14

EL pequeño grupo se formó temprano y partió de Darkenwald con las primeras luces del día. Irían primero hacia el oeste y después hacia el norte, a Londres, pasando por el lugar donde el príncipe Edgar había lanzado su ataque frustrado contra Guillermo.

Reinó el silencio cuando fue atravesada la población en ruinas de Southwark, donde las casas derruidas todavía humeaban y los sajones que habían quedado sin hogar removían y escarbaban entre los escombros en busca de los tesoros que pudieran recuperar. Los desamparados pobladores miraron a los viajeros con expresión de muda desesperación, pero cuando sus ojos cayeron sobre el caballero normando, el fulgor del odio brilló en toda su intensidad. Conocían, sin embargo, el peso de la ira de Guillermo y se tragaron su rabia hasta que el grupo se perdió de vista.

Gowain condujo a su reducida comitiva por el puente de Southwark a Londres, el día de Navidad, temprano, y durante horas tuvieron que abrirse camino entre la enorme multitud. Parecía flotar en el aire una locura general; hombres ingleses levantaban bien alto sus copas para brindar despreciativamente por Guillermo el bastardo, y vagaban de un lado a otro en frustrada confusión.

El grupo se acercó a Westminster y la multitud se hizo todavía más densa. Gowain y sus hombres se vieron obligados a usar sus lanzas para despejar el camino. Entraron en la plaza y hasta los enormes caballos fueron llevados de un lado a otro por la presión de las masas. Maldiciones y amenazas poco hacían para abrirles paso y avanzaban centímetro a centímetro. Gowain miró por encima del hombro a Aislinn, quien cabalgaba en una yegua más pequeña. La cabellera de la joven estaba cubierta por el capuchón de su manto, pero en su rostro no había señales de pánico. Ella aferraba las riendas con mano firme y segura.

Entonces, adelante, se elevó una explosión de llamas, y cuando la gente retrocedió asustada, un grupo de caballeros normandos fue empujado hacia ellos. Aislinn luchó para mantenerse en su silla cuando su montura tropezó y trató de no caer debajo de un caballo enorme que los empujaba y aplastaba contra la pared. Aislinn sintió que su caballo cedía bajo el peso del animal más grande y vio la amenaza que corrían ambos de ser pisoteados por los cascos.

Wulfgar se había levantado temprano y se había vestido con sus mejores galas para la coronación de Guillermo. Con cierta renuencia, dejó a un lado su gran espada y se ciñó a su costado una hoja más corta y liviana. Iba vestido de negro y rojo con adornos de oro y su alto cuerpo, de anchos hombros, y sus facciones bronceadas, resultaban ciertamente impresionantes. Sus ojos grises y su pelo descolorido por el sol se veían más claros contra su piel atezada.

Cuando se marchó de la casa, dejó a Milbourne y Beaufonte órdenes de que tuvieran a los hombres preparados y a su caballo ensillado, con su yelmo y su larga espada colgados del arzón. Si se presentaban problemas, ellos lo buscarían cerca de la escalinata de Westminster, porque a medida que se acercaba el momento, Guillermo temía que hubiese un conato de revuelta y quería que parte de sus fuerzas se mantuviesen alertas.

Wulfgar se puso a pocos metros más adentro del amplio portal de la catedral y presenció cómo el cuerpo alto y poderoso de Guillermo se inclinaba ante el obispo normando. Con lenta y solemne pompa, la ceremonia inglesa continuó. La corona descendió sobre la frente del duque normando y gritos de "Viva Guillermo" proferidos por los ingleses resonaron en la abadía. Wulfgar contempló todo con una sensación de alivio en el pecho. Esto era lo que habían luchado por conseguir. Guillermo, duque de Normandía, era proclamado rey de Inglaterra.

Súbitamente, desde el exterior llegaron gritos airados y Wulfgar salió a la puerta para investigar esta perturbación. De un tejado se elevaba una columna de humo y las multitudes de sajones luchaban con normandos armados, mientras estos últimos aplicaban teas encendidas a otros edificios. Wulfgar corrió desde la iglesia y se abrió camino hasta el caballero más cercano, quien luchaba contra la confusión.

—¿Qué sucede aquí? —preguntó.

El hombre se volvió, sorprendido.

—Escuchamos que los ingleses gritaban dentro de la catedral. Han atacado a Guillermo.

Wulfgar rugió.

—¡No ha sido eso, tontos! Sólo estaban vitoreándolo como saludo.

—Agitó el brazo hacia los soldados que portaban las antorchas.— Detened a esos tontos antes que incendien a toda Londres.

Milboume llevó dificultosamente los caballos, a través de la multitud, hasta donde estaba su señor, y Wulfgar saltó sobre la silla y condujo a sus hombres para detener a los normandos equivocados. Les arrancó a golpes las teas de sus manos y gritando que no había ninguna amenaza, logró contenerlos. Sin embargo, otros siguieron descontrolados. Wulfgar espoleó a su caballo y entonces, súbitamente, brotaron llamas rugientes del frente de una tienda y la gente se apartó del calor asustada y los aplastó, a él y a sus hombres, contra una pared, donde quedaron inmovilizados con otro grupo montado. El enorme caballo del normando embistió al animal más pequeño y Wulfgar luchó por controlarlo. Las patas delanteras del otro caballo se doblaron bajo la embestida y un grito femenino alertó a Wulfgar. El se inclinó hacia adelante en su silla, extendió un brazo con el que rodeó a una forma pequeña envuelta en un amplio manto y la arrebató de la silla, mientras el caballo más pequeño tropezaba y caía. El capuchón cayó descubriendo una cabellera cobriza cuando Wulfgar colocó a la joven delante de él, y un suave aroma a lavanda llegó a la nariz del normando.

“Aislinn”, suspiró él, creyéndose nuevamente en medio de otra fantasía.

El rostro se elevó hacia él, con unos ojos de color violeta agrandados por la sorpresa.

—¿Wulfgar?

Él sintió todo el impacto de la sorpresa cuando bajó la vista hacia ella, y comprendió que esta vez no se trataba de una ilusión. Se sintió tentado de besarla, de estrecharla contra su pecho en una agonía de deseo, pero, en cambio, preguntó:

—¿Te encuentras bien?

Aislinn asintió y se tranquilizó cuando sintió el brazo de él rodeándola y apretándola contra ese pecho sólido y vigoroso. Wulfgar miró a su alrededor y vio a Gowain, quien luchaba por adelantarse para llegar al caballo de ella antes que fuera pisoteado por los cascos del animal más grande. Después de haberlo conseguido, el joven volvió su mirada hacia Wulfgar, y pese alas dificultades del momento, sonrió.

—Milord, dijiste que la trajera rápidamente y así lo hice. Te la he entregado directamente en tu regazo.

Una sonrisa iluminó el rostro severo de Wulfgar.

—Así es, Gowain. Ahora pongamos a salvo a la dama y llevémosla de aquí.

Antes que pudieran hacer avanzar a sus caballos, un hombre corpulento, barbudo y toscamente vestido, agitó un puño hacia ellos.

—¡Cerdos normandos! —gritó el hombre.

Una col pasó a pocos centímetros de la frente de Wulfgar.

Wulfgar levantó un brazo para proteger a Aislinn mientras sus hombres formaban a su alrededor. Ella se aferró a la cintura de él y miró al furioso inglés.

—No temas, querida mía —rió por lo bajo Wulfgar—. Tendrán que matarnos a todos antes que puedan hacerte daño.

—Yo no temo —dijo Aislinn—. ¿Por qué iban a hacerme daño? Yo también soy inglesa.

Wulfgar rió suavemente.

—¿Crees que a ellos eso les importa mientras estés con nosotros?

La seguridad de Aislinn se disolvió en incertidumbre cuando un campesino cantó:

—¡Perra normanda, te acuestas con el cerdo! ¡Que tus orejas crezcan como las de un asno y tu nariz se llene de verrugas como la de un borracho!

El hombre terminó su maldición arrojándole una patata a la cabeza, pero el brazo de Wulfgar desvió el proyectil.

—¿Estás satisfecha ahora, mi valiente damisela? —preguntó Wulfgar, levantando las cejas en gesto burlón.

Aislinn tragó con dificultad y asintió. Wulfgar espoleó a su caballo y se adelantó, seguido de Gowain, Hlynn y el resto del grupo. Detrás de una muralla de grandes caballos de los caballeros-normandos, pudieron avanzar hasta que llegaron a la desembocadura de la callejuela que llevaba a la casa del mercader, y Wulfgar se detuvo y se volvió hacia Gowain.

—Lleva a la dama a nuestro alojamiento —rugió en tono autoritario—. Ponía a salvo y cuida que otros no incendien el lugar.

