6

DE la partida de Ragnor, a la mañana siguiente, sólo flotaron hasta los oídos de Aislinn unas pocas palabras descriptivas. Se rumoreó que su ida fue apresurada, airada y sombríamente silenciosa. Aislinn sonrió para sí misma cuando se enteró, regocijada por haber tenido la buena suerte de haber presenciado su humillación, y alegremente se dedicó a sus tareas, con el ánimo y los pies ligeros. El familiar y bienvenido peso de su ceñidor alrededor de sus caderas, y la acostumbrada daga en su vaina, aumentaron su confianza. No se sentía tan desnuda con su cinturón. El mismo Wulfgar se lo había traído cuando ella estaba vistiéndose esa mañana, y con su humor habitual, rechazó el agradecimiento de ella con un comentario satírico que la enfureció fugazmente.

Era la media tarde cuando Aislinn, que estaba sentada con su madre junto a la tumba de Erland, levantó la mirada y vio a un hombre que, con paso cansado, venía desde el bosque hacia la casa señorial. Lo observó unos momentos, sintiendo que había algo extraño en la apariencia de él, cuando súbitamente advirtió que el hombre llevaba el cabello largo y desordenado y su mentón estaba cubierto de barba. Abrió la boca, sorprendida, pero enseguida ocultó su asombro a Maida, quien levantó la cabeza al oír la ahogada exclamación de su hija. Aislinn sonrió tranquilizadora y meneó la cabeza, y la madre se inclinó nuevamente para mirar tristemente el montículo de tierra, y reanudó su suave balanceo hacia atrás y adelante, acompañándose con un canto suave y gimiente.

Aislinn miró ansiosamente a su alrededor para ver si algún normando también había visto al hombre, pero no vio a nadie. Se levantó, y con una actitud serena que le costó fingir, caminó lentamente hacia la parte posterior de la casa. Cuando estuvo segura de que nadie la observaba o seguía, se volvió y atravesó corriendo el espacio despejado hasta la orilla cubierta de espesa vegetación del pantano y de allí se dirigió hacia terreno más alto y al lugar donde había visto al hombre, sin prestar mucha atención a las ramas y arbustos que le desgarraban el manto mientras ella corría hacia el bosque. Divisó al individuo que todavía se movía lentamente entre los árboles y reconoció a Thomas, el caballero y vasallo de su padre. Lo llamó con un grito, abrumada por la alegría y el alivio, pues había creído que él estaba muerto. El se detuvo, y al verla corrió hacia ella y la encontró a mitad de camino.

—Milady, desesperaba de volver a ver a Darkenwald —dijo él, con lágrimas en los ojos—. ¿Cómo está vuestro padre? Bien, supongo. Fui herido en Stamford Bridge y no pude viajar con el ejército cuando avanzó hacia el sur para enfrentar a Guillermo. —Su rostro se entristeció.— Estos son malos tiempos para Inglaterra. Está perdida.

—Ellos están aquí —murmuró ella—. Erland ha muerto.

El rostro de Thomas se crispó de dolor.

—Oh, milady, es una noticia muy triste.

—Debemos ocultarte.

Él miró alarmado hacia la casa señorial, se llevó la mano al pomo de la espada y sólo ahora comprendió el tremendo significado de las palabras de ella. Vio al enemigo en el patio y donde algunos se habían acercado al lugar donde estaba Maida.

Aislinn le puso una mano en un brazo, en un gesto apremiante.

—Ve a la casa de Hilda y ocúltate allí. Su marido murió con Erland y su hija fue muerta por ladrones. Ella aceptará de buen grado tu compañía. Vete ahora. Yo te seguiré cuando esté segura de que nadie vigila y llevaré comida.

