2

AISLINN despertó lentamente cuando oyó, desde lo que le pareció una gran distancia, que la llamaban por su nombre. Luchó para despabilarse y quitarse de encima el gran peso que le oprimía el pecho. El normando se agitó levemente y rodó hacia un lado, librándola de la repugnante carga de su brazo. En el profundo sopor, la cara de Ragnor casi se veía inocente, con toda la violencia y el odio ocultos detrás de la máscara del sueño. Pero cuando lo miró, Aislinn hizo una mueca de desprecio y lo odió por lo que le había hecho. Demasiado bien recordó esas manos sobre su cuerpo, ese cuerpo duro presionándola contra las pieles. Sacudió la cabeza y pensó, horrorizada, que ahora debería preocuparse por la posibilidad de que él la hubiera dejado encinta. ¡Oh, que Dios no lo permitiera!

—Aislinn —repitió la voz.

Aislinn se volvió y vio a su madre de pie junto a la cama, retorciéndose sus manos delgadas con una expresión de miedo y aflicción.

—Debemos darnos prisa —dijo Maida y entregó a su hija un vestido de lana—. No tenemos mucho tiempo. Debemos marchamos ahora, mientras el centinela todavía duerme. Date prisa, hija, te lo ruego.

Aislinn percibió el gemido de terror en la voz de su madre, pero ninguna emoción se agitó dentro de su pecho. Estaba atontada, incapaz de ningún sentimiento.

—Si queremos huir, debemos damos prisa —imploró Maida con desesperación—. Ven, antes que todos despierten. Por una vez, piensa en tu salvación.

Aislinn se— levantó de la cama, cansada y dolorida, y se puso el vestido pasándolo sobre su cabeza, indiferente a la áspera textura de la tela sin la familiar camisa debajo. Temerosa de despertar al normando, miró con inquietud por encima de su hombro. Pero él dormía profundamente. Oh, pensó ella, qué placenteros deben ser sus sueños para poder descansar tan serenamente. Sin duda, su victoria sobre ella los había endulzado considerablemente.

Aislinn dio media vuelta, fue hasta la ventana y abrió los postigos con un movimiento de impaciencia. A la luz cruda y blanca del amanecer, se la vio pálida, demacrada, aparentemente tan frágil y delicada como la bruma de la mañana que se elevaba de los pantanos que veía más allá. Empezó a recogerse el cabello y a desenredárselo con los dedos. Pero el recuerdo de los dedos largos, morenos de Ragnor enredándose en sus rizos, obligándola a doblegarse a su voluntad, la hizo detenerse abruptamente. Echó hacia atrás la sedosa melena y dejó que cayera, suelta, sobre sus pechos y hasta las caderas. Cruzó la habitación.

—No, madre —dijo con firme determinación—. No huiremos hoy. No mientras nuestros muertos queridos yazcan insepultos, para alimentar a los cuervos y los lobos.

Con paso decidido, Aislinn salió de la habitación, dejando que su madre la siguiera con impotente frustración. Abajo pasaron con cautela entre los normandos borrachos, que roncaban despatarrados en el suelo.

Como un espectro silencioso y ondulante, Aislinn avanzó precediendo a su madre. Con un empujón de su cuerpo esbelto, abrió completamente la puerta llena de heridas de Darkenwald y se detuvo tambaleante, casi sofocada por el hedor nauseabundo de los muertos. Sintió que la garganta se le contraía y a fuerza de voluntad consiguió contener el vómito. Avanzó tropezando entre las formas grotescas hasta que llegó junto al cadáver de su padre. Ahora él yacía rígido, los hombros apretados contra el suelo fiel, los brazos abiertos, la espada aferrada en el puño crispado y una mueca de desafío en los labios entreabiertos.

Una lágrima solitaria rodó por la mejilla de Aislinn mientras ella lo lloraba en silencio. Él había muerto como había vivido, con honor y con su propia sangre vital apagando la sed del suelo que amaba. Ella echaría de menos hasta sus accesos de cólera. ¡Qué miserable situación! ¡Qué desesperación! ¡Qué soledad, la de la muerte!

La dama llegó a su lado, se apoyó en ella y respiró agitadamente en el aire denso, pesado. Miró a su esposo asesinado y se estremeció. Su voz empezó como un suave gemido y terminó en un alarido penetrante.

—¡Oh, Erland, no es justo que nos dejes así, con la casa llena de ladrones y nuestra hija violada por un asno afeitado!

La mujer cayó de rodillas y aferró la cota de mallas del lord muerto, como si quisiera atraerlo hacia ella. La fuerza le falló y se prosternó y gimió con desesperación.

—¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Aislinn pasó sobre el cadáver y liberó la espada que el muerto tenía aferrada. Después agarró el cuerpo de un brazo y trató de arrastrarlo hasta un lugar más blando. Su madre aferró la otra mano, pero sólo para quitar el gran anillo de sello del dedo crispado. Cuando Aislinn la miró, Maida levantó la vista y gimió:

—¡Es mío! ¡Parte de mi dote! Mira, las armas de mi padre. —Agitó el anillo ante la cara de Aislinn—. Me lo quedo.

