3

LOS pocos hombres de Darkenwald que habían sido tomados prisioneros, fueron liberados después de pasar la noche, atados, en el frío aire de octubre. Ahora se los veía confundidos, atontados por la derrota del día anterior. Las mujeres fueron a la plaza con agua y alimentos, y las que encontraron a sus hombres los alimentaron y se los llevaron a sus hogares. Otras esposas lloraron a los muertos y observaron, abrumadas de dolor, cómo sus esposos e hijos eran puestos en las fosas. Y otras más, que buscaron entre los rostros de los vivos y los muertos sin resultado, se marcharon, preguntándose si alguna vez volverían a ver a sus seres queridos.

Aislinn contempló todo, apesadumbrada, desde la puerta de la casa señorial. Los muertos fueron sepultados por los siervos llegados desde Cregan, quienes trabajaron a las órdenes de dos caballeros de la confianza de Wulfgar. Aislinn los oyó hablar de otro más, quien se había quedado en Cregan, con unos pocos hombres de armas, para mantener la paz allí. Su madre, con el rostro magullado e hinchado, fue hasta la tumba debajo del roble y dejó caer sobre ella una lluvia de florecillas. Después se arrodilló, y como si le hablara a Erland, hizo ademanes y lloró con el rostro entre las manos;

El padre de Aislinn tenía alrededor de sesenta y cinco años cuando lo mataron y su esposa tenía solamente unos cincuenta. Aunque él ya era anciano y canoso cuando ella aún estaba en la flor de su edad, había existido entre ellos un amor que hacía que todos los días fueran alegres y luminosos. Aislinn había conocido en su niñez a un hermano mayor, pero se lo llevó una plaga que se abatió sobre las aldeas. Así, ella había recibido todo el cariño y la dedicación de sus padres desde entonces, y la casa señorial había sido un lugar de afecto y bondad, lejos de la ruta de los conquistadores que inundaban a Inglaterra como las mareas. Erland fue prudente y sobrevivió a una multitud de reyes. Ahora, parecía que la destrucción de la guerra había descendido aquí, como vengándose de su larga ausencia.

Maida se incorporó, cansada, con aspecto perdido y desamparado, frotándose las manos, y miró a su alrededor, angustiada, desesperada. Empezó a caminar hacia la casa señorial, arrastrando los pies, como si no quisiera encontrarse con las caras desconocidas que ahora parecían llenar todos los rincones del lugar. Varias mujeres se le acercaron con sus lamentos, como habían hecho durante años, y le pidieron ayuda, sin pensar en el trauma que había sufrido la misma Maida. Ella las escuchó unos momentos y las miró, a través de sus párpados hinchados, boquiabierta, como sumida en un hondo estupor. Aislinn se estremeció y un sollozo le subió a la garganta cuando vio a su madre, su una vez hermosa madre, que ahora parecía más una idiota retardada que una majestuosa dama.

Maida levantó las manos, como si no pudiera seguir soportando los lamentos de las mujeres, y dio un alarido.

—¡Idos! —gritó—. Yo tengo mis propios problemas. Mi Erland murió por vosotras y ahora vosotras recibís a los asesinos con poco más que algunos ceños fruncidos. ¡Sí! Los dejasteis entrar en la casa, violar a mi hija, robarme mis tesoros... ¡Aahh!

Se mesó los cabellos y las mujeres retrocedieron asustadas y sorprendidas. Con paso lento, penoso, Maida fue hasta la puerta y se detuvo al ver a Aislinn.

—Que se busquen sus hierbas y curen sus heridas —murmuró a través de sus labios hinchados—. Ya estoy harta de sus dolores, sus heridas y sus achaques.

Aislinn la vio alejarse y se sintió invadida por una profunda pena. Esta no era la madre que ella había conocido, tan llena de amor y de compasión por los campesinos y aldeanos. Maida había pasado una vida yendo al pantano y a los bosques para buscar raíces y hojas a las que después secaba, mezclando pociones, bálsamos y tisanas para curar las heridas y enfermedades de todos los que acudían a su puerta. Había enseñado cuidadosamente a Aislinn el arte de curar y le había hecho conocer y distinguir las hierbas y saber dónde buscarlas. Ahora Maida despedía a las mujeres que acudían a ella, sin escuchar sus ruegos, de modo que Aislinn tendría que asumir esa responsabilidad. La aceptó como una bendición, agradecida porque esa tarea serviría para distraerla.

Aislinn se frotó pensativamente las manos en el vestido de lana que llevaba. Primero tenía que vestirse para impedir las miradas lascivas de los normandos, después se pondría a trabajar.

Subió la escalera y entró en su dormitorio, donde se lavó y peinó. Después se puso una suave camisa y sobre ella un vestido limpio de fina lana color malva. Sonrió tristemente mientras alisaba su falda. Ni ceñidor, ni siquiera un collar para adornar su atuendo. En codicia, era imposible superar a los normandos.

Aislinn dio a su falda una última palmada y decidió no pensar más en eso. Después salió de su habitación y fue a buscar las pociones en el cuarto de su madre, el mismo que compartiera con Ragnor apenas la noche anterior. Empujó la pesada puerta y se detuvo sorprendida. Wulfgar, aparentemente desnudo, estaba sentado ante el hogar, en la silla de su padre. A sus pies arrodillábase el vikingo, quien estaba entregado a alguna tarea sobre el muslo del guerrero. Ambos se sorprendieron cuando ella entró. Wulfgar medio se levantó de su silla para buscar su espada, y Aislinn vio que no estaba enteramente desnudo sino que llevaba un breve paño alrededor de los riñones, común en su profesión. También notó que un trapo sucio, ennegrecido, estaba adherido a su muslo, sostenido por los dedos enormes y gruesos de Sweyn. Wulfgar se tranquilizó, dejó su espada y volvió a sentarse, pues no consideraba una amenaza la presencia de Aislinn.

