11

WULFGAR se irguió sobre su silla de montar y sus ojos penetrantes corrieron lentamente la campiña. Ráfagas violentas, heladas, apretaban con más fuerza la capa de lana alrededor de su cuerpo musculoso y sus mejillas le ardían por el frío cortante. El cielo, encapotado, no daba color a los pardos y grises invernales de los bosques y campos. Detrás de él, los caballeros Gowain, Melbourne y Beaufonte aguardaban con los otros bajo sus órdenes, dieciséis hombres de armas, siempre listos con sus largos arcos, lanzas y cortas espadas. Bajo la protección de los árboles, el carro cubierto en que llegaran Gwyneth y Bolsgar subía lentamente la cuesta, cargado con alimentos para los hombres y granos para añadir al forraje obtenido a lo largo de la ruta. Bowein, un sajón anciano pero vigoroso que había regresado del servicio de Haroldo para encontrar su hogar y sus campos arrasados, había aceptado de buen grado el ofrecimiento de una nueva casa a cambio de su alianza y ahora insultaba a los caballos en un lenguaje pintoresco, que era extraño pero no totalmente desconocido para muchos de los normandos que cabalgaban a su lado.

La perspicacia de Wulfgar lo había llevado a organizar un grupo fuerte, pero móvil. Había estudiado largamente las costumbres de un ejército y decidido hacer montar a todos sus hombres, mientras que la mayoría de los caballeros y nobles preferían cabalgar solamente ellos, al tiempo que los soldados armados con arcos, espadas livianas y lanzas actuaban como infantería del ejército. El no creyó conveniente que sus hombres anduvieran a pie sobre el rocoso suelo de Inglaterra. A quienes iban con él los proveyó de caballos y ellos lo acompañaban de ese modo y se apeaban y actuaban como soldados de infantería cuando empezaban las batallas.

Durante las semanas que Wulfgar permaneció en Darkenwald, Guillermo tuvo que aguardar que regresara el grueso de sus hombres. Durante aproximadamente un mes no pudieron marchar debido a una enfermedad desconocida en sus ejércitos, la cual, en este caso, no perdonó ni al mismo Guillermo. Los hombres debieron permanecer en un campamento, cerca de una profunda trinchera. Como el grupo de Wulfgar no había contraído esa enfermedad, él debió encargarse de hacer un amplio reconocimiento para ver que ningún ejército sajón se reuniera en el sur o el oeste. Generalmente, le tocó cabalgar lejos del cuerpo principal del ejército para asegurar las aldeas, pueblos y localidades más pequeñas que pudieran unirse contra los normandos. Lo hizo muy bien y a los suyos les fue mejor manteniéndose lejos del grueso de los hombres; su comida era de mejor calidad y sus caballos podían pacer en praderas más suculentas.

Ahora su posición estaba bien al oeste de Londres, en las colinas boscosas, cerca del punto de donde debería regresar. La mayor parte del tiempo habían viajado sin ser vistos y haciendo sentir lo menos posible su presencia. Todo parecía tranquilo a su alrededor, pero mientras Wulfgar continuaba observando el terreno, un grupo de tres caballeros apareció cabalgando entre las colinas.

Wulfgar se volvió e indicó a Milbourne y Gowain que se acercaran y ordenó a los otros hombres que aguardaran, pero que tuvieran a mano sus arcos y espadas, porque ignoraba qué fuerza podría estar oculta en el grupo de árboles.

Con los dos caballeros mencionados, bajó la colina hacia el valle, hacia donde estaban los otros tres. Un grito atrajo la atención y cuando se volvieron y vieron al grupo de Wulfgar, los tres desconocidos blandieron sus lanzas y mostraron sus escudos, los cuales los sindicaban como ingleses y, por lo tanto, enemigos de Guillermo. Los tres se prepararon para el enfrentamiento. Cuando Wulfgar estuvo lo bastante cerca para que sus hombres empezaran a preocuparse, se detuvo y aguardó un momento, a fin de darles tiempo para que vieran sus escudos y blasones.

—Yo soy Wulfgar, de los hombres de Guillermo —dijo con voz autoritaria—. Por vuestros colores, veo que sois hombres de Rockwell. Debo ordenaros que os rindáis, porque nosotros estamos contra él y él no ha prestado juramento de lealtad a Guillermo.

El caballero de más edad de los tres lo enfrentó directamente y respondió al desafío con palabras igualmente decididas.

—Yo soy Forsgell, y no acato a ese duque normando. He jurado servir con mi espada y mi lanza a un lord sajón leal, y con la ayuda de Dios expulsaremos a los invasores de nuestra tierra. No aceptaremos otro rey que no sea el que acatamos.