Sonó una voz que las hizo sobresaltarse. La mujer saltó, con el rostro crispado por el miedo. Dejó caer la mano del muerto y corrió con sorprendente agilidad a través del campo de batalla, para ocultarse entre los arbustos del borde del pantano. Aislinn dejó el brazo de su padre en el suelo y se volvió, con una lentitud serena que a ella misma la sorprendió, para enfrentar esta amenaza desconocida. Sus ojos se dilataron a la vista de un alto guerrero montado en un gran semental como ella nunca antes había visto, y que soportaba el peso del hombre tan fácilmente como si fuera un muchachito. El enorme animal parecía escoger su camino casi con delicadeza entre los muertos, y se dirigía hacia ella. Aislinn no se movió, aunque sintió que las cuerdas del terror tiraban de ella a medida que se aproximaba esta gigantesca aparición, haciéndola más consciente de su propia vulnerabilidad y de la fragilidad de su cuerpo de mujer. El hombre tenía la frente cubierta por el yelmo, pero detrás del guarda nariz brillaban unos ojos grises acerados que parecían taladrarla. El coraje de Aislinn se derritió bajo esa mirada y ella tragó convulsivamente mientras la helada mano del miedo se apoderaba de ella

El escudo del jinete, un lobo negro rampante sobre gules y oro, con un siniestro un siniestro torcido, colgaba de la silla. Aislinn supo por ese escudo que él era un bastardo. Si no hubiera sido por el miedo y respeto que inspiraban la altura del hombre y el tamaño de su montura, ella le hubiese arrojado el insulto a la cara. Pero se limitó a levantar el mentón en gesto de impotente desafío y a mirarlo a los ojos, con los suyos echando chispas de odio. Él curvó los labios en un gesto de desprecio. Las palabras francesas sonaron claramente, y en el tono de voz se percibió nítidamente un profundo desdén.

—¡Sucia sajona! ¿Nada está a salvo de tus raterías?

La voz de Aislinn sonó más aguda, pero con el mismo desdén cuando replicó prestamente: —¿Qué habéis dicho, señor caballero? ¿Es que nuestros bravos invasores normandos no pueden dejar que sepultemos a nuestros muertos en paz?

Aislinn señaló burlonamente el campo de la masacre.

Él replicó, desdeñosamente: —Por el hedor, se diría que han demorado demasiado tiempo.

—No demasiado, dirá uno de vuestros compañeros cuando despierte y compruebe que me he marchado —respondió ella, escupiendo las palabras. A pesar suyo, los ojos se le llenaron de lágrimas cuando devolvió desafiante la fija mirada de él.

El hombre no se movió, la estudió con más atención y pareció relajarse un poco sobre su silla. Ella sintió la mirada de él que la examinaba morosamente, una brisa súbita hizo que su vestido de lana se adhiriera a las curvas de su cuerpo y regalara a quien la mirara con un espectáculo muy detallado. La mirada del caballero subió y se detuvo atrevidamente en los pechos llenos, redondeados, que subían y bajaban agitadamente por la ira que ella sentía. Las mejillas de Aislinn ardieron y enrojecieron bajo la lenta y cuidadosa inspección del hombre. De pronto, se exasperó porque él podía hacerla sentir como cualquier nerviosa vaquerilla bajo la mirada apreciativa de su señor.

—Agradeced haber tenido para ofrecer a sir Ragnor algo más que esto —dijo él, señalando los muertos.

Aislinn se estremeció de furia, pero él se apeó de su semental y se le acercó. Ella guardó silencio mientras la dura mirada de él la atravesaba. El hombre se quitó el yelmo que sostuvo descuidadamente debajo de un brazo. Sonrió lentamente, otra vez pareció medirla de pies a cabeza y estiró la mano para acariciar uno de los suaves rizos que caían sobre el pecho de la muchacha.

—Sí —dijo—, alegraos de haber tenido algo más que ofrecer, señorita.

—Ellos dieron lo mejor que tenían. Si yo hubiera tenido una espada, habría hecho lo mismo.

Él gruñó, se volvió y miró la carnicería, con evidente desagrado. Pese a sus palabras, Aislinn lo estudió con lejano interés. Él era alto, por lo menos dos manos más alto que ella, aunque ella no era de estatura baja. Sus cabellos leonados estaban revueltos y descoloridos por el sol, y aunque la cota de mallas era pesada, se movía con una desenvoltura graciosa y confiada. Ella pensó que en ropas de corte, él arrancaría más de un suspiro de los pechos de las doncellas. Tenía ojos algo separados, y arriba de los mismos unas cejas bien arqueadas, aunque, cuando como ahora, estaba encolerizado, las cejas bajaban y se unían sobre su nariz larga y fina y daban a su rostro la intensa expresión de una bestia de caza. Su boca era ancha, los labios delgados y bellamente curvados. Una larga cicatriz iba desde el pómulo hasta la línea de la mandíbula. Ahora la cicatriz estaba pálida y los músculos debajo de la misma contraídos, pues él apretaba los dientes con furia. Con un rápido movimiento, se volvió hacia ella y Aislinn quedó casi sin aliento al mirar esos fríos ojos grises. El hombre contrajo los labios y mostró unos dientes fuertes y blancos, y de su garganta salió un ronco gruñido

Aislinn quedó intimidada por el aspecto salvaje de él; era como si fuera un sabueso que estuviera sobre una pista. No, más que eso. Un lobo dispuesto a vengarse de un enemigo ancestral. El hombre dio media vuelta, y a largas zancadas, casi corrió hacia la puerta principal de Darkenwald y desapareció en el interior.

No bien él entró, fue como si un trueno sacudiera la casa. Aislinn lo oyó gritar, y las gruesas paredes devolvieron el eco del ruido que hacían los invasores al levantarse precipitadamente. Olvidada su ira, ella escuchó y aguardó. Su madre se asomó por un ángulo del edificio y con gestos imperiosos le pidió que viniera. De mala gana, Aislinn volvió su atención a la tarea que tenía por delante y se inclinó para tomar el brazo del cuerpo de su padre, a fin de arrastrarlo a otro lugar. Pero se sobresaltó cuando un gran alarido hizo estremecer el aire y levantó la vista, alarmada, a tiempo para ver que Ragnor era arrojado por la puerta, desnudo. Siguieron sus ropas y su espada, que fueron a caer junto a él, sobre el polvo.

—¡Imbécil! —gritó quien lo expulsaba, y se detuvo en los escalones, encima de él.— ¡Los muertos no me sirven!

Con los ojos brillantes de satisfacción, Aislinn observó complacida el espectáculo de Ragnor, quien se ponía dificultosamente de pie, sufriendo intensamente la humillación. El normando empuñó su espada e hizo una mueca de desprecio, pero los ojos grises que lo miraban con fijeza relampaguearon con una advertencia.