Antes de entregarla al joven caballero, Wulfgar levantó la cara de Aislinn hacia la de él y sus labios hambrientos se aplastaron contra los de ella en un beso feroz, apasionado, que terminó casi tan rápidamente como había empezado y que dejó a Aislinn sin aliento y mareada. Después la levantó y la pasó al otro, con una última mirada a sus rizos brillantes y su suave sonrisa, hizo girar a su caballo y se alejó por donde había venido.

Gowain entró con Aislinn en la mansión, atrancó la puerta tras de sí y puso guardias para contener a los celosos incendiarios, mientras Wulfgar trataba de calmar tanto a sajones como a normandos.

Por fin el ruido se redujo a un grave murmullo cuando la ciudad se entregó a interminables celebraciones y festejos por el día de Navidad, ya que no por la coronación de un nuevo rey.

La ansiedad de Wulfgar por volver al lado de Aislinn era incontenible. Sin embargo, sus obligaciones lo llevaron cada vez más lejos de ella. Cuando ya próxima la noche terminaron todas sus rondas y él, Beaufonte y Milboume emprendieron el regreso a la casa, suspiró aliviado, pero aun entonces comprobó que su tiempo no le pertenecía, porque él y los caballeros fueron llevados casi a la fuerza a una celebración, por un grupo de nobles alegres y entusiastas. Los hombres no aceptaron ninguna de sus excusas, sino que asintieron, todos de acuerdo, cuando uno del grupo dijo:

—Ciertamente, mi buen caballero, debéis ser honrado como soldado de Guillermo.

Wulfgar miró angustiado a Milboume, quien le devolvió la mirada con un gesto de compasión y se encogió de hombros.

—Se diría, milord, que estás atrapado —murmuró Milboume, acercándose—. Ellos podrían tomar a mal que no celebrases la coronación del duque.

Wulfgar gimió de desesperación.

—Tienes razón, por supuesto, Milboume —dijo—, pero eso no lo hace menos doloroso.

Beaufonte sonrió.

—Milord, ¿por qué no les dices que la más hermosa doncella de toda la cristiandad aguarda tu regreso? Podrían aceptar el pretexto.

—Sí —gruñó Wulfgar—. Y podrían seguirme hasta la casa para comprobarlo con sus propios ojos. —Rió tristemente.

De modo que los tres caballeros fueron agasajados, y comieron y bebieron, y mientras sus anfitriones se entregaban a elaborados y adornados relatos de sus hazañas, ellos se movieron inquietos en sus sillas. Fue contratado un grupo de juglares y el jolgorio se intensificó. La agitación de Wulfgar llegó al máximo cuando una bien dotada hembra sajona saltó sobre su regazo y atrajo el rostro de él contra sus pechos, reteniéndolo allí hasta que él casi se ahogó con el olor dulce y almizclado de ella. Sus anfitriones soltaron ruidosas risotadas cuando él trató de zafarse, y lo alentaron a gritos a que aprovechara la oportunidad de gozar con esa mujer.

—No encontraréis otra mejor para esta noche —dijo un conde—, Y tendréis una cabalgata placentera con esa yegua.

Milboume y Beaufonte disimularon sus sonrisas cuando Wulfgar se puso ceñudo y rechazó la invitación. Por fin, cuando pudieron desembarazarse de los indeseados anfitriones, Wulfgar gimió cuando vio sobre los tejados los primeros arreboles del amanecer. Pero se sintió más animado y alegre a medida que se fueron acercando a la casa del mercader. Allí dejaron sus monturas en el establo y subieron al salón. Mientras Milboume y Beaufonte se tendían en sus jergones, Wulfgar siguió hasta la escalera. Subió los escalones de a tres a la vez y las pisadas de sus zapatos finamente confeccionados marcaron la ansiedad de sus pasos. Sintió en sus oídos los latidos de su propio corazón y supo que su respiración estaba más agitada de lo que hubiera podido atribuirse a su rápido ascenso de la escalera.

Esperaba encontrar a Aislinn dormida y apenas despertándose en la cama. No le llevaría mucho tiempo despojarse de sus ropas y acostarse junto a ella. Pero cuando abrió la puerta de roble, se sintió al mismo tiempo decepcionado y sorprendido de encontrarla ya levantada y sentada en un banco, envuelta en un paño de seda. Hlynn estaba sujetándole el cabello en lo alto de la cabeza, con cintas, como preparación para un baño. Una gran tina de madera humeaba ya preparada cerca del hogar. Wulfgar entró, cerró la puerta tras de sí y se apoyó en ella. Aislinn se volvió y lo miró, mientras Hlynn retrocedía tímidamente.

—Buenos días, milord —dijo Aislinn con una sonrisa. Sus ojos de color violeta lo examinaron de pies a cabeza y brillaron intensamente—. Había empezado a temer que te hubiera sucedido algo.

Wulfgar comprendió que en todas sus visiones imaginarias no había visualizado a Aislinn tan hermosa como era en realidad. Se irguió y se quitó la capa.

—Perdóname, querida mía —sonrió—. Hubiera venido antes a tu lado, pero los problemas del día me tuvieron ocupado hasta que la noche pasó. Te ruego que no pienses demasiado mal de mí.

—No pienso mal —replicó ella, e inclinó la cabeza para que Hlynn terminara de sujetar unos últimos rizos—. Sé que estás lleno de obligaciones y no pensarías en divertirte en otra parte cuando yo he venido.

—Lo miró de soslayo.

Ella habló con voz dulce, pero lo observó atentamente cuando él se inclinó sobre la tina para salpicarse la cara y el pelo con agua; después, Wulfgar sacudió su melena, lanzando gotas hacia todos lados. Acercó una silla al lado de ella, se sentó y apoyó los pies en el banco donde Aislinn estaba sentada, mientras sus ojos buscaban las curvas que el paño le permitía ver. Su ardiente mirada pareció devorarla y Aislinn sintió su cercanía en cada una de las fibras de su cuerpo. La ferviente mirada de él hizo que la sangre de ella se encendiera y que su imaginación echara a volar. El recuerdo de sus caricias y de los juegos amorosos puso un color encendido en las mejillas de ella. Sin más vacilaciones, Aislinn trató de desviar los pensamientos del asunto que parecía imponerse en las mentes de ambos, sabiendo que ella era sumamente susceptible al magnetismo de él.

—Diría que la coronación de vuestro duque fue recibida con cierta insatisfacción, por la actitud de la muchedumbre en medio de la cual estuvimos ayer.

—Fue sólo un mal entendido.

—Y parece que la campiña está pacificada, porque cuando veníamos hacia aquí no tuvimos ninguna dificultad — repuso ella, y agregó, un poco más cortante—: Los ingleses han sido debidamente sojuzgados.

Wulfgar gruñó una respuesta ininteligible y dejó que la vista de los cabellos cobrizos de ella, enroscados prolijamente sobre ese cuello sin defectos, calmara sus cansados pensamientos. Se inclinó hacia adelante con intención de levantarse y plantar un beso en esa nuca tentadora y tomarla a ella en brazos, pero Aislinn se puso de pie, fue hacia la tina humeante y dijo, por sobre el hombro:

—El tiempo también estuvo muy agradable. Tuvimos un viaje placentero. Gowain parecía sumamente ansioso por llegar.

Wulfgar volvió a sentarse y sonrió, anticipando la visión del cuerpo reluciente cuando ella dejara caer el paño y se metiera en la tina. Sin embargo, se puso sombríamente ceñudo cuando Hlynn tomó la improvisada bata y la sostuvo en alto, tapándole la visión de Aislinn. Cuando por fin el paño fue bajado, Aislinn estaba sentada en la tina, profundamente sumergida, con sólo la cabeza asomando del agua. Esas facciones hermosas eran muy agradables de mirar, pero Wulfgar no se sentía satisfecho contemplando solamente la frente de ella.

Aislinn se volvió para elegir el jabón y los perfumes mientras Hlynn le ofrecía los frascos para que escogiera, y los probó a todos, hasta que se decidió por su favorito, uno de lavanda, un aroma suave, seductor, que parecía contener la frescura de una brisa primaveral. Lo hizo justamente a tiempo, porque ya Wulfgar había apoyado los pies en el suelo, impaciente e irritado por este interminable demorarse con los perfumes.

Las dos mujeres se sobresaltaron y lo miraron fijamente cuando él se levantó y dirigió a la pobre Hlynn una mirada amenazadora. Con una media sonrisa asomando de soslayo debajo de su ceño sombrío, él sostuvo la mirada de la muchachita con sus ojos de acero. Desprendió su cinturón y lo dejó sobre el banco con su espada. Levantó de sus hombros la corta túnica, se la quitó pasándola sobre su cabeza y la puso cuidadosamente sobre el cinturón. Sin apartar los ojos de los de Hlynn, empezó a desprenderse la camisa y también se quitó esa prenda. Los ojos de Hlynn se dilataron cuando él quedó sin nada más que las calzas. Cuando sus manos bajaron hasta la cintura y empezaron a trabajar para quitar las calzas, Hlynn adivinó su intención y huyó de la habitación.

