7

LA luz del fuego bailó a lo largo de la hoja de la espada cuando Wulfgar la sostuvo en alto y probó el filo con su pulgar. Después él se inclino nuevamente para asentar las melladuras. Se había quitado la túnica debido al calor de las llamas y los músculos largos y elásticos de su espalda se contraían y relajaban con cada uno de sus movimientos, siguiendo un magnífico ritmo. Aislinn, sentada en su lugar, a los pies de la cama, estaba remendándole la camisa. Se había quitado el vestido y vestía solamente un camisolín blanco. Estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la pila de pieles, y con su cabellera suelta y cayéndole sobre los hombros, se parecía a una novia vikinga de antaño. Quizás corría por sus venas un poco de sangre de ese pueblo de navegantes, porque el calor del fuego y la visión de este hombre semidesnudo y encerrado con ella durante la noche le aceleraba los latidos del corazón. Cortó con los dientes el hilo de la última puntada y se le cruzó por la mente el pensamiento de que si ella fuera esa salvaje doncella vikinga, ahora quizá se levantaría, iría hacia él y acariciaría esa espalda musculosa y brillante, y pasaría las manos por esos brazos poderosos.

Se le escapó una risita cuando pensó cuál podría ser la reacción de él. Al sonido de la risa, los ojos grises de Wulfgar se elevaron y la miraron inquisitivos, y Aislinn rápidamente desvió su atención de él y se dedicó a doblar la prenda que había reparado y a guardar aguja y las tijeras. Wulfgar dio un respingo, maldijo en voz baja y levantó su pulgar para mostrar un pequeño corte donde empezaba a formarse una brillante gota de sangre.

—Tu risa me lastima —dijo él en tono de chanza—. ¿Tanto te divierte mirarme?

—No milord.

Aislinn enrojeció intensamente, porque su prisa para negar esa acusación revelaba en cierta forma el interés de ella. Estaba sorprendida consigo misma, porque ahora parecía que casi disfrutaba de la compañía de él y hasta lo buscaba con cualquier excusa plausible. ¿Qué verdad se ocultaba en las palabras de Kerwick? ¿Ahora ella era más una doncella enamorada que una mujer vengativa?

Wulfgar volvió a su tarea y ella tomó otra prenda de él y empezó a remendarla con gran cuidado. Un leve golpe en la puerta perturbó la doméstica tranquilidad de la escena, y cuando Wulfgar respondió, entró Maida, quien saludó al lord con una inclinación cabeza y se sentó cerca de Aislinn.

—¿Cómo has pasado el día, criatura? —preguntó, con voz aguda—. No te he visto, porque estuve ocupada en el pueblo con enfermedades y problemas.

Wulfgar resopló despectivamente ante la charla de esta mujer y se inclinó sobre su espada, que empezó a afilar concienzudamente. Sin embargo, Aislinn arqueó las cejas inquisitivamente, porque sabía que ahora su madre se ocupaba muy poco de la gente y menos aún de sus dolencias, prefiriendo, por lo general, pasar el día recluida siempre que le era posible, planeando vengarse de los normandos.

Cuando vio que Wulfgar dedicaba su atención a otra cosa, Maida bajó la voz y habló en lengua sajona.

—¿El no te deja ni un momento sin vigilancia?. Desde el desayuno he querido hablar contigo, pero siempre encontré al normando a tu lado.

Aislinn hizo una seña a Maida para que callara y miró rápidamente a Wulfgar, llena de aprensiones, pero su madre meneó la cabeza y habló como si estuviera escupiendo las palabras.

—Ese asno jactancioso —dijo Maida— no conoce nuestra hermosa lengua, y probablemente sería incapaz de seguir nuestros pensamientos si la conociera.

Aislinn le manifestó su acuerdo encogiéndose de hombros. La madre siguió hablando, con ansiedad.

—Aislinn, no hagas caso del normando y escucha atentamente mis palabras. Kerwick y yo hemos encontrado una forma de escapar y te pido que te unas a nosotros a la hora en que se oculte la luna —Ignoró la mirada de sobresalto de su hija y la tomó de una mano—. Podemos marcharnos de esta pocilga del sur y huir al país del norte, donde todavía son libres y tenemos parientes. Podemos aguardar allí hasta que se reúna una fuerza nueva, y entonces regresaremos y expulsaremos a estos vándalos de nuestras tierras.

—Madre, no hagas eso, te lo ruego —imploró Aislinn, tratando de mantener la voz pareja y serena—. Estos normandos son demasiados y patrullan la campiña. Nos cazarían en el campo como a ladrones. Y Kerwick, ¿qué harán con él si lo atrapan esta vez?. Seguramente aplicarán medidas más severas, si lo capturan.

—Debo hacerlo —siseó Maida, y continuó en tono más calmo—: Yo no puedo tolerar la vista de estas tierras que una vez fueron mías, pisoteadas ahora por las botas de los normandos, ni darle a éste —señaló con la cabeza, por sobre su hombro, a Wulfgar— el placer de oír de mis labios “milord, milord”.

—No, madre, es una insensatez —dijo Aislinn—. Si estás decidida, hazlo... pero yo no puedo, porque nuestra gente todavía soporta el yugo del duque normando y por lo menos este lord —dirigió los ojos hacia Wulfgar— nos tiene algo de compasión y nos hace pequeñas concesiones, aunque haya que ganarlas con esfuerzo.

Maida vio que la mirada de su hija cambiaba y se suavizaba, e hizo una mueca de desprecio.

—¡Aaayyy, que mi propia carne, mi propia hija tenga que entregar su corazón a un bastardo normando y que abandone a los suyos por la despreciable compañía de él!

—Sí, madre, quizá bastardo, y efectivamente normando; pero un hombre, y una clase de hombre que yo nunca había visto antes.

La madre la miró con desprecio.

—El té monta bien, ya me doy cuenta.

Aislinn meneó la cabeza y levantó levemente el mentón.

—No, madre, eso nunca. Esto es mi cama, aquí, donde estoy sentada, y no he ido más allá, aunque a veces mi mente me traiciona y yo me pregunto qué aventura sería buscar ese destino.