—Ten cuidado, Ragnor. Tu hedor podría mezclarse con el de tus víctimas.

—¡Wulfgar, hijo de Satanás! —dijo Ragnor, ahogándose de rabia. Temerariamente, hizo señas al otro para que se acercara—. Ven aquí, para que yo pueda ensartarte como te lo mereces.

—No me interesa, por el momento, batirme con un chacal desnudo y rebuznador.— Al notar el interés de Aislinn, levantó una mano hacia ella.— Aunque la dama te querría ver muerto, lamentablemente tengo necesidad de ti.

Ragnor se volvió, sorprendido, y vio que Aislinn lo contemplaba con expresión divertida. Su rostro se ensombreció de ira y humillación. Murmuró una maldición, precipitadamente se puso sus calzas y fue hacia ella.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. ¿Por qué has abandonado la casa?

Aislinn rió por lo bajo y lo miró con ojos cargados de odio y desdén. —Porque se me dio la gana.

Ragnor la miró fijamente, pensando cómo podría domar efectivamente ese carácter rebelde sin estropear la belleza de su rostro o del cuerpo suave y adorable que recordaba muy bien, apretado contra él en la cama Sería difícil desembarazarse de ese delicioso recuerdo. Nunca había visto a una mujer con un coraje que igualara al de un hombre.

Estiró una mano y la tomó de la muñeca.

—Entra en la casa —dijo— y espérame. Pronto aprenderás que eres mía y que debes obedecerme.

Aislinn retiró su brazo con asco.

—¿Creéis que porque una vez os acostasteis conmigo yo os pertenezco? —siseó—. Oh, tenéis mucho que aprender, porque yo nunca seré vuestra. El odio que me inspiráis me acompañará todos los años de mi vida La sangre de mi padre clama desde la tierra y me recuerda vuestro crimen Ahora, el cuerpo de él me ruega que le dé sepultura y yo voy a hacerlo os guste o no. Sólo podréis detenerme derramando también mi sangre.

Ragnor la tomó nuevamente del brazo y sus dedos apretaron cruelmente la tierna carne de ella. Él era consciente de que Wulfgar los observaba con gran interés, y su frustración aumentó cuando vio que no podía intimidar a esta muchacha terca ni hacer que se le sometiera.

—Hay otros más capaces de sepultarlo —gruñó Ragnor con los dientes apretados—. Haz lo que te ordeno.

Las líneas de la mandíbula de Aislinn se pusieron rígidas cuando ella miró directamente los relampagueantes ojos negros de él.

—No —dijo ella suavemente—. Prefiero que la tarea la hagan manos amorosas.

Entre los dos se libraba una batalla silenciosa. Ragnor apretó su mano, como si fuera a golpear a Aislinn. Después, sin advertencia, la soltó y la hizo caer sobre el polvo, se irguió con las piernas abiertas sobre ella y recorrió con ojos hambrientos las curvas del cuerpo apetitoso. Aislinn bajó rápidamente su vestido para cubrirse los muslos y lo miró con ojos helados.

—Te concedo esto, damisela. Pero no vuelvas a ponerme a prueba-advirtió él

—Un caballero verdaderamente amable —replico ella en tono de provocación, y se puso de pie.

Aislinn se frotó la muñeca magullada, lo miró un momento con ojos cargados de desprecio y después pasó junto a él, en dirección al alto guerrero que seguía de pie en la escalinata de la casa. Este normando le devolvió la mirada y sonrió, con un asomo de burla en sus hermosos labios

Aislinn se volvió de repente y no alcanzo a ver la forma apreciativa en que la miró el alto normando. Se inclinó, tomó una vez más el brazo de su padre y empezó a tirar de él. Los dos hombres se quedaron observando y por fin Ragnor se acercó para ayudarla, pero ella lo aparto con violencia.

—¡Idos! —gritó— ¿No podéis dejarnos tranquilas por un momento? ¡Él era mi padre! Dejadme que lo sepulte.

Ragnor dejó caer sus manos a los costados y desistió de tratar de ayudarla. Después fue a recoger sus ropas, pues en su cuerpo escasamente cubierto empezaba a sentir un poco de frío.

Con gran determinación, Aislinn arrastró a su padre desde el patio hasta un punto debajo de un árbol, a corta distancia de la casa. Un pájaro levantó vuelo de las ramas del árbol y ella lo observó y envidio su libertad. Continuó mirando al pájaro que se alejaba y no advirtió que Wulfgar se acercó hasta detenerse detrás de ella. Pero cuando un objeto pesado fue arrojado a sus pies, se sobresaltó y se volvió. Él señaló la pala.

—Hasta unas manos amorosas necesitan herramientas, señorita.

—Sois tan amable como vuestro hermano normando, señor caballero. —Enarcó una ceja, y preguntó, con ironía: — ¿O ahora debo llamaros "milord"?

Él hizo una breve reverencia. —Lo que deseéis, damisela.

Aislinn levantó el mentón. —Mi padre era lord aquí. No me parece bien llamaros lord de Darkenwald.

El caballero normando se encogió de hombros, sin alterarse.

—Soy conocido como Wulfgar —dijo.

Aislinn, que había esperado fastidiarlo, ahora se sintió descontenta. El nombre, sin embargo, no le era desconocido, porque recordaba claramente a sir Ragnor y su primo hablando de él con odio la noche anterior. Quizá ahora arriesgaba su vida provocando la cólera de este hombre.

—Quizá su duque le dé estas tierras a otro después que vos las ganasteis para él —dijo ella con petulancia—. Todavía no sois lord de ellas y podríais no serlo nunca.

Wulfgar sonrió lentamente. —Aprenderéis que Guillermo es un hombre de palabra. Estas tierras ahora son mías, porque pronto Inglaterra será de él. No pongáis esperanzas sobre falsos deseos, damisela, porque eso no os llevará a ninguna parte.