Aislinn no pudo contener una carcajada cuando él fue a sentarse en un taburete, junto a la tina.

—Oh, Wulfgar, eres un bribón. Has asustado a la muchacha.

Él sonrió lentamente.

—Esa ha sido mi intención, querida mía.

Ella agrandó los ojos con fingido horror.

—En mi juventud, mi madre me advirtió que hombres groseros y atrevidos podrían aprovecharse de mi tierna persona, pero yo no creí que ellos existieran.

—¿Y ahora? —sonrió Wulfgar.

Aislinn le dirigió una mirada perversa y traviesa.

—Vaya, milord, ahora no tengo ninguna duda.

Wulfgar rió por lo bajo y sus ojos brillaron cuando la miró.

Ella se enjabonó abundantemente hombros y brazos con el jabón perfumado, un artículo que él había comprado especialmente para ella, aunque la rara pastilla le había costado una buena suma. Pero al observarla, decidió que el dinero estaba bien gastado. Su mirada bajó hasta donde el agua se agitaba suavemente alrededor de los pechos rosados de ella, ocultándolos, pero siempre prometiendo abrirse y mostrarlos en toda su espléndida madurez.

Wulfgar extendió una mano y pasó un dedo a lo largo de la delicada línea de la clavícula de ella, e hizo que los nervios de Aislinn vibraran con el placer que el contacto le producía. El se inclinó hacia delante para besarla en los labios, pero ella, que se sentía nerviosa y muy excitada por la atención de él, empezó a frotarse la cara.

—Ah, mujer, los fuegos del hogar, este invierno, no han logrado calentar vuestro corazón —dijo Wulfgar, con un suspiro.

Aislinn sonrió detrás del paño con que se frotaba, sintiéndose victoriosa por el momento. Había llegado a comprender que su voluntad era bastante débil cuando se trataba de él. Cuando bajó el paño, abrió grandes los ojos y medio se levantó para escapar pues, Wulfgar, desnudo y sin el menor asomo de pudor, se metió en la tina. Con una carcajada llena de picardía, él se hundió en el agua y la sentó sobre sus piernas. Sus brazos se cerraron alrededor de ella y la estrecharon con fuerza.

—Mi día y mi noche se malgastaron en tonterías interminables —dijo él con una sonrisa—. Y ahora voy a clavar mis dientes en bocados más apetitosos.

Se incorporó ligeramente y sus labios, desde hacía tanto tiempo hambrientos, la besaron en la boca con un ardor que casi la dejó sin sentido. Aislinn se aflojó contra él, sintiendo en su interior una mórbida calidez mientras le pasaba una mano detrás de su cuello y se rendía a su beso. Entonces, súbitamente, toda la actitud de ella cambió. Con un grito de furia se apartó, con los ojos relampagueantes de ira. Antes que Wulfgar pudiera moverse, el paño enjabonado se aplastó contra su cara y Aislinn, con una mueca vengativa, le hundió la cabeza debajo del agua. Una gran salpicadura y un pie contra el pecho de él, y ella escapó, libre.

Wulfgar se sentó, escupiendo espuma y luchando por quitarse el jabón de los ojos. Cuando pudo mirarla otra vez, ella estaba envuelta en su bata y lo miraba ceñuda y con ojos relampagueantes.

—¡Obligaciones! ¡Bah! —Sus labios temblaban de cólera.— Vaya, el hedor de la prostituta todavía se aterra a ti. En verdad, hueles más como una mujer de la calle que como un normando.

Wulfgar la miró, sorprendido por la súbita furia de ella, y entonces una visión fugaz de unos grandes pechos aplastados contra su cara y un olor sofocante y dulzón a almizcle pasó como un relámpago por su memoria, y comprendió el motivo de la furia de ella.

Con rápidos movimientos, Aislinn empezó a secarse, sin advertir que el paño mojado se adhería a su cuerpo y revelaba más de lo que cubría. Wulfgar se echó atrás para disfrutar del espectáculo y aprovechó la oportunidad para frotarse a fin de quitarse cualquier rastro de olor a almizcle que pudiera quedar en él. Se enjuagó y observó divertido cómo ella luchaba por sostener el paño en su lugar mientras trataba de pasarse la camisa sobre la cabeza. Cuando estaba a punto de conseguirlo, la voz de él sonó suave pero imperativa.

—No, amor mío.

Aislinn se volvió, exasperada, y él sostuvo calmosamente la mirada y después inclinó la cabeza en dirección a la cama. Ella golpeó el piso con el pie y gimió.

—Pero es de día y ya he dormido.

Él rió suavemente.

—Creo que no se trata de dormir —dijo.

Con un solo movimiento, se puso de pie, salió de la tina y tomó una toalla para secarse. Aislinn medio gritó, medio gimió y se agachó para levantar el paño a fin de poder huir. Ahogó una exclamación cuando se sintió aferrada y levantada por esos brazos con músculos de acero. La mirada de Wulfgar pareció hundirse en la de ella, y por un largo momento permanecieron inmóviles, atrapados por la creciente excitación que se iba apoderando violentamente de ambos. Él la llevó a la cama que parecía esperarlos y la arrojó sobre ella. El paño cayó y Aislinn trató ansiosamente de cubrirse con las mantas que había a su alrededor, pero Wulfgar no se lo permitió. Le recorrió todo el cuerpo con una mirada larga y acariciante, se tendió junto a ella y la sujetó, mientras sus manos la tocaban donde querían y sus besos caían donde él quería que cayeran. Soltó con los dedos las cintas del cabello de ella y apretó su cara contra la suave y sedosa melena, aspirando la fresca fragancia que emanaba de los rizos de color cobrizo.

En la puerta hubo unos golpes leves y persistentes y la voz de Hlynn los interrumpió.

—¿Milady? ¿Estáis bien? He traído comida para el desayuno.

Hlynn contuvo el aliento cuando la puerta se abrió ante ella para mostrar a Wulfgar en toda su espléndida desnudez. Su boca se curvó en un silencioso "¡Oh!" y la bandeja le fue arrancada de las manos y la puerta cerróse violentamente en su cara antes que ella pudiera moverse. Wulfgar se quedó con la bandeja en las manos, escuchando las rápidas pisadas de unos pies que corrían por el pasillo, y que terminaron con el lejano cerrarse de una puerta y el ruido de una tranca colocada deprisa. Suspiró, se volvió, y caminó hasta una mesilla que estaba junto a la cama, donde depositó la bandeja. Aislinn se había metido debajo de los cobertores cuando se produjo la intromisión, y ahora estaba tapada hasta el mentón. Wulfgar se inclinó y ella le sonrió, vacilando, y le puso una mano en el pecho para mantenerlo a distancia.

—Wulfgar, aguarda —rogó ella—. Quiero tomar un bocado. Comamos.

Él meneó lentamente la cabeza, se deslizó al lado de ella y la abrazó.

—A su debido tiempo, querida —dijo, jadeando, en el oído de ella—. A su debido tiempo.

Acalló las protestas de ella en una forma que acabó con toda resistencia y pronto la idea de la comida desapareció de la mente de Aislinn. Su cabeza empezó a girar vertiginosamente con el fervor de las caricias de él y sintió que se debilitaba su voluntad, que toda ella se rendía. Luchó contra él, con intención de contenerlo, pero su decisión se debilitó aún más y la abandonó por completo cuando él la puso debajo. El ardiente fervor despertó deseos que ella casi no sabía que existían. Las noches frías, los sueños solitarios, ahora añadían combustible al fuego de su cerebro. Los besos de él la abrasaban y la dejaban jadeante, sin aliento. Oyó la voz de él en su oído, ronca e ininteligible, aunque con una urgencia que revelaba la necesidad y el deseo de Wulfgar. Su corazón tembló bajo la exigente pasión de él, que en lo más profundo de ella provocó una chispa que creció y creció hasta que pareció bañarla con ascuas ardientes. Un millar de soles estallaron dentro de ella y difundieron su creciente calor en oleadas que llegaron hasta los límites de sus sentidos. Con una exclamación, se incorporó contra él y sus ojos, dilatados, miraron sorprendidos los ojos grises inclinados sobre ella. Entonces, lentamente, se hundió en las almohadas mientras él la besaba en la boca y empezó a disolverse en una marea de placer, experimentando por primera vez todos los alcances del amor.

Aislinn despertó lentamente del éxtasis y enrojeció, pasmada por su propio abandono. ¿Dónde estaba la diferencia entre ella y las mujeres que él había tenido antes? Ella era blanda arcilla en sus manos, incapaz de conservar su dignidad y su orgullo, sin el coraje para detener la más leve insinuación de él.

Wulfgar la estrechó en sus brazos, le acarició el cabello y pasó los dedos a través de los suaves rizos que caían alrededor de ella, pero Aislinn se estremeció con un sollozo y él la miró, sorprendido.