Hizo una seña a su madre y nuevamente las dos hablaron en francés de cosas y chismes de mujeres. Mientras seguían hablando, Wulfgar se levantó, envainó la espada y salió de la habitación sin dirigirles ni siquiera una mirada, aunque las dos permanecieron atentas hasta que oyeron las pisadas de él que bajaban la escalera.

Aislinn rogó ahora a su madre que cesara de hacer planes inútiles y que se ocupara más de los habitantes de la aldea, a fin de poder aliviar en cierta forma sus problemas, y no llevarlos por caminos de venganza donde sólo encontrarían el látigo o el tajo del verdugo.

Momentos después regresó Wulfgar, levantándose las calzas, como si hubiera acudido hacía poco a un llamado de la naturaleza. Con un hosco gruñido en dirección de las mujeres, se sentó, tomó su escudo y empezó a frotarlo con un paño aceitado.

Maida se puso de pie, acarició suavemente la mejilla de Aislinn, se despidió de los dos y salió de la habitación.

Aislinn quedó sumida en profundos pensamientos, perdida su reciente sensación de satisfacción, reemplazada ahora por una preocupación creciente, hasta que levantó los ojos y vio que Wulfgar había interrumpido su tarea y la miraba con una sonrisa casi gentil en los labios. Quedó intrigada por la actitud de él, porque él asintió en silencio y volvió a su trabajo, pero en cierta forma sutil, pareció quedar aguardando algo.

Largos momentos pasaron lentamente. Wulfgar seguía trabajando y los nervios de Aislinn estaban llenos de tensión. La ruptura llegó abruptamente.

Del salón llegó un alarido de Maida, enseguida hubo un fuerte ruido y después el silencio. Los ojos de Aislinn se dilataron de horror y ropas y elementos de costura volaron en todas direcciones cuando ella corrió hacia la puerta, la abrió y salió a la escalera que subía desde el salón. Allí se detuvo, desconcertada, perpleja. Primero sus ojos cayeron sobre Kerwick, atado, amordazado y encadenado con los perros. Sus ojos ardían de furia pero él ya no malgastaba más fuerzas en tratar de liberarse. Maida lanzaba maldiciones ahogadas, sostenida en los grandes brazos de Sweyn, a varios centímetros del suelo. Nuevamente estaba vestida con harapos y en el suelo, sobre los juncos, había un gran lío caído. Una cólera lenta empezó a formarse en el interior de Aislinn, y sus ojos empezaron a oscurecerse a medida que esa cólera crecía. Giró furiosa en el momento que la voz de Wulfgar le llegaba desde la escalera, a sus espaldas.

—¿Qué os mueve a abandonar el alojamiento y la comida que yo os doy? ¿Tanto odiáis a vuestro hogar? ¿Aquí no encontráis justicia y recompensa por labores bien realizadas, o quizá los páramos del norte os parecen más atractivos?.

Tres pares de ojos se volvieron hacia él y dos mandíbulas se abrieron atónitas cuando tres de ellos se percataron de que él había hablando en un inglés perfecto. Aislinn se sintió enrojecer cuando se dio cuenta de todo lo que él debió oír de sus propios labios. Sus pensamientos retrocedieron aceleradamente a todas las veces en que ella había hablado en su presencia, cuando se sentía segura de que no podía entenderla, y se sintió abrumada por la vergüenza.

Wulfgar descendió la escalera, pasó a su lado y fue hasta un lugar desde donde pudo mirar a Maida a los ojos. Señaló las ropas rotas y desgarradas de la mujer.

—Vieja bruja —dijo—. Te he visto antes aquí, ¿y acaso no te dije que si volvía a encontrarte en este lugar te trataría como te mereces? Sweyn, ata a esta vieja con los perros y suéltale los brazos a ese infeliz antes que ellos lo devoren.

—¡No! —gritó Aislinn, bajando la escalera a la carrera.

Se detuvo frente a Wulfgar.

—¡A ella no le harán eso! —exclamó.

Wulfgar la ignoró y ordenó a Sweyn que procediera. El vikingo hizo lo que le ordenaron. Cuando terminó, Wulfgar se plantó frente a la pareja atada y habló casi como un padre severo a sus hijos díscolos.

—Sin duda, esta noche podrán darse mutuamente calor. Os pido que penséis bien y converséis del jueguito de esta tarde mientras descansáis. Buscad la sabiduría de eso y recordad: donde juego yo, vosotros sois solamente un par de criaturas inocentes, porque yo conozco los usos de cortes y reyes y políticos y he jugado sus juegos hasta el fin en el campo de batalla. Pasad buenas noches... si podéis.

Se inclinó para rascar a un gran podenco detrás de las orejas y golpearle cariñosamente las costillas. Después se volvió a Aislinn, y sin decir una sola palabra, la tomó del brazo y la llevó hacia la escalera, donde se detuvo un momento, como para pensar.

—Oh, Sweyn —dijo, volviéndose—. Por la mañana, suelta a los perros para que corran un poco y mira entonces si estos dos pueden conducirse como esclavos leales. Hasta podrían recuperar su libertad si prometen renunciar a las tonterías.

Por este comentario, Wulfgar recibió una mirada asesina de Kerwick y una maldición ahogada de Maida. Se encogió de hombros y sonrió, casi complacido.

—Por la mañana pensarán en forma diferente —dijo, a manera de despedida.

Sin agregar nada más, se dirigió al dormitorio, sosteniendo con firmeza el brazo de Aislinn. Un perro ladró cuando Maida le dio un puntapié en las costillas.

Wulfgar cerró la puerta del dormitorio, y estaba volviéndose cuando recibió en la mejilla un fuerte golpe de la mano abierta de Aislinn.

—¡Encadenas a mi madre con los perros! —gritó ella—. ¡Después me encadenarás a mí al lado de ella!.

Aislinn levantó su otro brazo para volver a golpearlo pero él se lo impidió, aferrándola con una mano de hierro. Ello poco hizo para calmar la furia de ella. Sin amilanarse, Aislinn le lanzó un puntapié en la espinilla. Él le soltó el brazo y se tomó la pierna, con una mueca de dolor en el rostro.

—¡Basta, zorra! —gritó—. ¡Ten cuidado!.

—¡Nos tomaste por tontas! —chilló ella, y miró a su alrededor en busca de algún objeto para arrojárselo.

Un cuerno de beber se estrelló contra la puerta detrás de Wulfgar, quien se agachó a tiempo para evitarlo.