Él asintió y se alejó rápidamente entre los árboles. Aislinn quedó mirándolo hasta que hubo desaparecido de la vista y entonces regresó a la casa. Con ayuda de Hlynn, rápidamente reunió pan, queso y carnes y los ocultó debajo de los pliegues de su manto. En su prisa, pasó junto a Kerwick, olvidada de su presencia, pero él estiró una mano y la tomó de la falda, y casi hizo que ella dejara caer la comida.

—¿Adónde vas con tanta prisa? —preguntó él—. ¿Está esperándote tu amante?

—Oh, Kerwick —gritó ella, impaciente—. ¡Ahora no! Thomas ha regresado. Iré a verlo.

—Dime cuándo tu amante me dejará en libertad. —Levantó sus cadenas.— Estas cadenas son pesadas y mi mente se cansa y se embrutece. Necesito tener algo que hacer, una tarea para ocupar mis manos, además de sacarme los perros de encima. A ellos los sueltan antes que a mí —Señaló los perros que recorrían el salón vacío, y pregunto, con desesperación:— ¿Qué debo hacer para que me suelten?

—Hablaré con Wulfgar al atardecer —replicó ella.

—¿Qué cosas dulces prometerás que ya no le hayas dado? —preguntó él amargamente.

Ella suspiró.

—Los celos te consumen.

Kerwick la atrajo furiosamente, le hizo caer el lío con la comida y la puso rudamente sobre su regazo. La besó con pasión y la obligo a entreabrir los labios. Su mano desgarró la tela que cubría el pecho

—¡Oh, Kerwick, no! —exclamó Aislinn, apartando su boca. Lo empujó en el pecho—. ¡También tú! ¡Oh, no!.

—¿Por qué el bastardo y yo no? —preguntó él, pasando su mano sobre los pechos desnudos. Su rostro estaba contorsionado, duro crispado por el deseo, y sus caricias eran rudas y brutales.— ¡Yo tengo derecho, él no!

—¡No! ¡No! —gritó ella, semiahogada de cólera y apartando las manos de él—. ¡Ningún sacerdote ha bendecido nuestra unión! Yo no Pertenezco a nadie. ¡Ni a ti! ¡Ni a Ragnor! ¡Ni siquiera a Wulfgar! ¡Sólo a mí misma!

—¡¿.Entonces por qué te arrastras hasta la cama del normando como una perra obediente?! —siseó él—. Te sientas a comer a su lado y tus ojos son solamente de él. El te dirige la más fugaz de las miradas y tú empiezas a tartamudear.

—¡No es verdad! —gritó ella.

—¿Crees que no lo veo, cuando no hay ninguna otra cosa para entretenerme? —replicó él—. ¡Dios mío, lo miras como un hombre hambriento mira la comida! ¡¿Por qué?! ¡¿Por que?! ¡Él es el enemigo y yo soy tu prometido! ¿Por qué no muestras conmigo la misma amabilidad? Yo también tengo necesidad de tu cuerpo. Todos estos meses me he mantenido casto en tu honor. ¡Mi paciencia se acaba!

—¡¿Entonces vas a tomarme aquí, con los perros?! —pregunto ella furiosamente—. Tan poca consideración me tienes que quieres satisfacer tu lujuria en forma tan baja como tus compañeros de cama... como esos perros. ¿Sin consideración por sus perras? ¡Por lo menos, Wulfgar no me trata así!

Él la sacudió violentamente.

—¿Entonces admites que prefieres sus abrazos a los míos?

—¡Sí! —estalló ella, con los ojos llenos de lágrimas de dolor y de ira— ¡Él es gentil! Ahora, suéltame antes que llegue.