—Os pido disculpas, lord —dijo Aislinn fríamente—. Vine por la bandeja de hierbas de mi madre y no pensé que estaríais aquí.

—Entonces llévate lo que has venido a buscar —ordenó Wulfgar. La miró de pies a cabeza y notó el cambio de ropa.

Aislinn fue hasta la mesilla donde se guardaban las hierbas y volvió con la bandeja en las manos. Los hombres estaban otra vez ocupados con el vendaje y Aislinn, al acercarse más, vio la sangre seca que manchaba el trapo y la hinchazón rojiza que había empezado a ascender desde la venda.

—Saca tus torpes manos, vikingo —ordenó ella—, a menos que quieras hacer de niñera de un mendigo con una sola pierna. Hazte a un lado.

El nórdico levantó hacia ella unos ojos interrogadores, pero se levantó y se apartó. Aislinn dejó su bandeja a un lado, se arrodilló entre las rodillas separadas de Wulfgar, levantó cuidadosamente los bordes del vendaje y observó y tocó suavemente la herida. Se trataba de un largo corte en la pierna, que rezumaba un fluido amarillento.

—Supura —dijo ella—. Hay que cuidar esto debidamente.

Aislinn se levantó y fue hasta el hogar, donde hundió un paño de lino en la humeante olla con agua que colgaba sobre los carbones ardientes, después lo retiró con un palito. Con una sonrisa perversa, dejó caer el paño húmedo caliente sobre el vendaje, haciendo que Wulfgar medio se levantara de la silla. Él apretó la mandíbula y se obligó a relajarse. Prefería condenarse antes que permitir que esta muchacha sajona lo viera ceder ante el dolor. La miró y ella le devolvió la mirada, con los brazos en jarras. En los ojos de él se traslució algo de duda sobre la capacidad de ella, pero ella señaló la pierna herida.

—Esto ablandará la costra y ablandará la herida. —Aislinn rió brevemente, burlonamente.— A vuestro caballo lo tratáis mejor que a vos mismo.

Aislinn dio media vuelta y fue hasta donde estaba el cinturón y la espada y sacó la daga de su vaina. Sweyn la observó atentamente y se puso más cerca de su enorme hacha de guerra, pero ella sólo fue a poner la daga entre las brasas del hogar. Cuando se incorporó, vio que los dos hombres la miraban no del todo confiados.

—¿El gallardo caballero normando y el feroz vikingo temen a una simple doncella sajona? —preguntó ella.

—No es temor lo que siento —replicó Wulfgar—. ¿Pero por qué te ocupas de mí, siendo yo un normando?

Aislinn se volvió la espalda, trajo la bandeja de pociones de su madre y empezó a aplastar una hoja seca, uniéndola con grasa de ganso. Mientras revolvía la mixtura, que iba convirtiéndose en un ungüento amarillento, respondió:

—Durante mucho tiempo, mi madre y yo hemos sido las curanderas de este lugar. De modo que no temáis que os deje lisiado por falta de experiencia. Si os traicionara, Ragnor ocuparía vuestro lugar, y muchos sufrirían bajo su gobierno, yo más que nadie. Así, aguardaré un tiempo hasta poder vengarme.

—Una buena cosa —dijo Wulfgar asintiendo lentamente con la cabeza y mirándola a los ojos—. Pero si quisieras vengarte, me temo que Sweyn no lo tomará muy bien. Él ha pasado gran parte de su vida tratando de enseñarme las artimañas de las mujeres.

—¡Ese viejo gordinflón! —dijo ella en tono burlón—. ¿Qué podía hacer él que no me hayan hecho otros, fuera de poner término a mi esclavitud?

Wulfgar se inclinó y habló con suavidad.

—Su pueblo ha estudiado hace tiempo formas de matar, y lo que no saben, son muy inteligentes para adivinarlo.

—¿Estáis amenazándome? —preguntó Aislinn, interrumpiendo su tarea y mirándolo fijamente.

—No. Nunca te amenazaré. Yo prometo y cumplo, pero no hago amenazas. —Le dirigió una larga mirada y se recostó en su silla.— Si ahora me mataras, moriría sin saber tu nombre.

—Me llamo Aislinn; Aislinn de Darkenwald.

—Bien Aislinn, haz lo que debas mientras me tienes a tu merced. —Sonrió.— Pronto llegará mi oportunidad.

Aislinn se enderezó, muy enfadada porque él le recordaba lo que iba a suceder. Dejó el tazón de ungüento junto a la silla, se arrodilló y apoyó su costado contra la rodilla de él para mantenerla firme, y sintió contra su pecho la dureza de esa pierna de hierro. Levantó el paño húmedo, retiró fácilmente el vendaje y descubrió un corte largo, rojo, supurante, que corría desde arriba de la rodilla casi hasta la ingle.

—¿Una espada inglesa? —preguntó ella.

—Un recuerdo de Senlac —dijo él y se encogió de hombros.

—El hombre tuvo mala puntería —replicó ella secamente mientras examinaba la herida—. Me hubiera salvado de mucho si hubiese golpeado un palmo más arriba.

Wulfgar soltó un resoplido.

—Hazlo de una buena vez —dijo—. Tengo muchas cosas que requieren mi atención.