—¡Aislinn! —advirtió, pero ella ya estaba agarrando otro objeto.

—¡Aaahhh, te odio! —gritó ella, y le arrojó el objeto a la cabeza. No esperó para ver cómo él lo esquivaba, porque sus ojos ya estaban buscando otras armas.

Con dos grandes pasos, Wulfgar llegó al lado de ella, la rodeó con sus brazos y la inmovilizó. Aislinn ahogó una exclamación. Él la apretó con fuerza contra su pecho y ella sintió en su espalda la dureza de roca de la musculatura de él.

—¡Tu furia no es por tú madre! —La voz de él sonó como un tueno en el oído de ella—. Tú conoces los méritos del látigo con que yo hubiera podido castigarla. No puedes menos que admitir que el castigo aplicado es muy suave.

Aislinn no le prestó atención y siguió luchando por librarse del férreo abrazo.

—Tú no tienes derecho a degradarla —dijo.

—Es tu orgullo, el que tú consideras herido y por eso quieres vengarte.

—¡Fuiste un falso conmigo! —replicó ella, y buscó con su talón el pie de él.

Wulfgar le rodeó las caderas con un brazo para inmovilizarle las piernas y la levantó varios centímetros del suelo.

—Si me hubiera conducido falsamente contigo, mujer, hace tiempo que habrías compartido mi cama.

No hubo respuesta a eso y ella sólo pudo seguir chillando y retorciéndose. Él la sentó rudamente en una silla.

—Ahora siéntate hasta que se te pase la furia, mi hermosa zorrita. No tengo intención de permitir que esos perros mordisqueen tus carnes.

—¡No me quedaré en esta habitación contigo! —gritó ella, poniéndose en pie.

El se hizo a un lado.

—No necesitas preocuparte —dijo él burlonamente, y sonrió con picardía mientras sus ojos la recorrían de pies a cabeza—. No pienso sacar ventajas de tu buena disposición.

Ella se abalanzó hacia él y trató de golpearlo nuevamente, pero él le tomó los brazos y se los sujeto en la espalda, y la aplastó contra su pecho. Ella se retorció y gritó, pero el cuerpo de él apagó los gritos. Aislinn levantó un pie para darle un pisotón e inmediatamente sintió que él la soltaba cuando su rodilla lo golpeó en la entrepierna. Wulfgar gimió y cayó de espaldas sobre la cama. Aislinn lo miró sorprendida, preguntándose qué le había causado semejante dolor, pero no le tuvo lástima y saltó sobre él para seguir atacándolo. Wulfgar trató de mantenerla a distancia con un brazo, pero las uñas de ella se clavaron en su pecho donde trazaron profundos arañazos.

—Arpía sanguinaria —dijo él, con voz ahogada—. Esta vez te enseñaré una lección.

La agarró de una muñeca y la puso boca abajo sobre sus rodillas, pero antes que la mano de él pudiera descender, Aislinn rodó sobre el regazo de él y cayó al suelo. Decidido a aplicar un castigo que consideraba bien merecido, Wulfgar se inclinó para levantarla, Aislinn saltó violentamente cuando la mano de él tocó la carne desnuda de su muslo. El flojo camisolín se había deslizado hacia arriba y enroscado alrededor de la cintura, dejando expuesta la parte inferior del cuerpo. Los ojos de Aislinn se agrandaron y ella cambió abruptamente de intención. Ahora luchó para escapar de él y su cólera se disolvió en rápidas oleadas y fue reemplazada por un intenso miedo.

Trató de zafarse pero la mano de él le apretaba la muñeca como una anilla de hierro. Aislinn se sintió irresistiblemente tironeada hacia el regazo de él. Su largo cabello se enroscó alrededor de los dos, dificultando la batalla, pero ella logró clavarle sus dientes agudos en una mano. Wulfgar gruñó de dolor y soltó el brazo de ella. Pero cuando ella se apartaba, él estiró la mano y enganchó sus dedos en el cuello del camisolín. Hubo un ruido de tela desgarrada y la prenda se abrió de arriba abajo cuando ella se enderezó.

Aislinn miró hacia abajo, muda de horror ante su desnudez, mientras los ojos de Wulfgar se regalaban con un festín y devoraban el resplandeciente tesoro que tenían delante. La piel de ella relucía como oro pálido a la cálida luz del fuego y los pechos, llenos y maduros, se erguían provocativos entre los restos de la camisa. El hambre desesperante de él, largo tiempo contenida, se encendió hasta sus alturas más fervientes.

Sus brazos se cerraron alrededor de ella yen el momento siguiente Aislinn, cubierta con su cabellera y con los jirones de su camisolín, se encontró tendida de espalda sobre las pieles de la cama. Los ojos de Wulfgar encontraron los de ella, y Aislinn leyó en ellos que esta vez el tiempo de espera había llegado a su fin.

—¡No! —gritó, levantando un brazo para detenerlo.

Pero él le tomó las manos y se las puso a la espalda, mientras su rodilla se metía entre los muslos de ella. El peso de Aislinn descansó sobre sus propios brazos y ella no pudo evitar un grito de dolor ante la fuerza bruta de él. Empezó a insultarlo, pero sus palabras fueron ahogadas cuando la boca de él se aplastó contra la suya. La cabeza fue forzada hacia atrás y su columna vertebral se arqueó hacia arriba, hasta que sus pechos presionaron con fuerza contra el pecho de él.

