De modo que tú lo necesitas? —dijo Aislinn, ahogada por la cólera.

Con dedos trémulos, se arrancó el vestido del cuerpo y antes que Gwyneth pudiera detenerla, lo arrojó en el lodo, a sus pies, y lo pisoteó concienzudamente. Enseguida enfrentó a la mujer, protegida del frío sólo por su delgada enagua, aunque apenas lo notó con la furiosa tormenta que rugía en su interior. —Entonces, Gwyneth tómalo como está.

La estridente voz de la mujer cortó el viento helado como si fuera un cuchillo.

—Empezad a azotarla y no os detengáis hasta que cincuenta latigazos hayan caído sobre su espalda. —Miró a Aislinn con una mueca de odio y desprecio.— Mi hermano encontrará en ti muy pocos atractivos cuando vuelva a ponerte los ojos encima.

Pero la orden de Gwyneth no sería cumplida por los hombres. Uno de ellos dejó caer el látigo y se alejó, meneando la cabeza. Su compañero lo siguió.

—No —dijo uno—, no lo haremos. Lady Aislinn ha curado nuestras heridas y enfermedades y nosotros no le retribuiremos su bondad de esta manera.

—¡Perros cobardes! —aulló Gwyneth, y se apoderó ella misma del látigo—. Yo les mostraré cómo se aplica un castigo bien merecido.

Con toda la furia nacida del odio que hervía en su interior, Gwyneth levantó el brazo y el látigo silbó como la lengua de una serpiente para desgarrar la delgada prenda de Aislinn y morderle sus tiernas carnes. Aislinn se retorció en silenciosa agonía y retrocedió, con los ojos brillantes de lágrimas de dolor.

—¡Alto!

Todos se volvieron súbitamente y los hombres y la mujer se enfrentaron con Sweyn, quien se veía furioso y decidido. Ham estaba a su lado y nadie dudó que él había traído al enorme vikingo.

Pero Gwyneth, ebria de poder, dejó de lado toda cautela, se volvió nuevamente hacia Aislinn y levantó el látigo para golpearla otra vez.

Pero cuando llevó el mango hacia adelante, el látigo fue arrancado de su mano.

Gwyneth se volvió, frustrada y furiosa, y se encontró con el pie de Sweyn plantado firmemente sobre el extremo del látigo, y sus brazos musculosos en jarras, a los costados de su voluminoso cuerpo.

—¡Dije alto! —rugió él.

—¡No! —medio sollozó, medio chilló Gwyneth—. La perra tiene que ser castigada aquí y ahora mismo.

El vikingo se acercó a la mujer flaca hasta que la dominó con su estatura y bajó la cabeza para mirarla fijamente en los ojos claros.

—Oídme bien, lady Gwyneth, porque me temo que vuestra vida puede depender de la atención que prestéis a mis palabras. Mi señor Wulfgar dejó a esta muchacha a mi cuidado, para que en su ausencia nadie le hiciera daño, ya fueran hombres o mujeres. Ella le pertenece y él no tolerará que vos la castiguéis. A menos que él diga otra cosa, la muchacha tendrá mi protección, y hasta ahora él no me ha liberado de mi juramento de mantenerla a salvo del peligro. Wulfgar no vacilaría en castigaros si regresara y encontrara a la muchacha lastimada por culpa vuestra. Por lo tanto, ahora la pondré a salvo, tanto por vuestro bien como por el de ella. Que la paz sea con vos, lady Gwyneth, pero yo debo satisfacer los deseos de mi señor antes que los de cualquier otra persona.

Con eso, pasó junto a ella sin darle otra oportunidad de hablar, y se acercó a Aislinn. Arrebató la capa que todavía tenía uno de los normandos y cubrió con ella el cuerpo trémulo de Aislinn. Los ojos de Aislinn estaban llenos de lágrimas cuando se elevaron hacia los del vikingo en mudo agradecimiento. Le puso una mano sobre un brazo y el enorme vikingo emitió unos sonidos graves y profundos, embarazado por este despliegue de blandura de una mujer. La muchacha nada dijo, pasó junto a él, tomó a Ham de un brazo y se llevó al muchacho lejos de la mirada furiosa de Gwyneth, hacia la cabaña donde la niñita todavía luchaba por respirar.