—Entonces debemos luchar —replicó Wulfgar. Señaló a sus hombres que aguardaban más arriba—. Ellos no tomarán parte, porque vosotros sois caballeros, juramentados por el honor de la cruz que lleváis.

Con esas palabras, hizo girar a su caballo y se alejó unos pocos pasos.

Ahora, todos empuñaron firmemente sus lanzas, y con un grito, azuzaron a sus caballos, tres contra tres. El caballo de Wulfgar cargo haciendo temblar el suelo con sus cascos, y con los músculos palpitantes por el esfuerzo. Conocía la sensación de la batalla tan bien como su amo. Wulfgar apretó los flancos con sus rodillas y se lanzó al combate. El caballero de más edad lo esperó de frente y los dos chocaron con un ruido ensordecedor. El primer encuentro no tuvo consecuencias y los caballos dieron media vuelta y nuevamente se lanzaron uno contra otro. Esta vez, el mayor peso de Wulfgar se hizo sentir, porque la lanza dio contra el escudo del otro y lo aplastó contra su hombro, antes que su lanza pudiera tocar al normando. El sajón perdió lanza y escudo pero se mantuvo firmemente en su silla. Su brazo izquierdo estaba adormecido pero su caballo seguía respondiendo a sus rodillas. Wulfgar aguardó para darle respiro. El hombre desenvainó gallardamente su espada con la mano derecha y volvió a espolear a su caballo.

Wulfgar arrojó a un lado su espada y su escudo y desenvainó la hoja larga y brillante que tantas veces había sostenido su honor. Sin que lo tocaran, su caballo saltó hacia adelante.

Las hojas se encontraron y ahora fue notoria la diferencia de los caballos, pues el de Wulfgar siempre se mantuvo de frente al otro, sin volverse nunca, sin dejar de embestir, empujando con su pecho musculoso al caballo más débil, hasta hacerlo tambalearse y agitar las patas para no caer.

La espada de Wulfgar cayó sobre la armadura y la hoja del otro caballero. Un golpe a la cabeza y la sangre empezó a gotear lentamente del yelmo del sajón y su brazo se volvió pesado y torpe. El hombre meneó la cabeza y trató de levantar el otro brazo, pero el mismo colgaba adormecido a su costado. Ahora, todo lo que pudo hacer fue dirigir su espada hacia Wulfgar y espolear a su caballo una vez más. Pero la espada de Wulfgar siguió golpeando y su caballo empujando con fuerza cada vez mayor. Finalmente, Wulfgar tomó su espada con las dos manos, y con su potente grito de guerra, golpeó con todas sus fuerzas. La hoja quebró la espada del otro y se le clavó en un hombro. El caballero ya no pudo levantar ningún brazo y quedó completamente indefenso. Wulfgar hizo retroceder a su caballo y el hombre no pronunció palabra sino que se limitó a asentir con la cabeza. Se rindió, y Wulfgar ganó su batalla.

Wulfgar se volvió hacia los otros y pronto esos combates también terminaron. Ahora, tres caballeros fueron capturados, despojados de sus armas y escudos, de modo que no quedaron ya obligados por su juramento, sino que se convirtieron en prisioneros que serian enviados a Guillermo para que él dispusiera.

Así, Guillermo pudo avanzar sin ser molestado y sin que lo precedieran noticias de su marcha. Muchos castillos y fortalezas despertaron una mañana para comprobar que durante la noche, sin previo aviso, habían sido rodeados. La visión de ese vasto ejército cubriendo las colinas circundantes y aguardando la señal de atacar hacía que los defensores buscaran rápidamente llegar a un acuerdo en términos favorables.

Wulfgar continuó cabalgando. El cielo se puso gris y pronto las nubes fueron esfumadas por una llovizna. Hilillos de agua fría empezaron a correr por su cuello y sus calzas. Las sillas de montar quedaron empapadas y mantenerse bien montado requería constante atención. Sin embargo, si bien traía incomodidad, la lluvia también tuvo sus ventajas, porque apagó el espíritu animoso de los hombres, que de ese modo no sintieron deseos de cantar, ni gritar, ni siquiera hablar. Siguieron cabalgando en silencio, doblemente alertas, porque sabían que podrían ser fácilmente sorprendidos por fuerzas que surgieran de la penumbra que los rodeaba.

Wulfgar se detuvo y levantó una mano. Adelante de ellos se oían furiosos insultos. A su señal, los soldados se apearon y entregaron sus caballos a los pajes. Silenciosamente, prepararon sus arcos con sus flechas de madera de sauce endurecida. Los arcos, las cuerdas y las flechas estaban bien engrasados y protegidos por fundas de cuero aceitado, porque Wulfgar conocía muy bien la humedad que hay en invierno en estas islas.