Ella asintió, buscó un tazón de agua caliente, volvió a sentarse y empezó a lavar la carne abierta. Cuando todos los tejidos ennegrecidos y los coágulos de sangre fueron retirados, sacó el cuchillo del fuego y notó que Sweyn tomaba su hacha y se ponía cerca de donde ella estaba. Dirigió al nórdico una mirada calma, deliberada.

Wulfgar sonrió sardónicamente.

—Para que no te sientas tentada de remediar la mala puntería del sajón y ahorrarte así mi compañía en la cama. —Se encogió de hombros.— La virilidad de Sweyn es tan a menudo y tan fuertemente puesta a prueba, que él quiere que la mía sea conservada también.

Aislinn lo miró con helados ojos de color violeta.

—¿Y vos, milord? —preguntó burlona—. ¿No deseáis tener hijos?

Wulfgar desechó la pregunta con un gesto cansado.

—Estaría más tranquilo si no existiera esa posibilidad. Ya hay demasiados bastardos en el mundo.

Ella sonrió torvamente.

—Eso pienso yo también —dijo.

Apoyó la hoja al rojo contra la herida y la pasó rápidamente todo a lo largo del corte, sellando la carne y quemando y cauterizando la parte emponzoñada. Wulfgar no emitió ningún sonido mientras el olor nauseabundo de la carne quemada invadía la habitación, pero su cuerpo se crispó y su mandíbula se cerró con fuerza. Hecho esto, Aislinn aplicó el ungüento dentro y alrededor del corte. De una bandeja que estaba junto al hogar, tomó puñados de pan enmohecido al que mojó y convirtió en una pasta densa que aplicó sobre la herida, y después cubrió y vendó todo con tiras limpias de lino.

Aislinn dio un paso atrás y examinó su trabajo.

—Esto tendrá que quedar tres días sin que lo toquen, después yo lo quitaré. Sugeriría, hasta entonces, que descanséis bien por las noches.

—Ya duele menos —murmuró Wulfgar, un poco pálido—. Pero debo moverme, o quedaré baldado.

Aislinn se encogió de hombros, reunió sus pociones sobre la bandeja y se dispuso a retirarse, pero cuando pasó detrás de él para buscar más paños de lino, notó en el hombro de Wulfgar un punto inflamado, con signos del color rojizo que indica envenenamiento. Estiró una mano para tocar el lugar y Wulfgar se retorció y se volvió para mirarla sobresaltado, lo cual la hizo reír.

—No hará falta cauterizar, milord. Sólo un leve pinchazo con el cuchillo y un poco de ungüento balsámico para curarlo —dijo, y empezó a atender la lesión.

—Mis oídos me traicionan. —Dijo él y se puso ceñudo.— Juro que prometiste que tu venganza esperaría.

Los interrumpió un golpe en la puerta. Sweyn abrió y dejó entrar a Kerwick, quien venía cargado con varias pertenencias de Wulfgar. Aislinn alzó la vista cuando entró su prometido, pero rápidamente volvió sus ojos a su tarea y los mantuvo cuidadosamente allí a fin de no delatarse ante Wulfgar, quien observaba al joven que ponía las ropas y el cofre cerca de la cama. Kerwick se detuvo, vio la mirada desviada de Aislinn y se marchó sin decir palabra.

—¡Mi brida! —exclamó Wulfgar—. Sweyn, llévala de vuelta y ve que no traigan al caballo a mis habitaciones.

Cuando el nórdico cerró la puerta tras de sí, Aislinn tomó nuevamente la bandeja para marcharse.

—Un momento, damisela —la detuvo Wulfgar.

Aislinn se volvió y observó sin mucho interés mientras él se levantaba de su sillón y probaba cuidadosamente su pierna. Cuando estuvo seguro de su fortaleza, se pasó una camisa sobre la cabeza y fue a abrir los postigos. Después se volvió y miró la habitación bajo la nueva luz.

—Esta será mi cámara. —Su tono de voz fue distante.— Ocúpate de que sean retiradas las cosas de tu madre y de que limpien bien la habitación.

—Por favor, milord —preguntó Aislinn, en tono burlón—, ¿dónde pondré las cosas de mi madre? ¿En la pocilga, junto con los otros puercos ingleses?

—¿Dónde duermes tú? —preguntó él, sin hacer caso de las palabras despectivas de ella.

—En mi propia habitación, a menos que la encuentre ocupada.

—Entonces ponlas allí, Aislinn. —La miró directamente a los ojos.— Desde ahora, no tendrás mucha necesidad de tu antiguo cuarto.

Aislinn enrojeció intensamente y dio media vuelta, odiándolo por lo que acababa de recordarle. Aguardó a que él la despidiera y la habitación quedó en silencio. Lo oyó moverse de un lado a otro, avivando el fuego y cerrando con fuerza la tapa de un cofre. Súbitamente, él habló con voz fuerte y dura.

—¿Qué es ese hombre para ti?

Aislinn dio media vuelta y lo miró, momentáneamente confusa.

—Kerwick —dijo él—. ¿Qué es él para ti?

—Nada —consiguió decir ella.

—¡Pero tú lo conoces y él te conoce!

Aislinn recobró algo de su compostura.

—Por supuesto. Él es el lord de Cregan y nosotros comerciamos mucho con su familia.

—Ahora no le queda nada para comerciar. El ya no es lord. —Wulfgar la miró atentamente.— Él llegó tarde, después que la aldea se rindió. Cuando lo llamé, dejó su espada y se declaró mi esclavo.

Sus palabras sonaron burlonas, como si estuviera rebajando a Kerwick.

Aislinn replicó en tono más suave, ahora más segura de sí misma.

—Kerwick es más un estudioso que un guerrero. Su padre lo entrenó como caballero y él luchó valientemente al lado de Haroldo.