Los labios de Wulfgar quemaban, y ella se sintió sofocada bajo el beso profundo, penetrante de él. La besó en los párpados, en las mejillas, en la oreja, murmurándole palabras suaves, ininteligibles, y Aislinn percibió débilmente el violento ardor que ella despertaba en él. Presa de pánico, se retorció contra él. Esto sólo sirvió para enardecerlo todavía más. Cuando ella se retorció, él la empujó con su cuerpo y le soltó las muñecas. Pero ella no pudo moverse entre la maraña formada por su cabello, los restos de su ropa y las pieles de la cama. Él arrojó a un lado su propia ropa y Aislinn ahogó una exclamación cuando él se apretó atrevidamente contra ella. Él la empujó por los hombros contra la cama y le sacó las manos de la espalda, pero se las sostuvo contra los costados. Pareció que cada uno de los centímetros de sus cuerpos se tocaban. Aislinn se retorció y luchó debajo de él, pero los movimientos de su cuerpo sólo conseguían aumentar el deseo de él. Wulfgar pasó su boca por los pechos de Aislinn y el intenso calor de sus labios le quemó la carne hasta que ella sintió como si estuviera envuelta en llamas. Un extraño calor empezó a crecer dentro de su cuerpo y su pulso se aceleró. Él volvió a besarla en la boca y ella se encontró atrayéndolo contra su pecho y rindiéndose a sus besos ardientes. Jadeó y ahogó una exclamación, medio de sorpresa, medio de dolor, y se dejó arrastrar por la pasión arrasadora de él, cuando un dolor quemante se extendió entre sus muslos. Luchó furiosamente, gritó, trató de sacárselo de encima empujándolo. Pero él no hizo caso de sus protestas y la besó repetidas veces en el cuello. Ella trató de arañarlo pero él le tomó fácilmente las manos y la inmovilizó como con tenazas de hierro, dejándola completamente indefensa mientras hacía con ella lo que quería. Finalmente la tremenda pasión se descargó y Aislinn sólo pudo sollozar angustiada hasta que él se retiró de ella y se apartó. Furiosa, ella se refugió en un rincón de la cama, se arrancó los restos de su camisolín que ya no hubiera podido ser remendado, y se cubrió con las pieles. Entre sollozos de ira, profirió todos los insultos que le vinieron a la cabeza.

Wulfgar rió por lo bajo ante la fura de ella.

—No lo hubiera creído, pero debo admitir que eres una de las hembras más briosas que he tenido en mucho tiempo.

Aullidos ahogados dieron testimonio del efecto irritante de las palabras de él.

Wulfgar rió otra vez y se pasó los dedos por los cuatro arañazos que le cruzaban el pecho.

—¡Cuatro tiras de carne por un revolcón con una zorra! ¡Ja!. Pero valió la pena y alegremente volvería a pagar ese precio.

—¡Repugnante reptil! —exclamó Aislinn, semiahogada por la cólera—. ¡Inténtalo y yo tomaré tu espada y te abriré desde el ombligo hasta el mentón!.

Él echó la cabeza leonada hacia atrás y sus carcajadas llenaron la habitación. Aislinn entrecerró los ojos y se consumió silenciosamente de rabia. El se metió debajo de las pieles, con ella, la miró y sonrió.

—Quizá haya cierto consuelo para ti, Aislinn. Esta cama es mucho más cómoda que el suelo.

Rió por lo bajo, le volvió la espalda y pronto se quedó dormido, Aislinn siguió despierta a su lado, escuchando su respiración profunda y regular, hasta que el sonido pareció vibrar dentro de la cabeza de ella y las palabras de él resonaron como un eco en su mente.

¿Olvidar ya? Sí, él dijo que podría olvidarla, ¿pero ella podría olvidarlo a él? ¿Podría olvidar al único hombre que aun estando encolerizada la torturaba en sus pensamientos?. Podría odiarlo, detestarlo... ¿pero olvidarlo? Dudaba mucho de que pudiera hacerlo alguna vez. Él estaba en su sangre y ella no se detendría hasta que él también se viera atormentado día y noche pensando en ella. ¡Sería una bruja o sería un ángel, pero se saldría con la suya! Después de todo, ¿acaso no era la orgullosa hija de Erland?.

Aislinn se durmió entonces con la profundidad de una criatura y despertó adormilada en mitad de la noche para sentir el cuerpo tibio de Wulfgar contra su espalda y una mano que la acariciaba suavemente. Fingióse dormida y se sometió a esas caricias, pero donde los dedos tocaban su carne sentía una quemadura y oleadas de placer vibraban a lo largo de todos sus nervios. Él le rozó la nuca con los labios y su cálido aliento le tocó la piel. Aislinn se estremeció y cerro los ojos, extasiada. La mano de él se deslizó sobre su vientre y Aislinn ahogó una exclamación y rodó hasta quedar boca abajo, pero su cabello estaba atrapado debajo de él y no pudo escapar. Se incorporó sobre un codo y lo miró. Los ojos de él brillaron a la suave luz del fuego.

—Estoy entre la espada y tú, querida mía. Tendrías que pasar sobre mí para apoderarte de ella.

La tomó en brazos, la atrajo contra su pecho y le obligó a bajar la cabeza hasta que sus bocas se tocaron. Los labios de ella temblaron bajo el beso flamígero de él. Ella trató de rodar hacia un lado y apartarse, pero él se le puso encima y la aplastó contra las almohadas.

Aislinn abrió lentamente los ojos para mirar el brillante rayo de luz del mortecino sol otoñal que se había abierto camino entre los postigos para trazar un largo sendero sobre el suelo de piedra. Pequeñas motas de polvo brillaban flotando en el haz de luz. Perezosamente, Aislinn recordó cuando, de niña, trataba de atrapar esas motas de polvo con las manos mientras sus padres reían desde la cama. Súbitamente despertó por completo al recordar las horas pasadas y al hombre con quien ahora ella compartía la cama de sus padres. Aunque los cuerpos no se tocaban, ella sentía a su lado la tibieza de Wulfgar y por su profunda respiración supo que él seguía durmiendo. Cuidadosamente, se sentó y trató de levantarse de la cama, pero le resultó imposible porque la mano de él descansaba entre los mechones de su cabellera. Aislinn se mordió el labio y cuidadosamente tiró de los rizos cobrizos atrapados debajo de él. Su corazón dio un salto cuando él se movió y dobló una rodilla hacia ella, pero se sintió inundada por oleadas de alivio cuando vio que él no despertaba.

Aislinn lo miró, dejando que sus ojos lo midieran lentamente. En reposo, la cara de él poseía un encanto juvenil, de muchacho, que la dejaba desarmada. Se preguntó por la madre que lo había rechazado sin sentir remordimientos y pensó que una mujer semejante no debía de tener corazón. Aislinn sonrió ácidamente para sí misma. Con qué determinación había decidido una vez usar a este normando para volver a enemigo contra enemigo. Empero, él la había hecho vacilar en sus propósitos. Ahora estaba atrapada entre su gente y este hombre. Wulfgar había jugado su juego mejor que ella. ¿Acaso no la había usado en más de una ocasión para despertar la cólera de kerwick, acariciándola en presencia del sajón para provocarlo?.