—¿Qué esperanzas me habéis dejado vosotros? —preguntó Aislinn amargamente—. ¿Qué esperanzas habéis dejado a Inglaterra?

Él la miró con expresión burlona. —¿Os entregáis tan fácilmente, querida mía? Me pareció detectar un poco de fuego del infierno y de una firme determinación en el ondear de vuestras faldas. ¿Me equivoqué?

Aislinn enfureció ante esta provocación. —Os reís de mí, normando.

Él rió por lo bajo. —Veo que ningún enamorado atrevido os ha hecho erizar vuestras hermosas plumas, hasta ahora. Seguramente estaban demasiado embobados con vos para poneros en vuestro lugar

—¿Creéis que sería capaz de hacerlo? —dijo ella, con expresión burlona Señaló con la cabeza a Ragnor, quien los observaba desde lejos— ¿Cómo lo lograría? Él ha usado la violencia y ha violado mi cuerpo. ¿Vos haríais lo mismo?.

Lo miró con ojos llenos de lágrimas, pero Wulfgar negó con la cabeza, estiró una mano y le acarició el mentón.

—No, tengo métodos más efectivos para domar a una muchacha como vos. Cuando la violencia no logra nada, el placer puede ser un arma eficaz.

Aislinn hizo a un lado la mano de él.

—Os tenéis demasiada confianza, sir Wulfgar, si creéis que podréis dominarme con amabilidad.

—Nunca he sido amable con las mujeres —replico él, despreocupadamente e hizo que ella se estremeciera con un escalofrío.

Aislinn lo miró un momento a los ojos pero nada encontró allí que aclarara el significado de las palabras de Wulfgar. Sin una palabra tomó la pala y empezó a cavar. Wulfgar observó sus torpes movimientos y sonrió.

—Hubierais tenido que obedecer a Ragnor —dijo—. Dudo que por haber estado en la cama de él tengáis que tomaros esta molestia.

Aislinn lo miró con ojos fríos, cargados de odio.

—¿Creéis que todas somos prostitutas para buscar el camino más fácil? —preguntó— Os sorprendería saber que esto me resulta infinitamente placentero que tener que someterme a 1as sabandijas. —Lo miró fijamente a sus ojos grises. —Normandos... sabandijas. No hay ninguna diferencia... creo.

Wulfgar habló lentamente, como para permitir que sus palabras hicieran todo su efecto. —Hasta que me haya acostado con vos, damisela reservaos vuestro juicio sobre los normandos. Quizás os gustaría más ser montada por un hombre, en vez de un fanfarrón borracho.

Aislinn lo miró pasmada, incapaz de replicar. Él pareció expresar un hecho innegable más que hacer una amenaza, y ella supo con certeza sería solamente una cuestión de tiempo antes de que tuviera que compartir una cama con este normando. Consideró su estatura sus hombros anchos y musculosos, y se preguntó frenéticamente si sería aplastada por su peso cuando él decidiera poseerla. Pese a sus palabras, él probablemente la maltrataría de la misma forma que Ragnor y obtendría placer del dolor que le causara.

Pensó en los muchos hombres cuyas ofertas de —matrimonio había rechazado hasta que su padre, perdida la paciencia, eligió a Kerwick para ella Ahora no era una joven orgullosa, pensó, sino una doncella desamparada, para ser usada y enseguida arrojada en brazos del siguiente en la fila de pretendientes. Se estremeció interiormente ante la idea.

—Podéis haber conquistado Inglaterra, normando, pero os advierto que no os será tan fácil conquistarme a mí —siseó.

—Creo que, para mí, será una conquista más agradable. Los frutos de mi victoria, no lo dudo, serán mucho más deliciosos.

Aislinn lo miró desdeñosa. —¡Patán presumido y vanidoso! Cree que yo soy una de sus complacientes prostitutas normandas, impaciente por satisfacer sus deseos. Pronto se desengañará.

Él rió. —Alguien tendrá que aprender una lección, pero quién de los dos, todavía está por verse. Sin embargo, me inclino a pensar que el ganador seré yo.

Sin decir más, dio media vuelta y se alejó. Ella quedó mirándolo fijamente. Pero, por primera vez, Aislinn notó que él cojeaba. ¿Se debería a una herida sufrida en combate o a un defecto de nacimiento? Esperó con vehemencia que, en cualquiera de los dos casos, fuera algo muy doloroso.

Al percatarse de que Ragnor la observaba, Aislinn se volvió y clavó la pala en la tierra, maldiciendo a los dos hombres. Furiosamente, golpeó el suelo como si estuviera golpeando a uno de ellos. Continuó con su tarea y notó que los dos hombres habían empezado a hablar acaloradamente. El tono de Wulfgar era bajo, pero la cólera resonaba en sus palabras. Ragnor, tratando de salvar algo de su orgullo, hablaba con ira contenida.

—Me dijeron que asegurara este lugar para ti. Los consejeros ingleses del duque dijeron que aquí sólo hombres viejos o torpes podrían levantar sus espadas contra nosotros. ¿Cómo íbamos a saber que el viejo lord nos atacaría y que sus siervos tratarían de matamos? ¿Qué hubieras querido que hiciésemos, Wulfgar? ¿Quedarnos quietos y morir, por no levantar nuestras armas para defendernos?

—¿No leíste los ofrecimientos de paz que yo te envié? —preguntó Wulfgar—. El anciano era orgulloso y hubieras tenido que tratarlo con mucho tacto para evitar derramamientos de sangre. ¿Por qué no pusieron más cuidado, en vez de llegar aquí como conquistadores y despojarlo de su hogar? Dios mío, ¿eres tan inepto que debo estar contigo en todo momento para enseñarte cómo hay que tratar a hombres de ese carácter? ¿Qué le dijiste?

Ragnor hizo una mueca de desprecio. —¿Por qué estás tan seguro de que no fueron tus palabras las que lo encolerizaron? El anciano nos atacó pese a la magnanimidad de tu mensaje. Yo nada hice, salvo dejar que el heraldo leyera el pergamino que me entregaste.