—Vomitó sus entrañas cuando vio a unos pocos muertos. Ningún normando lo respeta.

Aislinn bajó los ojos y ocultó la piedad que sentía por Kerwick.

—Es una persona sensible y esos muertos eran sus amigos. Él hablaba con ellos y hacía versos sobre sus labores. Ha visto demasiada muerte desde que los normandos vinieron a nuestra tierra.

Wulfgar se tomó las manos a la espalda y se plantó ante ella, enorme, imponente. Su rostro quedaba en la sombra, pues no recibía directamente la luz que entraba por la ventana, y Aislinn sólo pudo verle esos ojos grises que la miraban calmosamente.

—¿Y qué se ha hecho de aquellos que no murieron? —preguntó—. ¿Cuántos han huido a ocultarse en los bosques?

—Yo no sé de ninguno —replicó ella, y fue sólo una mentira a medias. Ella había visto a algunos alcanzar el borde del pantano cuando su padre caía, pero no podía dar sus nombres ni decir si seguían en libertad.

Wulfgar estiró una mano, levantó unos rizos del cabello de ella y sintió su sedosa, rica textura. Esos ojos grises la miraron con intensidad. Aislinn sintió que su voluntad se debilitaba, y la lenta sonrisa que se dibujó en la cara de él le indicó que no había conseguido engañarlo. Él asintió.

—¿No conoces a ninguno? —Su voz sonó cargada de sátira.— No importa. Pronto vendrán para servir a sus amos, como tú.

Wulfgar le puso una mano en el hombro y la obligó a acercársele. La bandeja tembló en las manos de Aislinn.

—Por favor —Aislinn susurró roncamente, temerosa de esos labios que tanto la excitaban—. Por favor. —La palabra salió en medio de un sollozo.

Él deslizó su mano por el brazo de ella en suave caricia y después la retiró.

—Ocúpate de las habitaciones —ordenó él suavemente, reteniéndola todavía con la mirada—. Y si la gente acude a ti, trátalos tan bien como a mí. Ellos también son míos, y pocos y preciosos.

Fuera de la habitación, Aislinn casi chocó con Kerwick en su prisa por marcharse. Él traía en sus brazos más equipaje del lord, y ella pasó rápidamente frente a él, sabiendo que su rostro encendido la traicionaría. Huyó a su propia habitación y mientras reunía sus pertenencias luchó para controlar el temblor que se había apoderado de sus dedos. Estaba furiosa porque un normando podía alterarla tanto. ¿Qué extraño poder ardía en sus helados ojos grises que la miraban con expresión de burla?

Aislinn salió de la casa señorial y vio desalentada que alrededor de una docena de siervos eran llevados al patio. Con los tobillos atados sólo podían avanzar saltando junto a los soldados montados. Sobre el lomo de su enorme caballo de guerra, Wulfgar tenía un aspecto temible que hacía a estas gentes sencillas temblar por sus vidas. Aislinn se mordió el labio cuando un muchachito, tratando de escapar, se separó del resto y empezó a alejarse saltando tan deprisa como se lo permitían sus ligaduras, pero el semental de Wulfgar le dio alcance inmediatamente Wulfgar detuvo su caballo delante del muchacho, se inclinó, tomo al jovencito por el borde de la camisa, lo levantó y lo puso delante de él, en la silla. El muchacho empezó a gritar con toda la fuerza de sus pulmones pero fue silenciado con un fuerte golpe en las nalgas, y regreso haciendo muecas de dolor, pero callado. Wulfgar depositó su carga en medio de los campesinos, quienes se movieron frenéticamente para dejar paso a su cabalgadura.

Fueron sacados a la plaza como si fueran una piara de cerdos, y Aislinn soltó un suspiro de alivio cuando vio que ninguno estaba herido. Retrocedió cuando Wulfgar llegó frente a ella y se apeó.

—¿No mataron a nadie en el bosque? —preguntó ansiosamente.

—No, huyeron como huiría cualquier sajón —replicó él.

Aislinn lo fulminó con la mirada cuando él posó en ella sus ojos burlones, y giró sobre sus talones y entró en la casa.

Una apariencia de orden reinaba ahora en Darkenwald, y en comparación con la noche anterior, ahora cenaron en lo que era casi una atmósfera tranquila. Los normandos estaban instalados y no había discusiones, porque todos sabían que Wulfgar era el lord y señor aquí. Quienes le tenían envidia no se atrevían a desafiarlo. Quienes lo respetaban lo apreciaban mucho y lo consideraban digno de ser el lord.

Aislinn se encontró ocupando el lugar correspondiente a su madre como señora de la casa, y era consciente de la presencia dominante de Wulfgar a su lado. Él conversaba con Sweyn, quien estaba sentado del otro lado, y generalmente parecía ignorarla, lo cual a ella le resultaba de lo más desconcertante, puesto que él había insistido en que ella comiera con él y le había indicado que ocupara especialmente ese lugar, a su lado. Ella lo había hecho con renuencia. Su madre había sido obligada a comer los restos, con los demás siervos, y a Aislinn le parecía que ella debía compartir el mismo destino de Maida.

—Una sierva no debe comer al lado de su señor —le recordó cáusticamente a Wulfgar cuando él le indicó que se sentara.

La mirada fría, penetrante de Wulfgar la perforó.

—Debe hacerlo, cuando el señor lo ordena.