Oh, Señor, que ella tuviera que caer víctima de un hombre que en cada ocasión era capaz de superarla en astucia e inteligencia. Ella, Aislinn, que podía montar un caballo tan bien como un hombre y pensar con la misma rapidez. Su madre la había declarado más aventajada que cualquier muchacho de su edad. Ella era de inteligencia brillante, terca como una mula, se había jactado Erland con un brillo de orgullo en los ojos, y más astuta que cualquier joven mozalbete que buscara que algún rey lo armase caballero. Ella era medio muchacho, había declarado jocosamente su padre. Poseía la cara y el cuerpo de una hermosa seductora, mientras sus pensamientos eran sensatos y lógicos.

Aislinn casi rió en voz alta y el impulso a hacerlo fue fuerte, porque ella, en ese momento, no se consideraba especialmente inteligente. Había deseado odiar a Wulfgar y demostrarle que él era solamente otro normando despreciable para ella, inferior y detestable. Pero habían pasado los días y la compañía de él se le había vuelto más tolerable y sus modales más simpáticos. Ahora, para mayor degradación de ella, se había convertido en su querida.

La palabra la picó con su ironía. La orgullosa, altanera Aislinn, a disposición de los caprichos de un normando.

Le costó un gran esfuerzo no huir del lado de Wulfgar, porque dentro de ella crecía un deseo abrumador de escapar de él. En cambio se levantó de la cama lentamente, se estremeció cuando un soplo de aire la tocó con sus dedos helados y apretó los dientes para evitar que le castañetearan. La camisa que llevaba la noche anterior estaba hecha jirones en el suelo y no se atrevió a abrir el cofre para sacar otra. L vestido de lana estaba doblado sobre la silla junto al hogar. Aislinn se acercó al fuego apagado, se puso el vestido y se estremeció ligeramente cuando la áspera tela le rozó la piel.

Se puso un par de blandas botas de cuero, tomó una piel de lobo con que se envolvió los hombros y silenciosamente salió de la habitación. Cuando cruzaba el salón, Aislinn vio que los perros estaban despiertos pero que Maida y Kerwick, seguían acurrucados en el rincón, sobre la paja. Si estaban despiertos, no daban señales de ello.

Aislinn empujó la puerta principal, que crujió suavemente, y salió. El aire estaba frío pero el sol que apenas asomaba ya empezaba a calentar la tierra. La mañana estaba despejada y parecía tener una cualidad frágil, como si un sonido fuerte pudiera quebrar el aire. Cuando cruzaba el patio, Aislinn vio a Sweyn con un grupo pequeño de hombres a caballo sobre una colina distante, aparentemente ejercitando a los grandes animales para que se les pasara el frío. No deseaba compañía y tomó la dirección opuesta, hacia el pantano, porque allí conocía un lugar secreto, privado.

En la tibia cama Wulfgar se movió, medio despierto, medio sintiendo los empujones de los suaves muslos de Aislinn contra sus ingles cuando ella luchaba con él. En busca de ese calor y esa suavidad, estiro una mano pero sólo encontró la almohada vacía. Con una maldición en los labios, se sentó y miró a su alrededor.

“¡Condenación, se ha marchado! ¡Esa arpía ha huido!, pensó rápidamente. “¡Kerwick! ¡Maida! ¡Malditos sean sus planes! ¡Les retorceré sus cuellos escuálidos!”.

Salto de la cama y corrió semidesnudo a la escalera. Miró hacia abajo, al rincón del salón, y los vio todavía encadenados. ¿Pero dónde podía haber ido la muchacha?.

Maida se movió y él se retiro apresuradamente al dormitorio. Se estremeció cuando sintió el frío de la estancia y se apresuró a arrojar un poco de leña menuda sobre las ascuas semiapagadas, y después sopló hasta obtener una llama. Sobre ello puso más astillas y un pequeño leño. Después miró a su alrededor buscando su ropa. En su búsqueda, arrojó sobre la cama el camisolín desgarrado, sin pensar en el daño que él había causado.

Un súbito pensamiento le cruzo por la mente. Dios mío, ella ha salido sola. Esa muchachita se ha marchado sin compañía.

Ahora se dio prisa y se vistió rápidamente con calzas de lana, camisa, botas y un justillo de cuero blando. La preocupación empezó a roerle la mente, porque ella era débil e indefensa y si se cruzaba con una banda de merodeadores... El recuerdo de la hija de Hilda, muerta ente jirones de sus vestidos, se le cruzó por la mente y aumentó su preocupación. Ahora aferró su espada y su capa, bajó a la carrera, cruzó el salón y fue a los establos. Puso una brida en ese enorme roano que lo había llevado a través de muchas batallas, le pasó las riendas por el cuello, tomó un puñado de las crines y saltó sobre el ancho lomo. Sacó al animal al aire y vivificante de la mañana y encontró a Sweyn y algunos de sus hombres que regresaban de hacer ejercitar a sus monturas. Unas pocas preguntas y se enteró de que ninguno de ellos había visto a la joven esa mañana. Con un toque de talones, Wulfgar llevó al caballo alrededor de la casa señorial, en busca de alguna huella de Aislinn o de algo que le indicara qué dirección había tomado ella.

—Ah, aquí está —dijo entre dientes, y suspiró aliviado. Había unas marcas débiles donde os pies de ella habían pisado la hierba húmeda de rocío.— ¿Pero adónde conduce esto? —Levanto la vista.— ¡Dios mío! ¡-Directamente a los pantanos! —Al único lugar donde no podía seguirla al galope de su caballo.

El semental elegía cuidadosamente los lugares donde apoyaba sus cascos, siguiendo la débil huella. Otros pensamientos se cruzaron en la mente de Wulfgar y la duda y la aprensión empezaron nuevamente a morder los bordes de su conciencia. Ella podría haber equivocado el camino y estaría ahora luchando en alguna ciénaga burbujeante y mortal. O también, deprimida, desesperada, podría haberse arrojado deliberadamente a algún pozo profundo, para morir. Una apremiante sensación de urgencia le hizo golpear con los talones los flancos de su cabalgadura para incitarla a que caminara más deprisa.