Él lo hizo abruptamente y la empujó, con un juramento. En los días pasados había permanecido encadenado sin otras distracciones para su mente, la había observado con Wulfgar y había sentido que el afecto de ella se le iba escapando. Siempre orgullosa y distante con los otros hombres, la mujer seductora surgía a la superficie cuando estaba en presencia de ese demonio normando. Ella era como una vela sin encender, esbelta, fría, remota, hasta que uno llamado Wulfgar entró y la encendió, y entonces ella se convirtió en una luz que seducía y hechizaba. Era doblemente duro para él, su prometido, observar, sabiendo que él nunca había sido capaz de la hazaña que parecía tan fácil para el normando. Y ese caballero no apreciaba su tesoro sino que manifestaba su desprecio por las mujeres en una lengua que creía que no era comprendida. Ese hombre le había robado su amor sin el menor esfuerzo. Sin embargo, si había una posibilidad de reconquistar a Aislinn, se prometió Kerwick, él la aprovecharía y la arrebataría de las zarpas del lobo.

Contrito, quiso tomarle una mano pero ella retrocedió y lo miró con recelo.

—Tienes razón, Aislinn. Estos celos me carcomen. Perdóname, mi amada.

—Veré si Wulfgar te deja en libertad —dijo ella quedamente, y se retiró, cubriendo con su manto el pequeño envoltorio de comida. Ahora no tenía tiempo de cambiarse de ropa, pues temía que Wulfgar regresara en cualquier momento.

Hilda estaba esperando en la puerta de la cabaña y rápidamente la hizo entrar.

—¿Él está bien? —preguntó Aislinn suavemente, y miró a Thomas, quien estaba sentado frente al fogón con expresión desalentada y la cabeza inclinada.

—Sí, sólo su corazón necesita curarse, lady, lo mismo que el mío —repuso Hilda—. Yo cuidaré de él aquí.

Aislinn le dio la comida, poniendo cuidado en que su manto no se deslizara y dejara ver el corpiño de su vestido.

—Si alguien llegara a ver estos alimentos —dijo—, dile que fui yo quien los robé. No quiero que te castiguen por mis fechorías.

—No importa si me matan —dijo la anciana—. Mi vida casi ha terminado y la vuestra apenas comienza.

—Wulfgar a mí no me matará —dijo Aislinn con una pequeña medida de confianza—. Ahora bien, ¿aquí hay algún lugar donde Thomas pueda ocultarse si ellos vienen a registrar la casa? No deben encontrarlo aquí.

—No temáis, milady. Encontraremos un lugar secreto.

—Entonces debo irme. —Aislinn se volvió hacia la puerta.— Traeré más comida cuando pueda.

Había abierto la puerta y estaba por salir cuando oyó que Hilda gritaba alarmada.

¡Los normandos!

—Aislinn levantó al vista, sintiendo que se le helaban los nervios. Wulfgar estaba ante la puerta, flanqueado por dos de sus hombres. Aislinn quedó paralizada cuando los ojos grises como el acero la atravesaron. El se adelantó para entrar en la cabaña pero ella se interpuso, tratando de cerrarle el paso con su esbelto cuerpo. Con un gruñido de desprecio ante el intento de ella, él estiró una mano y la hizo fácilmente a un lado.

—¡No! ¡El no ha hecho nada! —gritó ella, aferrándose desesperada al brazo de Wulfgar—. ¡Déjalo en paz!

Wulfgar bajó los ojos hacia la delicada mano que aferraba su manga, y cuando habló su voz estuvo cargada de advertencias.

—Te extralimitas, Aislinn de Darkenwald. Este asunto no te concierne.

Aislinn miró temerosa a Thomas, quien estaba de pie, preparado para presentar batalla. ¿Era necesario que otro sajón cayera bajo una espada normanda? El pensamiento le produjo una sensación helada en el vientre y ella supo que tenía que hacer todo lo posible por evitar más violencia.

Levantó hacia Wulfgar unos ojos implorantes.

—Milord, Thomas es un guerrero valiente. ¿Es necesario derramar su sangre, ahora que la batalla ha concluido, sólo porque él luchó honradamente por el rey a quien él y mi padre habían jurado lealtad? Oh, señor, muestra aquí sabiduría y misericordia. Yo recogeré los guantes y seré tu esclava.