Durante el festín, Kerwick permaneció cerca de la mesa de Wulfgar, ofreciéndoles comida y vino como un sirviente común. Aislinn se sorprendió a sí misma deseando que él estuviera en otra parte. Detestaba el aire miserable de sometida resignación que él exhibía. También Ragnor los observaba con atención y sus ojos oscuros vigilaban todos sus movimientos. Aislinn sintió su odio hacia Ragnor como si fuera una sustancia sólida y le hizo gracia que él se sintiera tan fastidiado porque el bastardo se había apropiado de ella.

Con un ojo amoratado y una mandíbula hinchada, Hlynn servía tímidamente ale a los normandos y daba un respingo cuando ellos le ladraban órdenes o estiraban una mano para acariciarle groseramente un pecho o las nalgas. Había reparado su ropa por medio de un trozo de cordel, y los hombres se divertían apostando entre ellos quién sería el primero en romperlo. La temerosa muchacha, que no entendía el idioma de los invasores, y, por lo tanto, no estaba enterada de la apuesta, cayó inadvertidamente en más de una trampa que le tendieron los normandos entre fuertes risotadas.

Maida parecía despreocuparse de las penurias de la muchacha y se interesaba más en los restos de comida que les eran arrojados a los perros debajo de las mesas. A veces Aislinn la sorprendía llevándose a la boca un bocado robado, y su propio apetito mejoraba muy poco al saber que su madre estaba pasando hambre.

El vestido reparado de Hlynn resistió hasta que la comida estuvo casi terminada, pero Ragnor, presa de amargada frustración, descargó su ira sobre la infortunada muchacha. La aferró brutalmente, cortó el cordel con su daga, levantó los tiernos pechos y apretó su cruel boca contra la carne joven, ignorando la resistencia aterrorizada y las lágrimas de la desdichada.

A Aislinn se le revolvió el estómago y tuvo que apartar la vista, recordando a esos mismos labios ardientes contra sus propios pechos. No levantó la mirada cuando él traspuso la puerta cargando a la muchacha, y se estremeció involuntariamente. Después de un momento, alzó la cabeza, recobrada parte de su compostura, y se encontró con los ojos de Wulfgar. Débilmente, tomó su copa de vino y bebió, semiaturdida.

—El tiempo tiene alas veloces, Aislinn —comentó él, sin dejar de observarla—, ¿Es tu enemigo?

Ella no quiso encontrarse con su mirada. Comprendió la alusión de él. Como Ragnor, estaba empezando a aburrirse con el festín y ahora pensaba en otro entretenimiento.

—Repito, damisela, ¿el tiempo es tu enemigo?

Aislinn se volvió y vio sorprendida que él estaba inclinado hacia ella, tan cerca que sintió su cálido aliento en la mejilla. Sus ojos, ahora casi azules, parecían hundirse profundamente en los de ella.

—No —respondió, respirando entrecortadamente—. No lo creo.

—¿No me temes?-preguntó Wulfgar.

Aislinn meneó valientemente la cabeza y agitó los rizos brillantes.

—No temo a ningún hombre. Sólo temo a Dios.

—¿Y Él es tu enemigo? —insistió el normando.

Ella tragó y miró hacia otro lado. ¿Qué clase de Dios permitía que estos hombres de Normandía invadieran sus hogares? Pero a ella no le correspondía cuestionar un razonamiento tan grande como el Suyo.

—Ruego que no —replicó Aislinn—. Porque Él es mi única esperanza. Todas las otras me fallaron. —Levantó altanera el mentón.— Se dice que vuestro duque es un hombre devoto. Teniendo el mismo Dios que nosotros, ¿por qué ha matado él a tantos de nosotros para conseguir el trono?

—Eduardo y Haroldo le prometieron que sería suyo, que le pertenecería. Fue solamente cuando Haroldo se encerró con el rey moribundo que vio una posibilidad para él y proclamó que las últimas palabras de Eduardo fueron que él debía recibir la corona. No hubo pruebas de que mentía, pero... —Wulfgar se encogió de hombros.— Por derecho de nacimiento, es la corona de Guillermo.

Aislinn se volvió y lo miró fijamente.

—¿El nieto de un vulgar curtidor? Un...

Se detuvo espantada, comprendiendo que casi lo había dicho.

—¿Un bastardo, damisela? —completó Wulfgar por ella y la miró con expresión de interrogación. Sonrió torvamente—. Una desgracia que cae sobre muchos de nosotros, lamento decir

Con las mejillas encendidas, Aislinn bajó prudentemente la mirada para eludir a esos ojos demasiado perspicaces. El se irguió en su silla. —Hasta los bastardos son humanos, Aislinn. Sus deseos y sus necesidades son como los de los otros hombres. Un trono es tan atrayente para un hijo ilegítimo que para uno bien nacido, quizá todavía más.

Se puso de pie, la tomó de un brazo y la hizo levantarse. Enarcó una ceja y en sus ojos hubo un brillo divertido cuando sus manos rodearon la estrecha cintura de ella y apretaron ese cuerpo turgente y suave contra el cuerpo duro y más grande de él.

—Hasta ansiamos ser consolados y reconfortados. Ven, amor, tengo necesidad de domar a una fierecilla. Estoy cansado de hombres y de pelear. Esta noche quiero entretenimientos más galantes.

Ella respondió a la broma de él con una mirada cargada de veneno, y antes que sus labios pudieran abrirse para replicar, un grito fuerte y furioso resonó en el salón.