Aislinn había caminado cierta distancia siguiendo el sendero serpenteante que ella y los lugareños conocían muy bien, porque a menuda había recorrido estos lugares en busca de hierbas y raíces para que su madre preparara sus pociones. Con facilidad, encontró el claro arroyo con orillas empinadas y aguas burbujeantes. Sutiles cendales de niebla aún flotaban en los lugares sombríos, donde el sol no podía llegar. Aislinn sentía una necesidad de limpiarse, de lavarse. El sudor de Wulfgar todavía se adhería a su piel y ella podía sentir su olor, el cual le traía, de la noche anterior, más recuerdos de lo que ella podía soportar.

Arrojó sus ropas sobre un arbusto y entro, temblando, en las frías profundidades del estanque. Contuvo el aliento y ahogó una exclamación, pero se zambulló y nadó hasta que pasó la primera sensación de frío. Las heladas corrientes la lavaron e hicieron que la sangre corriera por sus venas. Arriba de ella, el cielo refulgía con la luminosidad que sigue al amanecer y los últimos restos de niebla empezaban a levantarse desde el bosque. El agua goteaba sobre las rocas cerca e la orilla y el sonido calmaba su espíritu conturbado. Aislinn disfrutó intensamente de esos momentos de calma. La pesadilla de la muerte de su padre, el castigo aplicado a su madre, los golpes, y la caída de Darkenwald en manos de los normandos parecían sucesos remotos, pertenecientes a otra época, a otro lugar. Aquí todo parecía intacto, a salvo de las guerras de los hombres. Ella casi podía imaginar que era otra vez inocente, excepto por Wulfgar. ¡Wulfgar!. Recordaba muy bien los más pequeños detalles acerca de él, su hermoso perfil, los dedos largos y delgados que tenían fuerza para matar, aunque podían ser gentiles y proporcionarle placer. Se estremeció al recordar esos brazos alrededor de su cuerpo y se acabó la paz. Con un suspiro, empezó a salir del estanque. El agua se arremolinó alrededor de sus esbeltas caderas antes que ella levantara la vista y viera a Wulfgar, montado en su semental, observándola tranquilamente desde la orilla. Pero en esos ojos grises brillaba una emoción extraña. ¿Era alivio? ¿O, más probablemente, pasión ante la desnudez de ella? Una brisa helada envolvió el cuerpo mojado y ella no pudo contener un estremecimiento y un impulso de cubrirse los pechos con los brazos.

—Mi señor —imploró ella—. El aire está frío y yo dejé mis ropas allí, en la orilla. Si tú quisieras...

El no pareció escucharla. Ella sintió que esos ojos grises descendían por su cuerpo y la tocaban como una caricia física. Él hizo avanzar su caballo para que entrara en el agua, hasta que llegó junto a ella. Por un momento quedó mirándola fijamente, después se inclinó sobre su silla, estiró un brazo, la levantó y la puso delante de él. Abrió la gruesa capa, le envolvió los hombres, la cubrió cuidadosamente y metió los bordes de la prenda debajo de sus rodillas. Aislinn, trémula, se acurrucó contra la tibieza de él. Sintió el calor del animal debajo de ella y el frío empezó a pasar.

—¿Creíste que te había dejado? —preguntó suavemente ella.

Él respondió con un gruñido ininteligible, hizo girar a su caballo y le tocó los flancos con los talones.

—Pero viniste en pos de mí —continuó ella, y apoyó la cabeza en un hombro de él a fin de poder mirarlo a la cara. Sonrió—. Quizás debería sentirme honrada porque me recuerdas después de tantas otras.

Él dejó pasar un momento hasta que el comentario de ella penetró en su conciencia. Entonces le dirigió una mirada rápida y colérica.

—Las otras fueron poco más que fugaces asuntos pasajeros, pero tú eres mi esclava —gruñó—. Y ahora ya deberías saber que yo siempre cuido muy bien de mi propiedad.

Él supo que sus palabras dieron en el blanco porque el cuerpo de ella se puso rígido contra él, y cuando ella habló otra vez, su voz tenía el tono filoso de la ira.

—¿Y qué precio me pondrías? —preguntó—. Yo no puedo arar la tierra ni cuidar de los cerdos. En cuanto a cortar leña, Dios mío, no alcanzaría para calentar la choza más pequeña, y hasta ayer por la tarde, lo mejor que pudiste sacar de mí fue que remendé tus ropas y te curé alguna herida sin importancia.

Él rió por lo bajo ante el tono de ella y suspiró profundamente.

—¡Ah, pero anoche! Tu suavidad hace que pueda perdonar muchas carencias y tu calidez contiene grandes promesas de futuras noches de placer. Ten la seguridad, querida mía, de que tengo planeada una tarea muy digna de tu frágil cuerpo, una bien apropiada para tus talentos.

—¿Cómo tu querida? —estalló ella, y levantó la cabeza para mirarlo nuevamente a los ojos—. ¿La ramera de un bastardo? Eso es lo que me llaman ahora. —Rió brevemente, amargamente. ¿Qué otra cosa podrían llamarle? ¡Y qué mejor que representar el papel!

Ahogó un sollozo y a él no se le ocurrió nada que decir. Cabalgaron en silencio hasta la casa. Los grandes cascos del animal mordieron la tierra y se detuvieron frente a Darkenwald. Aislinn no perdió tiempo para apearse del caballo, o por lo menos para intentarlos, porque quedó colgada, llena de frustración, de los pliegues de la capa que seguía firmemente metida debajo de las rodillas de Wulfgar. Mientras la furia de ella aumentaba, Wulfgar rió, aflojó una rodilla y ella cayó desnuda al suelo, entre las patas del caballo. El bien entrenado animal permaneció inmóvil, porque hasta el roce más leve de esos grandes cascos la hubiera mutilado irreparablemente. Aislinn se arrastró torpemente hasta ponerse a salvo y se puso de pie, con los puños apretados de rabia. Wulfgar echó la cabeza atrás y rió con ganas. Por fin se quitó la capa y se la arrojó.

—Aquí tienes, querida, vístete, porque seguramente cogerás un resfriado en este aire frío.

Aislinn no tuvo más remido que aceptar la capa y envolverse en ella, pero mientas lo hacía miró subrepticiamente a su alrededor para ver si otros ojos podrían haber contemplado su desnudez. Su furia cedió un poco cuando comprobó que nadie había presenciado su humillante situación.