Sus caballeros empuñaron las lanzas y avanzaron lentamente delante de los soldados de a pie. Un pequeño torrente cruzaba el camino en un punto bajo y normalmente los viajeros hubieran tenido que mojar apenas los cascos de sus caballos para cruzarlo, pero ahora era un pantano de varios metros de ancho y en el medio había un carro de cuatro ruedas en el que iban cuatro niños y dos mujeres. Dos hombres y un mocetón se esforzaban en las ruedas enlodadas, mientras la mayor de las mujeres exigía a una pareja de cansados caballos que redoblaran sus esfuerzos. Un hombre a quien le faltaba el brazo izquierdo, dio un paso atrás y maldijo hasta que sus ojos cayeron sobre los cuatro caballeros que lo apuntaban con sus lanzas. Su súbito silencio atrajo la atención de los demás y a oídos de Wulfgar llegaron exclamaciones de sorpresa.

Wulfgar espoleó al caballo y consideró un momento la situación, antes de hacer señas a sus hombres de que se quedaran tranquilos. No había ninguna amenaza en estos siervos empapados.

Wulfgar se acercó hasta que su lanza casi tocó en el pecho al hombre de más edad.

—Os pido que os rindáis, porque el día es desapacible y no adecuado para morir.

Habló serenamente, pero el tono de su voz contuvo más amenazas que sus palabras. El hombre de un solo brazo abrió la boca y asintió, aunque sus ojos no se apartaron de la punta de la lanza. Del carro llegaron ruidos y el bien entrenado caballo se volvió por su propia voluntad para enfrentar a esta posible amenaza.

En el carro, un muchachito luchó hasta que levantó una enorme espada de ancha hoja, casi tan alta como él.

—Yo lucharé con vos, normando —sollozó el muchachito, con los ojos llenos de lágrimas—. Yo lucharé con vos.

—¡Miles! —exclamó la más joven de las mujeres y saltó del carro. Se apoderó del muchacho y trató de calmarlo, pero él la hizo a un lado y enfrento valientemente a Wulfgar bajo la lluvia.

—Vosotros matasteis a mi padre —declaró el muchacho—. Pero yo no os temo, no tengo miedo de luchar con vosotros.

El alto caballero miró los ojos del muchacho y encontró allí algo del fiero coraje de su propia juventud. Wulfgar puso su lanza vertical, extendió sobre ella su estandarte con su escudo de armas y sonrió con expresión tolerante.

—No dudo de que lo harías, muchacho. Inglaterra y Guillermo tendrán necesidad de valientes como tú, pero por el momento yo estoy muy ocupado con los asuntos del duque, de modo que no estoy en libertad de batirme a duelo.

La mujer que trataba de retener al muchacho pareció tranquilizarse y levantó hacia el caballero normando una mirada llena de gratitud.

Wulfgar se dirigió a los hombres.

—¿Quiénes sois vosotros y hacia dónde os dirigís? —preguntó.

El de más edad se adelantó.

Yo soy Gavin, el herrero. Era arquero y fui a luchar al lado Haroldo en el norte, contra los noruegos, y allí perdí mi brazo. —Se volvió y señaló a las mujeres en el carro. —Esa es mi esposa, Miderd, y esa otra es Haylan, mi hermana viuda. —Apoyó su única mano en el hombro del muchacho que tenía a su lado. —Este que habló contigo es el hijo de Haylan, Miles. Los otros niños son míos y el hombre es mi hermano Sanhurts. Andamos en busca de un nuevo hogar, puesto que los normandos nos han quitado el nuestro.

Mientras el hombre hablaba, Wulfgar notó la palidez de su cara y una mancha roja donde la manga vacía estaba anudada. Su mirada pasó al hombre más joven, quien era de baja estatura pero de cuerpo fuete y musculoso.

—El pueblo de Darkenwald... —dijo Wulfgar, observando a los dos—. ¿Lo conocéis?

—El nombre es familiar, milord —repuso cautamente el más joven.

—Sí, es conocido —interrumpió Gavin—. El viejo lord que vive allí pasó una vez por nuestra aldea. Era un hombre contradictorio. Quiso que yo herrara una yegua que había comprado para su hija pero no toleró ninguna demora porque quería regalársela ese mismo día para celebrar la fiesta de San Miguel. Se jactó de que ella podía cabalgar tan bien como cualquier hombre, y debió de ser así milord, porque la yegua que compró era briosa y fogosa.

Wulfgar se puso ceñudo cuando recordó las acusaciones de Gwyneth, reflejadas en las palabras del hombre.

—Sí, la yegua era briosa como la muchacha, pero eso ahora no tiene importancia. Si quieres, puedes ir a vivir a Darkenwald y establecer allí tu hogar. Hay necesidad de un herrero.