—Mientes —rugió Wulfgar—. Yo les ofrecí, a él y a los suyos, un tratado justo para que depusieran sus armas. El no era ningún tonto. Hubiera aceptado rendirse para salvar a su familia.

—Evidentemente, te equivocaste, Wulfgar —dijo Ragnor en tono burlón—. ¿Pero quién hay que pueda probar lo que dices? Mis hombres no conocen esta lengua pagana, con excepción del heraldo. Sólo yo y el heraldo vimos el documento. ¿Cómo vas a probar las acusaciones contra mí?

—No hace falta probarlas —dijo Wulfgar—. Yo sé que ustedes asesinaron a esos hombres.

Ragnor rió despectivamente. —¿Cuál es el precio por quitar la vida a unos cuantos sajones? Tú has matado, en Hastings, muchos más que estos pocos patanes.

La cara de Wulfgar parecía de piedra. —Fue porque se rumoreaba que las fuerzas de Cregan eran muy numerosas que fui yo para tomar ese lugar, creyendo que tú tendrías el buen sentido de persuadir a un anciano a que evitara una lucha estéril. En eso veo que me equivoqué y lamento mi decisión de haberte enviado aquí. La muerte del anciano nada significa. Pero los campesinos serán difíciles de reemplazar.

Estas palabras penetraron profundamente en Aislinn, quien erró el golpe que daba en ese momento con la pala. Cayó con fuerza al suelo y el golpe casi la dejó sin aliento. Jadeando de dolor, permaneció inmóvil, con deseos de llorar de rabia e indignación. Para estos hombres una vida carecía de importancia, pero para una muchacha que había amado y respetado a su padre, la pérdida era intolerable.

La acalorada conversación cesó y los hombres dirigieron nuevamente su atención hacia ella. Wulfgar ordenó a gritos que saliera uno de los siervos de la casa. Vino Ham, un robusto muchacho de trece años, quien salió tropezando.

—Entierra a tu señor —ordenó Wulfgar, pero el muchacho lo miró sin entender. El normando indicó a Aislinn que tradujera sus palabras, y ella, resignada, entregó la pala al muchacho y observó solemnemente cómo cavaba la tumba. Oyó que, mientras tanto, el normando ordenaba a los invasores que estaban en la casa que se llevaran los muertos de allí.

Aislinn y Ham envolvieron al lord en pieles de lobo, lo metieron en la fosa y depositaron sobre su pecho la pesada espada. Cuando hubo sido arrojada la última palada de tierra, Maida se acercó tímidamente, se arrojó sobre el montículo y empezó a sollozar.

—¡Un sacerdote! —imploró—. La tumba tiene que ser bendecida.

—Sí, madre —murmuró Aislinn—. Encontraremos uno.

Aislinn se atrevió a asegurarle esto a su madre, aunque no tenía idea de cómo podría hacer venir un sacerdote. La capilla de Darkenwald, abandonada después de la muerte de su sacerdote hacía varios meses, había sido reducida a escombros por un incendio que se produjo poco después. El fraile de Cregan había atendido a la gente de Darkenwald en ausencia de otro clérigo. Pero ir a buscarlo sería arriesgar su vida, aun si podía partir sin que la vieran, lo cual era altamente improbable. Su caballo estaba atado en el establo, donde algunos de los normandos habían hecho sus jergones. Era consciente de la magnitud de su impotencia y de la imposibilidad de dar mucho consuelo a Maida. Sin embargo, su madre estaba acercándose peligrosamente a la demencia y Aislinn temía que esa decepción la hiciera cruzar el límite.

Aislinn levantó la vista hacia donde estaba Wulfgar. Él estaba quitando la armadura de su caballo, y por esta acción ella supo que él tenía intención de quedarse en Darkenwald en vez de en Cregan. Darkenwald era la elección probable, porque aunque el pueblo tenía menos habitantes, la casa señorial era más grande y más adecuada a las necesidades de un ejército. Erland la había proyectado con visión de futuro. Construida mayormente de piedra, era menos vulnerable a los incendios y a los ataques que la casa señorial de Cregan, la cual era de madera. Sí, Wulfgar se quedaría, y por sus palabras, Aislinn sabía que ella tendría que servirlo para sus placeres. Con su propio miedo de ser reclamada por este temible invasor, le resultaba difícil ofrecer aliento a otras personas.

—¿Lady? —empezó Ham.

Se volvió y vio que el muchacho estaba mirándola. Él, también, se había percatado del estado de la madre y ahora miraba a Aislinn en busca de autoridad. Sus ojos la interrogaron. Buscaba que lo guiaran en el trato con estos hombres cuya lengua lo confundía. Cansada, Aislinn se encogió de hombros, incapaz de darle una respuesta, dio media vuelta y caminó lentamente hacia Wulfgar. El normando miró a su alrededor cuando ella se aproximó e interrumpió su tarea. Con gran vacilación, Aislinn se acercó más al hombre y a la bestia, y miró al enorme caballo con temor y respeto. Sentíase más que recelosa al acercarse a ese animal.

Wulfgar acarició las sedosas crines, sostuvo el freno en su mano y la miró. Aislinn aspiró profundamente.

—Milord —dijo tiesamente. El título le salió con dificultad, pero por la cordura de su madre y para que estos hombres de Darkenwald pudieran tener cristiana sepultura, ella estaba dispuesta a tragarse su orgullo por un tiempo. Su voz se hizo más fuerte con su determinación—. Quiero hacer un pequeño pedido...