Ahora vestida, irguió la cabeza con arrogancia y sin esperar a que Wulfgar se apeara, se volvió y caminó hacia la poterna, sosteniendo con las manos la capa, porque dentro de sus pliegues enormes, el menor movimiento producía corrientes de aire alrededor de su cuerpo ya helado. Empujó la pesada puerta lo suficiente para poder entrar, dio un paso y allí se detuvo, porque los hombres de Wulfgar llenaban el salón y con ellos había algunos que ella conocí como mercenarios de Ragnor. Aislinn oyó la voz de él desde el otro lado de la estancia, dando a los normandos noticias del dique Guillermo.

—Pronto él estará nuevamente en condiciones de cabalgar, y no dejará este insulto sin castigo. Ellos eligieron a otro por encima de él, pero estos ingleses pronto aprenderán que a Guillermo no se lo puede rechazar. Él los aplastará sin piedad y será el rey.

Sus palabras entusiasmaron a los hombres. Las voces se volvieron más fuertes mientras discutían el asunto entre ellos. Aislinn ya no pudo seguir oyendo lo que decía Ragnor, y yelmos y anchos hombros le impedían la visión, sin permitirle siquiera echar un vistazo al caballero.

Súbitamente la puerta se abrió completamente y Wulfgar apareció detrás de ella. Miró a su alrededor, sorprendido de ver a sus hombres allí reunidos, y cuando la puerta de robles se cerró, los hombres se volvieron e hicieron a un lado para dejarles libre el paso hacia la escalera. Wulfgar apoyó una mano en la espalda de Aislinn, casi como si quisiera tranquilizarla, y la urgió a que caminara. Ella vio muchos ojos que se posaban en sus cabellos mojados y sus pies descalzos y supo que aquellos que la observaban debían pensar que ella y Wulfgar acababan de regresar del bosque, después de algunos ardorosos retozos.

Ahora Aislinn pudo ver a Ragnor de pie en el primer peldaño de la escalera. Sweyn estaba un poco más arriba, observando calmosamente, con Maida acurrucada a su lado y sosteniéndose contra el pecho su vestido andrajoso. Cuando Wulfgar y Aislinn avanzaron, Ragnor se volvió y se les acercó. Sus ojos recorrieron a Aislinn de pies a cabeza. Cuando sus ojos se encontraron, él entreabrió los labios como si estuviera por decir algo. Pero abruptamente se apartó, ignorándola, porque cualquier indicio que hubiera podido dejar entrever habría sido muy bien interpretado por estos hombres que habían presenciado cómo ella eligió a Wulfgar en vez de a Ragnor. De modo que el caballero continuó con su discurso, y aunque se dirigió a los hombres, sus ojos se clavaron insolentes en Wulfgar.

—Y me parece muy bien que una mano fuerte rija a los paganos conquistados y les recuerde que son esclavos. —Hizo una pausa para esperar la reacción de Wulfgar. Sólo encontró una sonrisa de tolerancia pues Wulfgar prefirió esperar a que él terminase.— Hay que enseñar a estos paganos que nosotros somos sus superiores. La mano blanda dejará caer las riendas mientras que la mano de hierro obligará al caballo a dirigirse donde su amo desea.

Ragnor cruzó los brazos sobre el pecho, casi como si desafiara Wulfgar a que replicara. Los hombres esperaron el choque pero cuando la estancia quedó silenciosa, Wulfgar habló suavemente.

—Señor de Marte, debo advertirte otra vez que mis hombres son soldados. ¿Quieres que los haga perder tiempo labrando la tierra mientras los campesinos se balancean en el extremo de una cuerda, ahorcados?

En el salón se produjo una conmoción y un fraile de rostro encendido se abrió camino entre los cuerpos apretados y se adelantó.

—Eso está bien —Jadeó el hombre—. Mostrad misericordia con vuestros vecinos de Bretaña. Ya se ha derramado tanta sangre como para llenar el infierno de Satanás —gritó, uniendo las manos como en una plegaria—. Dejadlos a todos con vida. Sí, eso está bien, hijo mío, está bien dejar a un lado la obra del demonio.

Ragnor se volvió irritado al hombre de Dios que vestía hábito de religioso.

—Monje sajón, pronto encontraréis vuestro propio final si seguís hablando.

El pobre sacerdote se puso pálido y retrocedió un paso. Ragnor se volvió nuevamente a Wulfgar.

—De modo que el valiente bastardo es ahora el campeón de los ingleses —dijo con una mueca de desdén—. Tú proteges a estos cerdos sajones y mimas a esta perra inglesa como si fuera la misma hermana del duque.

Wulfgar permanecía casi relajado. Se encogió de hombros.

—Estos son mis siervos y al servirme a mí, sirven al duque Guillermo. ¿Matarías aunque fuera a uno, y servirías en su lugar, alimentando a los perros y los cerdos y reuniendo a los gansos de noche? —Lo miró con expresión inquisitiva.— ¿O quizá quieres servir en lugar de cualquiera de esos otros que ya mataste? Yo no pienso hacer eso con un normando, pero estoy decidido a obtener un diezmo de estas tierras cansadas para Guillermo.

Los ojos de Ragnor se posaron un momento en Aislinn y se encendieron de mal disimulado deseo. Se volvió a Wulfgar, sonriendo casi complacido, y habló en voz baja de modo que sólo pudieron oírlo los que estaban más cerca.

—Mi familia me sirve bien, Wulfgar. ¿Qué hay de la tuya?

La sonrisa de Ragnor desapareció cuando oyó la respuesta de Wulfgar:

—Mi espada, mi cota de mallas, mi caballo y este vikingo son mi familia y ellos me prestan servicios con más fidelidad de la que tú podrías soñar.

Por un momento Ragnor quedó perplejo, después miró nuevamente a Aislinn.

—¿Y ella, Wulfgar? ¿Reclamarás al bastardo que ella parirá, ya sea tuyo o mío? ¿Y cómo podrás saber de quién es hijo?

El ceño sombrío de Wulfgar indicó a Ragnor que sus palabras habían dado en el blanco, y sus labios se curvaron en una sonrisa burlona.