Aislinn se acurrucó junto al vivo fuego del hogar que luchaba contra las frías tinieblas del salón. Pensó en el día como en una pesadilla infernal de la que por fin estuviera despertando. Sentíase gratificada por la mejoría del estado de la niñita enferma. La fiebre había cedido, y en unos pocos días más la pequeñita estaría nuevamente sana. Pero en esos terribles momentos después del primer golpe del látigo, su mente no se ocupó de otra cosa que de la imagen de Wulfgar castigando al indefenso Kerwick; después, tuvo una repentina visión de ella misma, amarrada al potro, aguardando que Wulfgar empezara a castigarla con toda su fuerza. Ahora la recorrió un estremecimiento cuando recordó la pavorosa visión.

Obligó a su atención a concentrarse en la tarea que realizaban Kerwick y Ham, quienes estaban trenzando tiras de cuero para hacer una brida para uno de los normandos. Pero no pudo obligar su propia necesidad, su propio deseo de ser reconfortada y recibir seguridad entre los fuertes brazos de Wulfgar. Nunca antes, en la ausencia de él, había ansiado tan profundamente sentir el contacto de sus manos o de sus labios sobre los de ella, y saber que era para él algo más que una mujer con la ,cual jugaba por un tiempo. Si ahora cerraba los ojos casi podía verlo frente a sí, con los labios curvados en una lenta sonrisa y mirándola con ojos suaves y tiernos después de haberle hecho el amor.

Oh, Dios, estaba dejando que los sentimientos hicieran estragos en su razón. No tenía ninguna garantía de que él regresaría con la misma opinión con que se había marchado. Como dijera Gwyneth, ciertamente era posible que regresara a Darkenwald casado, con una esposa. ¿Qué sería entonces de ella?

Se estremeció cuando los dedos helados del miedo rozaron su corazón. Él había declarado su odio hacia las mujeres en lenguaje claro y simple ¿Buscaría vengarse de ella porque pertenecía a ese mismo impredecible sexo? No le importaría cuánto daño le hiciera. ¿Y si estaba encinta? El odio de él, en ese caso, aumentaría aún más porque nunca podría saber si el hijo era de él o de Ragnor.

Los pensamientos se sucedían vertiginosamente para privarla de su confianza, para robarle el recuerdo delicioso de estos tiernos momentos en que habían permanecido abrazados, poco antes de la partida y cuando él la había besado con ternura. Entonces ella se había sentido segura de que él la tenía en cuenta, aunque fuera superficialmente. ¿Pero no habría estado diciéndose a sí misma otra mentira? ¿Era todo mentira? ¿Sus besos? ¿Sus abrazos apasionados? ¿Mentiras para despojarla de su cordura?

Dejó su labor, suspiró profunda, pensativamente, se levantó y se alejo, retorciéndose las manos en silenciosa frustración. ¿Qué debía hacer? ¿Debía marcharse, a fin de salvar el poco orgullo que le quedaba?

Kerwick levantó la vista de su tarea y estudió la esbelta figura que ahora estaba vuelta hacia él. Los dedos de ella tamborilearon sobre las cuerdas de un laúd que yacía sin ser tocado desde la llegada de los normandos. Los extraños acordes de la música rompieron el silencio del salón y resonaron en la gran estancia.

La escena parecía una repetición de otra que él había presenciado hacia muchos meses, cuando el padre de Aislinn anunciara su consentimiento para la boda. Kerwick se había sentido feliz, mucho más contento que ella, es cierto, y él lo supo porque Erland le contó que cuando ella estaba perturbada, siempre tocaba distraídamente el laúd, como hiciera aquella noche lejana, y producía un sonido misterioso que resonaba fantasmagóricamente en el salón. Ella nunca había aprendido, a toca el instrumento y prefería, en cambio, que tocara y cantara algún caballero o trovador. Con una voz clara, cristalina, ella se unía entonces a la canción y encantaba a todos los que la escuchaban. Pero ahora, a oídos de él llego un sonido melancólico, como si el alma de ella estuviera llorando y pidiendo paz.