Él asintió con la cabeza y no dijo nada, pero ella fue consciente de esos ojos grises, penetrantes pero desapasionados, que la miraban fijamente. Sintió la desconfianza de él y hubiera querido maldecidlo, insultarlo por extranjero y por irrumpir en sus vidas. Nunca le había sido fácil mostrarse dócil. Hasta en las oportunidades en que su padre la regañaba por algún punto en discusión, como la renuencia para elegir un pretendiente, ella se mantenía inconmovible, terca, voluntariosa, sin temer la cólera tronante de él, mientras que otros hubieran corrido a refugiarse espantados, temerosos por sus vidas. Empero, Aislinn sabía que cuando ella quería salirse con la suya, la gentileza y la docilidad lograban ablandar el corazón de él y hacer que se mostrara complaciente. Ahora aplicaría la misma treta con este normando. Habló en tono mesurado:

—Milord, sólo pido un sacerdote. Es un pedido pequeño... pero por estos hombres que han muerto...

Wulfgar asintió. —Se hará —dijo.

Aislinn cayó de rodillas ante él, humillándose por este breve momento. Era lo menos que podía hacer para asegurarse de que los muertos serían sepultados cristianamente.

Con un gruñido, Wulfgar se inclinó y la obligó a ponerse de pie. Aislinn lo miró sorprendida a los ojos.

—Levántate, muchacha. Respeto más tu odio —dijo él, y se volvió y entró en la casa, sin agregar nada más.

Siervos de Cregan, bien custodiados por un puñado de hombres de Wulfgar, vinieron para sepultar a los hombres de Darkenwald. Con sorpresa, Aislinn reconoció entre ellos a Kerwick cuando estuvieron más cerca, siguiendo a un vikingo enorme que venía a caballo. Aislinn sintió un alivio enorme al verlo con vida y hubiera corrido hacia él, pero Maida la tomó del vestido y se lo impidió.

—Lo matarían... —dijo— esos dos que pelean por tí.

Aislinn comprendió la prudencia de esto y sintióse agradecida a su madre por esta pequeña muestra de buen sentido. Se relajó y observó furtivamente mientras él se acercaba. Hubo cierta dificultad con el idioma cuando los guardias trataron de indicar a los siervos lo que tenían que hacer. Aislinn, confundida, se preguntó cuál sería el juego de Kerwick, porque ella misma le había enseñado la lengua francesa y él había sido un estudiante aprovechado. Por fin los campesinos entendieron y empezaron a reunir y preparar los cuerpos para sepultarlos, todos excepto Kerwick, quien estaba como atontado, horrorizado ante el terrible espectáculo de los hombres masacrados. Súbitamente, él se volvió y vomitó. Los hombres de Wulfgar rieron y Aislinn los maldijo en silencio. Su corazón fue hacia Kerwick; últimamente él había visto demasiado de la guerra. Sin embargo, hubiera preferido que él se sobrepusiera y mostrara dignidad y fortaleza ante estos normandos. En cambio, estaba permitiendo que lo hicieran objeto del ridículo. Las risas fueron para ella como una mordedura, de modo que dio media vuelta y corrió hacia la casa. Sintió vergüenza de él y de quienes se degradaban así delante del enemigo. Con la cabeza baja, sin prestar atención a los hombres que, de soslayo, la miraron con lascivia, siguió caminando hasta caer prácticamente en brazos de Wulfgar. El se había quitado su cota de malla, dejándose su túnica de cuero, y ahora estaba con Ragnor, Vachel y el vikingo que había llegado con Kerwick. Wulfgar la abrazó suavemente y le acarició la espalda.

—Bella damisela, ¿acaso puedo pensar que estás impaciente por mi cama? —dijo él burlonamente, levantando una ceja.

Solo el vikingo rió con ganas, porque el rostro de Ragnor se ensombreció y miró a Wulfgar con odio y desprecio. Pero ello fue suficiente para hacer estallar el mal carácter de Aislinn, quien empezaba a perder la prudencia. Su humillación ya le resultaba insoportable. Su orgullo ardía como una hoguera que la rodeara, y la impulsaba a actos irrazonables. Con una llama de cólera ardiendo en su interior, levantó un brazo y aplicó una fuerte bofetada en la mejilla de Wulfgar, la misma donde él tenía la cicatriz.

Los hombres que estaban en el salón contuvieron el aliento, paralizados por la sorpresa. Esperaron que Wulfgar derribara de un puñetazo a esta jovencita descarada e insolente. Todos conocían la forma en que él trataba a las mujeres. Generalmente, él les prestaba poca atención, y en ocasiones les demostraba su desprecio dando media vuelta y alejándose cuando alguna trataba de entablar conversación con él. Ninguna mujer, hasta ahora, se había atrevido a golpearlo. Las damas temían a su mal humor. Cuando él posaba en ellas su mirada fría, cruel, ellas se apartaban inmediatamente de su camino y huían para ponerse a salvo. Sin embargo, esta damisela, con mucho que perder, se había atrevido a llegar más lejos que cualquier otra.

En el breve momento en que Wulfgar la miró fijamente, Aislinn recobró el buen sentido y sintió un súbito estremecimiento de miedo. Los ojos de color violeta se encontraron con los grises. Ella quedó horrorizada por su acción, él quedó atónito. Ragnor pareció complacido, pues no conocía al hombre. Sin ninguna palabra de advertencia, las manos de Wulfgar se cerraron alrededor de los brazos de ella como anillos de acero y la atrajeron y aplastaron contra él en un fuerte abrazo. Ragnor le había parecido a ella fuerte y musculoso, pero esto era como ser aplastada contra una estatua de hierro. Los labios de Aislinn se entreabrieron por la sorpresa y su exclamación de asombro fue abruptamente silenciada cuando la boca de él descendió sobre la de ella, como se lanza un ave de rapiña sobre su presa. Los hombres aullaron y dieron gritos de aliento, y Ragnor fue el único que encontró motivos de insatisfacción. Con el rostro encendido y contorsionado por una cólera violenta, observó la escena, y apretó los puños contra sus costados, para no lanzarse y separar a la pareja.

El vikingo gritó: —¡Jo! ¡La hembra ha encontrado a su macho!