Aislinn se volvió y vio que Kerwick cargaba hacia ellos con una daga en la mano. Su corazón dio un salto y sólo pudo permanecer paralizada, aguardando el ataque. No podía saber si Kerwick trataba de matarla a ella o a Wulfgar. Ella gritó y Wulfgar la empujó detrás de él y se dispuso a resistir el ataque de Kerwick con las manos desnudas. Pero Sweyn, que no confiaba demasiado en nadie, había estado vigilando estrechamente al joven sajón y ahora actuó velozmente. Levantó un brazo y golpeó a Kerwick con tanta fuerza que lo arrojó cuan largo era al suelo. Con una pesada bota, el vikingo apretó la cara del joven contra los juncos que cubrían las losas y le quitó fácilmente la daga, que arrojó contra la pared. El nórdico levantó su hacha de batalla para cortarle la cabeza y Aislinn gritó horrorizada.

—¡No, por Dios, no!

Sweyn la miró y todos los ojos del salón se volvieron hacia ellos. Aislinn se tomó de Wulfgar, estremecida por sollozos histéricos, y aferró su chaqueta de cuero.

—¡No, no! ¡No deben hacerle daño! ¡Perdonadlo, os lo ruego!.

Maida se adelantó y acarició la espalda de su hija, lloriqueando de miedo.

—Primero mataron a tu padre, ahora matarán a tu prometido. No te dejarán a ninguno.

Wulfgar dio media vuelta para enfrentar a la mujer y Maida gritó y retrocedió asustada, bajo esa mirada feroz.

—¿Qué dices, vieja? ¿Él es su prometido? —preguntó.

Maida asintió, aterrorizada.

—Sí. Pronto iban a casarse.

La mirada de Wulfgar fue de Aislinn al joven sajón y después se detuvo, acusadora, sobre la muchacha. Finalmente, se volvió hacia Sweyn, que aguardaba.

—Llévalo con los perros y encadénalo allí —ladró—. Mañana me ocuparé de él.

El vikingo asintió, obligó a Kerwick a ponerse de pie tomándolo de la espalda de la túnica y por un momento lo levantó completamente del suelo.

—Ten la seguridad, pequeño sajón —rió por lo bajo el nórdico—, que esta noche te ha salvado una muchacha. Tienes una buena estrella que te protege.

Aislinn, presa de incontrolable pavor, temblaba violentamente, pero observó solemnemente mientras Kerwick era arrastrado hasta el fondo del salón, donde estaban los podencos. Allí fue arrojado entre los canes, que empezaron a ladrar y a tirarse dentelladas unos a otros. En la confusión, nadie vio que Maida ocultaba apresuradamente su daga entre sus vestiduras.

Aislinn se volvió a Wulfgar.

—Estoy en deuda con vos —dijo suavemente, con voz trémula pero más fuerte por el alivio que sentía.

Él gruñó.

—¿De veras? Bueno, en un momento veremos cómo eres de agradecida, realmente. Me insultaste y te volviste furiosa contra mí cuando concedí tu pedido de un sacerdote. Me mientes y declaras que ese mequetrefe no es nada importante para ti. —Rió despectivamente.— Hubiera sido mejor que tú me dijeras que era tu prometido en vez de dejar que la vieja bruja me diera la noticia.

La cólera de Aislinn se encendió nuevamente.

—Mentí para que no lo matarais —replicó acaloradamente—. Es vuestra costumbre, ¿verdad?

Los ojos grises de Wulfgar se pusieron oscuros y tormentosos.

—¿Me crees tonto, damisela, para matar tan fácilmente a esclavos valiosos? Pero seguramente, él habría encontrado la muerte si la vieja no me hubiese dicho que era tu prometido. Por lo menos, sabiendo eso, puedo comprender el motivo de su tonta acción.

—Ahora lo habéis perdonado, ¿pero qué sucederá mañana? —preguntó ella, angustiada.

El se encogió de hombros.

—¿Mañana? Veremos lo que me sugiere mi fantasía. Quizá una danza colgado de una horca, o algún otro entretenimiento.

A Aislinn se le contrajo el corazón. ¿Habría salvado a Kerwick de una muerte rápida para verlo colgado o torturado para diversión de los normandos?

—¿Qué estarías dispuesta a dar por su vida? ¿A ti misma? Pero esto no es justo. Yo no sé lo que estaría recibiendo en cambio. —Wulfgar la tomó de la muñeca. —Ven, lo veremos.

Aislinn trató de zafarse pero los dedos de él se apretaron alrededor de su brazo y aunque ella no sintió dolor bajo el contacto, le fue imposible liberarse.

—¿Temes no valer lo suficiente para salvar una vida? —preguntó él, burlón. Aislinn se resistió sólo levemente cuando él la arrastró subiendo las escaleras de piedra. Wulfgar despidió al guardia que permanecía junto a la puerta de la habitación, abrió y la empujó adentro. Cerró y atrancó la puerta tras de ellos, cruzó sus brazos sobre el pecho y se apoyó en la pared. Una sonrisa bailoteó en sus labios.

—Espero, damisela. —Su mirada midió cada una de las curvas redondeadas del cuerpo de ella. —Ansiosamente. Aislinn se sostuvo con dignidad.

—Tendréis que esperar mucho tiempo, señor mío —dijo ella desdeñosamente—. Yo no hago la meretriz.

Wulfgar sonrió lentamente.

—¿Ni siquiera por el pobre Kerwick? Lástima. Por la mañana, él seguramente deseará que tú lo hubieses hecho.

Aislinn lo fulminó con la mirada y lo odió con todo su ser.

—¿Qué deseáis de mí?

El se encogió lentamente de hombros.

—Sería un comienzo adecuado ver el valor de lo que recibo a cambio. —Sonrió.— Estamos completamente solos. No seas tímida.

Los ojos de Aislinn relampaguearon.

—¡Sois detestable!

La sonrisa de él se acentuó.

—Pocas mujeres han dicho tanto, pero tú no eres la primera.