Gavin lo miró mientras la lluvia caía sobre su cara.

—¿Me enviáis a un condado sajón? —preguntó.

—El anciano ya no vive —repuso Wulfgar—. Yo retengo la aldea para Guillermo hasta el momento que Inglaterra sea suya, entonces el feudo será mío. —Señaló a Sanhurst— Él vendrá conmigo y su obligación será cuidar mis espaldas. Si lo hace bien, regresará para ver establecida a tu familia.

Los sajones intercambiaron miradas inquisitivas entre ellos, hasta que Gavin se adelantó.

—Perdonad, milord, pero no estamos buscando servir a los normandos. Todavía encontraremos un lugar donde podamos ser nuestros propios amos.

Wulfgar se acomodó en su silla y los miró fijamente.

—¿Creéis que llegaréis lejos con los normandos recorriendo todo el país? —Miró a cada uno a la cara y vio incertidumbre— Os daré mi estandarte. Ninguno de los hombres de Guillermo os hará daño si le enseñáis esto. —Señaló el brazo de Gavin.— En Darkenwald, también hay alguien que sabe mucho de las artes de curar. Ella es la hija del viejo lord y se ocupará de vuestra herida. Queda a elección vuestra si continuáis viaje y tratáis de encontrar otra aldea que esté aún en poder de los ingleses, pero os advierto que todos los pueblos serán tomados, porque Guillermo es el legítimo heredero al trono y está decidido a tenerlo.

Gavin se acercó a Sanhurst y los dos hablaron unos momentos en voz baja, hasta que el más joven asintió y se acercó a Wulfgar Se detuvo ante el enorme caballo y levantó la vista, mientras la lluvia le corría por la cara.

—Ellos irán a Darkenwald, milord, y yo iré con vos —dijo.

—Está bien—repuso Wulfgar.

Hizo girar a su caballo y fue donde Bowein aguardaba en el carro, inmediatamente detrás de los arqueros. Con una pocas palabras al viejo sajón, recibió una cuerda que el carretero sacó de debajo del asiento. Llevó la cuerda hasta el carro de los ingleses. Allí la ató a una anilla de la parte delantera y aseguró el otro extremo a la parte posterior de su silla de montar. Azuzó a su caballo hasta que la cuerda quedó tensa e hizo una seña a la mujer que sostenía las riendas. Ella gritó y los caballos más pequeños se esforzaron una vez más y tiraron de sus arneses. El semental de Wulfgar, que parecía saber lo que se le exigía, miró cansadamente hacia atrás, se inclinó y apoyó su peso, más varios centenares de libras de armadura y jinete, contra la cuerda. Sus monstruosos cascos parecieron hundirse más en el lodo, pero después volvieron a subir en una serie de fuertes, poderosas pisadas. El carro crujió, y con un chapoteo, las ruedas empezaron a girar, lentamente al principio, pero aumentando de velocidad, hasta que el vehículo llegó a la otra orilla del pantano. Los hombres de la familia chapalearon en el lodo y dieron las gracias a Wulfgar, mientras el resto de los hombres de armas se reunían con él. Bowein esperó hasta que el camino estuviera despejado y entonces cargó hacia el pantano a paso vivo del gran perdieron que arrastraba su carro y pronto estuvo del otro lado, sin haber tenido necesidad de detenerse.

La demora hizo que pronto la noche cayera sobre ellos, y Bowein habló de un denso bosque de las cercanías, que estaba en un recodo del río.

Wulfgar condujo a sus hombres a ese lugar, llevando consigo a los nuevos agregados, y pronto se estableció el campamento. Cerróse la oscuridad mientras seguía cayendo la lluvia. El viento frío gemía entre las ramas más altas de los árboles y arrancaba las últimas hojas empecinadas que se adherían tercamente a las ramas desnudas.

Wulfgar vio desamparo en los niños acurrucados alrededor del fuego y hambre en sus caritas flacas y crispadas, mientras masticaban las costras de pan mojado que la mujer de más edad medía cuidadosamente. Recordó su propio desamparo cuando, de niño, lo arrojaron de su hogar, y la confusión que sintió cuando comprendió, sentado con Sweyn junto a un fuego de campamento, que nunca más podría regresar a ese lugar de felices recuerdos, donde haba conocido el cariño de un hombre que súbitamente resultó no ser su padre.

Se volvió y ordenó a Bowein que trajera una larga pierna de puerco y que la cortara para la familia sajona, y que también les diera algo de pan más apetitoso que el que ellos tenían. Después sintió un calor dentro de su pecho cuando vio los ojos brillantes de los niños mientras comían lo que para ellos debía de ser un rico banquete, luego de semanas de hambre. Se alejó, pensativo, fue hasta la hoguera del campamento y se sentó bajo un árbol. Ignoró el frío de la tierra empapada, apoyó la cabeza en el tronco y cerró los ojos.