—¿Aislinn?

Wulfgar se sentó y estiró una mano para atraerla, pero ella meneó enérgicamente la cabeza. Él dejó caer la mano, pero quedó mirándola con expresión de perplejidad. Ella estaba tendida de lado, con los cobertores sobre el pecho, y su esbelto cuerpo se estremecía con los sollozos.

—¿Te hice daño? —preguntó él suavemente.

—No es nada que tenga que ver con el dolor —murmuró ella, en tono de desamparo.

—Tú no llorabas así antes que yo me marchara. ¿Qué sucede? —Se inclinó sobre ella y le apartó unos rizos de la mejilla.— Cuéntame.

Ella le respondió con otro movimiento de cabeza y ninguna pregunta de él pudo obtener más que renovados sollozos. Wulfgar se tendió de espaldas y suspiró, completamente desconcertado con los hábitos de las mujeres. Sabía que ella había experimentado plenamente su virilidad, pero ahora lloraba como si le hubieran hecho una cosa mala. Después de un tiempo se calmó, y con dichosa misericordia, la noche que él había pasado en vela se hizo sentir y el sueño se apoderó de él y aventó los problemas que acosaban su mente.

El sonido de la respiración de él se oía pesado y regular cuando Aislinn se sentó cuidadosamente en la cama y enjugó de su cara las últimas huellas de lágrimas. Abrazó fuertemente sus rodillas contra sus pechos desnudos y lo miró, dejando que sus ojos lo recorrieran de pies a cabeza como si ella tratara de grabarse en su memoria cada uno de los pequeños detalles de él. Su imposibilidad de contener su propia pasión cuando él no le daba ninguna señal de amor o de consideración, la turbaba intensamente. Su cuerpo obedecía más a la voluntad de él que a la suya propia, y solamente en momentos como éste, cuando él yacía agotado y dormido, ella tenía alguna leve ventaja. Rió tristemente de la idea. Vaya, si ni siquiera podía besar esa hermosa boca de él sin que los labios se curvarán en una sonrisa burlona.

Recorrió con ojos fascinados las facciones de él. El pelo leonado necesitaba un buen corte, pero ella no lo veía por eso menos magnífico. Había hombres, como Gowain, cuyas facciones eran tan finas y delicadas que casi se podía llamarlos hermosos. No era así con Wulfgar. La fuerza y el recio carácter de su rostro aumentaban su atractivo y lo hacían mucho más interesante que aquellos que parecían carecer de defectos.

Aliviada, Aislinn notó que en su cuerpo no había señales de nuevas heridas y que la cicatriz que ella había atendido estaba completamente curada y sólo quedaba una marca roja de la cauterización. Suavemente, lo cubrió con la manta para protegerlo del ligero frío de la habitación, después se apartó de su lado y salió de la cama. Se puso sus ropas y arrugó la frente disgustada con el vestido raído con que debía esperar que él despertara. Había empacado apresuradamente el terciopelo amarillo que él le enviara y lo había traído con ella, pero no tuvo tiempo de hacerse un vestido apropiado. Ahora no podía remediarlo y maldijo a Gwyneth por sus latrocinios. Tendría que arreglárselas lo mejor posible con lo que le quedaba. Después de llegar a esa conclusión, empezó a arreglarse el cabello. Eso era una cosa que Gwyneth no podía quitarle, y muchas veces, en Darkenwald, Wulfgar había permanecido sentado en silencio, contemplando cómo ella cepillaba y peinaba la esplendorosa melena hasta dejarla reluciente de belleza.

Recordó la mirada tierna, amorosa de él sobre su cuerpo y enrojeció cuando ese intenso recuerdo se le presentó tan vivamente como si otra vez él la tuviera en sus brazos. Suspiró anhelante, se acercó nuevamente a la cama y lo contempló. Le parecía imposible mantenerse fría ante las insinuaciones de él. Si hubiera podido ahogar el placer arrasador que la poseía en esas ocasiones, entonces, quizá, hubiese podido ser fiel a su determinación de no rendirse ni entregarse. Pero ahora, conciente de las nuevas alturas a las que podía llegar, temió que le resultaría aún más difícil mostrarse pasiva con él. Su mente no se aquietaba, sino que continuaba elaborando visiones e imaginando lo que podría suceder si por lo menos...

Fastidiada con ese incesante soñar, Aislinn se apartó bruscamente y se paseó por la habitación, admirando los ricos adornos del lugar. Después, cuando llegó junto a las ropas de él, prolijamente dobladas, se detuvo y sonrió para sí misma. El no tenía una gran variedad de ropas, pero lo poco que poseía estaba cuidadosamente elegido por su durabilidad y riqueza de la tela. Hasta la prenda más simple mostraba señales de constante cuidado y atención. Sus atuendos nunca se veían desparramados o manoseados, sino que o él los tenía puestos o estaban prolijamente guardados. Ni siquiera consigo mismo él era indulgente o extravagante. Quizá el haberse elevado de la nada le había enseñado frugalidad. Cualquiera que fuese la razón, según sus propias palabras, no era abiertamente generoso y debió haber cedido considerablemente para enviarle a ella el terciopelo amarillo. Quizá, después de todo, sentía algo de afecto por ella. Ah, ¿llegaría alguna vez a conocer la verdad acerca de lo que él sentía?

Wulfgar durmió poco tiempo y la mañana todavía era joven cuando se despertó y abandonó la cama. Se roció la cara con agua fría para eliminar el sueño y mientras se ponía la camisa y las medias observó detenidamente a Aislinn, sin perderse detalle. Ella enrojeció ligeramente y le resultó imposible dar una puntada adecuada en la camisa de él que estaba remendando, pues de pronto sintió sus dedos demasiado torpes para la costura. Cuando él estuvo vestido, ella volvió a serenarse, se puso de pie y le indicó a él que se sentara en un banco. Allí, con una hoja bien asentada, agua tibia y un poco del precioso jabón, le afeitó mejillas y mentón y emparejó prolijamente la línea de nacimiento del pelo descolorido por el sol. Él suspiró bajo las manos de ella y abrió los ojos para mirarla fijamente.

—He echado mucho de menos tus talentos, Aislinn —dijo con una sonrisa—. Sanhurst reemplaza mi barba con más cicatrices de lo que es mi deseo.

Ella rió ligeramente y apartó la mano de él que empezaba a tocarla.

—Vaya, milord, por lo menos podrías conservarme como tu lacayo.

Él gruñó.

—Desespero de encontrar un lacayo de formas tan tentadoras.-Suspiró y sonrió.— Pero, ciertamente, has dicho una cosa sensata.

—¡Ja! —replicó ella con petulancia, y le apoyó en el mentón la punta del cuchillo—. Juraría que Sanhurst protestaría airadamente si fuera usado como lo soy yo, y por la mezquina paga, podría muy bien abrirte la garganta. —Cortó un mechón de pelo y lo arrojó al fuego del hogar.

Wulfgar la miró de soslayo.

—Ten mucho cuidado con esa hoja, muchacha, pues no me gustaría quedar como los bárbaros del sur, con nada más que un mechón de pelo sobre mi nuca y el resto de la cabeza, brillante como un espejo.

—Lo tendrías bien merecido si te afeitara esa hermosa melena —replicó Aislinn. Hundió un paño en un tazón humeante y lo aplicó contra la cara de él, donde lo sostuvo pese a las protestas de Wulfgar—. Quizá, entonces, yo tendría menos viudas balando en la puerta de mi habitación.

La respuesta de Wulfgar se perdió entre los pliegues del paño caliente, pero cuando ella lo retiró de su cara, él volvió hacia ella un rostro enrojecido y un ojo amarillento.

—Creo que será mejor que siga haciéndome rasurar por Sanhurst.

Las carcajadas de ella resonaron en la habitación mientras se alejaba de él y le hacía una leve reverencia.

—Como gustéis, milord. Soy vuestra esclava y nada puedo hacer fuera de obedeceros.

—Está bien —replicó él, con algo de humor.

Wulfgar se levantó del banco, se puso su túnica y mientras se ceñía la espada corta, la miró levemente ceñudo al notar las ropas gastadas de ella.

—Me hubiera gustado verte vestida de terciopelo amarillo, Aislinn —dijo—. Parecía una tela alegre y brillante, y muy adecuada para tu color.

Ella bajó la vista y pasó sus manos delgadas por su raído vestido.

—Hubo poco tiempo para hacerme un vestido cuando Gowain fue a buscarme, Wulfgar, y antes que él llegara yo oculté la tela para ponerla a salvo.

—Me temo que te estás volviendo una vieja miserable, Aislinn —suspiró él, decepcionado—. Pero para cuando salgamos, ¿no tienes nada mejor que ponerte? —Levantó un pliegue de la capa de Aislinn que estaba colgada en un gancho de la pared e hizo una mueca cuando vio el ruedo deshilachado.— He visto tu cofre y creo que tienes mejores ropas que éstas. —Se volvió y la miró inquisitivamente.— ¿Qué buscas, que yo sienta compasión por tu estado?