Kerwick se levantó, fue junto a ella y le tomó una mano entre las suyas, en afectuosa comprensión. Aislinn lo miró con los ojos llenos de lagrimas y sus labios temblaron levemente, indicando la incertidumbre que sentía, y dejaron escapar un melancólico suspiro.

—Oh, Kerwick, estoy tan cansada de esta batalla continua entre Gwyneth y yo. ¿Qué debo hacer? ¿Dejar mi lugar como querida del lord y permitir que Gwyneth se salga en todo con la suya? Si yo me marchara quizá ella se ablandaría un poco y fuera más amable con los siervos.

—Sería peor si se encontrara con las manos libres y sin nadie que la detuviera —replicó él—. Tú eres la única, en ausencia de Wulfgar, que puede contener la marea de odio que fluye de ella. Su padre parece no advertir su crueldad. Sweyn está demasiado ocupado con los asuntos de esta casa y con los hombres de Wulfgar para notar cómo es ella en realidad Y yo —rió—, ahora sólo soy un siervo.

—¿Pero qué puedo hacer yo para detenerla? —insistió Aislinn—. No tengo una posición de autoridad. Simplemente, soy el juguete de un normando.

Kerwick se inclinó hacia ella.

—Wulfgar te ha dado su protección. Ella no puede hacerte daño. Los hombres de Wulfgar lo saben, a partir de hoy. Y Gwyneth también lo sabe Estás a salvo de su odio. Sweyn es una garantía de eso. ¿Vas a dejar que los siervos sufran por capricho de ella, cuando eres la única que puede ayudarlos?

—Tú no permitirás que rehuya mis obligaciones, ¿verdad, Kerwick? —preguntó ella, secamente.

—No, como tú no me permitirías que yo rehuyera las mías.

Aislinn rió súbitamente, y su ánimo mejoró.

—Oh, Kerwick, qué vengativo eres.

Él sonrió y habló con sinceridad y su tono fue suave.

—Sí, ser un prometido despreciado no hace a un hombre generoso.

Aislinn lo miró de soslayo.

—Tus heridas han sanado rápidamente, ¿eh, Kerwick? No veo ninguna cicatriz.

—¿De qué heridas hablas, milady? ¿De las de mi corazón? No, las oculto bien, esto es todo, porque aún siguen causándome mucho dolor. —Miró dentro de las profundidades de color violeta de los ojos de ella.— Todavía sigues siendo hermosa, Aislinn, aunque perteneces a otro hombre.

Aislinn hizo ademán de retirarse, nerviosa por las palabras de él, pero él le apretó más fuerte la mano.

—No, no te asustes, Aislinn. No quiero hacerte daño. Es solo que quiero redimirme.

—¿Redimirte? —repitió ella.

—Sí. Es bien sabido que yo me dejé guiar por mis deseos egoístas, porque te deseaba intensamente y no estaba dispuesto a perderte. Por mis exigencias, indignas de ti, sólo puedo pedirte humildemente disculpas, rogarte que me perdones.

Aislinn se incorporó y le plantó un beso en la mejilla.

—Somos amigos para siempre, querido Kerwick.

Una risa breve y satírica los hizo separarse, y cuando se volvieron, Gwyneth descendía lentamente la escalera, con una sonrisa en los labios. Desde su rincón, donde estaba acurrucada, Maida se levantó y salió de la casa, dispuesta a enfrentar la nieve y el viento, en busca de la seguridad de su cabaña, lejos de esta arpía medio normanda.

Gwyneth se detuvo al pie de la escalera, con los brazos en jarras. Una risita suave escapó de sus labios cuando miró a los dos que tenía delante.

—A mi hermano le interesará enterarse de que su querida se divierte con otros hombres durante su ausencia. —Sus ojos claros se iluminaron. —Y sin duda que se enterará. Lo juro.

Kerwick apretó los puños, y por primera vez en su vida se sintió tentado de golpear a una mujer. Aislinn sonrió, con una serenidad que estaba lejos de sentir.

—No tengo ninguna duda de que se lo contarás, Gwyneth, con tu habitual cuidado por los detalles.

Sin agregar más, pasó junto a la ahora silenciosa Gwyneth y subió las escaleras, en busca del consuelo que pudiera encontrar en su habitación, y sabiendo que no estaba completamente a salvo de la maldad de Gwyneth.