El rostro de Wulfgar parecía de piedra.

—Me ofreces lo que ya es mío. ¿Nuevamente tratas de influir sobre mí? Suéltame y ocúpate de otros asuntos.

—Por favor, milord —susurró ella, con los ojos llenos de lágrimas.

Sin decir palabra, Wulfgar apartó la mano de ella, se volvió y se acercó a Thomas, mientras sus hombres pasaban junto a Aislinn y se ubicaban detrás de él.

—¿Tú te llamas Thomas? —preguntó Wulfgar.

Thomas miró desconcertado a Aislinn.

—Milord —explicó ella—, él no habla tu idioma.

—Dile que deje su espada y que venga con nosotros —ordenó Wulfgar.

Cuando ella repitió las palabras de Wulfgar, Thomas miró receloso a los tres hombres.

—Milady, ¿ellos van a matarme?

Ella miró con incertidumbre la espalda de Wulfgar, los anchos hombros cubiertos con la cota de mallas, la mano apoyada flojamente en el puño de la espada. Si él podía matar a cuatro ladrones armados y montados, un sajón cansado y hambriento le ofrecería muy poca dificultad si decidía eliminarlo. Ella solamente podía confiar en la misericordia de Wulfgar

—No-dijo Aislinn, un poco más segura—. Creo que no. El nuevo lord de Darkenwald trata a los hombres con justicia.

Thomas, con cierta vacilación, levantó su espada, la sostuvo de través sobre sus palmas y la presentó a Wulfgar El normando la acepto se volvió y caminó hacia la puerta, tomó a Aislinn del brazo y la hizo caminar delante de él, mientras sus hombres se ponían detrás de Thomas y lo seguían al exterior. A la luz del sol, Aislinn miro confundida a Wulfgar pero él continuó arrastrándola consigo. Su rostro no mostraba ninguna emoción. No prestó atención a Aislinn. Ella no se atrevió a preguntar cuáles eran sus intenciones. Él caminaba con pasos largos y rápidos Ella tenía dificultad para seguirlo y muchas veces tropezó. Sentía la mano de él que le apretaba el brazo y la sostenía para que no cayera. En un momento, ella trastabilló y dejó caer su manto en un esfuerzo por mantener el equilibrio. Él la levantó del brazo y su mirada cayó sobre el vestido desgarrado que dejaba expuestos los pechos. Sus ojos se agrandaron por la sorpresa cuando los blancos pechos asomaron por el desgarrón, se entrecerraron cuando bajaron hasta la daga envainada y finalmente subieron hasta el rostro de ella. Allí, el frío acero sostuvo la mirada de ella y pareció penetrar hasta el cerebro y leerle los pensamientos, hasta que él supo toda la verdad. Ella aguardo, sin aliento, hasta que él le puso el manto sobre los hombros para que ella pudiera sostenerlo mejor, y la tomó nuevamente del codo.

Continuaron en silencio, hasta que llegaron a la casa y él la soltó. Entonces, como Wulfgar pareció dirigir toda su atención a Thomas, ella subió los primeros peldaños de la escalera que llevaba a los dormitorios, con la esperanza de poder cambiarse de vestido. Con una voz que resonó en el salón, él la detuvo.

—¡No! —gritó, y la señaló con el dedo.

El corazón de Aislinn se estremeció dentro de su pecho y ella miró desalentada a Kerwick. La cara sorprendida del joven revelaba sus propios temores ante la mirada penetrante de Wulfgar. Maida, cerca de Aislinn, gimió asustada y empezó a retorcerse las manos. Lentamente, con una serena, dignidad, Aislinn se volvió, descendió la escalera y fue hacia su amo.

—¿Milord? —preguntó suavemente—. ¿Que deseas?

Él habló con voz hosca, fría.

—Deseo que me honres con tu presencia hasta que yo te ordene que te retires. Ahora busca un lugar donde descansar.