—¿Qué hay de tu familia, entonces... tu espada, tu cota de mallas y el crío de la moza? —Rió divertido y estiró un brazo para tocar a Aislinn en el mentón.— Nosotros tendríamos un hermoso hijo, querida mía, lleno de fuego y de coraje. Es una pena que el bastardo no se case contigo. Él odia a las mujeres, tú sabes.

Aislinn apartó furiosa la mano de Ragnor y se volvió hacia Wulfgar.

—¡Tú no eres mejor que él! —dijo en voz baja, escupiendo las palabras—. ¡Si fuera hombre, yo habría luchado hasta el final de mis fuerzas y desgarrado tu carne antes de rendirme! Vosotros os divertís ligeramente a costa mía.

Wulfgar se rascó el pecho, y con humor inesperado le indicó que callara.

—Parece Aislinn que lo que dices acerca del final de tus fuerzas y de desgarrar mi carne ya lo has hecho concienzudamente. Sólo yo puedo ser testigo, querida mía de que fue solamente la fuerza de mis brazos lo que hizo que te rindieras.

Wulfgar la tomó de la muñeca antes que ella pudiera golpearlo en el rostro después se la retorció lentamente y la atrajo hacia él, hasta que sus labios quedaron separados por un centímetro. Le sonrió y la miró a los ojos

—¿Tengo que decirlo en alta voz por ti? —susurró—. ¿Qué en este momento te rindes pero que aún espera poder vengarte?.

—¡Milord! ¡Milord! —Aislinn trató frenéticamente de llamarle la atención, porque ella era más consciente de que otros además de Ragnor los observaban atentamente.— ¡El fraile!.

En medio de gritos de aliento de sus hombres, se elevó una voz alterada

—¡Ejem! Milord, sir wulfgar. No nos hemos encontrado antes, pero yo soy fray Dunley y vos me habéis pedido que viniera aquí. —Cuando Wulfgar se volvió hacia él, continuó hablando apresuradamente.— He venido a bendecir las tumbas, pero es evidente para mí que hay otras necesidades apremiantes. Los asuntos de Dios no están bien atendidos en esta aldea. Parece que muchas de las doncellas han sido violadas y que hasta algunas han tomado amante. Esto es gravemente pecaminoso, milord, y la iglesia no puede tomar estas cosas a la ligera, ni dejar sin condenar las faltas cometidas. Me parece que sería conveniente ofrecer dinero a los amantes y prometidos cuyos votos matrimoniales sean formulados y realizados.

Wulfgar arqueó una ceja y sonrió a medias, mientras el hombre continuaba con el tema.

—Y además, milord, a aquellos no prometidos, a aquellos que cometieron pecado, les ordenaría que desposen a las doncellas ultrajadas...

—Un momento, padre —dijo Wulfgar, en tono severo, y levantó una mano para detener la catarata de palabras—.Me parece que ofrecer dinero a los enamorados de aquellas cuyos favores fueron tomados a la fuerza, sería reducir a las honestas y justas al nivel de prostitutas, ¿y qué hombre vendería la virtud de la dama de su corazón? Una buena suma, ciertamente, cuando toda Inglaterra yace con los muslos doloridos. La corona más rica, si tuviera que pagar, quedaría en la miseria. Y yo sólo soy un caballero pobre y no podría afrontar el gasto, aunque la idea me parece valiosa. En cuanto al casamiento del resto, a todos los considero soldados. —Señalo a sus hombres.— Son buenos para pelear en la guerra pero no de la clase que buscaría una doncella para formar un hogar. Todos se marcharían al próximo llamado a las armas y algunos caerían en el campo de batalla y dejarían a la moza llena de hijos colgados de sus faldas, sin otra forma de alimentarlos que vender sus bienes en la calle, y así una buena intención terminaría en una situación peor que la anterior. No, buen padre, yo digo que dejemos las cosas como están hoy. El tiempo, seguramente, traerá el remedio. El mal ya está hecho y difícilmente pueda yo deshacerlo con mis manos.

—Pero, milord —dijo el fraile, que no quería darse por vencido—. ¿Qué hay de vos mismo? Ahora poseéis tierras y contáis con el favor del duque. Seguramente no dejaréis que esta pobre y desgraciada muchacha sufra debido a las malas acciones de las que no tiene culpa ninguna. Vos estáis obligado, por vuestro juramento de caballería, a proteger al bello sexo. ¿Puedo tener la seguridad de que vos, por lo menos, os casaréis con ella?

Wulfgar se puso ceñudo mientras Ragnor echaba la cabeza atrás y estallaba en ruidosas carcajadas.

—No, padre, eso tampoco —dijo Wulfgar—. Mi juramento de caballero no me obliga hasta ese extremo. Y además, por supuesto, yo soy bastardo y no puedo pedir que estos tiernos oídos soporten las burlas y las bromas groseras de aquellos que tienen sesos de brutos. —Miró fijamente a Ragnor.— Me ha tocado en la vida ver que las burlas más crueles y las heridas más profundas son causadas por las lenguas agudas de ese mismo sexo que se precia de tener corazones tiernos, modales amables y amor maternal. Yo no tengo ninguna debilidad por el llanto de las mujeres y no quiero darles más de lo que ellas se merecen. No, no insistáis, porque en este aspecto soy inflexible.

Con eso, volvió la espalda al fraile, pero éste lo detuvo con unas palabras más.

—Lord Wulfgar, si no os casáis con ella, por lo menos dejadla en libertad. Su prometido aún la aceptará, tal como ella está ahora.

Se volvió para señalar a Kerwick, quien permanecía en silencio allí cerca, y vio que los ojos del joven se posaban melancólicos en la muchacha.

—¡No! ¡De eso no quiero saber nada! —rugió Wulfgar y se volvió furioso hacia el fraile.

Con gran esfuerzo, recuperó su compostura, y habló en voz más baja, pero con una dureza que no hubiera podido negarse.

—Yo soy amo y señor aquí —dijo—. Todo lo que veis aquí es mío. No abuséis de mi buena voluntad. Id a bendecir las tumbas como os he pedido pero los otros asuntos dejádmelos a mí.

El buen fraile sabía cuándo debía detenerse. Con un suspiro, masculló una plegaria, hizo la señal de la cruz y se marchó, seguido de los demás. Aislinn no se atrevió a ofender a Wulfgar y Ragnor quedó extrañamente sumiso. Sweyn, como siempre, permaneció en silencio.