En su mente, lentamente apareció, abriéndose como una flor, un rostro nimbado de rizos de oro rojizo,, con ojos de oscuro color violeta, semicerrados, cargados de pasión, y labios tibios, entreabiertos, que trataban de besarlo en la boca. Abrió los ojos y los clavó por un tiempo en las resplandecientes ascuas del fuego, temeroso de volverlos a cerrar.

Wulfgar levantó la vista de las llamas y miró a Haylan, quien se acercaba. Al sentir que él la miraba, la mujer sonrió insegura como saludo y se envolvió más apretadamente los hombros en su capa para protegerse del frío de la noche. Wulfgar se preguntó cómo sería llevarse a esta mujer a lo más denso de la arboleda y tender su capa para acostarse con ella. Era bonita, con rizado cabello oscuro y ojos negros como el carbón. Quizás de ese modo podría arrancar a Aislinn de su mente, pero la posibilidad apenas le resultó interesante, con gran sorpresa de su parte. Empezó a preocuparse aún más, porque esa zorra de cabellos cobrizos que había dejado en Darkenwald lo excitaba todavía más en su ausencia que esta mujer que tenía adelante, al alcance de su mano, o que cualquier otra que se hubiera cruzado con él en sus andanzas, en realidad. Pensó que, si ella estuviera aquí, él se sentiría tentado de despedirla en forma destemplada, por la cólera que en este momento sentía. Hubiera querido hacerla llorar, que sufriera por el tormento que le causaba.

¡Ah, mujeres! Sabían bien cómo torturar a un hombre y ella no era diferente, excepto que era más hábil para hacer que un hombre la deseara. Aquella última noche que pasaran juntos había quedado grabada en su memoria con una nitidez y claridad que en todo momento casi le hacía creer que podía sentirla contra él y oler la suave fragancia de sus cabellos. Ella se le había entregado con un propósito y ahora que él estaba lejos, podía entender cuáles habían sido las intenciones de esa zorra. Hubiera querido maldecidla, decirle que era una perra, aunque ansiaba, al mismo tiempo, tenerla a su lado y poder tocarla cuanto quisiera. Oh, Señor, él odiaba a las mujeres, y creía que a ella más que a todas las demás, porque lo había hechizado y ahora se entrometía en todos sus pensamientos.

—Habláis muy bien la lengua inglesa, milord —dijo Haylan suavemente, ante el silencio de él—. Si no hubiera visto vuestro estandarte, os habría tomado por uno de los nuestros.

Wulfgar respondió con un gruñido y clavó la vista en el fuego. Por un momento, todo estuvo silencioso en el campamento. Los hombres de Wulfgar trataban de descansar sobre sus jergones mojados y la hierba húmeda, y de tanto en tanto se oía una maldición apagada en la oscuridad. Los niños se habían acomodado sobre el tosco piso de su carromato y ahora descansaban pacíficamente entre las pieles y las mantas gastadas.

Haylan carraspeó y nuevamente trató de romper el caviloso silencio de Wulfgar.

—Quiero agradeceros vuestra bondad para con mis hijos, señor. Miles es tan testarudo como lo era su padre.

—Valeroso muchacho —repuso Wulfgar distraídamente—. Como debió de ser tu marido.

—La guerra era como un juego para mi marido —murmuró Haylan.

Wulfgar la miró fijamente y se preguntó si había detectado un asomo de amargura en el tono de ella. Haylan lo miró a los ojos.

—¿Puedo sentarme, milord? —preguntó ella.

Él asintió y ella se sentó cerca del fuego.

—Yo sabía que llegaría el momento en que quedaría viuda —dijo quedamente—. Amaba a mi esposo, aunque él fue elegido por mi padre y yo no tuve oportunidad de opinar sobre el casamiento. Sin embargo, él vivía demasiado agresivamente y era descuidado con su vida. Si no hubieran sido los normandos, algún otro hubiese puesto fin a sus días. Ahora he quedado sola para alimentar a mi familia. —Miró a Wulfgar a los ojos.— No guardo rencor a su memoria, milord. Estoy resignada.

Wulfgar respondió con el silencio y ella sonrió y volvió la cabeza de modo de poder mirarlo más de cerca.

—Es extraño, pero vos tampoco actuáis como un normando, milord.

Wulfgar la miró inquisitivamente.

—¿Y cómo imaginas que son los normandos, mujer?

—Ciertamente, no espero bondad de ellos —explicó Haylan.

Él rió brevemente.