Aislinn enrojeció intensamente y meneó rápidamente la cabeza, para negar esas palabras que le dolían.

—No, es sólo que en Darkenwald había otras personas más necesitadas que yo —dijo—. No vengo a traerte lamentaciones, pero mis medios son escasos y no pude reemplazar lo perdido, eso es todo.

Wulfgar la miró ceñudo pero Aislinn fue apresuradamente hasta donde estaba su pequeño equipaje y sacó el terciopelo amarillo.

—Pero mira, he traído la tela y me haré un vestido hermoso. Me llevará nada más que unos pocos días, Wulfgar.

Perturbado por la pobre apariencia de ella, él gruñó una amarga respuesta y después la tomó del brazo y la llevó al salón de abajo.

Cuando él apartaba una silla para Aislinn, Hlynn se apresuró a depositar una bandeja con carnes delante de ellos; luego, la muchachita miró vacilando a Wulfgar y se ruborizó intensamente. Sanhurst, que estaba en un rincón, se levantó para saludar la entrada de los dos-y enseguida volvió a su tarea de pulir la armadura, la espada larga y el yelmo de Wulfgar. El joven esforzábase por borrar del yelmo los últimos vestigios de una abolladura, pero sin dejar por ello de observar cautelosamente a su señor. Aislinn miró inquisitivamente al robusto joven, cuya cabeza y cara mostraban señales de un reciente corte de pelo y barba.

Wulfgar sonrió lentamente cuando vio la mirada de ella.

—Sanhurst —respondió a la no formulada pregunta.

Aislinn notó la expresión afanosa del hombre.

—Parece que lo has entrenado bien —dijo.

Wulfgar gruñó.

—Le había dado más valor del que tiene. Ahora ha recibido lo que se merecía.

Aislinn miró inquisitivamente a Wulfgar.

—¿Otro sajón sometido, milord? —preguntó.

Sus palabras despertaron una chispa de ira en el caballero normando.

—Aislinn, ¿vas a defender ante mí a este patán? ¡Maldita sea! Tratas de proteger a todos los bellacos y tontos que brotan del suelo inglés.

Ella abrió grandes los ojos, fingiendo inocencia.

—Vaya, Wulfgar, ¿acaso es necesaria mi protección, cuando los señores son los tan delicados y comprensivos normandos?

Wulfgar hizo rechinar los dientes y se controló con dificultad.

—Serías capaz de poner a prueba la paciencia de los santos, mujer. Pero debo tener en cuenta que eres sajona y, por lo tanto, estás de parte de ellos.

Aislinn se encogió de hombros.

—Sólo procuro lo que es justo, nada más.

—Y me condenas inmediatamente como injusto —replicó Wulfgar—. Pregunta a sir Milbourne acerca de mi indulgencia cuando este tonto cabeza de escarabajo huyó en medio de una batalla en vez de protegerme las espaldas. No he hecho nada más que reducir su condición de soldado a siervo, y se lo tiene bien merecido.

Aislinn unió las cejas en un gesto de ansiosa preocupación.

—¿Fuiste atacado, Wulfgar? No me lo habías contado. Yo no he visto nuevas cicatrices en...

Se interrumpió y enrojeció al comprender que no sólo Wulfgar estaba mirándola con intrigado interés, sino que los otros ocupantes de la habitación, incluidos varios de los soldados de él, se habían vuelto para mirarla fijamente.

—Quiero decir —tartamudeó, en repentina confusión—, que no has mencionado...

Wulfgar rió alegremente, nuevamente de buen humor, y después murmuró, sólo para los oídos de ella.

—No me molesta que te preocupes por mí, querida mía. Tu preocupación iguala a la que yo siento por ti.

Aislinn bajó la vista, incapaz de sostener la mirada burlona de él o de soportar el bochorno que sentía. Wulfgar le tomó una mano y la llevó a su regazo.

—No hay necesidad de que te avergüences, Aislinn —dijo con una sonrisa—. Ellos conocen tus habilidades para curar heridas y pensarán que ese es el motivo por el cual me ves las cicatrices.

Aislinn levantó la vista y vio que él le sonreía tiernamente.

—Sólo yo conozco la verdad —dijo él.

—¿Cómo? —Aislinn enarcó una ceja y sonrió.— Serías el último en enterarse.

Gowain se les unió y se sentó al lado de Wulfgar, quien empezó a acosar a Aislinn con preguntas acerca de Darkenwald y de cómo estaba Sweyn. El joven caballero escuchó con interés mientras bebía una copa de vino. En medio de las réplicas de ella, Gowain levantó su cáliz y lo olió con recelo, para enseguida adoptar una expresión de profundo desconcierto. Cuando miró a su alrededor, sus ojos se posaron en Wulfgar y se agrandaron. Se volvió, pero pronto su mirada cayó nuevamente en su señor. Una y otra vez desvió la vista, y cada vez terminó mirando nuevamente a Wulfgar, como si algo lo atrajera irresistiblemente, hasta que su extraña conducta picó la curiosidad de Wulfgar, quien preguntó, intrigado:

—¿Qué te sucede, Gowain? ¿Me han crecido cuernos de repente o estás por desmayarte por falta de sensatez?

—Perdonadme, Wulfgar —dijo Gowain rápidamente—. No pude dejar de notarlo. —El joven pareció sentirse cada vez más ansioso y se mordió el labio inferior, con expresión pensativa.— Sin embargo... no creo que el perfume de lavanda os siente bien, milord.

Wulfgar enarcó las cejas, sorprendido, y el estallido de hilaridad de Aislinn fue rápidamente ahogado tras la mano de ella. Enseguida Wulfgar comprendió lo humorístico de la situación, rió por lo bajo de sí mismo y miró a Gowain con ceño burlón.

—Cuando tengas edad suficiente y debas afeitaros la cara, muchacho, te pediré cuentas de esas palabras.

Cuando las risas cesaron, sir Gowain se inclinó hacia el oído de Wulfgar.

—Milord —susurró—. La que buscabais está abajo, en el establo. ¿Queréis verla ahora?

Con un guiño llamó la atención a Gowain y éste miró hacia donde Wulfgar le indicaba y vio que Aislinn los observaba con expresión intrigada, y con su hermosa frente contraída. Aislinn interrogó con la mirada a Wulfgar, quien se apresuró a calmar sus temores.

—No es nada que te concierna, Aislinn. Se trata, simplemente, de una compra que he estado tratando de realizar. Regresaré enseguida.

Le estrechó la mano antes de levantarse, pero la preocupación de Aislinn disminuyó muy poco cuando los dos hombres abandonaron el salón.

Wulfgar y Gowain entraron en los establos, y allí un mercader sujetaba a una yegua de un color y una estatura que Wulfgar admiró intensamente. Se acercó, pasó una mano por el flanco del animal, y sintió la fuerza y profundidad de su musculatura, observó las piernas rectas y los cascos sanos y fuertes. Era un animal rucio moteado, casi azul donde el pelo era oscuro y de un gris pálido donde era más claro. Tenía la frente gris, que se fundía suavemente en un morro oscuro que terminaba la cabeza finamente conformada. La sangre oriental era bien evidente, aunque tenía la corta estatura característica de los caballos ingleses. Ella aportaría fuerza y ligereza a su cría, pero a él le serviría mejor de otras maneras.

Wulfgar hizo una señal de asentimiento a Gowain y los dos se alejaron un poco. El mercader los observó codiciosamente cuando él contó las monedas necesarias, y después las cambió por un papel en el cual estaba minuciosamente anotado el linaje del hermoso animal. Cuando el mercader se marchó, los dos caballeros quedaron un momento más para admirar la criatura.

—Es un animal muy valioso —dijo Gowain—. La dama quedará complacida.

—Aja —repuso Wulfgar—. Pero a ella no le digas ni una palabra de esto. Reservaré la noticia para más tarde.

Cuando volvieron al salón, Aislinn se volvió, y al ver la sonrisa de satisfacción de Wulfgar, no quiso mencionar el asunto. Sin embargo, se le acercó, le puso una mano sobre el brazo y lo miró a los ojos.

—Nunca había estado en esta hermosa Londres, Wulfgar, y ansió contemplar el panorama. Podría salir de paseo esta tarde y... —aquí vaciló y sus mejillas enrojecieron, pero para hacerse un vestido adecuado necesitaba hilos y adornos y no tenía para procurárselos nada más que lo que él pudiera darle—... y quizá comprar dos o tres chucherías.

Wulfgar la miró un momento con el ceño fruncido y ella se puso de color escarlata cuando los ojos de él bajaron hacia el vestido gastado, pero eso no fue lo que más la avergonzó. Las palabras de Wulfgar le produjeron un dolor sordo en el pecho y una penosa tensión en la garganta.