Ella asintió y se sentó en un banco, junto a la mesa. Wulfgar giró en redondo y señaló a Kerwick.

—¡Soltadlo y traedlo aquí!

Kerwick se puso intensamente pálido y se resistió brevemente a los normandos que trataron de apoderarse de él. Fue dominado y pronto se encontró frente a Wulfgar. Como pareció encogerse bajo la dura mirada del jefe normando, Sweyn rió por lo bajo.

—El pequeño sajón tiembla de miedo —dijo el vikingo—. ¿Qué ha hecho ahora que lo hace temblar así?

—¡Nada! —gritó Kerwick—. ¡Soltadme!

Se mordió los labios y Sweyn soltó una carcajada.

—Ah, de modo que hablas nuestra lengua. Wulfgar tenía razón

—¿Qué quieren de mí? —preguntó Kerwick, y miró a Aislinn

Wulfgar sonrió lentamente.

—Aquí, Thomas no conoce nuestra lengua. Tú me ayudarás

Aislinn casi soltó un suspiro de alivio, aunque Wulfgar nada hacía sin un propósito. ¿Por qué no le pedían a ella que tradujera, si ellos sabían que hablaba su idioma? Arrugó la frente, preocupada, y observó intrigada y atentamente a Wulfgar. Él habló con soltura, mirando a Kerwick más que a Thomas, sin siquiera prestar atención al desconcertado vasallo

—Habla con este hombre y dile esto: Él puede ser convertido en esclavo y encadenado con los ladrones, o puede conservar gran parte de su anterior posición, excepto tres cosas. Debe deponer sus armas y no volver a levantarlas a menos que yo se lo indique. Debe cortarse el pelo y afeitarse la cara como nosotros, y este mismo día debe jurar lealtad al duque Guillermo.

Mientras estas cosas eran repetidas a Thomas, Wulfgar fue al lado de Aislinn, puso su muslo sobre la mesa, se inclinó hacia adelante y medio se sentó. Aislinn apenas lo miró, porque su atención se dirigía mayormente a Kerwick y a Thomas y a lo que decían. La principal preocupación de Thomas parecía ser la pérdida de gran parte de su gloriosa cabellera rubia, pero aceptó y asintió vigorosamente con la cabeza cuando Kerwick desnudó su espalda y le mostró las marcas de los latigazos.

Aislinn vio, sobresaltada, que su manto se había abierto y al bajar los ojos, tuvo la confirmación de que sus pechos estaban expuestos a la mirada de Wulfgar. Lo miró y vio corroborados sus temores, porque la mirada de él nada tenía de casual, sino que parecía absorber hambrienta el espectáculo. Enrojeció intensamente y cerró el frente de su capa mientras la mano de él se movía hasta descansar sobre el hombro de ella. Aislinn sintió calor y se ruborizó cuando los largos dedos de él rozaron lentamente su clavícula, la línea de su mentón y la curva de su cuello, para descender enseguida hasta el suave nacimiento de la redondez de su pecho. Trémula y aturdida, Aislinn se percató de que la conversación había cesado, levantó la vista y se encontró con que Kerwick los observaba, con el rostro encendido y los puños apretados, evidentemente luchando con todas sus fuerzas para controlarse. Súbitamente, ella advirtió el juego de Wulfgar y empezó a hablar, pero la mano de él le apretó el hombro, y cuando levantó la vista, esos ojos grises la traspasaron y aunque los labios de él sonreían en silencio, fue como si le hubieran advertido que no interfiriera.

—Creo que estás perdiendo el tiempo, Kerwick —dijo Wulfgar sin desviar su atención de ella—. Termina de una vez.

Kerwick se atragantó y luchó con las palabras. Su voz empezó vacilante, y continuó en menor volumen.

—Habla, sajón —dijo Wulfgar—. Tus palabras suenan confusas. Quiero oír el sonido de mis palabras en tu lengua inglesa.