—Te aseguro, señora, que no tengo un rabo en punta y tampoco cuernos sobre mi cabeza. Ciertamente, si miras con atención verás que parecemos hombres normales, aunque algunas historias nos hacen quedar como demonios.

Haylan enrojeció y tartamudeó, en tono de disculpa.

—No quise ofenderos, milord. Ciertamente, os estamos agradecidos • por vuestra ayuda y la comida fue muy bienvenida. Hacía muchos meses que no probábamos buena carne y sabíamos lo que es tener la barriga llena. Ni siquiera nos atrevimos a encender fuego, por temor a atraer a los merodeadores.

Haylan tendió las manos hacia el fuego para calentárselas. Wulfgar observó sus movimientos y pensó en los finos dedos de Aislinn sobre su pecho y en la excitación que le producían con su mero contacto. Furioso consigo mismo por dejar que sus pensamientos volaran hacia | ella, se preguntó por qué su mente se empecinaba en concentrarse en esa muchacha mientras esta atractiva mujer que tenía a su lado seguramente no se opondría con mucha insistencia a compartir su jergón. Cuando él se propuso mostrarse encantador y persuasivo, algunas de las damas más altaneras y más renuentes se arrojaron a sus brazos, suspirando y complacientes, y esta Haylan no parecía excesivamente arrogante. Ciertamente, por la forma en que seguía mirándolo, se hubiera dicho que esperaba que él le propusiera acostarse con ella; además, siendo viuda, como decía ella, estaba resignada a la muerte de su marido. Sus palabras casi habían sido como una invitación para que él la tomara. Empero, mientras miraba el pecho henchido y las generosas caderas de la mujer, comprendió que prefería una figura más esbelta. Le sorprendió y desconcertó que Haylan no le resultara atractiva, cuando varios meses atrás la hubiera considerado digna de la más celosa atención. ¿Acaso la rara belleza de Aislinn había apagado su deseo por otras mujeres? Ante ese pensamiento, casi maldijo en voz alta. Que lo condenaran antes que representar el papel de un novio enamorado que le fuera fiel a su esposa. El se acostaría con todas las mujeres que le gustaran.

Con ese pensamiento, se levantó abruptamente sorprendiendo a Haylan, y la tomó de una mano para hacerla ponerse de pie. Los ojos oscuros de ella se agrandaron atónitos y sorprendidos cuando lo miraron, pero él señaló con la cabeza hacia los árboles, en una silenciosa respuesta. Ella se resistió vacilante, todavía ignorando cuáles eran las intenciones de él, pero cuando entraron en la profunda oscuridad de la arboleda dejó a un lado sus reservas y se apretó contra él con apasionado abandono.

Encontraron un roble envuelto en enredaderas, donde el techo de ramas y hojas formaba un refugio perfecto, tapizado por hojas secas. Él extendió su capa, se volvió, tomó a Haylan en brazos y la besó, una, dos, tres veces. La estrechó con fuerza y sus brazos parecieron aplastarla mientras sus manos le acariciaban la espalda. Su fiero ardor empezó a excitarla y ella empezó a responder con pasión similar, le echó los brazos al cuello y se irguió en puntas de pie para apretar su cuerpo contra el de él. Juntos, se tendieron lado a lado sobre la capa. Haylan estaba evidentemente bien familiarizada con los impulsos del cuerpo de un hombre y sabía cómo responder. Apartó su capa, apretó los muslos contra los de él y sus dedos se deslizaron debajo de su camisa para acariciarle el pecho musculoso. Con dedos ansiosos, Wulfgar soltó la cinta que sostenía la parte superior de la blusa campesina y liberó los pechos. Haylan ahogó una exclamación cuando él sepultó su cara entre las suaves curvas y la apretó con fiereza, haciéndola arquearse contra él. Pero en el calor del momento, Wulfgar perdió el control.

—Aislinn, Aislinn —murmuró roncamente.

Hubo una súbita rigidez en el cuerpo que tenía debajo y Haylan le apartó.

—¿Qué decís?

Wulfgar la miró fijamente y cayó en cuenta de que había nombrado a la otra. Haylan sintió, contra sus muslos, que el deseo de él se apagaba. Wulfgar también lo percibió, rodó de costado, gimió y se llevó las manos a los ojos.

—Oh, perra —gimió—. Me atormentas hasta cuando estoy con otra mujer.

—¿Qué decís? —estalló Haylan y se sentó—. ¿Perra? ¿Soy yo una perra? Muy bien, entonces que tu hermosa Aislinn calme la sed de tu virilidad. ¡Ella es una perra! ¡Ooohhh!