La mano de Wulfgar se movió detrás de la cabeza de Aislinn, forzándola hacia la de él, y sus labios se retorcieron sobre la boca de ella, lastimándola, explorando, exigiendo. Aislinn sintió contra su pecho, como martillazos, los fuertes latidos del corazón de él, y tuvo conciencia de ese cuerpo, duro, amenazador, apretado con fuerza contra su esbelta silueta. El brazo de él le rodeó la cintura como una garra inmisericorde, y detrás de su cabeza sintió esa mano, grande y capaz de aplastarle sin esfuerzo el cráneo. Pero en algún lugar, en alguna parte de lo más recóndito, lo más oscuro, lo más desconocido y profundo de su ser, una pequeña chispa se encendió y subió, despertando a su cuerpo, arrancándolo de su reserva fríamente mantenida, abrasándolos, incendiándolos, fundiéndolos a los dos en una vertiginosa masa de sensaciones. Toda su conciencia fue estimulada por la sensación, el sabor, el olor de él, todo placentero y agudamente excitante. Sus nervios se inundaron con una cálida excitación y ella cesó de luchar. Como si tuvieran una voluntad propia, independiente de ella, sus brazos subieron por la espalda de él y el hielo fundióse en un fiero ardor a la altura del de él. Poco importó que él fuera un enemigo o que sus hombres observaran y expresaran groseramente su aprobación. Parecía que solo existían ellos dos. Kerwick nunca había tenido ese poder de arrancarla de sí misma, sus besos no habían despertado pasión dentro de su pecho, ningún deseo, ninguna impaciencia por ser suya. Ahora, estrechada entre los brazos de este normando, ella se rendía, indefensa, a una voluntad más grande que la suya y devolvía el beso con una pasión que nunca creyó poseer.

Wulfgar la soltó abruptamente, y para gran desconcierto de Aislinn, no pareció para nada perturbado por lo que para ella había sido una experiencia arrasadora. Ninguna otra fuerza hubiera podido hacerla llegar tan bajo. Sintió vergüenza y comprendió que su debilidad ante este normando no se basaba en el temor sino en el deseo. Pasmada por su propia respuesta al beso de él, lo fustigó con la última arma que le quedaba: su lengua.

—¡Perro bastardo de Normandía! ¿En qué albañal encontró tu padre a tu madre?

Hubo exclamaciones ahogadas en el salón, pero en la frente de Wulfgar, la reacción al insulto aleteó sólo momentáneamente. ¿Fue cólera lo que vio Aislinn? ¿Fue dolor? Oh, eso era dudoso. Ella no podía esperar herir a este caballero de corazón de hierro.

Wulfgar levantó una ceja y la miró fijamente.

—Es muy extraña tu demostración de gratitud, damisela —dijo— ¿Has olvidado tu pedido de un sacerdote?.

Aislinn, agotada su violencia, se quedó apabullada por su propia estupidez. Había jurado que las tumbas serían bendecidas, pero, por idiotez suya, los muertos de Darkenwald ahora serían sepultados sin la bendición de un sacerdote. Miró al normando con la boca abierta, incapaz de formular un ruego o una disculpa.

Wulfgar rió brevemente. —No temas, damisela. Mi palabra es sagrada. Tendrás a tu anhelado sacerdote tan seguramente como que compartirás mi cama.

Ante estas palabras, sonaron risas en el salón, pero Aislinn sintió que el corazón se le sacudía dolorosamente.

—¡No, Wulfgar! —gritó Ragnor en una explosión de cólera—, Por todo lo que es sagrado, aquí no te saldrás con la tuya. ¿Has olvidado la promesa que me hiciste de dejarme escoger como recompensa cualquier cosa que me gustara? Ten cuidado, porque elijo a esta doncella como pago por haber capturado esta casa señorial.

Wulfgar se volvió lenta y deliberadamente y miró frente a frente al furioso caballero. Habló con la ira resonando profundamente en su voz.

—Busca tu recompensa en los campos donde está sepultada, porque ese será tu pago. Si yo hubiera sabido el precio que tendría que pagar, habría enviado a un caballero menos atolondrado.

Ragnor se abalanzó hacia el cuello de Wulfgar pero Vachel se adelantó, lo tomó de los brazos y lo hizo retroceder. Ragnor trató de liberarse, pero su primo no lo soltó.

—No seas loco, primo —susurró Vachel en el oído de Ragnor—. Luchar contra el lobo cuando estamos en su guarida y él está ansioso de probar nuestra sangre, sería suicida. Piensa, hombre. ¿Acaso ya no has dejado tu marca sobre la muchacha? Ahora, él se preguntará de quién es el bastardo que ella parirá.

Ragnor se relajó y pensó. La expresión de Wulfgar no cambió, aunque la cicatriz de su mejilla se puso blanca contra el bronce de su piel. El nórdico miró con desprecio a los primos bien nacidos y su voz resonó, ronca y peligrosa.

—Yo no veo ningún conflicto —dijo—. La simiente de un debilucho no germina tan fácilmente, pero la de un fuerte siempre encuentra terreno fértil.

Aislinn sonrió con secreto contento, regodeándose con la discusión. Estos conquistadores enemigos luchaban entre ellos. Sería fácil alimentar su cólera y observar cómo se destruían unos a otros. Nuevamente levantó, orgullosa, la cabeza, su espíritu pareció sacar fuerzas de las acaloradas palabras de los hombres, y se encontró con que Wulfgar la observaba atentamente. Los ojos grises parecían penetrarla hasta las profundidades del alma y descubrir los secretos allí escondidos. Un ángulo de la boca del guerrero se elevó en una sonrisa, como si lo que él viera lo divirtiese.

—La doncella no ha dado su opinión —comentó, dirigiéndose a

Ragnor— Que la muchacha elija entre nosotros dos. Si te elige a ti de Marte te la cederé sin disputar. Tendrás mi permiso para tomarla.

Las esperanzas de Aislinn se derrumbaron, dejándola sumida en— la confusión. No habría ninguna batalla aquí, porque Wulfgar estaba dispuesto a cederla sin discutir. Su plan había fracasado.