Aislinn miró desesperada a su alrededor, buscando algún objeto para arrojarle.

—Vamos, Aislinn —dijo él, amenazante—. Estoy poniéndome impaciente. Veamos cuánto vales.

Ella golpeó el suelo con su pequeño pie.

—¡No! ¡No! ¡No! ¡Yo no haré la prostituta!

—Pobre Kerwick —suspiró él.

—Os odio —gritó ella.

El no pareció preocuparse.

—Tampoco yo tengo mucho amor por ti. Detesto a las mujeres mentirosas.

—Entonces, si me detestáis, ¿por qué esto? —preguntó ella.

Wulfgar rió por lo bajo.

—No tengo que amarte para acostarme contigo. Te deseo. Eso basta.

—¡No para mí! —gritó ella, sacudiendo furiosamente la cabeza.

Los hombros de Wulfgar se estremecieron de risa.

—No eres virgen. ¿Qué diferencia hace un hombre más?

Aislinn tartamudeó de furia.

—He sido tomada una vez en contra de mi voluntad —estalló—. Eso no significa que sea una ramera.

Él la miró debajo de sus cejas unidas.

—¿No siquiera por Kerwick? —preguntó, en tono provocativo.

Aislinn ahogó un sollozo y se volvió, presa de impotente frustración. Permaneció temblando de ira y de odio, atemorizada, pero enfurecida por el tono burlón de él. Lentamente desabrochó su vestido y lo dejó caer al suelo. Una lágrima se deslizó por su mejilla. La enagua siguió al vestido y quedó formando un montoncito alrededor de sus tobillos esbeltos.

Oyó acercarse a Wulfgar, quien se detuvo ante ella. Sus ojos la quemaron y parecieron marcarla a fuego donde se posaban, mientras su mirada viajaba lentamente hacia abajo y enseguida ascendía morosamente por su cuerpo, midiendo cada suave, espléndida curva, con una intensidad que parecía dejarla sin aliento. Aislinn se sostuvo, orgullosa, enhiesta, odiándolo, aunque sintiendo que una extraña excitación se encendía en el interior de su cuerpo joven cuando este hombre la mirada con fijeza.

—Sí, eres hermosa —dijo Wulfgar, y estiró una mano para tocar un pecho bien redondeado. Aislinn endureció su cuerpo, pero con vergüenza y sorpresa sintió una oleada de placer que se extendía debajo de la mano cálida.

Él pasó un dedo hacia abajo, entre los pechos, en dirección a la esbelta cintura. Ciertamente, ella era hermosa, de miembros largos, cuerpo delgado aunque con pechos maduros y llenos, y delicadamente coloreados. Se erguían ansiosos de las caricias de un hombre.

—¿Os parece que valgo lo que la vida de un hombre? —preguntó ella sarcásticamente.

—Sin duda —replicó él—. Pero ese nunca ha sido el caso.

Aislinn lo miró desconcertada y él sonrió lentamente con los ojos.

—La deuda de Kerwick no es tuya. La vida le pertenece a él. Yo se la he dado. Sí, sufrirá un castigo por haberse atrevido a tanto. Pero nada que tú hagas podrá cambiar lo que he reservado para él.

Aislinn se puso lívida de furia y trató de golpearlo, pero Wulfgar la tomó de la muñeca y la apretó con fuerza contra él. Rió perversamente de ella y ella siguió tratando de liberarse. Aislinn sintió las manos en contacto con su cuerpo, tocándola momentáneamente aquí y allá, en un intento de someterla, y él pareció disfrutar intensamente con la resistencia. La miró a los ojos y sonrió.

—Mi arpía feroz, vales muy bien la vida de un hombre, aun si estuvieran en juego todos los reinos de la tierra.

—¡Bribón! —gritó ella— ¡Miserable patán! Vos... vos... ¡bastardo! Su mano la apretó como una tenaza de hierro y su sonrisa se borro. La estrechó con tanta fuerza que sus cuerpos parecieron fundirse en uno solo Aislinn jadeó y abrió la boca de dolor, y debió morderse los labios para no gritar. Sus muslos estaban atrapados entre los de Wulfgar, y ella sintió el deseo encendido de él. La cabeza parecía darle vueltas y solo pudo gemir de dolor en ese abrazo cruel.

—Recuerda una cosa, damisela —dijo fríamente Wulfgar—. No tengo mucha necesidad de mujeres, y menos de una mentirosa. La próxima vez que me mientas, sufrirás una vergüenza tan grande como no has sufrido jamás.

Con eso, la aparcó de un empujón y ella cayo al suelo, a los pies de la cama, y quedó temblando, con el cuerpo dolorido y sumamente avergonzada. Aislinn lo oyó moverse, levantó la vista y vio que él levantaba un trozo de cadena que su padre había usado para atar a los perros. Cuando él se le acercó con la cadena, ella se encogió de terror, ¿Tal vez sus palabras lo habían ofendido y ahora él la golpearía como venganza? ¿Qué había buscado ella al tratar de huir de las garras de Ragnor? Él la mataría, estaba segura de eso. Su corazón le palpitaba en los oídos, y cuando él se inclinó sobre ella, soltó una exclamación y salto pateándolo para tratar de huir de las manos tendidas de él. Pero el dejo la cadena y salió tras ella.

—No —gritó ella y lo eludió pasando debajo del brazo de él.