Se levantó furiosa, acomodó sus ropas y lo dejó con los pensamientos que se agitaban en su cerebro. Wulfgar oyó las pisadas de ella que volvían al campamento y en la oscuridad enrojeció por su fracaso. Se sintió como un muchacho virgen que acabara de fallar con su primera mujer. Levantó una rodilla, apoyó en ella un brazo y miró sin ver la oscuridad. Largo tiempo permaneció allí, cavilando sobre las locuras que cometen los hombres enfermos de amor. Sin embargo, no hizo ninguna admisión de su enamoramiento y por fin razonó y llegó a la conclusión de que su reacción se debía a la vida fácil y tranquila de Darkenwald.

—Me he vuelto blando —murmuró.

Levantó su capa y sacudió las hojas que habían quedado adheridas.

Pero cuando regresó lentamente al fuego, una cabellera de color cobrizo pareció rozar el fondo de su mente y él creyó sentir su perfume en el bosque que lo rodeaba. Cuando se tendió debajo del carro y se cubrió con su capa, curvó el brazo como si una cabeza descansara en su hombro y a su lado hubiera un cuerpo suave y cálido. Cerró los ojos, y contra su voluntad, lo último en que pensó, estando despierto, fue en unos ojos de color violeta que lo miraban fijamente.

Debajo de su carro, Haylan se revolvió inquieta sobre el jergón que compartía con Miderd y dirigió una mirada a la forma inmóvil tendida debajo del otro carro.

—¿Qué sucede, Haylan? —preguntó Miderd—. ¿Hay alguna cosa debajo del colchón para que tengas que moverte así? Quédate quieta, o despertarás a los hombres.

—¡Aaahhh, los hombres! —gimió Haylan—. Todos, hasta el último, duermen profundamente.

—¿De qué estás hablando? Claro que duermen. Gavin y Sanhurst duermen desde hace horas. Debe de ser medianoche. ¿Qué te sucede?

—¿Miderd? —empezó Haylan, pero no pudo encontrar palabras apropiadas para formular su pregunta. Suspiró de frustración y por fin, después de una larga pausa, habló—. ¿Por qué los hombres son como son? ¿Nunca están contentos con una mujer?

Miderd rodó hasta quedar tendida de espaldas, y a la débil luz del fuego, miró hacia arriba el fondo de su carro.

—Algunos hombres quedan contentos cuando pueden encontrar a la mujer adecuada. Otros siempre siguen buscando, por la excitación del momento.

—¿Qué clase de hombre crees que sea Wulfgar? —preguntó Haylan suavemente.

Miderd se encogió de hombros.

—Un normando como cualquier otro —dijo— pero a quien debemos ser leales, a fin de no quedar a merced de algún bribón vagabundo.

—¿Crees que es apuesto?

—Haylan, ¿estás loca? Nosotras somos nada más que campesinas y él es nuestro señor.

—¿Qué es él? ¿Un bribón o un buen caballero?

Miderd suspiró.

—¿Cómo quieres que conozca la mente de un hombre?

—Tú eres sabia, Miderd. ¿Sería probable que él golpeara a una campesina si ella lo hace encolerizarse?

—¿Por qué? ¿Tú lo has enfurecido?

La mujer más joven tragó con dificultad.

—Espero que no —dijo.

Se volvió de costado sin responder a la mirada inquisitiva de Miderd, y después de un largo tiempo logró dormirse como deseaba.

Las primeras luces del alba tocaron las gotas de lluvia todavía adheridas a las ramas desnudas y las hicieron brillar como piedras preciosas y reflejarse sobre las húmedas rocas cubiertas de musgo. Wulfgar despertó de su sueño sintiendo un apetitoso aroma a carne de puerco y a sopa. Miró a su alrededor y vio que las mujeres ya estaban levantadas y se hallaban preparando una comida para ellos. Salió de abajo del carro y se estiró para desperezarse, complacido por la quietud de la madrugada. Haylan había estado' observándolo con temor mientras dormía, preguntándose cómo la trataría cuando despertara, pero él parecía haberla borrado de su mente.

Wulfgar se quitó las calzas y empezó a lavarse. Mientras se inclinaba sobre la comida que estaba calentándose, ella no pudo evitar mirarlo de soslayo y admirar su cuerpo alto, sus anchos hombros y recordar claramente la firmeza de ese cuerpo musculoso contra el suyo.

Wulfgar se había puesto sus ropas, su cota de mallas y su cubre cabeza cuando se acercó con Gowain y Milbourne para probar la comida. Mientras les servía, los dedos de Haylan temblaron y sus mejillas enrojecieron al pensar en el abrazo lascivo de él, la noche anterior, pero él habló con Milbourne y rió de un chiste de sir Gowain, como si hubiera olvidado completamente el encuentro bajo los árboles.