—No puedo —gritó súbitamente Kerwick, meneando la cabeza.

—¿Y por qué no? —preguntó Wulfgar, casi con amabilidad—. Yo soy tu señor. ¿Acaso no debes obedecerme?

Kerwick señaló convulsivamente a Aislinn con un brazo.

—¡Entonces déjala tranquila! ¡No tienes derecho de acariciarla así! ¡Ella es mía!

Abruptamente, la actitud de Wulfgar cambió. Su gran espada salió, cantando de la vaina, y él, con dos largos pasos, se acercó al hogar. Allí, con ambas manos en la empuñadura, dio con la hoja un golpe hacia abajo y partió en dos un gran leño que estaba en el fuego. Después tomó la espada con una sola mano y clavó la punta, atravesándolo, en el asiento de un pesado banco de gruesa madera que tenía cerca. Entonces caminó hacia Kerwick, quien aunque todavía parecía furioso, estaba pálido y luchaba esforzadamente por presentar una actitud desafiante. Wulfgar se detuvo frente al joven, con las piernas separadas y los brazos en jarras. Cuando habló, su voz hizo temblar las pesadas vigas del techo de la sala.

—Por Dios, sajón —exclamó—. ¡Pones a prueba mi carácter! ¡Tú ya no eres señor ni terrateniente sino un simple siervo! ¡Ahora reclamas con pasión lo que es mío! —Su voz bajó hasta convertirse en un gruñido, y señalando donde Aislinn permanecía, trémula de miedo, él continuó:

—¡Ustedes dos hablan bien la lengua francesa, pero ella, además, me da placer, y tú, ciertamente, no! Aunque yo no quiero ocuparme de mis asuntos llevando a una mujer aferrada a mi cola, tu vida es mucho más barata. No plantees nuevamente esta cuestión si quieres vivir un día más. —Casi quedamente, añadió:— ¿Ves la verdad de mis palabras? Kerwick miró al suelo y bajó la cabeza.

—Sí, lord —dijo. Enseguida se irguió en toda su altura y miró directamente a Wulfgar a los ojos, aunque una lágrima descendía lentamente por su mejilla—. Pero será difícil, porque, sabes, yo la amaba.

Wulfgar sintió un asomo de respeto por este escuálido sajón y también un poco de compasión. Podía sentir piedad por cualquier hombre atormentado y hechizado por una mujer, aunque pensaba que era una tontería dejarse arrastrar a tales extremos por una simple hembra.

—Entonces, doy este asunto por terminado —declaró Wulfgar en tono cortante—. No serás encadenado nuevamente a menos que tú mismo te lo busques. Ahora, llevaos a este hombre, ocupaos de que le corten el pelo y lo afeiten, y después traedlo para que jure delante de una cruz.

Mientras sus hombres se llevaban a Thomas y a Kerwick, Wulfgar se volvió y fue hasta la escalera. Había subido los primeros escalones, cuando miró hacia donde estaba Aislinn, quien permanecía en silencio y confundida, y se detuvo a esperarla. Ella se volvió y levantó los ojos hacia él.

—Pareces perpleja, damisela —dijo él en tono burlón, y enseguida se puso serio—. Los hombres de este pueblo son bienvenidos si regresan a sus hogares. El invierno se aproxima y todo individuo sano tendrá que trabajar para mantener al hambre lejos de nuestras puertas. De modo que si encuentras más fugitivos, no los ocultes sino que tráelos a mi presencia, sin temer por sus vidas. Ahora te ordeno que vengas y busques algo para cambiarte esas ropas desgarradas, a fin de que después podamos comer para calmar nuestra hambre. Espero que tus vestidos no hayan disminuido hasta el punto de que no tengas otro para cambiarte esos harapos. Es fácil ver que si eres nuevamente atacada por algún joven lascivo, yo tendré que sacar de mi bolsa una suma para vestirte. En poco tiempo, damisela, podrías llegar a costarme más de lo que vales. Espero que no tendré que entregar mi dinero a algún vil vendedor de ropa, pues mis monedas han sido ganadas duramente y tengo que emplearlas en cosas más útiles.