Pasó junto a él como una flecha y corrió hacia la puerta. Sus dedos trataron de levantar la tranca, pero aún cojeando por su pierna herida, Wulfgar era rápido y enseguida la alcanzó y quedo detrás de ella amenazador. Aislinn casi pudo sentir el aliento de él en su cuello. Con un grito, se apartó de la puerta y fue hasta el hogar, mientras su mente funcionaba frenéticamente, tratando de encontrar la forma de engañarlo Pero, horrorizada, notó que su pie se enganchaba en el borde de la piel de lobo tendida ante el fuego. Tropezó. Antes que pudiera recuperar el equilibrio, él la atrapó y la rodeó con sus brazos. Cuando caían él retorció su cuerpo de modo que ella quedó encima de él. El impacto de la caída le produjo un fuerte dolor en la pierna herida. Aislinn no tuvo tiempo de preguntarse si él se había puesto debajo de ella deliberadamente para impedir que ella se golpeara contra el suelo, porque estaba demasiado ocupada tratando de escapar. Agito los miembros tratando de liberarse y después giró entre los brazos de él, para presentar un ataque frontal. Vio la inutilidad de sus esfuerzos cuando él rió y la inmovilizó contra el suelo, debajo de él.

—¡Dejadme! —exclamó ella, meneando la cabeza de un lado a otro. Temblaba descontroladamente, haciendo entrechocar sus dientes, pero no era de frío porque el calor del fuego casi le abrasaba la piel. Aunque sintió la mirada de él fija en su cara se resistió a mirarlo y mantuvo los ojos cerrados.

—¡Dejadme ir, por favor!

Con sorpresa para ella, él se levantó y la hizo ponerse de pie. Miró su cara llorosa con una sonrisa torcida, estiró una mano para acariciar un rizo rebelde que caía sobre la mejilla de ella. Aislinn cruzó los brazos delante de ella para ocultar su desnudez y le devolvió la mirada en silencio, sintiéndose dolorida y golpeada.

Wulfgar rió, le tomó una mano entre las suyas y la llevó nuevamente a uno de los extremos de la cama. Levantó la cadena. Aislinn trató de alejarse y soltó un sollozo sin lágrimas, pero él la empujó al suelo. Allí, con gran sorpresa de parte de ella, él aseguró un extremo de la cadena a la cama y el otro alrededor del tobillo de Aislinn. Ahora ella lo miró, completamente desconcertada. Al mirarla a la cara, él notó la confusión y las aprensiones de ella y sonrió.

—No tengo deseos de perderte cómo te perdió Ragnor —dijo en tono burlón—. Ya no hay valientes y tontos sajones para que sepultes, por lo tanto dudo que permanezcas en Darkenwald si te dejo en libertad mientras yo descanso. La cadena es larga y te permite bastante libertad de movimientos.

—Sois sumamente magnánimo, milord —dijo ella, con la cólera imponiéndose nuevamente a sus temores—. No tenía idea de que vuestras fuerzas fueran tan escasas que debíais encadenarme para poder someterme y vejarme.

—Así se ahorran energías —dijo él, riendo—. Y veo que necesitaré todas las energías que pueda reunir para domar a la fierecilla.

Se incorporó y volvió junto al hogar, donde empezó a desvestirse, dejando prolijamente sobre una silla las prendas que se quitaba. Aislinn lo observó pensativa, acurrucada desnuda sobre el frío piso de piedra. Vestido solamente con sus calzas, él miró fijamente las llamas, con expresión pensativa, ausente, y rascándose suavemente el muslo, como si quisiera calmar el dolor. Ella notó que, una vez en la habitación, él cuidaba casi imperceptiblemente su miembro herido.

Aislinn suspiró, apoyó el mentón en las rodillas y se preguntó distraídamente por todas las batallas en las que él debía de haber tomado parte. Una larga cicatriz cruzaba el bronceado pecho, como si alguien lo hubiera golpeado con el canto de una espada. Varias cicatrices más pequeñas marcaban su cuerpo, y los músculos, debajo de la piel tostada por el sol, hablaban de una vida dura y rigurosa y de mucho tiempo pasado blandiendo una espada y montado en un caballo. Era fácil advertir que él no era un hombre ocioso y aún menos difícil adivinar la razón por la cual ella no lo había eludido. Su cintura era fina y su vientre duro y plano, las caderas estrechas y las piernas largas y bien formadas debajo de las calzas de punto.

Ahora, en esa luz vacilante, él pareció súbitamente cansado y demacrado y Aislinn casi pudo sentir el agotamiento que se abatía sobre ese cuerpo musculoso. Experimentó un fugaz asomo de compasión por este enemigo normando al comprender que él se mantenía todavía en pie solamente por pura fuerza de voluntad.

Wulfgar suspiró y estiró sus músculos cansados. Después se sentó, se quitó las calzas y las dejó junto con las otras prendas. Cuando se volvió para mirar a Aislinn, ella sintió que se le cerraba la garganta, porque el espectáculo de la desnuda virilidad de él hacía que, una vez más, sus temores subieran a la superficie. Se encogió y trató de retirarse y de cubrir su desnudez. Al ver los movimientos de ella, Wulfgar se detuvo como si recordara su presencia y leyera el temor reflejado en esos ojos color violeta elevados hacia él. Arrugo su frente bronceada y sus labios se curvaron burlones cuando se acercó a la cama, de donde tomó varias pieles de lobo. Se las arrojó a ella.

—Buenas noches, amante —dijo simplemente él.

Hubo un tremendo desconcierto y además un intenso alivio en la expresión de ella, cuando lo observó durante un momento. Después, rápidamente, se cubrió para protegerse del frío y se acomodó, agradecida, sobre el duro piso de piedra.

Wulfgar sopló las velas y se tendió en el medio del lecho de los padres de ella. Pronto su respiración regular y tranquila llenó la habitación. Aislinn se acurrucó entre las pieles y sonrió, contenta