Fue momentos más tarde, cuando el mayor de los caballeros se acercó para tomar otro trozo de carne, que Haylan le hizo la pregunta que le quemaba los labios.

—Sir Norman, ¿quién es Aislinn?

Milbourne la miró, sorprendido, y dirigió una rápida mirada hacia donde se encontraba Wulfgar.

—Vaya, ella... ejem... ella es la señora de Darkenwald.

Se alejó rápidamente y Haylan permaneció silenciosa, sin aventurarse a hacer más preguntas. Estaba sumida en sus pensamientos cuando sir Gowain la interrumpió y le sonrió amablemente.

—Señora, los soldados a menudo echamos de menos las comodidades que puede brindarnos una mujer. Es un placer desayunarse con bocados tan deliciosos y contemplaros inclinada sobre el fuego.

Haylan arrugó la frente, como si reflexionara penosamente.

—Señor caballero, ¿quién es Wulfgar? ¿Qué es él en Darkenwald?

El entusiasmo de Gowain se apagó rápidamente ante el hecho evidente de que ella no había prestado atención a sus palabras.

—Wulfgar —dijo— es señor, es lord de Darkenwald.

La miró confundido, pero sin agregar palabra se alejó, sintiéndose lastimado por el interés de ella en otro hombre.

El tercer caballero, Beaufonte, se le acercó y aguardó pacientemente hasta que por fin ella lo vio y le sirvió un poco de sopa. Haylan lo miró y preguntó, en tono ligero:

—Señor caballero, ¿nos dirigimos a Darkenwald, verdad?

—Sí, señora, a Darkenwald.

Haylan tragó con dificultad y se preguntó cómo enfrentaría a la señora de Darkenwald y cuál sería su castigo si lady Aislinn llegaba a enterarse de su encuentro en el bosque con su marido.

El resto del tiempo, hasta que levantaron el campamento, Haylan se mantuvo bien alejada de Wulfgar, sin saber si le temía más a él o a su dama. Si él hubiera sido su esposo, Haylan se habría puesto furiosa al enterarse de que él se había tendido sobre la hierba con otra mujer, no importa cuál hubiera sido el resultado.

Antes de marcharse, Wulfgar buscó a Miderd, y con actitud impasible, le entregó un bulto cuidadosamente envuelto en piel curtida.

—Dale esto a mi dama... —Se aclaró ruidosamente la garganta.— Dale esto a Aislinn de Darkenwald cuando tengas un momento a solas con ella... Dile que fue honradamente adquirido.

—Sí, milord —respondió Miderd—. Veré que esto llegue a sus manos intacto.

Él asintió pero no hizo ademán de retirarse, sino que pareció haberse quedado sin saber qué decir.

—¿Deseáis alguna otra cosa de mí, milord? —preguntó ella, desconcertada ante la actitud vacilante de este alto normando.

—Sí —suspiró él—. Dile también... —Hizo una pausa, como si le costara encontrar las palabras.— Dile también que deseo que se encuentre bien y que espero que confíe en Sweyn para cualquier necesidad que pueda tener.

—Recordaré bien vuestras palabras, milord —dijo ella.

Él dio media vuelta, y con una rápida orden a sus hombres, montó, se acomodó en la silla y guió a su caballo fuera del bosquecillo, seguido de su grupo de hombres armados.

Sentada en el asiento de su carro, Haylan vio que Miderd guardaba el envoltorio que le había dado Wulfgar.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó—. ¿Te dio él alguna recompensa?

—No. Sólo tengo que llevar esto a Darkenwald de parte de él.

—¿Dijo él... dijo él algo de mí?

Miderd meneó lentamente la cabeza y miró intrigada a la mujer más joven.

—No. ¿Por qué iba a decir algo de ti?

—Creí... creí que diría algo. Parecía mal dispuesto cuando me separé de él.

—Ahora no estaba enfadado ni mal dispuesto. —Miderd miró nuevamente a su cuñada y unió las cejas. —¿Por qué estás inquieta por él?

—¿Inquieta? —Haylan rió débilmente.— No hay motivos.

—¿Qué sucedió anoche, cuando todos estábamos acostados y tú no estabas? ¿El te hizo el amor?

Haylan saltó y chilló llena de indignación.

—Claro que no —exclamó—. Es verdad. Nada sucedió.

Miderd observó con recelos el rostro encendido y se encogió de hombros.

—Es tu vida —dijo—. Vívela como quieras. Nunca has escuchado mis consejos y no creo que ahora lo hagas. Pero yo diría, por los modales de milord, que él tiene su interés en otra parte.

—Como dices tú, Miderd —replicó Haylan irritada—, es mi vida y la viviré como mejor me parezca.

Sin agregar palabra, se volvió para ayudar a los niños a subir al carro.