Aislinn se levantó con aire altanero. Con toda la dignidad que le fue posible, subió las escaleras, pasó junto a él y abrió la marcha hacia el dormitorio, todo bajo la mirada divertida de él. Wulfgar cerró la puerta después que entraron, se quitó la pesada cota de mallas y la dejó en su lugar. Aislinn se quedó mirándolo indecisa, consciente de su falta de privacidad y de la actitud de despreocupada familiaridad que él tenía hacia ella. Cuando él se acercó al hogar para calentarse, ella supo que era lo mejor que podía esperar y que tendría que resignarse y arreglárselas lo mejor posible. Se puso de espaldas al centro de la habitación, rápidamente dejó caer al suelo su manto y se quitó el vestido arruinado. Quizá fue un pequeño sonido que hizo Wulfgar lo que la impulsó a apretarse la camisa contra el pecho. Miró hacia donde estaba él y ahogó una exclamación, porque ahora él la miraba fijamente, con los ojos brillantes y ardientes de una pasión que no se esforzaba en ocultar. Su mirada recorrió lentamente la espalda perfecta de ella, se demoró en las piernas largas y esbeltas y en las caderas redondeadas, con una intensidad que pareció quemarla con su calor abrasador. Aislinn no se sintió incómoda. En realidad, una lenta y placentera calidez la atravesó por entero. Con esfuerzo, levantó el mentón y lo interrogó fríamente.

—¿Milord está satisfecho, o desea que yo lo complazca? Por favor, dame una respuesta antes que cubra mi pobre cuerpo, a fin de que no tengas que deshacerte de otra preciosa moneda para pagar mis ropas.

Los ojos de él subieron hasta la cara de ella y Aislinn vio que la pasión moría. El ceño de Wulfgar se ensombreció. Sin decir palabra, él salió de la habitación.

Nubes grises y oscuras de invierno ensombrecieron el amanecer, y las primeras aisladas gotas de lluvia se convirtieron en un rugiente aguacero que empapaba la tierra y hacía que el agua cayera en cascadas desde el tejado. Aislinn se estiró perezosamente en su cama de pieles, se volvió, abrió un ojo y buscó la fuente de la luz que la había despertado, preguntándose si Wulfgar se había levantado en las primeras horas de la mañana para abrir los postigos. Miró un momento la lluvia que caía, disfrutando del monótono sonido, y entonces una sombra cruzó delante de la ventana y ella se puso de pie y vio que Wulfgar ya estaba levantado y vestido. Vestía túnica y calzas de cuero y no parecía sentir el frío que impulsó a Aislinn a tomar una piel y envolverse apretadamente en ella.

—Milord, perdóname. No sabía que querías levantarte temprano. Traeré comida.

—No. —Wulfgar meneó la cabeza.— No tengo nada urgente que hacer. La lluvia me despertó.

Ella fue hasta la ventana, se detuvo junto a él y apartó de su rostro un sedoso mechón de pelo. Su cabellera caía alrededor de sus hombros en rizos sueltos que muchas veces desafiaban la severa trenza. Él estiró una mano y levantó un grueso mechón del pecho de ella, mientras ella lo miraba a los ojos.

—Te acostaste un poco tarde, milord. ¿Hugo algún problema?

Él la miró a los ojos.

—No estuve retozando entre los muslos de una mujer, si es eso lo que quieres decir.

Ella enrojeció y se asomó a la ventana para recoger un poco de agua de lluvia en sus manos ahuecadas. Se llevó las manos a la boca y rió alegremente cuando unas gotas resbalaron por su mentón y cayeron sobre su pecho, mojándole la ligera camisa. Apartó de sus pechos la tela mojada se estremeció ante el contacto del agua fría. Cuando se asomó nuevamente a la ventana para recoger más agua, sintió sobre su cuerpo la mirada intensa de Wulfgar, quien parecía disfrutar observándola jugar con la lluvia.