—No —respondió él, algo fastidiado—. No es momento para que las mujeres salgan a pasear sin custodia. Yo mismo no tengo tiempo y no puedo enviar a mis hombres, porque ellos están recargados de obligaciones. Será mejor que pases el día aquí, detrás de estas sólidas puertas, y aguardes mi consentimiento.

Ella sólo pudo asentir obedientemente, decepcionada, y desvió la mirada cuando Gowain ofreció sus servicios, que fueron rápidamente rechazados con una mirada ceñuda de Wulfgar.

Wulfgar se echó la capa sobre los hombros y fue a los establos, dejando a Aislinn triste y desalentada.

Aislinn puso a Hlynn y a Sanhurst a trabajar para recoger la mesa y limpiar el salón, y lentamente se dirigió al gran dormitorio para ponerlo en orden. Estaba guardando sus escasas pertenencias cuando oyó el ruido de cascos sobre el empedrado. Era Wulfgar, que se marchaba.

Aislinn se sentó semiaturdida en un banco frente a la ventana y miró hacia el panorama de tejados, preguntándose cómo él podía usarla así, en contra de su voluntad, y enseguida arrojarla cruelmente fuera de su vida.

El sol subió en el cielo hasta llegar al cenit, pero una densa bruma cubría la ciudad cuando fueron encendidos los fuegos de turba para preparar la comida del mediodía. Aislinn tendió cuidadosamente sobre la cama la pieza de tela de brillante color amarillo, empuñó las tijeras y empezó a planear cómo sería el vestido. Sin cintas ni ribetes para adornarlo sería muy austero, pero con una aguja era muy habilidosa y estaba segura de que podría hacerse un vestido seductor si podía procurarse un poco de hilo.

Desde el salón le llegó sonido de voces y pensó que los hombres habían regresado para comer. Enseguida, las pisadas de Hlynn sonaron fuera de la puerta y poco después se la oyó llamar suavemente. Aislinn le ordenó que entrara y retrocedió sorprendida cuando toda una muchedumbre se precipitó en la habitación tras la muchacha. Hlynn rió tontamente, se encogió de hombros con expresión inocente y extendió las manos, como para negar toda complicidad en la invasión.

Eran sirvientes que portaban telas: terciopelos y sedas, linos y algodones; mujeres con tijeras, hilos, galones y pieles. Siguiendo a los demás, vino un atildado sastre que se inclinó ante ella en una profunda reverencia. El sastre le pidió que se subiera a un banco a fin de poder tomarle las medidas. Sacó un cordel en el que fue haciendo nudos, mientras daba detalladas instrucciones a las costureras. Aislinn sólo pudo detener al grupo cuando llegaron ante el terciopelo amarillo que ella había extendido sobre la cama. Allí se sentó, con el sastre, y describió, mientras él dibujaba, un vestido especial con anchas mangas abullonadas y un ceñido corpiño con el escote bajo para mostrar una pechera que harían con una seda amarillo claro que ella tenía. Eligió un cordoncillo de oro para adornarlo y se aseguró que se pondría un cuidado especial en la confección.

La habitación empezó a llenarse de rumores mientras las mujeres cortaban y cosían y los sirvientes extendían apresuradamente las telas y recogían los retazos que caían de las tijeras. Aislinn pasó de mano en mano, a medida que progresaba el trabajo, y a cada momento le pedían su aprobación. Había escarpines a medio terminar, que serían cosidos para adaptarlos a sus pies. Había tiras de pieles de zorro, visón y marta cebellina, para adornar abrigadamente cuellos y puños. Una prenda en particular le llamó la atención: una capa de rico terciopelo, forrada de pieles. El sastre, entusiasmado con su tarea, le sonreía a cada momento. Ciertamente, para él era raro tener que ejercer su oficio para una mujer de tan buena figura y con un señor tan generoso.

Promediaba la tarde cuando Wulfgar encontró una pequeña taberna que no estaba demasiado atestada, donde podría pasar el tiempo sin hacerse conspicuo. Se sentó ante un alegre fuego y observó cómo el tabernero le ponía delante una jarra de excelente vino y un cáliz para que se sirviera a su placer. Había terminado con sus obligaciones y le hubiera gustado regresar a la casa donde se alojaba, pero sabía que allí todavía estaría trabajando el sastre. Reprimió un estremecimiento cuando pensó en el precio y se sirvió otra copa. Pero maldición, no quería ver a Aislinn vestida con esos harapos con que había llegado. Reflexionó sobre las causas del lamentable estado de las ropas de ella y sintió que empezaba a encolerizarse y volvió a llenar su copa. Gwyneth, sin duda, pensó. Ella seguramente se había aprovechado durante su ausencia, y había procurado aumentar su guardarropa. ¿Pero los dineros que le había dejado? ¿Gastados tal vez en fruslerías? ¡Ah, las mujeres! ¿Sería posible comprenderlas alguna vez? Gwyneth, con una madre que la había amado y un padre legítimo, pero dotada del carácter de una víbora. ¿Por qué, cuando le habían dado todo lo que ella quería? ¿Qué demonio la poseía para que fuera tan malvada?

Mientras más bebía Wulfgar, más se apartaba su mente de su media hermana para volverse con ansiedad hacia Aislinn. ¿Qué mujer no estaría satisfecha con un regalo de ropas tan generoso? Los dineros gastados podrían serle de inmediato beneficio. Seguramente, con eso lograría que ella dejara de resistírsele y se arrojara a sus brazos voluntariamente, y no por obligación. Al imaginarla frente a él, su mente se demoro en la suavidad y la gracia de su cuerpo flexible y en su rostro perfecto. Nadie hubiera podido nombrar a una muchacha más hermosa y seductora. Pero él nunca había cuestionado su belleza. Ella era una entre muchas, pero la mejor de todas. No le hacía ninguna exigencia y, sin embargo, parecía vehemente en todo, menos en lo de complacerlo. Maldición, pensó, y vació su copa. Le he dado más que a cualquier otra mujer. Miró ceñudo el cáliz vacío. ¿Por qué ella seguía mostrándose fría? ¿Cuál era su juego? Otras, de posición mucho más elevada, hubieran venido ansiosamente hacia él. Pero ella mostrábase pasiva, indiferente hasta que él la despertaba y la sorprendía descuidada. Entonces entraba en un éxtasis de pasión, pero luego se retraía y no pedía más.

Golpeó la copa con fuerza contra la mesa, disgustado, y la lleno hasta el borde.

—Pero esto tiene que terminar —suspiró, y su confianza aumentó considerablemente—. Cualquiera que sea el precio, obtendré lo que deseo de ella.

Permaneció en silencio un largo momento, imaginándola con las ropas que le había comprado. El pensamiento lo animó, y vació la copa hasta el fondo. Se sirvió más, pero en la jarra ya quedaba muy poco apenas lo suficiente para llenar su copa hasta menos de la mitad, de modo que pidió un pellejo —entero de ese néctar maravilloso. Sentía el corazón ligero y alegre y estaba complacido con su propia generosidad, soñaba con lo —que deseaba y en su mente se sucedían visiones de rizos de oro rojizo en espléndido desorden sobre la almohada de seda, de suaves pechos apretados contra él y de pálidos brazos curvados alrededor de su cuello mientras los labios de ella respondían a los suyos.

Habían pasado muchas horas desde que entrara a la taberna y una sombra se proyectó sobre la mesa. Wulfgar levantó la vista y se encontró con el tabernero, de pie junto a él.

—Milord, ya es tarde —le recordó el hombre—. Y yo quiero atrancar la puerta. ¿Os quedaréis aquí a pasar la noche?

—No, no, buen hombre. Esta noche, más que nunca, dormiré en mi propia cama.

Wulfgar se puso de pie con cierta dificultad y cargó el pellejo de vino debajo de un brazo. Contó sus monedas hasta que el tabernero quedó satisfecho, después se dirigió, con paso lento, desde la taberna hasta donde estaba su caballo. El animal relinchó al sentir que se acercaba su amo pero quedó inmóvil como una roca mientras Wulfgar, después de varios intentos, quedó atravesado sobre la silla, y finalmente logró incorporarse y montar debidamente. Wulfgar espoleó a su montura y gritó fastidiado cuando el caballo no hizo ningún movimiento para obedecerle. Finalmente, el tabernero abrió la puerta nuevamente, desató las riendas del poste y las entregó al jinete. El hombre regresó a su taberna meneando la cabeza y murmurando para sí mismo, mientras Wulfgar le daba las gracias.

Ahora el caballo partió, e ignorando en la mayor parte del trayecto las indicaciones de su amo, encontró cautelosamente el camino hasta la casa y su abrigado establo.