Vio que Ragnor la miraba con evidente deseo y que sus ojos oscuros prometían una tierna recompensa. Wulfgar, por su parte parecía burlarse de ella. No se pelearía por ella. El herido orgullo de Aislinn pedía a gritos que ella eligiera a Ragnor, a fin de insultar al bastardo. Ella gozaría hiriendo el ego de ese hombre. Pero sabía que no podía entregarse a Ragnor. Lo odiaba como a cualquier criatura vil, reptante, de los pantanos. Y si con esto podía vengarse de él, aun en escala muy pequeña, no desaprovecharía la oportunidad.

Su respuesta se le hizo doblemente difícil cuando los guardias normandos trajeron a Kerwick al salón. De pie entre estos dos hombres tan altos, que atraían la atención por su mera presencia, ella no podía esperar que pasaría inadvertida. Su prometido la vio inmediatamente. Sintiendo sobre ella la mirada torturada de él, Aislinn levanto lentamente los ojos hacia ese rostro turbado y encontró allí miseria y desesperación. Él pareció lanzarle un pedido silencioso, pero ella no estuvo segura de qué era lo que le pedía Kerwick, ni tampoco de su posibilidad de satisfacerlo. El no tenía heridas visibles, pero su túnica estaba sucia de polvo y sus dorados rizos se veían enredados y descuidados. El siempre había sido un estudioso, más inclinado a los libros que a la guerra. Ahora parecía fuera de lugar, un hombre apacible entre feroces invasores. Aislinn sólo pudo compadecerlo, pero nada podía hacer ella, y menos con el enemigo aguardando su respuesta.

—Damisela —insistió Wulfgar—. Aguardamos tu contestación. —Sonrió burlonamente.— ¿A cuál de nosotros elegirás como amante?

Ella vio que los ojos de Kerwick se dilataban y sintió en la boca del estómago un nudo helado. Se sintió enferma, sofocada por las miradas lascivas de los hombres que estaban en la habitación y que observaban con gran atención. Pero a ella, ellos nada le importaban. Que los idiotas se quedaran resollando con ansias. Y Kerwick tendría que soportar él solo ese dolor que se le reflejaba en la cara. Si ella pronunciaba una sola palabra, dejaría el orgullo de él expuesto al desprecio y las mofas de los normandos

Dio un suspiro de resignación. Tenía que terminar de una buena vez con la situación.

—Como debo elegir entre el lobo y el halcón, y sé que el halcón y sus gritos se parecen más a un cuervo atrapado en una trampa... —Apoyó una mano pequeña en el pecho de Wulfgar.— A vos os elijo. De modo, amante, que a vos os tocará domar a la arpía. —Rió tristemente

—Ahora, ¿qué habéis ganado con este juego de suertes?

—Una hermosa damisela para calentar mi cama —replicó Wulfgar, y añadió, con un asomo de burla: —¿He ganado más?

—Nunca —siseó Aislinn, y lo fulminó con una mirada.

Ragnor hervía de furia, en silencio, y sus puños apretados eran la única señal visible de su irritación. Por encima de la reluciente cabellera de Aislinn, Wulfgar lo miró a la cara y habló lentamente.

—En mis órdenes, quedó bien claro que cada hombre tendría su justa participación en el botín. Antes de que os marchéis a cumplir con vuestras obligaciones, Ragnor, tú y tus hombres dejaréis eso que habéis reunido para vosotros. —Señaló la pila del botín tomado la noche anterior.— El duque Guillermo querrá primero su parte, después, y sólo entonces, vendrá el pago por tu trabajo.

Ragnor pareció al borde de la violencia. Apretó su mandíbula, mientras su mano se cerró y abrió convulsivamente alrededor del pomo de su espada. Finalmente, sacó de su justillo una pequeña bolsa, fue hasta la pila del botín, y allí vació su contenido. Aislinn reconoció el gran anillo de su madre y varias piezas de oro pertenecientes a su padre. Uno a uno, Ragnor miró a sus hombres, quienes desfilaron para dejar sus tesoros en el montón, hasta que la pila aumentó de tamaño casi en la mitad. Cuando terminaron, Ragnor giró sobre sus talones y se marchó, furioso, haciendo a Kerwick a un lado, y salió del salón seguido de cerca por Vachel. Cuando la enorme puerta se cerró tras ellos, Ragnor se golpeó una mano con el puño.

—Lo mataré —dijo—. Con mis manos desnudas, lo destrozaré lentamente. ¿Qué ve en él la muchacha? ¿Acaso yo no soy un hombre apuesto?

—Modera tu cólera —dijo Vachel—. Ya le llegará su hora. La muchacha trata solamente de sembrar discordia entre nosotros. Lo vi en sus ojos cuando discutíamos. Ella odia a todos los normandos. Cuídate de ella como de una serpiente, pero ten en cuenta que ella puede sernos muy útil, porque no ama a Wulfgar más que nosotros.

Ragnor se detuvo y se irguió. —Sí, ¿cómo podía ser de otro modo? Un bastardo, y con esa cicatriz... ninguna mujer podría sentirse atraída por él.

Los ojos de Vachel brillaron. —Le daremos tiempo para que envenene al lobo con su belleza, y entonces, cuando él esté debilitado, nosotros montaremos la trampa.

—Sí —dijo Ragnor, y asintió lentamente con la cabeza—. Y la muchacha puede hacerlo. Juro que ella me ha hechizado, Vachel. Todavía mi sangre se acelera de deseo por esa arpía. Con todo mi ser la recuerdo junto a mí como Dios la trajo al mundo, y ansió poder acostarme nuevamente con ella en la primera oportunidad.

—Pronto, primo, te acostaras nuevamente con ella y el lobo habrá muerto.

—Es una promesa que te hago, Vachel —dijo Ragnor—. Porque estoy decidido a poseerla, de una u otra manera.