Por un momento ella miró por la ventana hacia la campiña, muy consciente de la viril presencia de él a su lado. Esa proximidad despertaba una extraña, placentera chispa que saltaba entre los extremos de sus nervios.

—Milord —empezó ella lentamente, sin mirar hacia donde él estaba—, Has dicho que no deseas mi gratitud, y sin embargo, yo me siento profundamente agradecida por tu misericordia para con Kerwick. El no es tan falto de inteligencia como puede haberte parecido. No puedo imaginar por qué ha actuado tan tontamente. En verdad, milord, él es un joven muy inteligente.

—Hasta que se vuelve estúpido por la traición de una mujer —murmuró él, pensativo.

Aislinn se volvió bruscamente hacia él, sorprendida por esas duras palabras. Sus mejillas enrojecieron de cólera cuando lo miró a los ojos, a esos duros ojos grises.

—Siempre he sido fiel a Kerwick —dijo—, hasta que uno de tus hombres me deshonró.

—Me pregunto, damisela, si tu lealtad hacia él se hubiera mantenido firme si Ragnor no se hubiese acostado contigo.

Ella se irguió en toda su altura y lo miró fijamente a los ojos.

—Kerwick fue la elección de mi padre y yo habría respetado esa decisión hasta el día de mi muerte. Yo no soy una mujer inconstante que se mete en cualquier cama para ser poseída por todos los machos que pasen.

Él la observó en silencio y ella le dirigió una mirada inquisitiva.

—Pero dime, señor, ¿por qué temes de esa forma a las mujeres y a su infidelidad? —Vio que el ceño de él se acentuaba.— ¿Qué te hace odiar a las mujeres y detestar a la que te trajo al mundo? ¿Qué hizo ella?

La cicatriz de la mejilla de Wulfgar se puso lívida y él luchó consigo mismo para no golpear a Aislinn, pero en esos ojos de color violeta no vio ningún temor, sólo una expresión calma, deliberada, que lo interrogaba silenciosamente. Dio media vuelta y con pasos airados fue hasta la cama, golpeándose una palma con un puño. Permaneció un largo momento callado, mientras una cólera violenta se apoderaba de él. Por fin habló por encima de su hombro, con voz dura y cortante.

—Sí, ella me dio la vida pero muy poco más. Primero ella me odiaba a mí, no yo a ella. Para un niño pequeño que imploraba amor, ella no tenía nada de cariño, y cuando ese muchacho acudió a un padre buscando lo mismo, ella destruyó eso también. ¡Me arrojaron de su lado como alguien recogido en un albañal!

El corazón de Aislinn se estremeció al pensar en un niño pequeño obligado a implorar afecto. No supo por qué, pero súbitamente sintió deseos de correr hacia Wulfgar, abrazarlo con fuerza contra su pecho y acariciarle tiernamente esa frente perturbada. Nunca en su vida había sentido eso por un hombre, y ahora estaba confundida y no sabía cómo manejar sus propias emociones. Este hombre era un enemigo y ella quería curar sus heridas. ¿Qué locura era ésta?

Fue junto a Wulfgar y le puso gentilmente una mano en el brazo. Lo miró a los ojos, como pidiéndole humildemente disculpas.

—Mi lengua es aguda y rápida para herir. Es un defecto que a menudo me recuerdan. Te pido perdón. Recuerdos tan tristes deberían quedar sepultados para siempre.

Wulfgar levantó una mano y le acarició la mejilla.

No confío en las mujeres, debo admitirlo. —Sonrió con dificultad.— Es un defecto que a menudo me recuerdan.

Aislinn le sostuvo la mirada con ojos suaves.

—Siempre puede haber una primera vez, milord. Ya lo veremos.