Estaba todo oscuro en la casa y del río subía una niebla espesa. Aislinn, ahora sola, se abrazó a sí misma, transida de felicidad. Los ocho vestidos nuevos estaban cuidadosamente dispuestos frente a ella, sobre la cama, completamente terminados, y hubieran sido una delicia para cualquier mujer. Pero lo que a ella más la conmovía era la generosidad de Wulfgar. Se sentía abrumada por ello. Nunca, ni en un millar de años, hubiera esperado una cosa así de él. Eran vestidos lujosos, como los que hubiese podido llevar una gran dama. Y él los había comprado para ella, con los dineros que cuidaba tan bien.

Primero tomó el vestido amarillo y lo dobló cuidadosamente para guardarlo. Siguieron los otros, excepto uno de suave color melocotón, que se puso allí mismo. Hlynn le peinó cuidadosamente la larga (aboliera hasta dejarla resplandeciente, después hizo trenzas que sujetó con cintas y dispuso como una corona sobre la cabeza de su ama. Aislinn bajó al salón para aguardar el regreso de Wulfgar, y cuando entró, la estancia quedó silenciosa. El cambio sufrido por su apariencia era tan grande que los hombres quedaron atontados. Fue Milbourne, el viejo caballero, canoso, lleno de cicatrices, quien se levantó para ofrecerle el brazo y conducirla hasta una silla ante la mesa. Aislinn sonrió y le agradeció con una inclinación de cabeza, mientras sir Gowain tragó todo su ale y empezó a componer poemas elogiosos. Ninguno le pareció digno de ella, pero sus ojos resplandecían cálidamente cada vez que Aislinn miraba en su dirección.

Los hombres estaban encantados y Hlynn sonreía de placer al ver a estos normandos tropezándose con sus propias palabras para alabar a su ama. Hasta Sanhurst, en su rincón, cesó de frotar con sebo las botas de Wulfgar para quedarse mirando anhelante a Aislinn, con el mentón apoyado en una mano.

La comida fue tomada sin prisa y casi había terminado cuando Beaufonte levantó una mano para pedir silencio. Por las ventanas abiertas en un extremo del salón, llegó el sonido de lentas pisadas de cascos de caballo acompañado de una voz estentórea que entonaba canciones de amor y devoción. La maldición de un irritado ciudadano se oyó antes del fuerte golpe de la puerta del establo, al cerrarse. Todos enarcaron las cejas y Aislinn rió frívolamente cuando Gowain elevo los ojos al cielo en fingida angustia. La voz ahora se hacía más fuerte a medida que alguien subía la escalera con pasos inseguros. Sin ninguna ceremonia, Wulfgar irrumpió en la habitación sosteniendo en la mano un pellejo de vino medio vacío. Gritó y con un amplio ademán del brazo saludó a todos los presentes, enseguida se tambaleó pero logró conservar el equilibrio.

—Hola, buenos amigos y la más hermosa damisela —rugió, y sus pasos vacilantes lo llevaron hacia el centro de la estancia. Sus palabras salían confusamente, en una extraña mezcla de inglés y francés.

En la mente de Wulfgar, él se adelantó e hizo una graciosa reverencia delante de Aislinn cuando ella se levantó para saludarlo, y le tomó la mano y la besó gentilmente.

En realidad, sus pies parecieron enredársele al dar un paso hacia ella y muchos contuvieron el aliento, temiendo que cayera al suelo cuan largo era. Su mano tomó la de ella y él se tambaleó y su beso terminó más cerca del codo que de la mano. Se enderezó y sus ojos vagaron independientemente por la habitación hasta que la enfocaron a ella. Aislinn nunca había visto a Wulfgar en ese estado. En realidad, siempre lo había tenido por abstemio.

—Milord —murmuró ella suavemente—. ¿Estás enfermo?

—No, querida mía. Estoy embriagado por esta belleza que estalla ante mis ojos y me deja jadeante en su radiante estela. De manera que te saludo. —Hizo un amplio ademán abarcando toda la habitación. A lady Aislinn —gritó—. La más hermosa mujer que haya adornado jamás la cama de un hombre.

Levantó bien alto su pellejo de vino y consiguió milagrosamente echarse un poco en la boca mientras Aislinn lo miraba, indignada por su rudeza. Wulfgar dejó a un lado el odre, tomó una mano de ella entre las suyas, se la llevó a los labios y murmuró, en su manera más romántica:

—Venid, amada mía, retirémonos por esta noche. ¡A la cama.!

Sonrió con voz alcoholizada dio las buenas noches a sus hombres, y al volverse, metió un pie en un cesto trenzado. Sólo después de varios minutos logró desembarazarse de ese estorbo, pero Sanhurst fue el único que tuvo el coraje de reír a carcajadas, aunque abundaron las toses ahogadas.

Wulfgar se irguió y echó una mirada indignada al jocoso sajón. Se acomodó la ropa. Con la majestuosa dignidad de su condición, erró el primer peldaño de la escalera y cayó cuan largo era. Aislinn suspiro, lo tomó de un brazo y llamó a Gowain, quien tratando de contener la risa tomó el otro brazo. Entre los dos, y después de varios intentos frustrados, lo llevaron escaleras arriba y lo introdujeron en el dormitorio donde él quedó sentado sobre el borde de la cama. Aislinn despidió al joven caballero, cerró la puerta y se volvió hacia Wulfgar. El se levanto V fue hacia ella, como dispuesto a abrazarla, pero ella se hizo a un lado y las capas colgadas detrás de la puerta quedaron entre los brazos de Ó! Un manto le cayó sobre la cabeza y él empezó a agitar los brazos para librarse de ese estorbo, hasta que Aislinn le tomó las manos.

—Quieto, Wulfgar. —La voz de ella adquirió un tono decididamente autoritario.-Quédate quieto, por favor.

Le quitó las capas de los brazos y de encima de la cabeza y lo sentó otra vez en el borde de la cama. Después volvió las prendas a su lugar Hecho eso, se plantó frente a él, con los brazos en jarras, y meneó la cabeza. Empezó a quitarle la ropa para sacársela por encima de la cabeza pero Wulfgar, con delicado cálculo, se levanto para echarle los brazos al cuello. Aislinn gritó, exasperada, lo empujo en el pecho y Wulfgar quedó nuevamente sentado. Esta vez, aguardó, porque le pareció que la joven obviamente, estaba ansiosa de acostarse con él.

Eludiendo las manos insistentes de él, Aislinn le quito los zapatos y las calzas, lo hizo acostarse de espaldas y lo cubrió con las mantas. Él la siguió con ojos ávidos cuando ella, frente al fuego del hogar, se quitó el vestido, lo dobló cuidadosamente y lo puso con los otros. Después, ella se soltó el cabello, sacudió la cabeza, se quitó la camisa y la puso a un lado; enseguida, se descalzó y se deslizo debajo de las mantas, donde quedó esperando la mano ávida de él, pero solo oyó un ronquido suave y regular. Aislinn rió por lo bajo y se acurruco contra ' el tibio costado de él. Finalmente, apoyó la cabeza en un hombro de Wulfgar y se dejó vencer, contenta, por el sueño.

Aislinn abrió los ojos bajo la brillante luz del sol que entraba por las ventanas. Habían dormido hasta desusadamente tarde, pero aun así algo la había despertado: un sonido extraño, como de un gemido, extrañamente apagado, que venía del rincón donde estaba la bacinilla. Rió para sí misma y se enroscó debajo de los cobertores. Hubo un sonido de salpicaduras de agua y enseguida la cama crujió cuando el peso de Wulfgar se desplomó sobre el colchón. Aislinn se volvió hacia él con un animoso saludo de buenos días en la punta de la lengua, pero no pronunció las palabras pues se encontró mirando fijamente la ancha espalda de él.

Aislinn se incorporó, se apoyó en un codo y tiró del hombro de él hasta que Wulfgar quedó boca arriba, con los ojos y los labios fuertemente apretados, y una palidez casi verdosa que se extendía sobre todo su pecho. Ella le cubrió la desnudez con una manta que apretó a su alrededor, y entonces levantó la vista y se encontró con los acerados ojos grises que la miraban desde lívidas manchas rojizas debajo de los párpados hinchados y azulados.

—Los postigos, Aislinn —suspiró él, señalando débilmente las ventanas—. Ciérralos. Esa luz me atraviesa con mil cuchillos.

Ella se levantó, se envolvió los hombros con una gruesa manta y oscureció la habitación para calmar el malestar de él. Se detuvo para añadir más leña al fuego y después, coquetamente, volvió a meterse en la cama de un salto y se acurrucó contra él para calentarse. Wulfgar hizo rechinar los dientes cuando los movimientos de ella repercutieron en su cabeza.

—Despacio, amor mío, despacio —gimió—. Siento la cabeza del tamaño de un odre de vino y juro que el pellejo todavía está adherido a mi lengua.

—Pobre Wulfgar —murmuró ella, en tono de consuelo—. El vino hace mal cuando se lo toma en tan gran cantidad y las alegrías de la noche quedan completamente arruinadas por el malestar de la mañana.

Wulfgar suspiró y volvió la cabeza.

—Y yo estoy acostado con una filósofa —murmuró suavemente como hablando consigo mismo—. Quizá vuestros talentos incluyan algún remedio para el dolor de cabeza.

Aislinn se mordió la punta de los dedos y pensó un momento.

—Sí, pero la cura es casi tan desagradable como la enfermedad.

Él le tomó una mano y se la llevó a su frente afiebrada.

—Si sobrevivo a este día —prometió—, te recompensaré generosamente.

Ella asintió, se levantó de la cama y se envolvió con la manta Metió uno de los hierros del hogar entre las ascuas ardientes. Mientras el instrumento se calentaba, mezcló hierbas y una poción en una copa que enseguida llenó con vino que había en una jarra. Cuando el hierro estuvo al rojo, lo sumergió en la copa hasta que el líquido humeó. Se acercó a Wulfgar y le ofreció el brebaje con una sonrisa vacilante.

—Debes beberlo todo y de un solo golpe —le dijo.

Wulfgar se incorporó dificultosamente para aceptar la copa. La maloliente mixtura le hizo arrugar la nariz y su verdoso color pareció acobardarlo. Levantó los ojos en un mudo ruego, pero ella puso un dedo debajo de la copa y se la empujó firmemente hacia los labios.

—Todo y rápidamente —ordenó ella.

Él aspiró profundamente, contuvo el aliento, se llevó el cáliz a la boca y lo vació de golpe. Bajó la mano, dejó caer la cabeza y se estremeció mientras el amargo brebaje le llegaba al estómago Aislinn se apartó prudentemente. Hubo un pequeño ronquido que lo hizo incorporarse y enseguida otro, mientras sus ojos se dilataron. Wulfgar saltó de la cama, sin que le importara el frío, y corrió hasta donde estaba la bacinilla.

Aislinn trepó a la cama y se metió debajo de las mantas mientras él se retorcía espasmódicamente sobre el recipiente.

Tiempo después, cuando él regresó a su lado, ella enlazó las manos y le dirigió una mirada llena de inocencia. El se desplomó debajo de las mantas, demasiado débil para moverse.

—Eres malvada, mujer, pese a tus pocos años. Si vivo para salir de ésta, os haré exorcizar pos los monjes.

Aislinn se incorporó y le sonrió.

—¿Qué estás diciendo, Wulfgar? —le preguntó alegremente—. Como bien sabes, solamente un marido debidamente casado puede exorcizar a su esposa.

—Aaajjj —gimió Wulfgar, dolorido—. Me acosas hasta en mi hora de dolor, cuando me encuentro impotente, como atado a un potro, expuesto a vuestros hechizos.

Abrió los ojos y la miró. Su rostro ya tenía un aspecto y un color más saludables.

—Te hice beber nada más que un bálsamo limpiador —dijo ella, fingiéndose decepcionada—. Expulsados los venenos, te sentirás mucho mejor.

Wulfgar se tocó la cabeza con los dedos.

—Ya la siento casi normal y creo que podría devorarme mi caballo.

Puso otra almohada debajo de sus hombros y la miró más tiernamente.

—¿Estás complacida con los vestidos que el sastre ha hecho para ti Aislinn asintió feliz y sus rizos cobrizos se expandieron sobre la manta con que se cubría.

—Nunca había tenido ropas tan finas, Wulfgar. Muchas gracias por el obsequio. —Se inclinó y lo besó en una mejilla.— Los vestidos son dignos de una reina. —Lo miró a los ojos.— El precio debió de aligerar dolorosamente vuestra bolsa.

El se encogió de hombros con indiferencia y su mirada cayó donde la manta se separaba unos centímetros de los pechos de ella, pero Aislinn se sentó sobre sus talones al notar la mirada lasciva de él y frunció ligeramente el entrecejo.

—Pero me temo que los vestidos tendrán el mismo destino que los que yo tenía antes. Son demasiado hermosos para descuidarlos.

Wulfgar respondió con un gruñido y dijo:

—Yo me ocuparé de eso.

Aislinn se acostó nuevamente junto a él y se acurrucó contra su costado.

—¿Entonces son realmente míos? —preguntó—. ¿Para usarlos como yo quiera?

—Por supuesto. ¿Te haría regalos para después quitártelos? —preguntó él, mirándola por el rabillo del ojo.

Ella le rozó un hombro con su mejilla.

—¿Qué puede reclamar como suyo una esclava sin el permiso de su señor? —Suspiró, y enseguida rió ligeramente.— No dudo que soy la primera esclava a la que visten tan ricamente. No dudo que seré la envidia de muchas en Darkenwald. ¿Qué les dirás cuando te pregunten acerca de vestir tan lujosamente a una esclava?

Wulfgar soltó un resoplido.

—Sólo Gwyneth es tan imprudente como para atreverse a hacer semejantes preguntas. Pero lo que yo haga con mis dineros, sean abundantes o escasos, es asunto mío puesto que me los he ganado con mi trabajo. Si quisiera, podría dártelo todo y ella nada podría decirme. Nada le debo a ella, ni a ninguna otra mujer.

Aislinn le pasó un dedo por el pecho musculoso, siguiendo el trazo de la cicatriz que allí había.

—Entonces debo sentirme doblemente agradecida por vuestra generosidad, puesto que soy yo, después de todo, solamente una mujer.

Wulfgar se volvió de costado para mirarla de frente y le apartó un rizo del pecho.

—Tú vales más que todas las demás. La prueba es que ahora estás conmigo.

Aislinn encogió sus hermosos hombros.

—Pero todavía soy vuestra ramera y ese título no es una prueba de vuestro aprecio. ¿Qué soy yo para ti que ya no hayan sido otras mujeres? Soy lo mismo, nada más.

Él rió despectivamente.

—¿Crees que yo abriría mi bolsa con tanta liberalidad por otra mujer, aunque fuera para cubrir su desnudez? Ya te he dicho cuáles son mis sentimientos hacia el bello sexo. Siéntete honrada con que te coloque por encima de las demás.

—Pero, Wulfgar —murmuró ella suavemente—. ¿Dónde está la diferencia? ¿En este regalo que me haces? A los ojos de los demás, yo soy eso, y no otra cosa.

El se inclinó sobre los labios de ella.

—Nada me importa lo que digan otras lenguas o piensen otras mentes —dijo y la besó, silenciando cualquier otra palabra que ella hubiese querido pronunciar.

No pudo resistir la tentación de pasar una mano por esa espalda delicadamente curvada y apoyarla en una cadera generosa, pero Aislinn se mordió el labio y se estremeció cuando los dedos de él tocaron el punto doloroso que quedaba del golpe del látigo de Gwyneth. Wulfgar se puso ceñudo, la sujetó y levantó la manta. Así descubrió la fea marca que se curvaba sobre la cadera y la nalga de ella. Aislinn casi pudo sentir cómo crecía la cólera de él.

—¿Qué es esto? —preguntó él perentoriamente.

—Un golpe, nada más, Wulfgar —respondió ella débilmente—. Me caí y...

Él la interrumpió, se puso de rodillas sobre la cama y la aferró de los hombros.

—Aislinn, me tomas por un tonto. —Habló con suavidad, pero escupiendo las palabras, como si las sintiera amargas en su boca.— Sé distinguir la marca de un látigo cuando la veo.

Los ojos de ella se llenaron de lágrimas.

—Me haces daño, Wulfgar. —Cuando él aflojó un poco, ella le puso una mano en el pecho.— No es nada. —Sacudió vigorosamente la cabeza.— Una pequeña pelea que ya pasó. —Frotó su mano contra el pecho de él y murmuró, suavemente: —Sanará y con el tiempo desaparecerá, pero las palabras rencorosas-jamás desaparecen del todo. Te ruego que no hables más. Ya pasó.

Se apartó de él, abandonó la cama y empezó a vestirse, mientras él la miraba, ceñudo e intrigado. Nunca dejaba de encontrar en ella nuevos motivos para el asombro. Fuerza, belleza, sabiduría, comprensión cuando ni él mismo podía entender sus estados de ánimo.

Un impulso de ternura creció dentro de él, un ansia de abrazarla y no dejar que el mundo volviera a lastimarla. Rápidamente reprimió este sentimiento.

¡Bah, mujeres!, pensó. Siempre buscando ablandar los corazones. Él no tenía necesidad de debilidades ni de bocas parlanchinas que procuraran doblegarlo.

Se levantó y se maravilló de su recuperación.

—De veras, querida mía, vuestra medicina me ha hecho mucho bien. Pero ven, salgamos a ver cómo está el día. Hay una feria de Navidad y podrás contemplar la ciudad como deseabas.

La estrechó fuertemente en sus brazos, la besó en la frente y en los labios y le sonrió.

—O mejor aún —murmuró roncamente—, dejaré que Londres te contemple.